31/1/07

Don Juan contado por él mismo


Peter Handke.
Don Juan (Contado por él mismo).
Traducción de Eustaquio Barjau.
Alianza. Madrid, 2006.


Las opiniones políticas de Peter Handke han contaminado últimamente las reseñas relativas a su obra. De otra manera no se pueden comprender unas críticas tan injustas y superficiales a su última novela, Don Juan (Contado por él mismo). Alguna de esas críticas, tan negativas como infundadas, ponen en cuestión más al sujeto que al objeto, más al crítico que al criticado, aunque inevitablemente predisponen el ánimo del lector, que tiene que hacer un esfuerzo suplementario para quitarse de encima la losa de los prejuicios.

Handke hace en este Don Juan (Contado por él mismo) que publica Alianza Literaria una reinterpretación del mito. Ni más ni menos que lo que han hecho desde diversas perspectivas y en distintas épocas escritores tan distantes como Zorrilla, Byron, Marañón o Torrente Ballester. Más aún, la revisión que hace Handke del mito de Don Juan supera en profundidad intelectual y en brillantez estilística las interpretaciones más triviales, que no suelen pasar de la cáscara de aquel personaje de Tirso que ignoraba el tiempo y la fugacidad y que acabó en los infiernos por exceso de confianza.

El Don Juan que visita Handke es un Don Juan interior, recogido e íntimo, un mito actualizado que está cerca del de Marañón en complejidad psíquica, del de Azorín en sensibilidad y conciencia del tiempo y del de Torrente Ballester en afinado diseño narrativo .

Es un personaje de intenso lirismo, un amigo de las mujeres que tiene poco que ver con el personaje negativo y libertino de Tirso, de Molière o de Byron, que proponen al lector actual un arquetipo menos profundo del que sugieren las otras interpretaciones.

Un cocinero fracasado que se refugia cerca de las ruinas del monasterio de Port-Royal para dedicarse a leer, es el narrador de un texto en el que se relatan siete aventuras amorosas de Don Juan en diferentes lugares del mundo, Tiflis, Damasco, Ceuta, Noruega, Holanda...

También Don Juan se ha refugiado allí durante una semana. Una semana en el jardín para contar siete episodios de la mirada, episodios que no narra directamente, sino a través de ese narrador interpuesto. Ha llegado a aquella hospedería huyendo tras una experiencia de voyeur. Es ya un espectro que huye y vaga como una sombra triste entre la niebla, un don Juan fraternal que basa su poder en la fuerza de la mirada, no en su genitalidad.

La fuga y la mirada se convierten así desde el principio en las claves del relato y de la existencia del mito en una obra que es también una reflexión sobre la fugacidad y sobre lo pasajero, porque el tiempo es el verdadero problema de ese Don Juan en fuga. La huida es su esencia, su forma de ser y de estar.

En esa otra clave de Don Juan que es la mirada no cabe lo sensual ni el detalle lúbrico. Frente a la sexualidad elementalmente animal de su criado, con el olfato como método de exploración y la palabra como medio de seducción, la mirada de Don Juan representa la humanización, la elevación intelectualizada del deseo. No hay en sus relaciones sonidos ni palabras, no hay diálogo, ni presunciones ni recuentos de conquista en este texto que a menudo se mueve por el territorio introspectivo de la lírica y la imagen y cada vez necesita menos de la realidad exterior. De ahí que, en esa sucesión de siete episodios, cada vez se cuente con menos detalle lo que sucede a medida que transcurren.

Lo que ocurrió después no se puede contar hasta el final, no puede contarlo el mismo Don Juan ni yo ni ningún otro, sea éste el que fuere. La historia de Don Juan no puede tener final, y esto, lo digo y lo escribo, es la definitiva y verdadera historia de Don Juan.

Vuelvo al principio. Si la mayoría de las críticas negativas que citaba reducen su ejercicio a una valoración displicente y despectiva de una novela como esta, entraré en ese terreno valorativo para señalar que este Don Juan de Handke me parece un libro admirable por su inteligencia narrativa y su sensibilidad en el acercamiento al personaje. Aunque quizá lo más certero sea decir que no estamos aquí ante un Don Juan según Handke, sino ante un Handke según Don Juan.

Naturalmente que puedo equivocarme, que puede ser también cuestión o defecto de mi mirada, de una determinada lectura. Me tranquiliza saber que mi juicio procede de esa lectura. De otros juicios ya tengo muchas dudas de que se pueda decir lo mismo.

Podría ser también que en la memoria de algún comentarista Don Juan no sea más que un recuerdo asociado a la visita anual al cementerio, a las castañas asadas en la calle, a la función de aficionados en provincias. Y este Don Juan tiene que ver poco, afortunadamente, con esas variantes elementales de lo putrefacto.

Santos Domínguez

29/1/07

Tiberio o el resentimiento


Gregorio Marañón.
Tiberio.
Espasa Fórum. Madrid, 2006.


El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra.


El párrafo, con la prosa limpia y exacta de Gregorio Marañón, forma parte del estudio que publicó en 1939 sobre la figura del emperador Tiberio. Condenado como un monstruo de crueldad comparable a la de Nerón o Calígula, la figura de Tiberio, el emperador contemporáneo de Cristo y de Pilatos, empezó a ser rehabilitada en el siglo XVIII por Voltaire.

Le tocó vivir y gobernar en una época crítica y conflictiva. Entre un mundo pagano que se desmorona y la pujante mentalidad cristiana, Tiberio es uno de esos hombres que vivió en un terreno de nadie, en una época confusa y desolada.

Marañón le dedicó uno de sus libros más interesantes, una teoría del resentimiento y un estudio biográfico e histórico que profundiza en las raíces de su conducta en el contexto problemático de una crisis generalizada del imperio. Años de devastación evocados por Marañón en años de devastaciones, los de la guera civil española, que inevitablemente está pesando al fondo de este magnífico libro, de un ensayo ejemplar entre la biografía, la psicología y el estudio histórico.

Lo reedita Espasa en su colección Forum, en la que está recuperando las obras más emblemáticas del médico, humanista y escritor del Novecentismo.

Porque la historia no se hace sólo con datos sino con interpretaciones, el esfuerzo de Marañón es ese: un esfuerzo interpretativo, el acercamiento a la mentalidad de un hombre y al contexto familiar y político de una época que modela su carácter, la aproximación a una figura contradictoria y poliédrica maltratada por una leyenda negra. Cambiante de carácter y de costumbres, triste y austero, severo y cruel, Tiberio es el prototipo del hombre resentido.

Lo que pretende Marañón no es tanto contar la vida de Tiberio como trazar la historia y desenterrar las raíces de su resentimiento y, sobre todo, elaborar una teoría general del resentimiento como pasión, como enfermedad de espíritus mediocres a los que afecta también la hipocresía, el deseo compulsivo de venganza y la vecindad de la paranoia.

Un defecto que suele acompañar a quien está afectado de complejo de inferioridad. Y a veces a quien, todo lo contrario, se siente superior (como político, como poeta incomprendido) más virtuoso que los demás. Todo eso los convierte en crueles y vengativos si llegan al poder.

Él es el objeto del estudio de este libro en el que Marañón encuentra las raíces del resentimiento en las relaciones familiares con su madre Livia y su padrastro Octavio, en su agitada vida amorosa y su timidez sexual cercana a la impotencia que parece degenerar luego en incontinencia erótica.

Otros factores añadidos, como las luchas de castas entre los julios y los claudios, las relaciones con Germánico, su sobrino, un héroe popular muerto tempranamente, y con su viuda Agripina (“un marimacho”), alimentaron el resentimiento de Tiberio

El análisis psicológico se completa con la exploración del físico de Tiberio. Y a sí se pasa desde su miopía y sus úlceras a su sobriedad, su timidez, su antipatía, su escepticismo, de su rectitud sin cordialidad a su impopularidad, a sus años de anormalidad y locura en Capri, los más crueles y angustiados que completan la doble personalidad ante la historia de un Tiberio que estalla al final de sus días en una crueldad inusitada y en una soledad enorme.

Lo resume, certero y escueto, Marañón:

Hay dos frases suyas que definen su infinita soledad espiritual, sin amarras con el pasado ni con el porvenir. Las dos las refiere Séneca. Una vez, un hombre cualquiera se dirigió a Tiberio y comenzó a hablarle, diciéndole: "¿Te acuerdas, César...?"; y el César le atajó sombríamente: "No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido." La otra frase es un versículo griego que Tiberio repetía muchas veces y que dice su renunciación a toda esperanza: “¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la tierra!”

Así fue Tiberio.

Santos Domínguez

28/1/07

Andrew Marvell. Poemas


Andrew Marvell.
Poemas.
Edición al cuidado de Carlos Pujol.
La Cruz del Sur.
Pre-Textos. Valencia, 2006.


