21 enero 2007

Locura filosofal




Nigel Rodgers y Mel Thompson.
Locura filosofal.
Melusina. Barcelona, 2006.


Es sabido que el trato anglosajón con la filosofía es mucho menos circunspecto, grave y atildado que el continental. Esta actitud desinhibida y poco reverencial es la que explica que sea en ese ámbito cultural donde se den las condiciones para que aparezcan libros exitosos como éste que edita Melusina de Nigel Rodgers y Mel Thompson: Locura filosofal (un título, el de la traducción, que no sirve bien de epítome aunque tenga gancho el oxímoron; el título inglés anuncia un juicio menos clínico y severo: Philosophers Behaving Badly). Matices semánticos aparte, lo cierto es que se trata de un buen libro que da más de lo que promete. Es novedoso aunque la propuesta no sea nueva. La estrategia de acercarse a los textos filosóficos desde el sujeto biográfico del texto es deudora del giro hermenéutico-narrativo de las ciencias sociales. El paradigma bajo el que está escrito este libro asume como principio metodológico que la forma narrativa biográfica es un modo de construir la realidad con su propio criterio de verificación, opuesto a la tradición positivista de argumentación lógica, cuya verdad es independiente del contexto, abstracta y formal. Derrida lo ha dicho certero: “está bien (y está bien hacerlo bien) volver a poner en escena la biografía de los filósofos”. Es el caso que nos ocupa.

La biografía de los filósofos no ha dejado nunca de interesar en la historiografía filosófica y ha sido también un entremés socorrido en el ámbito académico como banderín de enganche de discentes poco proclives al pensamiento puro. De ahí el recurrir, por ejemplo, a que Agustín de Hipona era un crápula en sus años mozos antes de ganarse su "San". Desde el canónico texto de Diógenes Laercio han sido muchos los escritores que han seguido esta senda ad hominem: Paul Strathern es uno de los más solicitados hoy por los estudiantes porque escribe con llaneza y con gracia y, además, despacha biografías filosóficas en 90 minutos. De manera más seria, Ben-Ami Scharfstein en Los filósofos y sus vidas (Cátedra) ensaya una historia psicológica de la filosofía que puede servir de excelente complemento, por su mayor calado, para quien se interese por esta Locura filosofal. Como observación crítica he de señalar que, siendo el de Scharfstein uno de los mejores trabajos sobre el tema, Rodgers y Thompson no lo citen en la bibliografía.

La vida de los filósofos ha interesado, pues, desde antiguo pero sólo como pórtico de entrada, no para detenerse en ella y convertirla en el verdadero fundamento in re de la quidditas filosófica. En la enseñanza secundaria (que es donde la mayoría de los lectores tiene su primer, único y último contacto con la filosofía) se despacha la biografía en cuatro pinceladas que andan a caballo entre los formulismos del registro civil y los chismes del ágora. Pero nada o muy poco se plantea la cuestión de la urdimbre entre los sistemas de ideas y las experiencias vitales. Hace unas décadas la historiografía y la pedagogía filosóficas han “descubierto” otra llave maestra de la hermenéutica del texto: no es otra que el contexto (histórico, social y filosófico). No ya la biografía, sino la sociología de las ideas es lo que interesa, más incluso que el propio enfrentamiento desarmado con el gélido filo de las nudas ideas, una metafísica de intuiciones puras ya en desuso. De la mirada ontológica la filosofía reciente se ha vuelto a la mirada sociológica, antropológica y psicoanalítica. Los sistemas filosóficos son vistos como un producto cultural más y ya no tienen, desde luego, el empaque del Espíritu Objetivo hegeliano.

Por su parte, los lectores españoles de filosofía tienen muy a mano referencias culturales patrias que han elegido también esta senda de la filosofía biográfica como la única legítima: Unamuno y Julián Marías.

En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas nos explica (escribe Unamuno en El sentimiento trágico de la vida).

La filosofía ha perdido ese aire reverencial, sagrado, inviolable, cuando se ha hecho humana, demasiado humana. Cuando nos hemos asomado a los textos por el hombro del hombre y no por el dictum invisible del oráculo. La palabra filosófica ya no es digna per se del amén sin que medie un trato de primera mano con quien la pronuncia. La vida de un filósofo no es una vida especial. La condición de filósofo no exime de ninguna de las vulgaridades de la más común de las existencias terrestres. Pero resulta curioso que esa misma coherencia entre obra y vida no se les exija a los literatos; en su caso más bien se piensa que sólo en el estiércol florecen las rosas estupendas mientras que en el sobrio secarral a lo más el vulgar cardo borriquero. En los escritores el malditismo es un plus (para la mercadotecnia, no para los auténticos lectores, a quienes el hombre se la trae). ¿Será que en los literatos buscamos leer lo que no podemos vivir y en los filósofos lo que no alcanzamos a pensar?

Desde que Nietzsche pusiera a Sócrates en su sitio, ya no quedan adhesiones inquebrantables ni beaterías filosóficas. Este libro nos enseña que ser filósofo no implica necesariamente pureza de espíritu, ni vida virtuosa ni credencial de racionalidad impecable. Tampoco es nuevo del todo el descubrimiento. Ya desde antiguo ser filósofo no es ser sophos. Este libro hace esa reconstrucción de la filosofía husmeando en la vida de los filósofos y escogiendo los capítulos más escabrosos, insensatos, perversos o miserables, pero con un gran acierto: no es un simple anecdotario que busque la risa fácil de la caricatura, ni da pábulo al chismorreo. Los filósofos elegidos para este escrutinio público de su reputación son ocho (si hubieran sido siete podrían haber tenido fácil hilvanar los capítulos al hilo de los pecados capitales; queda abierta la propuesta editorial). Todos ellos son filósofos modernos sin que ello implique que la sinrazón es exclusiva de la Modernidad. No han ido más lejos porque había que acotar.

Las citas que abren la Introducción valen por sí solas tanto como justificación del propósito de los autores como de excusa de la conducta de los biografiados. “Toda gran filosofía es la confesión de su creador y una especie de memorias involuntarias” (Nietzsche), “Quien piensa en grande, en grande debe errar” (Heidegger).