Fue uno de los poetas metafísicos ingleses, emparentado literariamente con Donne y con Milton, y uno de los más destacados poetas de esa lengua. Lo reivindicó T. S. Eliot en 1921 y Cernuda habló de él por primera vez en español. Andrew Marvell (1621-1678) vivió como un hombre prudente y pragmático en una época convulsa, la de Cromwell, y buscó y halló en la poesía una serenidad que el mundo le negaba.

La cruz del Sur, la magnífica colección de la editorial Pre-Textos, publicó hace unos meses una edición de la poesía de Marvell preparada por Carlos Pujol, que hizo la selección y la traducción de los textos y redactó la introducción y las notas.

La prudencia burguesa de Marvell le invitó a nadar y a guardar la ropa. No se casó, pero fue previsor hasta el punto de dejar una viuda de hecho que se encargó de editar algunos poemas póstumos. Siempre estuvo en el justo medio del equilibrio en política, en literatura, en su forma de vivir, entre lo pagano y lo religioso, entre la frialdad intelectual del concepto y el vuelo imaginativo de la emoción.

Y su poesía es como él, interesada, adulona y pragmática a veces. En estas ocasiones ni siquiera resiste esa definitiva prueba del nueve de la traducción y entonces sus versos se deshacen como una rosa barroca hecha cenizas o como se estropea el vino cuando cambia de altura o latitud.

Pero en otras ocasiones, que son las que engrandecen su obra, se deja llevar por intereses puramente poéticos. Entonces surgen los momentos más altos de su poesía, llenos de hallazgos luminosos, de imágenes deslumbrantes y de un sentimiento del paisaje que presagia a Wordsworth.

No escribió mucho, sesenta poemas, casi todos en inglés, con alguna incursión artificiosa y mimética en latín y griego. Los modelos de las églogas de Virgilio y la influencia persistente de Catulo son la base de casi toda su producción poética.

Y con el telón de fondo de la naturaleza domesticada del jardín, Marvell combina ingenio y abstracción, emoción fría, inteligencia y profundidad. Preciso y refinado, para él, como decía Eliot, la imagen es la decoración estructural de una idea seria.

Su poema más conocido, A su recatada amante, recopilado en muchas antologías, contiene muchas de sus claves. Es una exploración del Collige, virgo, rosas de Ausonio, con su aderezo barroco de gusanos y su añadido regodeo en la descomposición de la carne. Arte suasoria para persuadir a aquella muchacha un poco estrecha.

El libro le reserva al lector muchas sorpresas agradables, un puñado abundante de versos memorables escondidos entre la hojarasca decorativa y mitológica. Allí brillan momentos indecibles de confusión de quien, tan sensato habitualmente, se abandona a la emoción y

duda
si lo que ve está dentro o está fuera.


La traducción de Carlos Pujol, autor también de un preciso repertorio de notas, ha sabido captar la música equilibrada de Marvell y ponerla en castellano. El bellísimo Diálogo entre el alma decidida y el placer creado o las ochenta octavas prerrománticas que forman Sobre Appleton House son algunas de sus más claras demostraciones. Así empieza esta última:

Bajo este aspecto sobrio no esperéis
de arquitecto extranjero algún trabajo

que convierte canteras en cavernas
y talando hace prados de los bosques...


Santos Domínguez

27/1/07

Memoria del flamenco

Félix Grande.
Memoria del flamenco.
Punto de lectura. Barcelona, 2007

No sé si es porque he ido viendo crecer este libro en sucesivas oleadas editoriales desde hace casi treinta años, pero desde la anterior en Alianza, se me van los ojos al epílogo de 1995, que, si no fuera por el de Caballero Bonald, debería ser el verdadero prólogo de la Memoria del flamenco de Félix Grande que reedita ahora en formato de bolsillo Punto de lectura.

En ese epílogo están las claves que explican la génesis del libro como resultado de una larga culpa y orientan su lectura en la forma concreta de una acción de gracias. Y siempre acabo buscando las últimas frases:

Sin prisa —con la rumia de la angustia social y la angustia ontológica—, con la intensidad de la paciencia, con la sabiduría del conocimiento de que la vida es dura, breve y única, un lenguaje magnífico que comenzó a nacer hace ahora dos siglos en forma de sonidos desgarradores surgidos desde el fondo de la pobreza y la pena andaluzas, ha acabado convirtiéndose en un arte aclamado internacionalmente, y en una prueba más de que en el fondo de la especie, junto al estrago de sus miserias y de su finitud, deambula, como una emoción mitológica, el estupor de lo sagrado.

Al final, todo esto no es más que una rara manera de releer una vez más, ya es la tercera y no me pesa, esta Memoria del flamenco, un libro arrebatador como un torbellino, como el objeto del que trata, esa música abismal que viene del tronco mineral y negro de la fragua.

No es el único imán. Hay otros igual de poderosos: la calidad de la prosa de Félix Grande, la hondura de un conocimiento adquirido en la profundidad de las bibliotecas y de las cavas y las cuevas, la hombría delicada y compasiva de una sensibilidad templada en el dolor del yunque y el compás del martillo.

Este es un libro del que salen chispas, como del hierro candente en la fragua, como del amor y la rabia, como de algunos cantes oscuros, orientales y mineros. O de una soleá como esta, tan del gusto del autor del libro:

La noche del aguacero
dime dónde te metiste
que no te mojaste el pelo.


Su reedición en formato de bolsillo, en edición cuidada, con letra generosa y a un precio asequible, es una excelente noticia.

Porque este es un libro sabio y emocionado, sobrio y enciclopédico. Un libro torrencial que desborda sus propios límites y se convierte en muchos libros a la vez: en un compendio de geografía que va desde la India a Alcalá de Guadaira y hasta más allá de Sanlúcar; en un recorrido por nuestra incalificable historia moderna y contemporánea; en una reivindicación literaria del cancionero anónimo flamenco con una reunión de textos poéticos sobre esa temática; en una explicación física del espectro del sonido y del color, de la química de la combustión y el óxido y los minerales y las fermentaciones; en la lección de álgebra que hay en el compás de la bulería o en la geometría del espacio explicada por quien conoce el tamaño exacto de su desventura y el área de sombra negra que proyecta sobre el plano; en un tratado sobre la fonética y la prosodia rítmica del lamento y del duende o sobre la sintaxis de la rebeldía; en una exploración de la genética de la desolación y en la botánica de las raíces hondas del árbol de los cantes; en la geología áspera y fluvial de los palos; en la educación moral y cívica de estas letras o en el dibujo secreto de sus sonidos negros...

Ahora que ya sabe todo eso, repasa el lector el índice onomástico y se da cuenta de que en esos nombres está convocado también, como en el resto del libro, el universo. Un universo en el que coexisten Diego Corrientes y Ziryab, Manuel Torre y Dvorak, Shakespeare y Juan Pedro Domecq, Dostoievski y la Niña de los Peines.

Todo eso y más reside en esta Memoria del flamenco, que es una reunión de vidas y también una reunión de géneros. Hay aquí expansiones líricas, desahogos trágicos y episodios narrativos. Y mucha autobiografía escondida o flotando sobre estas páginas de alta literatura, que son también las de la memoria personal y su claroscuro, entre los cantes oscuros de fragua, de mina o de celda y la claridad salinera del camino estrecho y jalonado de ventas entre San Fernando y Cádiz.

En un texto memorable y cobrizo dedicado a Manolo Caracol, escribía Félix Grande:

Es la calamidad lo que este hombre examina.

Quizá no haya una frase mejor para resumir este libro imprescindible.

Santos Domínguez

26/1/07

Todos los relatos de Svevo



Italo Svevo.
Todos los relatos.
Traducción de Carlos Manzano.
Gadir. Madrid, 2006.

En estos días he descubierto en mi vida algo importante o, mejor dicho, la única cosa importante que me ha ocurrido: la descripción hecha por mí de una parte de ella. Se trata de ciertas descripciones apiladas y dejadas de lado por el médico que las prescribió. Las leo y releo y me resulta fácil completarlas, poner todas las cosas en el lugar que les corresponde y que mi impericia no supo encontrar. ¡Qué viva está esa vida y qué definitivamente muerta está la parte que conté! Voy a buscarla a veces con ansia, al sentirme incompleto, pero no la encuentro. Y, además, sé que la parte que conté no es la más importante. Lo pareció porque la fijé. Y ahora ¿quién soy? No el que la vivió, sino el que la describió. ¡Oh! La única parte importante de la vida es el recogimiento. Cuando todo el mundo comprenda con la misma claridad con la que lo veo yo, todo el mundo escribirá. La vida resultará literaturizada. La mitad de la Humanidad estará dedicada a leer y estudiar lo que la otra mitad habrá consignado por escrito y el recogimiento ocupará la mayor parte del tiempo, substraído así a la hórrida vida de verdad. Y, si una parte de la Humanidad se rebela y se niega a leer las elucubraciones de la otra, tanto mejor. Cada cual se leerá a sí mismo y su vida le resultará más clara o más oscura, pero se repetirá, se corregirá, se cristalizará. Al menos no quedará así, carente de relieve, sepultada nada más nacer, con esos días que pasan y se acumulan, uno igual a otro, formando años, decenios, esa vida tan vacía, apta sólo para figurar como un cuadro de estadísticas demográficas. Yo quiero seguir escribiendo. En estos papeles revelaré enteramente mi historia.

Pero no fue así. Quizá fue el primer escritor que murió como consecuencia de un accidente de tráfico. En cualquier caso, la muerte inesperada de Italo Svevo (Trieste, 1861-Motta di Livenza, 1928), a la que contribuyó de manera determinante su tabaquismo crónico, interrumpió, además de otras cosas más importantes, Las confesiones de un anciano, que iba a ser la continuación de La conciencia de Zeno, su mejor novela.

Murió en septiembre, un día trece, y aquel verano había estado trabajando con creciente intensidad en su cuarta novela, a la que pertenece el párrafo de arriba. Una novela frustrada que quería ser la continuación de su obra más emblemática.

Los esbozos y apuntes de aquel proyecto malogrado se incluyen en la tercera parte de Todos los relatos de Svevo que acaba de publicar Gadir con traducción de Carlos Manzano, lo que es toda una garantía de rigor y calidad. Las otras dos secciones del libro, organizadas en orden cronológico, son los Relatos completos y los Relatos incompletos.

Algunos de estos textos, que se editan ahora por primera vez en español reunidos en libro, son una muestra del mejor Svevo, introspectivo y pesimista, escrutador irónico de los pozos oscuros de la conciencia y los comportamientos, un Svevo especialmente brillante en narraciones como la Historia del buen viejo y la muchacha hermosa o el Corto viaje sentimental que se aproximan en ritmo y técnica a la novela corta.

Bastaría leer algunos de estos relatos para darse cuenta de que estamos ante un escritor importante. En la Historia del buen viejo y la muchacha hermosa, por ejemplo, está en esencia todo el mundo narrativo de Svevo, su fuerza amarga, su ironía crítica y su pericia. Y un párrafo final en el que parece condensarse su desengaño:

Volvió a guardar las viejas y las nuevas cuartillas en la carpeta en la que estaba escrita la pregunta a la que no sabía responder. Después, debajo y angustiosamente, escribió varias veces esta palabra: "¡Nada!"

Y es que Svevo nos deja en este libro su lección magistral, su curso superior de narrativa en torno a la zona de sombra de la culpa, el amor, el tiempo o la muerte, las claves de toda su obra.

Quizá nada mejor para terminar esta reseña que recordar lo que decía Eugenio Montale:

Svevo es un escritor siempre abierto. Nos acompaña, nos guía hasta cierto punto, pero no nos da nunca la impresión de haberlo dicho todo: es amplio y no saca conclusiones, como la vida. Por eso, cuando nos preguntamos qué se debe leer de él, la respuesta sólo puede ser una: leed todo, si podéis, pero no invirtáis el orden de lectura, recorred con él un camino que en su caso no es nunca reversible y dejaos conducir hasta donde le sea posible a él y a vosotros. Más allá estaréis solos, pero no lamentéis el tiempo perdido: os quedará el sentimiento de haber realizado una experiencia necesaria, de haber aumentado vuestra comprensión de la vida.

Santos Domínguez

24/1/07

Prosas apátridas




Julio Ramón Ribeyro.

Prosas apátridas.
Seix Barral. Barcelona, 2007

Sin clasificación.

Así figuraban hace poco los restos editoriales de estas excelentes Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (1929 -1994) que acaba de recuperar Seix Barral. Una recuperación feliz e imprescindible por la calidad de sus textos y porque la edición parcial de 1975 y la definitiva de 1986 andaban ya descatalogadas.

Obviamente la caracterización que hizo el librero de ese volumen sin clasificar estaba más cerca de la comodidad rutinaria que de un juicio de valor. Pero, por paradójico que parezca a primera vista, probablemente no haya una definición más exacta para un libro como este, inclasificable, y de ahí el título, según los esquemas clásicos de los géneros literarios.

Sus doscientos fragmentos, entre el dietario confesional, el apunte reflexivo o el microcuento, tienen una serie de ejes temáticos (la reflexión sobre la escritura, el caos y la vida doméstica, el sexo y el paso del tiempo, los niños, la ciudad, la calle, los transeúntes, la vida en suma) que evitan la dispersión y le dan una evidente coherencia, reforzada por la unidad del tono y por la continuidad de la mirada aguda y desengañada. (No somos más que un punto de vista, una mirada, escribe Ribeyro en estas páginas.)

Hay, además, otro mecanismo de unión, el más importante: la constante calidad de una prosa intensa y cuidada, dotada de altura estilística y hondura reflexiva. Es esta una verdadera teoría y práctica del fragmento. Sus notas de lectura, sus expansiones líricas, sus aforismos pesimistas trazan la autobiografía espiritual de quien es uno de los grandes prosistas de la literatura hispánica contemporánea.

En una de estos textos dice Ribeyro que cada escritor tiene la cara de su obra. Así será, porque las fotografías nos han dejado la imagen de un Ribeyro exageradamente delgado, con un cuerpo metafísico, alargado y elegante. Y así es su obra, magra como su rostro escuálido, aguda e intensa como su mirada. Y en especial estas apenas ciento cuarenta páginas que no tienen desperdicio y se leen con la intensidad de la lectura poética.

De estas prosas, apátridas si tomamos como referencia los moldes aristotélicos, pero enraizadas en la más alta patria si se utiliza el baremo mucho más fiable de la calidad literaria y la inteligencia con la que se aborda incluso lo más trivial:

El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá reemplazarlos, desde que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

Peruano instalado en Francia desde 1960, alguna vez he escrito de él que es uno de nuestros contemporáneos más sombríos y autodestructivos. Sería injusto si no añadiese que es también uno de los más lúcidos. Y desagradecido si no dijera que me ha regalado horas de lectura y relectura de agradabilísima hondura.

Santos Domínguez

22/1/07

Kafka en la orilla



Haruki Murakami.

Kafka en la orilla.
Traducción de Lourdes Porta.
Tusquets. Barcelona, 2006.

Dos de los modelos estructurales más importantes de la literatura occidental, el de la tragedia griega y el de la novela itinerante de aprendizaje y maduración, se dan cita en este Kafka en la orilla, de Haruki Murakami, que publica Tusquets, en su colección Andanzas.

Como en las tragedias, el destino y la profecía edípica se convierten en el mecanismo que pone en marcha la acción:

Allí había una profecía semejante a las aguas negras. La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en profundidades desconocidas.

El mito de Edipo
–explica Murakami– es uno de los temas de la novela (...) Desde el principio planeé escribir sobre un quinceañero que huye de su siniestro padre y comienza un viaje en busca de su madre, lo que naturalmente tiene mucho que ver con el mito de Edipo.(...) Cuando escribimos un relato no podemos evitar que esté relacionado con toda clase de mitos, que son una suerte de depósito en el que están todas las historias.

Esa profecía acompaña siempre a Kafka Tamura, que el día que cumple quince años se va de casa e ingresa en el mundo de los adultos. Así empieza un viaje iniciático, una experiencia de maduración y conocimiento de sí mismo:

El día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Claro que si contara las cosas por orden, tal como ocurrieron, el relato se extendería una semana más. Sin embargo, si tocamos sólo los puntos esenciales, eso fue lo que ocurrió: el día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es. En ningún sentido.

Con ese planteamiento inicial se van desarrollando dos historias alternantes y entrelazadas: la de Kafka Tamura, que huye de casa para escapar de su destino y se refugia en una biblioteca del sur, y la de Satoru Nakata, un anciano que salió con secuelas de un extraño episodio comatoso de la infancia. En 1944 se quedó vacío y desde entonces sólo habla con los gatos.

En el desarrollo de la acción, Murakami integra todo tipo de elementos: Sófocles y el cine de terror, Truffaut y el pop, el manga y Salinger, a quien traducía mientras escribía esta novela llena de perfección formal y ligereza en la que se dan cita la imaginación y el misterio, el cine, la música, la naturaleza, las emociones, el sexo y la comida.

Todos esos materiales aparentemente heterogéneos parecen someterse al destino porque, como dice un personaje, ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad y todas cumplen un función en el conjunto y en el destino de las personas. También el mal y las fuerzas oscuras que los amenazan, porque Murakami sabe que en todo hombre habita un animal potencialmente peligroso. No hay excepciones a esa norma: lo confirma por ejemplo el joven llamado Cuervo, la conciencia, el doble, el otro que llevamos dentro, una de las claves arquitectónicas de la novela junto a la señora Saeki y su canción Kafka en la orilla o el bosque mágico, lleno de sombras y de pruebas, del que se sale siendo otro.