Esperábamos de los filósofos que vivieran a la altura de sus ideales porque, pese a las invectivas de la Ilustración, todavía no nos hemos desembarazado del tufo moralizante que tiene la filosofía desde Sócrates. Este libro muestra que no todos los sabios son vidas ejemplares pero eso no menoscaba el atractivo y fuerza de sus ideas ni compromete su veracidad. Las miserias humanas que se exhuman en cada caso son muy dispares. Estos son algunos de los trapos sucios que se airean:

Rousseau es un victimista, pregonero del buen salvaje pero pesebrista de la plutocracia más civilizada, mendaz, paranoico… De Schopenhauer se denuncia su misantropía al tiempo que se atestigua su incontestable superioridad intelectual. En este caso, yo no sé si la misantropía habría de tomarse por una virtud en lugar de por un vicio, como una válvula de escape en la mesocracia reinante. También se alude a su pesimismo existencial y se busca la explicación en sus traumas de la infancia. A los autores les reconvendría que no siempre la falta de esperanza es síntoma de locura. A veces es el antídoto contra la enajenación. Con todo, no queda muy mal parado. Más bien sale reforzado del psicoanálisis, pues se portó “como una persona egocéntrica y lúgubre” pero “con sombría coherencia”. El de Nietzsche es el capítulo más previsible del libro porque el “caso Nietzsche” ya es un lugar común de la historia clínica de la filosofía. En favor de los autores hay que subrayar que no se regodean en la postrera locura nietzscheana para refutar el valor de sus ideas sino que las exponen sucintamente de manera más acertada que en muchos manuales al uso y las acompasan al retrato biográfico para ensalzar su genialidad. Bertrand Russell se nos presenta como el paradigma de la formalización del pensamiento y también como un adalid de la informalidad en la conducta: un marido y padre miserable, un donjuan que mariposeaba entre las mujeres tanto como entre las cuestiones públicas, un genio de la lógica y un necio de la inteligencia emocional, un seductor procaz, un liberal libertino, un vanidoso paranoico, un filósofo imprescindible y un ser humano prescindible, “una vida de inteligencia templada por la indiferencia” que dijo él de sí mismo. Uno de los que sale peor parados es Heidegger; mientras que la historiografía filosófica canónica, en una suerte de pacto de silencio, ningunea o minimiza su relación con el nacionalsocialismo como una cuestión epidérmica y extrafilosófica, este libro enfatiza su colaboracionismo y va más allá al buscar en su filosofía existencial una suerte de excrecencia propagandística del mismo. Campesino y nazi, así se nos presenta a quien pasa por ser una de las figuras máximas de la refundación de la metafísica en el siglo XX, pese a su formalismo y su logomaquia, o quizás gracias a ella. Wittgenstein representa el tipo humano más sobrecogedor y fascinante por despertar a la vez en quien se le acerca asombro temeroso y conmiseración. Un asceta cuya vida personal fue tan árida y estéril como fecundos sus fogonazos filosóficos. Se subraya su carácter arisco y su homosexualidad culposa. Un místico ególatra. Un poco forzando los términos, los autores ensayan un paralelismo entre los genios de Wittgenstein y Adolf Hitler, compañeros de colegio. No considero que todas las comparaciones sean odiosas pero ésta sí es una de ellas. Sartre y Foucault son los últimos filósofos encausados. La sensación que saco como lector es que en ambos lo que escondían en sus biografías pesará más en el juicio que lo que exhibieron en sus escritos. Son los dos casos en los que la disonancia resulta más escandalosa. La luminosidad de sus ideas no me parece lo suficientemente intensa como para compensar la miserabilidad de sus vidas. El comunista conscientemente necio y el alopécico gay sadomaso dejan un mal sabor de boca que no endulzan las golosinas existencialistas o estructuralistas. Ambos son franceses y a ambos los veo como prisioneros satisfechos del esteticismo imperante en la filosofía francesa donde hay en ocasiones más pose que peso, ya desde Rousseau y Voltaire, también en Lyotard, Derrida, Lipovetsky, Glucksmann… Son los posmodernos, los del “caso Sokal”. En Sartre y Foucault la biografía resulta más atrayente que el pensamiento y los autores así lo han entendido porque son los dos casos en los que la exposición de su pensamiento se hace de modo más raquítico.

Una constante del libro (quizá el marchamo psicoanalítico del mismo) es la obsesión por la vida sexual de los filósofos. Hay de todo: desde la castidad involuntaria hasta la depravación sadomasoquista, pasando por el donjuanismo. Lo cierto es que ninguno de los filósofos escrutados sale airoso en lo tocante al sexo, pues en todos ellos la libido presenta alguna atrofia por exceso o por defecto. Que el tema sea recurrente me parece que es por lo que tiene de socorrido, no por otra cosa.

La tesis fuerte del libro es que la demencia vital de los filósofos, lejos de ser anécdota, es categoría, pero ello no invalida sus teorías. Los autores han sabido precaverse de la injusta falacia ad hominen porque saben que ellos podrían ser objeto también de la falacia tu quoque o quizás porque saben que lo esencial no es la vida de los filósofos sino los argumentos con que defienden sus ideas. Pueden lícitamente convivir el pecado de obra con la palabra virtuosa. A diario lo experimentamos cada uno de nosotros.

Para concluir, lo que más me ha interesado de este libro y, en mi criterio, su mayor valor, no es lo que promete, un retrato moral de los filósofos, sino lo que verdaderamente da: una sucinta exposición de algunos de los filosofemas más influyentes de la Modernidad escrita con la frescura de quien se siente libre del corsé academicista y no tiene que reverenciar a los hombres por admirar sus ideas. Es éste un libro que humaniza la filosofía pues nos enseña que los filósofos no son máquinas de pensar y que hasta en una vida canalla hay lugar para ideas felices.

(A los que este libro les abra el apetito, el traductor ha tenido a bien regalarles en la bibliografía la traducción castellana de todas las fuentes, cuando la tienen. Es un detalle).

Manuel Carrapiso Araújo.

20 enero 2007

Aires de Ellicott City




Mario Campaña.
Aires de Ellicott City.
Prólogo de Carlos Germán Belli.
Ilustraciones de Martine Saurel.
Editorial Candaya. Barcelona, 2006.