En algo parecido a esa experiencia consiste para Murakami la literatura: en atravesar el muro y entrar en otro universo, un descenso al fondo confuso de la conciencia, porque la función de la literatura no es responder preguntas, sino hacerlas:

Lo importante en esta novela no es descubrir si los personajes encuentran lo que buscan, o saber si Kafka encuentra a su madre. Lo importante es la búsqueda, el proceso mismo, en el que aparecen la solidaridad y la esperanza.

No hace falta decir que Kafka es uno de mis autores preferidos, pero no creo que mis novelas o personajes estén directamente influidos por él. Lo que quiero decir es que el universo narrativo de Kafka es tan completo que intentar seguir sus pasos no sólo resulta absurdo sino demasiado arriesgado. En realidad me veo a mí mismo escribiendo novelas en las que, a mi manera, desmantelo el universo narrativo de Kafka de la misma manera en que éste, por su parte, había desmantelado el sistema narrativo anterior. Supongo que eso puede entenderse como una especie de homenaje a Kafka. A decir verdad, no tengo una idea muy clara de lo que significa eso de “posmodernidad”, pero tengo la sensación de que lo que estoy intentando hacer es ligeramente distinto. En realidad lo que quiero ser es un escritor único, diferente a todos los demás. Quiero ser un escritor que narra sus historias como ningún otro.

Haruki Murakami debe de ser uno de los pocos japoneses que no se parece a nadie. Los otros son los dos protagonistas de Kafka en la orilla.

Él mismo ha reconocido que el protagonista de la novela, Kafka Tamura, se le parece: Yo fui hijo único y me inventé un mundo aparte, lleno de libros, de música y de conversaciones con mis gatos.
Y añade otro dato: En el joven Kafka Tamura se esconde el pequeño Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes. Sus edades, sus fugas, sus miedos, sus búsquedas son comparables. Sentí la soledad cuando, al salir de la universidad, me negué a seguir el camino establecido, y comenzar a trabajar en una gran empresa o como funcionario del Estado. Hace treinta años, la sociedad japonesa era mucho más estricta que hoy. Cuando se escogía ser un marginado, un outsider, no había vuelta atrás. Igual que para Doinel.

Nakata, el otro protagonista de la novela, tampoco se parece a nadie. Vuelve a hablar Murakami:

A mí siempre me ha interesado la gente que ha sido arrojada fuera de la sociedad, aquella que ha sido retirada o apartada. La mayoría de los personajes de Kafka en la orilla, están, en un sentido u otro, fuera de lo establecido como normal. Nakata es uno de ellos, quizá el más claramente marginado.

Es esta una obra para lectores capaces de emocionarse y divertirse, de asustarse y desconcertarse a lo largo de sus casi seiscientas páginas. No son pocas, pero se leen de un tirón y tardan mucho en olvidarse.

Santos Domínguez

21/1/07

¿Nos volvemos racistas?


Alfredo Ruiz.
¿Nos volvemos racistas?
Ático ediciones. Barcelona, 2006.


Hace diez años, nuestros vecinos eran mayoritariamente de nuestro país, hablaban nuestra lengua y tenían prácticamente nuestras mismas costumbres. Ahora, en muchos barrios de nuestras ciudades, nuestros vecinos proceden de 25 países distintos, no hablan nuestra lengua, y no tienen nuestras costumbres.

Comprendemos qué significa abandonar el país natal y llegar a otro país sin trabajo ni dinero. Nos solidarizamos con los millones de inmigrantes que llegan a nuestras ciudades. Les acogemos, les damos trabajo, ayuda social, escolaridad y asistencia sanitaria, los admitimos como vecinos y nos esforzamos por respetar sus prácticas religiosas y sus costumbres. Aparentemente, no somos racistas ni xenófobos. No obstante, esta situación genera problemas.

Alfredo Ruiz nos sorprendió hace dos años con Guapos y pobres, un libro que denunciaba la precariedad laboral y económica de los jóvenes en nuestro país. El libro despertó el interés del público y de los medios de comunicación españoles, franceses, italianos y suizos, que también se hicieron eco de su publicación.

En 2007 se estrenará la adaptación teatral de Guapos y pobres y está previsto el inicio de rodaje de su versión cinematográfica.

No hace mucho declaraba su autor:

La realidad es mucho más compleja y sorprendente que cualquier ficción. Como escritor prefiero indagar en el mundo que me rodea, descubrir cómo nos afecta la globalización, vivir en uno de los diez países más ricos del mundo, la política internacional de George Bush o el impacto masivo de la inmigración y el turismo en nuestras ciudades.

Ahora, con esta nueva obra que publica Ático ediciones, el autor se sumerge en la vida cotidiana (social, cultural y económica) de un barrio de Barcelona, para mostrar la problemática realidad del día a día y para responder a la pregunta que plantea este libro. ¿Somos racistas?

Este libro trata del impacto de la inmigración en un barrio concreto, un barrio que se sitúa en Barcelona pero que también podríamos encontrar en Madrid o Berlín. Y la historia de este libro comienza, como no podía ser de otra manera, con un inmigrante que lleva diez años viviendo en España.

Y esa es la cuestión: ¿Nos estamos convirtiendo en racistas? Los testimonios múltiples que se recogen en el libro les ayudarán a responderse a una pregunta tan incómoda como esa, pero al mismo tiempo tan inevitable, porque el fenómeno de la inmigración va a ir en aumento en los próximos años.

Mayra Vela Muzot

Locura filosofal




Nigel Rodgers y Mel Thompson.
Locura filosofal.
Melusina. Barcelona, 2006.


Es sabido que el trato anglosajón con la filosofía es mucho menos circunspecto, grave y atildado que el continental. Esta actitud desinhibida y poco reverencial es la que explica que sea en ese ámbito cultural donde se den las condiciones para que aparezcan libros exitosos como éste que edita Melusina de Nigel Rodgers y Mel Thompson: Locura filosofal (un título, el de la traducción, que no sirve bien de epítome aunque tenga gancho el oxímoron; el título inglés anuncia un juicio menos clínico y severo: Philosophers Behaving Badly). Matices semánticos aparte, lo cierto es que se trata de un buen libro que da más de lo que promete. Es novedoso aunque la propuesta no sea nueva. La estrategia de acercarse a los textos filosóficos desde el sujeto biográfico del texto es deudora del giro hermenéutico-narrativo de las ciencias sociales. El paradigma bajo el que está escrito este libro asume como principio metodológico que la forma narrativa biográfica es un modo de construir la realidad con su propio criterio de verificación, opuesto a la tradición positivista de argumentación lógica, cuya verdad es independiente del contexto, abstracta y formal. Derrida lo ha dicho certero: “está bien (y está bien hacerlo bien) volver a poner en escena la biografía de los filósofos”. Es el caso que nos ocupa.

La biografía de los filósofos no ha dejado nunca de interesar en la historiografía filosófica y ha sido también un entremés socorrido en el ámbito académico como banderín de enganche de discentes poco proclives al pensamiento puro. De ahí el recurrir, por ejemplo, a que Agustín de Hipona era un crápula en sus años mozos antes de ganarse su "San". Desde el canónico texto de Diógenes Laercio han sido muchos los escritores que han seguido esta senda ad hominem: Paul Strathern es uno de los más solicitados hoy por los estudiantes porque escribe con llaneza y con gracia y, además, despacha biografías filosóficas en 90 minutos. De manera más seria, Ben-Ami Scharfstein en Los filósofos y sus vidas (Cátedra) ensaya una historia psicológica de la filosofía que puede servir de excelente complemento, por su mayor calado, para quien se interese por esta Locura filosofal. Como observación crítica he de señalar que, siendo el de Scharfstein uno de los mejores trabajos sobre el tema, Rodgers y Thompson no lo citen en la bibliografía.

La vida de los filósofos ha interesado, pues, desde antiguo pero sólo como pórtico de entrada, no para detenerse en ella y convertirla en el verdadero fundamento in re de la quidditas filosófica. En la enseñanza secundaria (que es donde la mayoría de los lectores tiene su primer, único y último contacto con la filosofía) se despacha la biografía en cuatro pinceladas que andan a caballo entre los formulismos del registro civil y los chismes del ágora. Pero nada o muy poco se plantea la cuestión de la urdimbre entre los sistemas de ideas y las experiencias vitales. Hace unas décadas la historiografía y la pedagogía filosóficas han “descubierto” otra llave maestra de la hermenéutica del texto: no es otra que el contexto (histórico, social y filosófico). No ya la biografía, sino la sociología de las ideas es lo que interesa, más incluso que el propio enfrentamiento desarmado con el gélido filo de las nudas ideas, una metafísica de intuiciones puras ya en desuso. De la mirada ontológica la filosofía reciente se ha vuelto a la mirada sociológica, antropológica y psicoanalítica. Los sistemas filosóficos son vistos como un producto cultural más y ya no tienen, desde luego, el empaque del Espíritu Objetivo hegeliano.

Por su parte, los lectores españoles de filosofía tienen muy a mano referencias culturales patrias que han elegido también esta senda de la filosofía biográfica como la única legítima: Unamuno y Julián Marías.