Como una poesía fuerte y dolorosa definía Américo Ferrari la de Mario Campaña (Ecuador, 1959), poeta y crítico literario, autor de un ensayo sobre Quevedo y otro sobre Baudelaire. Ha traducido a Mallarmé, preparado antologías de poesía hispanoamericana actual, dirige en Barcelona la revista cultural El Guaraguao y tras haber obtenido múltiples reconocimientos con Cuadernos de Godric y Días largos acaba de publicar en la Editorial Candaya su quinto libro de poesía, Aires de Ellicott City.

Decía García Lorca en una conferencia sobre la imagen poética en Góngora que el poeta vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. Un viaje nocturno y secreto como el de los místicos que precisa encontrar un lenguaje que lo articule y en el que encuentre su sentido. Algo así es Aires de Ellicott City, un viaje marítimo y nocturno, una aventura personal que tiene siempre, como en el caso de Ulises, la voluntad de volver de un país extranjero a la más noble de las patrias.

Este viaje a Ellicott City es un viaje a los límites del mundo y del conocimiento en un barco de palabras con unos instrumentos de navegación que le han prestado los simbolistas con los que Mario Campaña ha conversado tanto en los viejos puertos nocturnos de la literatura.

La potencia de la iluminación verbal que nos enseñaron los simbolistas es la brújula más exacta del poeta en esta travesía llena de paronomasias e imágenes visionarias que convocan las relaciones secretas que tienen las palabras, sus revelaciones.

Con el astrolabio de ese lenguaje que fluye libre y levanta su entidad a base de asociaciones y relámpagos, se emprende un viaje que es el de la palabra, el del conocimiento mediante la poesía, esa travesía nocturna con el lenguaje nocturno de la imagen irracional que ilumina el periplo, como la voz del nigromante que sonaba en los Cuadernos de Godric.

Es este un viaje a una frontera extremada de la que no se vuelve. Se habla del espacio para hablar del tiempo, que es el verdadero sentido del viaje, la experiencia central del libro. Cuando la voz del poeta, antes que el lector, conoce esa clave, comprende también que aunque haya camino de vuelta no hay posibilidad de volver. Al menos no sin una transformación esencial.

Como los muertos antiguos se ha iniciado el viaje con una moneda en la boca, y si se vuelve se vuelve siendo otro. O es otro el que vuelve después de haber estado al otro lado, como Ulises en el infierno:

He venido aquí a perfeccionar la muerte,

dice la voz del viajero, la voz del poeta, que lee estos textos en el CD que acompaña al libro, y dota de nuevos sentidos y variaciones al texto impreso, un texto en movimiento y en cambio continuo, como el mar.

Es también la voz del sacerdote y del visionario oracular que hablan más allá de la noche y la convocan con imágenes secretas y turbias. Con un tono de conjuro precolombino o con el ritmo de un recitativo barroco se invoca a las fuerzas telúricas que dan sentido al regreso en este libro intenso y deslumbrante, en esta ceremonia verbal en la que el poeta se convierte en oficiante y en el intermediario que comunica los dos lados de la frontera.

Santos Domínguez

19 enero 2007

Me acuerdo de Georges Perec



Georges Perec.
Me acuerdo.

Prólogo, traducción y notas de Yolanda Morató.
Berenice. Córdoba, 2006.


Tan imprescindible como inclasificable, Me acuerdo, de Georges Perec, ha permanecido inédito hasta ahora en España. Citado muchas veces, no se había traducido nunca, aunque sí había sido objeto de saqueos y fusilamientos.

Aprovechado, aludido, invocado como libro de culto desde su aparición en 1978, esta primera traducción de Yolanda Morató en Berenice se basa en la edición anotada de Roland Brasseur (Je me souviens de Je me souviens, 1998), un glosario de casi trescientas páginas que explican cada uno de los 480 recuerdos de Georges Perec (1936-1982), autor de La vida, instrucciones de uso y uno de los miembros más destacados del Seminario de literatura experimental del que formaban parte también Queneau, Calvino o Duchamp.

Emparentada en título, forma y espíritu con I remember, que publicó Joe Brainard en 1970, Me acuerdo es un viaje a la memoria colectiva de la Francia posterior a la segunda guerra mundial, la autobiografía personal, sentimental y social de Perec y de su generación.

Evocación de un mundo que ya no existe a través de los sueños, los miedos, los deseos y los recuerdos del autor entre los 10 y los 25 años, entre 1946 y 1961, la propuesta experimental de Perec en este libro es la de una literatura que convoca una memoria de recuerdos irrelevantes a través de frases sin especial altura estilística para este viaje temporal. Recuerdos banales y lenguaje trivial, pues, para reconstruir una memoria sentimental hecha a base de esas pequeñas cosas que diluye el tiempo con más facilidad que los recuerdos esenciales. Son los esqueletos de la memoria de los que hablaba Juan Bonilla, uno de los escritores españolas que más se han acordado de este Me acuerdo.

El farolillo rojo del Tour del 50 y Sartre, Bourvil y Michel Butor, Gide y Duke Ellington, Cousteau y Robespierre, el cine y la música, las calles de la infancia, la radio y la política se mezclan en ese magma que construye el edificio un poco caótico, un poco caprichoso, con habitaciones alegres y soleadas y otras sombrías, de la personalidad. Los 480 recuerdos que vertebran el libro son también el plano de ese edificio. De ese material decía su arquitecto:

no son exactamente recuerdos, y desde luego, de ninguna manera, recuerdos personales, sino pequeños fragmentos de diario, de cosas que tal o cual año, todo el mundo de una misma edad vio, vivió, compartió y, después, olvidó [...]. Sucede que, sin embargo, vuelven de nuevo, unos años más tarde, intactas y minúsculas, por casualidad o porque las hemos buscado, una noche, entre amigos.

La incorporación de este título a la colección Contemporáneos de la editorial Berenice llena un hueco editorial muy grande. No sé en qué estantería de las bibliotecas personales o en qué sección de las librerías, pero un hueco innegable.

Santos Domínguez

17 enero 2007

Poesía de Luis Alberto de Cuenca




Luis Alberto de Cuenca.
Poesía 1979-1996.
Edición de Juan José Lanz.
Cátedra. Madrid, 2006.


Seguir la evolución de la poesía de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) es hacer un recorrido por la poesía española desde los años setenta para comprobar la influencia que su obra ha ejercido en muchos autores.

En efecto, el cambio de rumbo que se produce en los años ochenta en la poesía española tiene su mapa en La caja de plata (1985) y su hoja de ruta en El otro sueño (1987), El hacha y la rosa (1993) y Por fuertes y fronteras (1996).

Las versiones últimas de esos cuatro libros centrales en la trayectoria de su autor son las que se recogen en esta Poesía 1979-1996 que publica Cátedra Letras Hispánicas, en una edición muy rigurosa y muy trabajada por Juan José Lanz.

Las mañanas triunfantes es el título de una de las secciones de El otro sueño. Un título que orienta sobre el sentido del cambio estético que se había producido en La caja de plata, que se publicaba en 1985 y reunía poemas escritos entre 1979 y 1983. Con La caja de plata se abría el balcón a la brisa de la calle y se trazaba un camino por el que trancurre no sólo un itinerario personal, sino el rumbo de la mejor poesía que se escribiría en esos años.

Se pasaba así, como indica Lanz, de una estética nocturna a otra diurna, de lo oscuro a lo claro. O, como decía Felipe Benítez Reyes, se empezaba a hablar en plata, a hacer compatible cultura y claridad en esa línea clara que procede de la terminología del cómic y que se convirtió en una seña de identidad de la poesía de Luis Alberto de Cuenca hasta el punto de que ese, Linea chiara, es el título de la edición italiana de su poesía que se publicó en Bari en el año 95.

Entre La caja de plata y Por fuertes y fronteras transcurre esta etapa central en la que se funden cultura y vida, comunicación y conocimiento, lenguaje poético y lenguaje cotidiano para dar lugar a una poesía figurativa que tiene sus referencias temáticas en asuntos como el amor, la memoria o la amistad, su marco espacial en los ambientes urbanos y sus modelos formales en la narratividad y el hiperrealismo.

Realidad y deseo, memoria y presente, lenguaje coloquial y alusiones cultas, vida y arte, experiencia y literatura dan las claves de una poética de la fusión que se canaliza en un cambio de tono y de sujeto poético, en el paso del culturalismo a una desenvoltura mundana compatible con el clasicismo.

Fusiones que integran en una síntesis enriquecedora el cómic y la poesía helenística, a Euforión de Calcis y a Tintín, el jazz y la canción de gesta, y a Guillermo de Aquitania con Gerard de Nerval.

La distancia y la ironía son las claves de un cambio que Masoliver definió certeramente como un egocidio. Como consecuencia de esa actitud egocida, el personaje interpuesto sustituye al yo autobiográfico o confesional y el sujeto lírico del poema es una voz doliente a veces, otras canalla, casi siempre melancólica y elegiaca.

La gravedad del tono se intensifica en el libro que cierra el ciclo. Tras El hacha y la rosa, que es el exponente máximo de estas claves literarias, Por fuertes y fronteras es un libro cuya estructura narrativa, sometida a un hilo argumental y a un tiempo unitario, transcurre en una jornada, entre el canto del gallo y la puesta de sol y narra una experiencia de crisis. La angustia y el desengaño son los motores de una búsqueda interior, de un itinerario ascético de depuración espiritual y estilística, de anclajes vitales e integración fructífera de literatura y vida en un brindis vitalista en el que se funden pasado, presente y futuro, melancolía y optimismo, humor y seriedad.

Con la convicción de que la nostalgia es un burdo pasatiempo, el poeta levanta su copa en ese brindis final:

¡Larga vida al fantasma del recuerdo!


Santos Domínguez

15 enero 2007

Nabokov. Los años americanos



Brian Boyd.
Vladimir Nabokov. Los años americanos.
Traducción de Daniel Najmías.
Anagrama. Barcelona, 2006.


En una memorable entrevista que le hizo Bernard Pivot para Apostrophes, Vladimir Nabokov decía textualmente:“La historia de mi vida se parece menos a una biografía que a una bibliografía.”

Aquel programa, del que hay edición subtitulada en DVD, se hizo con motivo de la traducción al francés de Ada o el ardor, la obra maestra de aquel escritor ruso educado en Inglaterra, nacionalizado norteamericano y residente en un hotel de Montreux, a orillas del lago Leman, desde principios de los años 60.

Anagrama
acaba de publicar la segunda parte de la biografía de Nabokov que escribió Brian Boyd. Tras los años rusos, se ocupa este segundo tomo de los años americanos y la vuelta a Europa. De El profesor Nabokov a V.N., de América a Europa, entre Cornell y Montreux, Boyd explora esa zona en la que confluyen vida y literatura entre 1940 y 1977, los años más creativos del novelista, del poeta, del ensayista, en una biografía que se lee como una novela tan detallada como las del autor de El hechicero y que coincide en las librerías con el primer tomo de las Obras completas de Nabokov (las novelas escritas entre 1941 y 1957, en su periodo americano) que publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

Mayo de 1940 es el punto de partida de este segundo volumen, el momento en el que Nabokov embarca en Francia con dirección a Nueva York pocas semanas antes de que los tanques alemanes arruinen el pavés de las calles de París.

Como Pnin, Humbert Humbert o Kimbote, tres de su protagonistas, que también llegan a América como emigrados, un Nabokov empobrecido y con un futuro opaco, está decidido a convertirse en ciudadano norteamericano y escritor norteamericano. Ese momento crucial era precisamente el elegido por Nabokov para cerrar su autobiografía parcial, Habla, memoria.

Con cuarenta años, dejaba de ser un escritor ruso para empezar desde cero en una lengua que no era la suya aunque la manejaba con soltura, en un país en el que no dejaba de ser, como todos los rusos de entonces, un emigrante sospechoso y un huésped molesto.

Estaba en la mitad de su vida y de su carrera literaria, con seis novelas y más de treinta cuentos, y llevaba en la cabeza desde 1939 la historia de un hombre maduro que se casa con una mujer sólo para ser el padrastro de una niña de doce años que le obsesiona. La había pensado en ruso y la acabaría publicando en inglés en 1955. No iba a ser su mejor novela, pero sí la que le daría una fama definitiva y le permitiría retirarse de la actividad docente.