En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas nos explica (escribe Unamuno en El sentimiento trágico de la vida).

La filosofía ha perdido ese aire reverencial, sagrado, inviolable, cuando se ha hecho humana, demasiado humana. Cuando nos hemos asomado a los textos por el hombro del hombre y no por el dictum invisible del oráculo. La palabra filosófica ya no es digna per se del amén sin que medie un trato de primera mano con quien la pronuncia. La vida de un filósofo no es una vida especial. La condición de filósofo no exime de ninguna de las vulgaridades de la más común de las existencias terrestres. Pero resulta curioso que esa misma coherencia entre obra y vida no se les exija a los literatos; en su caso más bien se piensa que sólo en el estiércol florecen las rosas estupendas mientras que en el sobrio secarral a lo más el vulgar cardo borriquero. En los escritores el malditismo es un plus (para la mercadotecnia, no para los auténticos lectores, a quienes el hombre se la trae). ¿Será que en los literatos buscamos leer lo que no podemos vivir y en los filósofos lo que no alcanzamos a pensar?

Desde que Nietzsche pusiera a Sócrates en su sitio, ya no quedan adhesiones inquebrantables ni beaterías filosóficas. Este libro nos enseña que ser filósofo no implica necesariamente pureza de espíritu, ni vida virtuosa ni credencial de racionalidad impecable. Tampoco es nuevo del todo el descubrimiento. Ya desde antiguo ser filósofo no es ser sophos. Este libro hace esa reconstrucción de la filosofía husmeando en la vida de los filósofos y escogiendo los capítulos más escabrosos, insensatos, perversos o miserables, pero con un gran acierto: no es un simple anecdotario que busque la risa fácil de la caricatura, ni da pábulo al chismorreo. Los filósofos elegidos para este escrutinio público de su reputación son ocho (si hubieran sido siete podrían haber tenido fácil hilvanar los capítulos al hilo de los pecados capitales; queda abierta la propuesta editorial). Todos ellos son filósofos modernos sin que ello implique que la sinrazón es exclusiva de la Modernidad. No han ido más lejos porque había que acotar.

Las citas que abren la Introducción valen por sí solas tanto como justificación del propósito de los autores como de excusa de la conducta de los biografiados. “Toda gran filosofía es la confesión de su creador y una especie de memorias involuntarias” (Nietzsche), “Quien piensa en grande, en grande debe errar” (Heidegger).

Esperábamos de los filósofos que vivieran a la altura de sus ideales porque, pese a las invectivas de la Ilustración, todavía no nos hemos desembarazado del tufo moralizante que tiene la filosofía desde Sócrates. Este libro muestra que no todos los sabios son vidas ejemplares pero eso no menoscaba el atractivo y fuerza de sus ideas ni compromete su veracidad. Las miserias humanas que se exhuman en cada caso son muy dispares. Estos son algunos de los trapos sucios que se airean:

Rousseau es un victimista, pregonero del buen salvaje pero pesebrista de la plutocracia más civilizada, mendaz, paranoico… De Schopenhauer se denuncia su misantropía al tiempo que se atestigua su incontestable superioridad intelectual. En este caso, yo no sé si la misantropía habría de tomarse por una virtud en lugar de por un vicio, como una válvula de escape en la mesocracia reinante. También se alude a su pesimismo existencial y se busca la explicación en sus traumas de la infancia. A los autores les reconvendría que no siempre la falta de esperanza es síntoma de locura. A veces es el antídoto contra la enajenación. Con todo, no queda muy mal parado. Más bien sale reforzado del psicoanálisis, pues se portó “como una persona egocéntrica y lúgubre” pero “con sombría coherencia”. El de Nietzsche es el capítulo más previsible del libro porque el “caso Nietzsche” ya es un lugar común de la historia clínica de la filosofía. En favor de los autores hay que subrayar que no se regodean en la postrera locura nietzscheana para refutar el valor de sus ideas sino que las exponen sucintamente de manera más acertada que en muchos manuales al uso y las acompasan al retrato biográfico para ensalzar su genialidad. Bertrand Russell se nos presenta como el paradigma de la formalización del pensamiento y también como un adalid de la informalidad en la conducta: un marido y padre miserable, un donjuan que mariposeaba entre las mujeres tanto como entre las cuestiones públicas, un genio de la lógica y un necio de la inteligencia emocional, un seductor procaz, un liberal libertino, un vanidoso paranoico, un filósofo imprescindible y un ser humano prescindible, “una vida de inteligencia templada por la indiferencia” que dijo él de sí mismo. Uno de los que sale peor parados es Heidegger; mientras que la historiografía filosófica canónica, en una suerte de pacto de silencio, ningunea o minimiza su relación con el nacionalsocialismo como una cuestión epidérmica y extrafilosófica, este libro enfatiza su colaboracionismo y va más allá al buscar en su filosofía existencial una suerte de excrecencia propagandística del mismo. Campesino y nazi, así se nos presenta a quien pasa por ser una de las figuras máximas de la refundación de la metafísica en el siglo XX, pese a su formalismo y su logomaquia, o quizás gracias a ella. Wittgenstein representa el tipo humano más sobrecogedor y fascinante por despertar a la vez en quien se le acerca asombro temeroso y conmiseración. Un asceta cuya vida personal fue tan árida y estéril como fecundos sus fogonazos filosóficos. Se subraya su carácter arisco y su homosexualidad culposa. Un místico ególatra. Un poco forzando los términos, los autores ensayan un paralelismo entre los genios de Wittgenstein y Adolf Hitler, compañeros de colegio. No considero que todas las comparaciones sean odiosas pero ésta sí es una de ellas. Sartre y Foucault son los últimos filósofos encausados. La sensación que saco como lector es que en ambos lo que escondían en sus biografías pesará más en el juicio que lo que exhibieron en sus escritos. Son los dos casos en los que la disonancia resulta más escandalosa. La luminosidad de sus ideas no me parece lo suficientemente intensa como para compensar la miserabilidad de sus vidas. El comunista conscientemente necio y el alopécico gay sadomaso dejan un mal sabor de boca que no endulzan las golosinas existencialistas o estructuralistas. Ambos son franceses y a ambos los veo como prisioneros satisfechos del esteticismo imperante en la filosofía francesa donde hay en ocasiones más pose que peso, ya desde Rousseau y Voltaire, también en Lyotard, Derrida, Lipovetsky, Glucksmann… Son los posmodernos, los del “caso Sokal”. En Sartre y Foucault la biografía resulta más atrayente que el pensamiento y los autores así lo han entendido porque son los dos casos en los que la exposición de su pensamiento se hace de modo más raquítico.

Una constante del libro (quizá el marchamo psicoanalítico del mismo) es la obsesión por la vida sexual de los filósofos. Hay de todo: desde la castidad involuntaria hasta la depravación sadomasoquista, pasando por el donjuanismo. Lo cierto es que ninguno de los filósofos escrutados sale airoso en lo tocante al sexo, pues en todos ellos la libido presenta alguna atrofia por exceso o por defecto. Que el tema sea recurrente me parece que es por lo que tiene de socorrido, no por otra cosa.

La tesis fuerte del libro es que la demencia vital de los filósofos, lejos de ser anécdota, es categoría, pero ello no invalida sus teorías. Los autores han sabido precaverse de la injusta falacia ad hominen porque saben que ellos podrían ser objeto también de la falacia tu quoque o quizás porque saben que lo esencial no es la vida de los filósofos sino los argumentos con que defienden sus ideas. Pueden lícitamente convivir el pecado de obra con la palabra virtuosa. A diario lo experimentamos cada uno de nosotros.

Para concluir, lo que más me ha interesado de este libro y, en mi criterio, su mayor valor, no es lo que promete, un retrato moral de los filósofos, sino lo que verdaderamente da: una sucinta exposición de algunos de los filosofemas más influyentes de la Modernidad escrita con la frescura de quien se siente libre del corsé academicista y no tiene que reverenciar a los hombres por admirar sus ideas. Es éste un libro que humaniza la filosofía pues nos enseña que los filósofos no son máquinas de pensar y que hasta en una vida canalla hay lugar para ideas felices.

(A los que este libro les abra el apetito, el traductor ha tenido a bien regalarles en la bibliografía la traducción castellana de todas las fuentes, cuando la tienen. Es un detalle).

Manuel Carrapiso Araújo.

20/1/07

Aires de Ellicott City




Mario Campaña.
Aires de Ellicott City.
Prólogo de Carlos Germán Belli.
Ilustraciones de Martine Saurel.
Editorial Candaya. Barcelona, 2006.


Como una poesía fuerte y dolorosa definía Américo Ferrari la de Mario Campaña (Ecuador, 1959), poeta y crítico literario, autor de un ensayo sobre Quevedo y otro sobre Baudelaire. Ha traducido a Mallarmé, preparado antologías de poesía hispanoamericana actual, dirige en Barcelona la revista cultural El Guaraguao y tras haber obtenido múltiples reconocimientos con Cuadernos de Godric y Días largos acaba de publicar en la Editorial Candaya su quinto libro de poesía, Aires de Ellicott City.

Decía García Lorca en una conferencia sobre la imagen poética en Góngora que el poeta vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. Un viaje nocturno y secreto como el de los místicos que precisa encontrar un lenguaje que lo articule y en el que encuentre su sentido. Algo así es Aires de Ellicott City, un viaje marítimo y nocturno, una aventura personal que tiene siempre, como en el caso de Ulises, la voluntad de volver de un país extranjero a la más noble de las patrias.

Este viaje a Ellicott City es un viaje a los límites del mundo y del conocimiento en un barco de palabras con unos instrumentos de navegación que le han prestado los simbolistas con los que Mario Campaña ha conversado tanto en los viejos puertos nocturnos de la literatura.

La potencia de la iluminación verbal que nos enseñaron los simbolistas es la brújula más exacta del poeta en esta travesía llena de paronomasias e imágenes visionarias que convocan las relaciones secretas que tienen las palabras, sus revelaciones.

Con el astrolabio de ese lenguaje que fluye libre y levanta su entidad a base de asociaciones y relámpagos, se emprende un viaje que es el de la palabra, el del conocimiento mediante la poesía, esa travesía nocturna con el lenguaje nocturno de la imagen irracional que ilumina el periplo, como la voz del nigromante que sonaba en los Cuadernos de Godric.

Es este un viaje a una frontera extremada de la que no se vuelve. Se habla del espacio para hablar del tiempo, que es el verdadero sentido del viaje, la experiencia central del libro. Cuando la voz del poeta, antes que el lector, conoce esa clave, comprende también que aunque haya camino de vuelta no hay posibilidad de volver. Al menos no sin una transformación esencial.

Como los muertos antiguos se ha iniciado el viaje con una moneda en la boca, y si se vuelve se vuelve siendo otro. O es otro el que vuelve después de haber estado al otro lado, como Ulises en el infierno:

He venido aquí a perfeccionar la muerte,

dice la voz del viajero, la voz del poeta, que lee estos textos en el CD que acompaña al libro, y dota de nuevos sentidos y variaciones al texto impreso, un texto en movimiento y en cambio continuo, como el mar.

Es también la voz del sacerdote y del visionario oracular que hablan más allá de la noche y la convocan con imágenes secretas y turbias. Con un tono de conjuro precolombino o con el ritmo de un recitativo barroco se invoca a las fuerzas telúricas que dan sentido al regreso en este libro intenso y deslumbrante, en esta ceremonia verbal en la que el poeta se convierte en oficiante y en el intermediario que comunica los dos lados de la frontera.

Santos Domínguez

19/1/07

Me acuerdo de Georges Perec



Georges Perec.
Me acuerdo.

Prólogo, traducción y notas de Yolanda Morató.
Berenice. Córdoba, 2006.


Tan imprescindible como inclasificable, Me acuerdo, de Georges Perec, ha permanecido inédito hasta ahora en España. Citado muchas veces, no se había traducido nunca, aunque sí había sido objeto de saqueos y fusilamientos.

Aprovechado, aludido, invocado como libro de culto desde su aparición en 1978, esta primera traducción de Yolanda Morató en Berenice se basa en la edición anotada de Roland Brasseur (Je me souviens de Je me souviens, 1998), un glosario de casi trescientas páginas que explican cada uno de los 480 recuerdos de Georges Perec (1936-1982), autor de La vida, instrucciones de uso y uno de los miembros más destacados del Seminario de literatura experimental del que formaban parte también Queneau, Calvino o Duchamp.

Emparentada en título, forma y espíritu con I remember, que publicó Joe Brainard en 1970, Me acuerdo es un viaje a la memoria colectiva de la Francia posterior a la segunda guerra mundial, la autobiografía personal, sentimental y social de Perec y de su generación.

Evocación de un mundo que ya no existe a través de los sueños, los miedos, los deseos y los recuerdos del autor entre los 10 y los 25 años, entre 1946 y 1961, la propuesta experimental de Perec en este libro es la de una literatura que convoca una memoria de recuerdos irrelevantes a través de frases sin especial altura estilística para este viaje temporal. Recuerdos banales y lenguaje trivial, pues, para reconstruir una memoria sentimental hecha a base de esas pequeñas cosas que diluye el tiempo con más facilidad que los recuerdos esenciales. Son los esqueletos de la memoria de los que hablaba Juan Bonilla, uno de los escritores españolas que más se han acordado de este Me acuerdo.

El farolillo rojo del Tour del 50 y Sartre, Bourvil y Michel Butor, Gide y Duke Ellington, Cousteau y Robespierre, el cine y la música, las calles de la infancia, la radio y la política se mezclan en ese magma que construye el edificio un poco caótico, un poco caprichoso, con habitaciones alegres y soleadas y otras sombrías, de la personalidad. Los 480 recuerdos que vertebran el libro son también el plano de ese edificio. De ese material decía su arquitecto:

no son exactamente recuerdos, y desde luego, de ninguna manera, recuerdos personales, sino pequeños fragmentos de diario, de cosas que tal o cual año, todo el mundo de una misma edad vio, vivió, compartió y, después, olvidó [...]. Sucede que, sin embargo, vuelven de nuevo, unos años más tarde, intactas y minúsculas, por casualidad o porque las hemos buscado, una noche, entre amigos.

La incorporación de este título a la colección Contemporáneos de la editorial Berenice llena un hueco editorial muy grande. No sé en qué estantería de las bibliotecas personales o en qué sección de las librerías, pero un hueco innegable.

Santos Domínguez

17/1/07

Poesía de Luis Alberto de Cuenca




Luis Alberto de Cuenca.
Poesía 1979-1996.
Edición de Juan José Lanz.
Cátedra. Madrid, 2006.


Seguir la evolución de la poesía de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) es hacer un recorrido por la poesía española desde los años setenta para comprobar la influencia que su obra ha ejercido en muchos autores.

En efecto, el cambio de rumbo que se produce en los años ochenta en la poesía española tiene su mapa en La caja de plata (1985) y su hoja de ruta en El otro sueño (1987), El hacha y la rosa (1993) y Por fuertes y fronteras (1996).

Las versiones últimas de esos cuatro libros centrales en la trayectoria de su autor son las que se recogen en esta Poesía 1979-1996 que publica Cátedra Letras Hispánicas, en una edición muy rigurosa y muy trabajada por Juan José Lanz.

Las mañanas triunfantes es el título de una de las secciones de El otro sueño. Un título que orienta sobre el sentido del cambio estético que se había producido en La caja de plata, que se publicaba en 1985 y reunía poemas escritos entre 1979 y 1983. Con La caja de plata se abría el balcón a la brisa de la calle y se trazaba un camino por el que trancurre no sólo un itinerario personal, sino el rumbo de la mejor poesía que se escribiría en esos años.

Se pasaba así, como indica Lanz, de una estética nocturna a otra diurna, de lo oscuro a lo claro. O, como decía Felipe Benítez Reyes, se empezaba a hablar en plata, a hacer compatible cultura y claridad en esa línea clara que procede de la terminología del cómic y que se convirtió en una seña de identidad de la poesía de Luis Alberto de Cuenca hasta el punto de que ese, Linea chiara, es el título de la edición italiana de su poesía que se publicó en Bari en el año 95.

Entre La caja de plata y Por fuertes y fronteras transcurre esta etapa central en la que se funden cultura y vida, comunicación y conocimiento, lenguaje poético y lenguaje cotidiano para dar lugar a una poesía figurativa que tiene sus referencias temáticas en asuntos como el amor, la memoria o la amistad, su marco espacial en los ambientes urbanos y sus modelos formales en la narratividad y el hiperrealismo.

Realidad y deseo, memoria y presente, lenguaje coloquial y alusiones cultas, vida y arte, experiencia y literatura dan las claves de una poética de la fusión que se canaliza en un cambio de tono y de sujeto poético, en el paso del culturalismo a una desenvoltura mundana compatible con el clasicismo.

Fusiones que integran en una síntesis enriquecedora el cómic y la poesía helenística, a Euforión de Calcis y a Tintín, el jazz y la canción de gesta, y a Guillermo de Aquitania con Gerard de Nerval.

La distancia y la ironía son las claves de un cambio que Masoliver definió certeramente como un egocidio. Como consecuencia de esa actitud egocida, el personaje interpuesto sustituye al yo autobiográfico o confesional y el sujeto lírico del poema es una voz doliente a veces, otras canalla, casi siempre melancólica y elegiaca.

La gravedad del tono se intensifica en el libro que cierra el ciclo. Tras El hacha y la rosa, que es el exponente máximo de estas claves literarias, Por fuertes y fronteras es un libro cuya estructura narrativa, sometida a un hilo argumental y a un tiempo unitario, transcurre en una jornada, entre el canto del gallo y la puesta de sol y narra una experiencia de crisis. La angustia y el desengaño son los motores de una búsqueda interior, de un itinerario ascético de depuración espiritual y estilística, de anclajes vitales e integración fructífera de literatura y vida en un brindis vitalista en el que se funden pasado, presente y futuro, melancolía y optimismo, humor y seriedad.