Con ambición, pero sobre todo con una enorme capacidad de trabajo y una dosis excepcional de talento, Nabokov compaginó su actividad de escritor con la de profesor de ruso, científico, crítico literario, traductor y conferenciante.

Novelista, poeta y ensayista, entomólogo, cazador de mariposas y de instantes, Nabokov fue un escritor irrepetible, un personaje complejo y de una extraordinaria cultura. Se sentía forastero en cualquier sitio y, pese a eso o quizá por eso, tenía una notable capacidad de adaptación al medio. Tal vez aprendió de algunas mariposas esa virtud del mimetismo quien presumía del poco trabajo que le había costado dejar de cruzar los sietes.

Profesor de ruso, dio cursos de literatura rusa en Wellesley, y luego en Cambridge, Harvard o Cornell, cursos de literatura europea y otros sobre el Quijote. De cada uno de ellos salió un libro, entre otras cosas porque el terror de Nabokov para hablar en público lo combatía llevando escrito el texto de las lecciones y conferencias que daba en esos cursos. En uno de ellos, el Curso de literatura europea, puede encontrar el lector curioso análisis tan fascinantes y agudos como los de Casa desolada o Mansfield Park, que demuestran la perspicacia lectora de un Nabokov que enseñaba a leer libros a sus alumnos. Una rareza, entonces y ahora.

Y sin embargo quizá no haya peor lector del Quijote que Nabokov. No hay más que leer su Curso sobre el Quijote para sorprenderse con la incapacidad tan radical que hubo en él para entender aquella obra ni en conjunto ni en sus detalles.

Lo intentó y sacó conclusiones como esta: 6-3, 3-6, 6-4, 5-7. Parece -y lo es- el resultado de un partido de tenis interruptus. El quinto set no se jugó porque la muerte de Don Quijote obligó a suspenderlo.

Hay en esta magnífica biografía de Boyd un recorrido por la vida, la obra y la cocina del escritor, por los apuntes que tomaba en sus diarios, por aquella extraña vida triple (científico, profesor, escritor) que llevó en los primeros años cuarenta en los que publica La verdadera vida de Sebastian Knigth, escribe la ambiciosa Barra siniestra con su filosofía de la conciencia del hombre moderno o indaga en los enigmas temporales de Habla, memoria.

Aunque se le haya confundido alguna vez con Humbert Humbert, Nabokov no es ese hombre vanidoso y cruel que elige como narrador y protagonista de Lolita, su obra más conocida y peor entendida. No es Nabokov, pero sí algunas de sus fantasías cedidas en traspaso a Humbert, cuya imaginación perversa, cuya mirada es la que convierte a Lolita en una criatura mágica, en una nínfula. Lolita es el triunfo de la imaginación en el amor perdido y el deseo imposible.

Era (lo sabía Nabokov mejor que nadie, que para eso la había fabricado) una bomba de relojería que no tardó en estallar, en primer lugar contra la censura y luego como un éxito editorial que le permitió a su autor irse desvinculando de sus compromisos docentes.

Pnin, un profesor ruso en América con serios problemas para el inglés y para la integración social, es el protagonista grotesco que da título a la novela más sencilla y divertida de Nabokov. Probablemente también la más cruel y luego la más comprensiva, con una mezcla de lo grotesco y lo admirable en un personaje de apariencia y comportamiento quijotescos. Pnin es la más cervantina de sus novelas, no por la figura del protagonista, sino porque es la más abierta, la más ambigua en la presentación de la realidad.

Cuando Nabokov se traslada a Europa en un barco en septiembre de 1959 ha dejado de ser El profesor Nabokov para convertirse en V. N. Trae ya en la cabeza el plan de la que sería su obra maestra, Ada o el ardor, una ambiciosa novela en la que el incesto y la alegría conviven en una historia que pertenece a una infancia anterior al pecado y a la culpa, en un hechizo que dura más de ochenta años.

Antes publicaría Pálido fuego, que para Boyd es desde el punto de vista de la belleza formal la novela más perfecta que se haya escrito nunca. Una novela que incluye algunos de los mejores poemas del excelente poeta que fue también Nabokov.

Antes de morir en 1977, todavía tuvo tuvo tiempo de escribir Mira los arlequines, una novela autorreferencial, cierre y parodia de su obra y su imagen, el negativo de Habla, memoria.

A Nabokov siempre le deslumbraron los trucos de ilusionista, las celadas y trampas de jugador de ajedrez, los acechos de cazador paciente de mariposas. Y todo eso lo practica en su literatura, llena de trampas, acechos y sorpresas, elaborada con el detallismo minucioso del entomólogo que pasó muchas horas observando en el laboratorio los detalles minúsculos de la anatomía de una mariposa.

Quienes lo conocieron de cerca coinciden en señalar que su escritura se parece a su forma de hablar. Al parecer en su conversación también se comportaba así: cuando decía la verdad guiñaba un ojo para confundir al interlocutor.

Una última anécdota, de sabor local. Hay en Ada o el ardor un homenaje a Cántico de Jorge Guillén, con quien Nabokov jugaba al tenis en Wellesley, donde coincidieron como profesores.

Le cuesta a uno trabajo imaginar a Guillén jugando al tenis. Se lo imagina mejor aplicándose al bádminton o al cricket.

Pero eso va en gustos poéticos, ya se sabe.

Santos Domínguez

13 enero 2007

El clima


Manuel Toharia.
El clima.
Editorial Debate.
Barcelona, 2006.

Manuel Toharia, antiguo hombre del tiempo en la televisión pública de los años setenta y director del Museo de la Ciencias de Valencia, es uno de los más activos divulgadores científicos en nuestro país, donde al contrario que en Estados Unidos o Gran Bretaña no abundan los hombres de ciencia dedicados a hacer comprensibles los conocimientos científicos al conjunto de la población y escasean aún más los periodistas con una sólida formación en estos terrenos.

El clima (que lleva como subtítulo el calentamiento global y el futuro del planeta) es una obra de claro tono divulgativo, pero que no rehúye el rigor científico ni tampoco renuncia a encararse con cuestiones polémicas que desbordan el campo de la ciencia para entrar en los terrenos de la ideología y la política.