Con la convicción de que la nostalgia es un burdo pasatiempo, el poeta levanta su copa en ese brindis final:

¡Larga vida al fantasma del recuerdo!


Santos Domínguez

15/1/07

Nabokov. Los años americanos



Brian Boyd.
Vladimir Nabokov. Los años americanos.
Traducción de Daniel Najmías.
Anagrama. Barcelona, 2006.


En una memorable entrevista que le hizo Bernard Pivot para Apostrophes, Vladimir Nabokov decía textualmente:“La historia de mi vida se parece menos a una biografía que a una bibliografía.”

Aquel programa, del que hay edición subtitulada en DVD, se hizo con motivo de la traducción al francés de Ada o el ardor, la obra maestra de aquel escritor ruso educado en Inglaterra, nacionalizado norteamericano y residente en un hotel de Montreux, a orillas del lago Leman, desde principios de los años 60.

Anagrama
acaba de publicar la segunda parte de la biografía de Nabokov que escribió Brian Boyd. Tras los años rusos, se ocupa este segundo tomo de los años americanos y la vuelta a Europa. De El profesor Nabokov a V.N., de América a Europa, entre Cornell y Montreux, Boyd explora esa zona en la que confluyen vida y literatura entre 1940 y 1977, los años más creativos del novelista, del poeta, del ensayista, en una biografía que se lee como una novela tan detallada como las del autor de El hechicero y que coincide en las librerías con el primer tomo de las Obras completas de Nabokov (las novelas escritas entre 1941 y 1957, en su periodo americano) que publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

Mayo de 1940 es el punto de partida de este segundo volumen, el momento en el que Nabokov embarca en Francia con dirección a Nueva York pocas semanas antes de que los tanques alemanes arruinen el pavés de las calles de París.

Como Pnin, Humbert Humbert o Kimbote, tres de su protagonistas, que también llegan a América como emigrados, un Nabokov empobrecido y con un futuro opaco, está decidido a convertirse en ciudadano norteamericano y escritor norteamericano. Ese momento crucial era precisamente el elegido por Nabokov para cerrar su autobiografía parcial, Habla, memoria.

Con cuarenta años, dejaba de ser un escritor ruso para empezar desde cero en una lengua que no era la suya aunque la manejaba con soltura, en un país en el que no dejaba de ser, como todos los rusos de entonces, un emigrante sospechoso y un huésped molesto.

Estaba en la mitad de su vida y de su carrera literaria, con seis novelas y más de treinta cuentos, y llevaba en la cabeza desde 1939 la historia de un hombre maduro que se casa con una mujer sólo para ser el padrastro de una niña de doce años que le obsesiona. La había pensado en ruso y la acabaría publicando en inglés en 1955. No iba a ser su mejor novela, pero sí la que le daría una fama definitiva y le permitiría retirarse de la actividad docente.

Con ambición, pero sobre todo con una enorme capacidad de trabajo y una dosis excepcional de talento, Nabokov compaginó su actividad de escritor con la de profesor de ruso, científico, crítico literario, traductor y conferenciante.

Novelista, poeta y ensayista, entomólogo, cazador de mariposas y de instantes, Nabokov fue un escritor irrepetible, un personaje complejo y de una extraordinaria cultura. Se sentía forastero en cualquier sitio y, pese a eso o quizá por eso, tenía una notable capacidad de adaptación al medio. Tal vez aprendió de algunas mariposas esa virtud del mimetismo quien presumía del poco trabajo que le había costado dejar de cruzar los sietes.

Profesor de ruso, dio cursos de literatura rusa en Wellesley, y luego en Cambridge, Harvard o Cornell, cursos de literatura europea y otros sobre el Quijote. De cada uno de ellos salió un libro, entre otras cosas porque el terror de Nabokov para hablar en público lo combatía llevando escrito el texto de las lecciones y conferencias que daba en esos cursos. En uno de ellos, el Curso de literatura europea, puede encontrar el lector curioso análisis tan fascinantes y agudos como los de Casa desolada o Mansfield Park, que demuestran la perspicacia lectora de un Nabokov que enseñaba a leer libros a sus alumnos. Una rareza, entonces y ahora.

Y sin embargo quizá no haya peor lector del Quijote que Nabokov. No hay más que leer su Curso sobre el Quijote para sorprenderse con la incapacidad tan radical que hubo en él para entender aquella obra ni en conjunto ni en sus detalles.

Lo intentó y sacó conclusiones como esta: 6-3, 3-6, 6-4, 5-7. Parece -y lo es- el resultado de un partido de tenis interruptus. El quinto set no se jugó porque la muerte de Don Quijote obligó a suspenderlo.

Hay en esta magnífica biografía de Boyd un recorrido por la vida, la obra y la cocina del escritor, por los apuntes que tomaba en sus diarios, por aquella extraña vida triple (científico, profesor, escritor) que llevó en los primeros años cuarenta en los que publica La verdadera vida de Sebastian Knigth, escribe la ambiciosa Barra siniestra con su filosofía de la conciencia del hombre moderno o indaga en los enigmas temporales de Habla, memoria.

Aunque se le haya confundido alguna vez con Humbert Humbert, Nabokov no es ese hombre vanidoso y cruel que elige como narrador y protagonista de Lolita, su obra más conocida y peor entendida. No es Nabokov, pero sí algunas de sus fantasías cedidas en traspaso a Humbert, cuya imaginación perversa, cuya mirada es la que convierte a Lolita en una criatura mágica, en una nínfula. Lolita es el triunfo de la imaginación en el amor perdido y el deseo imposible.

Era (lo sabía Nabokov mejor que nadie, que para eso la había fabricado) una bomba de relojería que no tardó en estallar, en primer lugar contra la censura y luego como un éxito editorial que le permitió a su autor irse desvinculando de sus compromisos docentes.

Pnin, un profesor ruso en América con serios problemas para el inglés y para la integración social, es el protagonista grotesco que da título a la novela más sencilla y divertida de Nabokov. Probablemente también la más cruel y luego la más comprensiva, con una mezcla de lo grotesco y lo admirable en un personaje de apariencia y comportamiento quijotescos. Pnin es la más cervantina de sus novelas, no por la figura del protagonista, sino porque es la más abierta, la más ambigua en la presentación de la realidad.

Cuando Nabokov se traslada a Europa en un barco en septiembre de 1959 ha dejado de ser El profesor Nabokov para convertirse en V. N. Trae ya en la cabeza el plan de la que sería su obra maestra, Ada o el ardor, una ambiciosa novela en la que el incesto y la alegría conviven en una historia que pertenece a una infancia anterior al pecado y a la culpa, en un hechizo que dura más de ochenta años.

Antes publicaría Pálido fuego, que para Boyd es desde el punto de vista de la belleza formal la novela más perfecta que se haya escrito nunca. Una novela que incluye algunos de los mejores poemas del excelente poeta que fue también Nabokov.

Antes de morir en 1977, todavía tuvo tuvo tiempo de escribir Mira los arlequines, una novela autorreferencial, cierre y parodia de su obra y su imagen, el negativo de Habla, memoria.

A Nabokov siempre le deslumbraron los trucos de ilusionista, las celadas y trampas de jugador de ajedrez, los acechos de cazador paciente de mariposas. Y todo eso lo practica en su literatura, llena de trampas, acechos y sorpresas, elaborada con el detallismo minucioso del entomólogo que pasó muchas horas observando en el laboratorio los detalles minúsculos de la anatomía de una mariposa.

Quienes lo conocieron de cerca coinciden en señalar que su escritura se parece a su forma de hablar. Al parecer en su conversación también se comportaba así: cuando decía la verdad guiñaba un ojo para confundir al interlocutor.

Una última anécdota, de sabor local. Hay en Ada o el ardor un homenaje a Cántico de Jorge Guillén, con quien Nabokov jugaba al tenis en Wellesley, donde coincidieron como profesores.

Le cuesta a uno trabajo imaginar a Guillén jugando al tenis. Se lo imagina mejor aplicándose al bádminton o al cricket.

Pero eso va en gustos poéticos, ya se sabe.

Santos Domínguez

13/1/07

El clima


Manuel Toharia.
El clima.
Editorial Debate.
Barcelona, 2006.

Manuel Toharia, antiguo hombre del tiempo en la televisión pública de los años setenta y director del Museo de la Ciencias de Valencia, es uno de los más activos divulgadores científicos en nuestro país, donde al contrario que en Estados Unidos o Gran Bretaña no abundan los hombres de ciencia dedicados a hacer comprensibles los conocimientos científicos al conjunto de la población y escasean aún más los periodistas con una sólida formación en estos terrenos.