En los dos primeros capítulos se enfrenta Toharia a la historia del clima, en el primero al pasado remoto (quizá el capítulo más árido por sus referencias a los tiempos geológicos) y en el segundo se describe la historia climática de los últimos siglos. Ambos capítulos sirven para introducir conceptos climáticos y demostrar que los cambios climáticos se han venido dando desde siempre, y no desde que sirven para rellenar noticiarios en días sin atentados ni partidos de la liga de campeones.

En el tercer capítulo se analiza el presente y es ahí donde se tratan los asuntos más polémicos: ¿Se está produciendo un cambio climático? ¿Qué dimensiones y consecuencias tiene ese cambio? ¿Cuál es la contribución humana en esas transformaciones del clima terrestre?

Ante estas cuestiones el científico puede sufrir el fuego cruzado de los ecologistas más apocalípticos que nos amenazan desde hace tiempo con un infierno carbónico y por otro lado de los portavoces de las grandes multinacionales extractoras y transformadoras de hidrocarburos (por no hablar de los estados que se sostienen fiscalmente gracias a las regalías que obtienen con la venta de combustibles) que a través de sus portavoces mediáticos sostienen que el llamado cambio climático es un simple fenómeno natural. Toharia se permite criticar los excesos de unos y otros, pero quizás lo mejor de su libro sea su recomendación de prudencia ante un asunto tan complejo como el clima, por la cantidad de variables que lo componen y que lo convierten en difícil de describir y casi imposible de predecir, hasta configurar un sistema prácticamente caótico. Porque si después de leer el libro alguien cree que ya lo ha entendido todo sobre el clima y sus variaciones, lo que ocurre es que no ha entendido nada.

Por esto Toharia se preguntaba ya en la introducción: “¿Quiere decir esto, que como no estamos seguros, mejor no hacemos nada?” y nos responde en los capítulos cuarto y quinto: aunque no ve posible prescindir de los combustibles fósiles a corto plazo, gobiernos, organismos internacionales (Toharia propone la creación de alguna entidad mundial con poderes reales ejecutivos en materias medioambientales) e individuos podemos actuar para luchar contra el cambio climático.

Con ello la vieja ocurrencia que se atribuye a Mark Twain, “Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie hace nada al respecto”, deja de ser una humorada y se transforma en una arenga.

Jesús Tapia

Banderas detrás de la niebla



José Watanabe.
Banderas detrás de la niebla
.
Pre-Textos. Valencia, 2006.

Lo que busca el lector de poesía en un libro nuevo es en realidad algo muy antiguo, casi religioso: una revelación de la realidad y una epifanía de la palabra.

Y eso, un libro escrito en el lugar exacto en donde se cruzan lo objetivo y lo subjetivo, la razón y la emoción, el mundo y el poeta, es lo que se encuentra el lector en los espléndidos poemas de Banderas detrás de la niebla del peruano José Watanabe (1946) que acaba de publicar Pre-Textos, que editó en 2005 su anterior La piedra alada.

Cuando termina de leerlas y releerlas, sale el lector de sus páginas como se sale de un paisaje recién descubierto: ensimismado, con la voluntad de volver y con la sensación de haber completado una experiencia ética y estética en la que se ensaya la distancia de la ironía, como en La fotografía:

Este señor insistente, consciente de su poder,
me dice: relájese, mire a través de la ventana,
coja el libro, finja que lo lee, perfecto.


Más tarde, en su laboratorio, después de que la luz
imprima el papel fotográfico
empezaré a asomar tenuemente, lentamente
en la bandeja del ácido revelador. Apareceré
como él espera que aparezcan todos los poetas:
maricas mirando en lontananza

o angelotes ensimismados en las bellas letras.


Pero finalmente opta por la intensidad de la palabra, por el deslumbramiento de la imagen, por la revelación de lo inefable que se resiste a la palabra, como la experiencia de esas banderas que alguien agita en un puerto detrás de la niebla:

Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.

Algo parecido ocurre en El algarrobo:

El algarrobo me pone frente al lenguaje.
En este paisaje tan extremadamente limpio
no hay palabras. Él es la única palabra
y el sol no puede quemarla en mi boca.

Pero aquí, además, la palabra vence al tiempo, salva de la destrucción a ese algarrobo que es el mundo en ese preciso momento.

Tendría uno que convocar otra vez al maestro Auden, habría de limitarse en estas reseñas a copiar unos cuantos versos memorables que den cuenta de lo que ofrece un libro como este, de la importancia que tiene en él la mirada, que le hace decir a Watanabe, a medio camino entre el imaginismo anglosajón y la tradición japonesa, que la poesía es una fugaz y delicada acción del ojo.

O mencionar el homenaje a Basho, el padre del haiku en el siglo XVII, y al estanque en el que sigue temblando el agua desde hace cuatro siglos. No es ya por la rana que ha saltado, sino por el inolvidable texto que en tres versos inmortalizó (o tal vez inventó) la emoción de aquel instante:

El estanque antiguo,
ninguna rana.

El poeta escribe con su bastón en la superficie.

Hace cuatro siglos que tiembla el agua.


Santos Domínguez

12 enero 2007

Del Imperio a la Decadencia



Henry Kamen

Del Imperio a la Decadencia

Temas de hoy. Historia

Madrid, 2006

Cuando un libro tiene como propósito explícito derribar los principales mitos de la historia de España ya es para echarse a temblar, pues en la mayoría de las ocasiones o se trata de la obra de alguien comprometido (de forma venal casi siempre) con alguna opción política marginal o de algún francotirador que aspira a superar su enanismo intelectual encaramándose sobre la pila de cadáveres de quienes, injustamente por supuesto, le preceden (y no sólo temporalmente) en la república de las letras.


No creo que sea este el caso del profesor Kamen, pero si tenemos en cuenta que sobre algunos de estos mitos (el de la nación española, el mito de la España imperial, el mito de la Inquisición…) se han escrito auténticas montañas bibliográficas, la empresa no carece ni de mérito ni de riesgo.


El libro consta de siete capítulos (uno por cada mito tratado) en los que la nota común es revisar el pasado buscando las obras y autores fundacionales de cada mito: Menéndez Pelayo apóstol del mito de la España Cristiana, Blanco White y Américo Castro denunciando la devastación cultural provocada por el Santo Oficio, Cánovas como notario de la decadencia española bajo el reinado de los Austrias menores…


De estos siete capítulos puede criticarse que en todos se desvela el mito y se denuncia la intencionalidad política de sus autores, pero en ninguno, lamentablemente, se ofrecen pistas para descubrir la realidad que esos mitos ocultaban. Quizás no era esto último propósito de su libro, pero resulta frustrante enterarse de que la Inquisición no supuso ninguna traba para el desarrollo intelectual de España, o conocer que la legislación aprobada por Felipe II limitando la salida al extranjero a los universitarios castellanos nada tuvo que ver con la posterior irrelevancia española en los campos de la ciencia; y que el profesor Kamen no nos proporcione las pruebas que le llevan a rechazar estos mitos.


Peor nos lo pone en el capítulo 6, en el que aborda el mito del Idioma Universal, cuestionando la vanidad de los españoles al medir el valor de nuestro idioma, que hemos utilizado, según Kamen, como sucedáneo de nuestro Imperio desaparecido (Imperio que por otra parte, según el historiador británico, nunca existió o nunca fue hispánico, o algo así: me temo que se impone una relectura).


Y gracias a este capítulo 6 nos enteramos de que el castellano nunca tuvo carácter universal, ni la lengua fue compañera del Imperio. De que apenas lo hablaba nadie en el pasado y no tantos lo hacen en la actualidad, a pesar de que sorprendentemente en las páginas 234-235 afirme Kamen: “El hecho de que en el siglo XXI el castellano sea el idioma principal de hasta una quinta parte de la raza humana es una fuente de orgullo continuo para los españoles”, lo que según cálculos moderados supondría la friolera de 1.200 millones de hispanohablantes en nuestro mundo actual. Pero más sorprendente es aún que en la página 262 califique como “delirante” un artículo del periódico El País del año 2000 por afirmar que “cerca de cuatrocientos millones de personas hablan hoy castellano en el mundo”. Sospecho que el profesor Kamen no se ha molestado en contrastar datos de fácil acceso, pues sólo entre México, España, Argentina, Colombia y Venezuela suman ya más de 250 millones de habitantes, en su inmensa mayoría hispanohablantes. Y que pueblan nuestro planeta ya más de 6.000 millones de personas.


En resumen, un libro interesante por su intento de desvelar mitos históricos, pero decepcionante porque o no lo consigue, o porque cuando parece hacerlo no proporciona una explicación alternativa.

Jesús Tapia

Diccionario de los ismos



Juan Eduardo Cirlot.
Diccionario de los ismos.
Prólogo de Ángel González García.
Siruela. Libros del Tiempo.
Barcelona, 2006
.

Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) fue uno de los poetas más innovadores de la posguerra y un prestigioso crítico de arte que proyectó su lucidez y dedicó sus mejores esfuerzos al Diccionario de los ismos, a explicar los muchos fuegos que están ardiendo bajo el agua, según la cita de Empédocles a la que se encomienda Cirlot al comienzo del libro.

Reeditado ahora por sus hijas Lourdes y Victoria Cirlot en Ediciones Siruela, el Diccionario de los ismos fue publicado por primera vez en 1949 con medio millar de entradas. En 1956 se publicó una nueva edición revisada que añadía cincuenta voces a la primera versión. Pero durante toda su vida Cirlot siguió pensando en incorporar nuevas definiciones que ahora han sido añadidas a la edición de 1956 y en ampliar los artículos de algunas de las voces de las anteriores ediciones.

En el Diccionario de los ismos, un clásico de referencia en los estudios de estética, al arte se le suma la música, la filosofía y la literatura. Y el coleccionista de palabras que era Cirlot añadió, con buena dosis de humor vanguardista, ismos de carácter extraestético, alusivos a patologías como reumatismo, alcoholismo, daltonismo o a esoterismos como el salamandrismo o el atanismo.

Antonio Saura escribió en 1950 una reseña de la primera edición de esta obra monumental. Destacaba allí el pintor que la forma de trabajar de Cirlot en este diccionario era muy distinta de la que había utilizado Gómez de la Serna en su Ismos, en donde el trabajo se orientaba en función de una serie de personalidades y no en la ordenación de tendencias en un panorama tan laberíntico como el de las vanguardias.

Y es que no es este un diccionario sin más. En muchas ocasiones más parece un tratado de estética, muchas veces sus definiciones son estudios profundos de alguno de esos temas. Otras veces el diccionario recuerda un collage aparentemente caprichoso de palabras, un puro juego asociativo, lo que aporta a este libro un importante caudal creativo.

El transgresor poético e intelectual que fue Cirlot provocó más de un gesto de desprecio o de condena de la crítica académica y universitaria de los años cincuenta y sesenta, entre otras cosas porque este no es un diccionario surgido del mero acopio mecánico de fichas, sino una reivindicación del arte contemporáneo y un descrédito del canon clásico de belleza, fijado por el idealismo helénico. No falta aquí, pues, la declaración provocadora que recuerda a los manifiestos vanguardistas de comienzos del XX:

¿Quién podría asegurar - escribe Cirlot bajo la voz Anarquismo- que el Hermes de Praxiteles "vale" más que la estela de Hammurabi?

Ángel González García señala en su prólogo, Todos los fuegos, que Cirlot, un vanguardista de fuerte personalidad y potente inteligencia no podía mantener un tono neutro ni objetivo en el diseño o en la construcción de una obra como esta, en donde todo es muy personal, producto de sus gustos estéticos y de sus admiraciones o desprecios. Eso no significa, claro, que no tenga un alto nivel de rigor intelectual.

Su experimentación en el campo de la poesía se concreta en un libro como En la llama, muy vinculado en su postura estética y en su reivindicación del superrealismo a este Diccionario de los ismos.

Teoría y práctica que siempre caminaron juntas en la obra de esta figura ejemplar de nuestra historia literaria reciente que se está ocupando de reivindicar Siruela con la recuperación del Diccionario de símbolos, los poemas del ciclo Browning o En la llama, la poesía de Cirlot entre 1943 y 1959, de la que este Diccionario de los ismos podría ser, como decía Enrique Granell en el prólogo de En la llama, una buena guía de lectura.

Santos Domínguez

11 enero 2007

Por dónde vagaré


John Ashbery.
Por dónde vagaré.
Traducción de Daniel Aguirre.
Lumen. Barcelona, 2006.