El clima (que lleva como subtítulo el calentamiento global y el futuro del planeta) es una obra de claro tono divulgativo, pero que no rehúye el rigor científico ni tampoco renuncia a encararse con cuestiones polémicas que desbordan el campo de la ciencia para entrar en los terrenos de la ideología y la política.

En los dos primeros capítulos se enfrenta Toharia a la historia del clima, en el primero al pasado remoto (quizá el capítulo más árido por sus referencias a los tiempos geológicos) y en el segundo se describe la historia climática de los últimos siglos. Ambos capítulos sirven para introducir conceptos climáticos y demostrar que los cambios climáticos se han venido dando desde siempre, y no desde que sirven para rellenar noticiarios en días sin atentados ni partidos de la liga de campeones.

En el tercer capítulo se analiza el presente y es ahí donde se tratan los asuntos más polémicos: ¿Se está produciendo un cambio climático? ¿Qué dimensiones y consecuencias tiene ese cambio? ¿Cuál es la contribución humana en esas transformaciones del clima terrestre?

Ante estas cuestiones el científico puede sufrir el fuego cruzado de los ecologistas más apocalípticos que nos amenazan desde hace tiempo con un infierno carbónico y por otro lado de los portavoces de las grandes multinacionales extractoras y transformadoras de hidrocarburos (por no hablar de los estados que se sostienen fiscalmente gracias a las regalías que obtienen con la venta de combustibles) que a través de sus portavoces mediáticos sostienen que el llamado cambio climático es un simple fenómeno natural. Toharia se permite criticar los excesos de unos y otros, pero quizás lo mejor de su libro sea su recomendación de prudencia ante un asunto tan complejo como el clima, por la cantidad de variables que lo componen y que lo convierten en difícil de describir y casi imposible de predecir, hasta configurar un sistema prácticamente caótico. Porque si después de leer el libro alguien cree que ya lo ha entendido todo sobre el clima y sus variaciones, lo que ocurre es que no ha entendido nada.

Por esto Toharia se preguntaba ya en la introducción: “¿Quiere decir esto, que como no estamos seguros, mejor no hacemos nada?” y nos responde en los capítulos cuarto y quinto: aunque no ve posible prescindir de los combustibles fósiles a corto plazo, gobiernos, organismos internacionales (Toharia propone la creación de alguna entidad mundial con poderes reales ejecutivos en materias medioambientales) e individuos podemos actuar para luchar contra el cambio climático.

Con ello la vieja ocurrencia que se atribuye a Mark Twain, “Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie hace nada al respecto”, deja de ser una humorada y se transforma en una arenga.

Jesús Tapia

Banderas detrás de la niebla



José Watanabe.
Banderas detrás de la niebla
.
Pre-Textos. Valencia, 2006.

Lo que busca el lector de poesía en un libro nuevo es en realidad algo muy antiguo, casi religioso: una revelación de la realidad y una epifanía de la palabra.

Y eso, un libro escrito en el lugar exacto en donde se cruzan lo objetivo y lo subjetivo, la razón y la emoción, el mundo y el poeta, es lo que se encuentra el lector en los espléndidos poemas de Banderas detrás de la niebla del peruano José Watanabe (1946) que acaba de publicar Pre-Textos, que editó en 2005 su anterior La piedra alada.

Cuando termina de leerlas y releerlas, sale el lector de sus páginas como se sale de un paisaje recién descubierto: ensimismado, con la voluntad de volver y con la sensación de haber completado una experiencia ética y estética en la que se ensaya la distancia de la ironía, como en La fotografía:

Este señor insistente, consciente de su poder,
me dice: relájese, mire a través de la ventana,
coja el libro, finja que lo lee, perfecto.


Más tarde, en su laboratorio, después de que la luz
imprima el papel fotográfico
empezaré a asomar tenuemente, lentamente
en la bandeja del ácido revelador. Apareceré
como él espera que aparezcan todos los poetas:
maricas mirando en lontananza

o angelotes ensimismados en las bellas letras.


Pero finalmente opta por la intensidad de la palabra, por el deslumbramiento de la imagen, por la revelación de lo inefable que se resiste a la palabra, como la experiencia de esas banderas que alguien agita en un puerto detrás de la niebla:

Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.

Algo parecido ocurre en El algarrobo:

El algarrobo me pone frente al lenguaje.
En este paisaje tan extremadamente limpio
no hay palabras. Él es la única palabra
y el sol no puede quemarla en mi boca.

Pero aquí, además, la palabra vence al tiempo, salva de la destrucción a ese algarrobo que es el mundo en ese preciso momento.

Tendría uno que convocar otra vez al maestro Auden, habría de limitarse en estas reseñas a copiar unos cuantos versos memorables que den cuenta de lo que ofrece un libro como este, de la importancia que tiene en él la mirada, que le hace decir a Watanabe, a medio camino entre el imaginismo anglosajón y la tradición japonesa, que la poesía es una fugaz y delicada acción del ojo.

O mencionar el homenaje a Basho, el padre del haiku en el siglo XVII, y al estanque en el que sigue temblando el agua desde hace cuatro siglos. No es ya por la rana que ha saltado, sino por el inolvidable texto que en tres versos inmortalizó (o tal vez inventó) la emoción de aquel instante:

El estanque antiguo,
ninguna rana.

El poeta escribe con su bastón en la superficie.

Hace cuatro siglos que tiembla el agua.


Santos Domínguez

12/1/07

Del Imperio a la Decadencia



Henry Kamen

Del Imperio a la Decadencia

Temas de hoy. Historia

Madrid, 2006

Cuando un libro tiene como propósito explícito derribar los principales mitos de la historia de España ya es para echarse a temblar, pues en la mayoría de las ocasiones o se trata de la obra de alguien comprometido (de forma venal casi siempre) con alguna opción política marginal o de algún francotirador que aspira a superar su enanismo intelectual encaramándose sobre la pila de cadáveres de quienes, injustamente por supuesto, le preceden (y no sólo temporalmente) en la república de las letras.


No creo que sea este el caso del profesor Kamen, pero si tenemos en cuenta que sobre algunos de estos mitos (el de la nación española, el mito de la España imperial, el mito de la Inquisición…) se han escrito auténticas montañas bibliográficas, la empresa no carece ni de mérito ni de riesgo.


El libro consta de siete capítulos (uno por cada mito tratado) en los que la nota común es revisar el pasado buscando las obras y autores fundacionales de cada mito: Menéndez Pelayo apóstol del mito de la España Cristiana, Blanco White y Américo Castro denunciando la devastación cultural provocada por el Santo Oficio, Cánovas como notario de la decadencia española bajo el reinado de los Austrias menores…


De estos siete capítulos puede criticarse que en todos se desvela el mito y se denuncia la intencionalidad política de sus autores, pero en ninguno, lamentablemente, se ofrecen pistas para descubrir la realidad que esos mitos ocultaban. Quizás no era esto último propósito de su libro, pero resulta frustrante enterarse de que la Inquisición no supuso ninguna traba para el desarrollo intelectual de España, o conocer que la legislación aprobada por Felipe II limitando la salida al extranjero a los universitarios castellanos nada tuvo que ver con la posterior irrelevancia española en los campos de la ciencia; y que el profesor Kamen no nos proporcione las pruebas que le llevan a rechazar estos mitos.


Peor nos lo pone en el capítulo 6, en el que aborda el mito del Idioma Universal, cuestionando la vanidad de los españoles al medir el valor de nuestro idioma, que hemos utilizado, según Kamen, como sucedáneo de nuestro Imperio desaparecido (Imperio que por otra parte, según el historiador británico, nunca existió o nunca fue hispánico, o algo así: me temo que se impone una relectura).


Y gracias a este capítulo 6 nos enteramos de que el castellano nunca tuvo carácter universal, ni la lengua fue compañera del Imperio. De que apenas lo hablaba nadie en el pasado y no tantos lo hacen en la actualidad, a pesar de que sorprendentemente en las páginas 234-235 afirme Kamen: “El hecho de que en el siglo XXI el castellano sea el idioma principal de hasta una quinta parte de la raza humana es una fuente de orgullo continuo para los españoles”, lo que según cálculos moderados supondría la friolera de 1.200 millones de hispanohablantes en nuestro mundo actual. Pero más sorprendente es aún que en la página 262 califique como “delirante” un artículo del periódico El País del año 2000 por afirmar que “cerca de cuatrocientos millones de personas hablan hoy castellano en el mundo”. Sospecho que el profesor Kamen no se ha molestado en contrastar datos de fácil acceso, pues sólo entre México, España, Argentina, Colombia y Venezuela suman ya más de 250 millones de habitantes, en su inmensa mayoría hispanohablantes. Y que pueblan nuestro planeta ya más de 6.000 millones de personas.


En resumen, un libro interesante por su intento de desvelar mitos históricos, pero decepcionante porque o no lo consigue, o porque cuando parece hacerlo no proporciona una explicación alternativa.

Jesús Tapia