No hay nada que explicar de un libro como este Por dónde vagaré, el último hasta ahora de los que ha escrito ese poeta alucinante y alucinado que es John Ashbery. Lo ha publicado Lumen y es desde hace unas semanas uno de los títulos más vendidos en las secciones de poesía.

No hay nada que explicar, decía, de este libro inexplicable con una lógica comunicativa porque su comprensión, su percepción está fuera de la lógica, más allá o por encima. Y si no es un libro comprensible en ese acercamiento, difícilmente será un libro explicable.

Inexplicable, sí, pero de una enorme fuerza verbal, de un ritmo expresivo que envuelve al lector y lo absorbe con la potencia de huracán que hay en sus palabras secretas. ¿No es asombroso un huracán, su fuerza desatada y arrebatadora? Pues ese mismo asombro es el que tiene embebido al lector que entra en su páginas.

Hay aquí o allá un destello inteligible, la forma reconocible de un objeto, una sensación transmitida con la claridad del relámpago, un pensamiento...

El lector no entiende a fondo y estrictamente casi nada de este libro, pero sabe que le ha arrebatado con su fuerza centrípeta y que va a estar volviendo a estos versos y a estas prosas, como a otros libros de Ashbery, durante mucho tiempo.

Mejor dicho, durante el tiempo que pueda, porque eso (su fugacidad, la fragilidad del tiempo) se lo recuerda el poeta norteamericano una y otra vez. Eso sí lo ha entendido el lector. Y otras cosas las va entendiendo poco a poco o de golpe en lecturas sucesivas, en nuevos asedios al texto. Por ejemplo la belleza que tiene un verso como este:

Debajo de los pies estaba todo bien, pero perdido.

Magnífico, como se ve, oscuro y deslumbrante a la vez. Podrían multiplicarse los ejemplos de versos así de inolvidables, de definitivos, que, incluso después de la traducción, mantienen su fuerza. Eso, naturalmente, es mérito en primer lugar del poeta, pero a Daniel Aguirre hay que reconocerle su eficiencia y su sensiblidad para devolvernos ese y los otros versos limpios e indemnes después de traducidos, con latido palpable y sonoro.

Ese latido es particularmente intenso en el último texto, un largo poema en prosa que gana en tensión a medida que va avanzando. Un poema en el que se recogen, como en un recuento final, los temas fundamentales de la obra: el tiempo, el amor, la fragilidad absurda de la existencia, la desorientación del sujeto lírico, su desvalimiento.

Lo que más le sorprende al lector de un libro tan hermético, tan exigente como este, es que ocupe desde hace semanas un puesto destacado entre los más vendidos, como si se tratase de un subproducto de los de Antonio Gala.

Le sorprende, sí, pero no le escandaliza. Lo que le escandaliza de verdad es el otro libro. El de Gala, digo.

Santos Domínguez


10 enero 2007

Buzzati. Sesenta relatos


Dino Buzzati
Sesenta relatos
Traducción de Mercedes Corral.
Acantilado. Barcelona, 2006


Ha sido, sin duda, uno de los libros del año: los Sesenta relatos que Buzzati reunió en un volumen en 1958. Tenía razón Calvino cuando con su perspicacia habitual decía que Buzzati era uno de los escritores italianos que mejor estaban soportando el paso del tiempo. Y Borges, tan afín en gustos al italiano, cuando decía que hay nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar y señalaba entre ellos el de Dino Buzzati, a quien denominaba un clásico contemporáneo.

Han ido pasando los años desde la muerte de Buzzati (veinticinco este año posterior a su centenario), y el autor de El desierto de los tártaros ha ido proyectando una sombra, o una luz, cada vez más alargada sobre los lectores.

Desde hace algún tiempo, el lector en español disponía de parte de su obra en ediciones asequibles publicadas por Alianza con traducciones solventes de relatos como Los siete mensajeros o su novela corta Miedo en la Scala. Últimamente, Gadir ha ido publicando libros inéditos en español, como El secreto del bosque viejo, Un amor o El gran retrato.

Lo que Acantilado ha puesto en las librerías da un paso más. Es una estupenda traducción de Mercedes Corral de los Sessanta Racconti en los que Dino Buzzati dejó su testamento narrativo, su canon estético y el resumen de sus temas, sus preocupaciones y sus técnicas, desde la parábola hasta el relato humorístico, desde la fantasía al terror, desde la imaginación al reportaje, con distancia irónica o metiéndose de lleno en lo que cuenta.

Narrador habilísimo, con una inusual capacidad para sugestionar al lector, para desasosegarle con sus angustias o emocionarle con su poesía, los relatos de Buzzati casi siempre arrancan de un hecho trivial para ahondar en el misterio, mezclar ironía y compasión, como en la fascinante Muerte del dragón, degenerar en lo grotesco o presentar el absurdo como atributo de la existencia o de los destinos humanos, siempre con una tensión creciente que absorbe la atención del lector.

Hay en muchos de estos relatos y en las novelas cortas incluidas en el volumen algo de pesadilla cabalística sin clave, de itinerario que se repite siempre en torno a un mismo punto, de fábula y metáfora o parábola de la vida que se resuelve en la imagen espacial de un tiempo circular como el que aparece en ciertos relatos de Borges.

Es la elaboración poética del existencialismo en unos relatos que surgen de la melancolía y de una pena aguda y misteriosa como la de Los siete mensajeros; la angustiosa alegoría kafkiana de la clínica de Siete pisos o de la oficina de Una carta de amor; la pesadilla que acaba invadiendo la realidad con una perturbadora mezcla de crueldad y poesía en El burgués hechizado.

Como en Kafka o en Borges, la fantasía irrumpe en lo cotidiano en estos relatos. Pero no se trata sólo de eso, sino de narrar lo fantástico como si fuera algo natural y cotidiano porque, como se dice en El asalto al gran convoy, uno de los relatos más redondos del libro, en ciertos días de septiembre con nubes bajas de tormenta puede ocurrir cualquier cosa.

En algunos de estos relatos, como en los mencionados, o en Las murallas de Anagoor (que podría haber sido un capítulo de Las ciudades invisibles de Calvino) o en la espléndida narración que cierra el libro (El acorazado Tod) están muchas de las mejores páginas que escribió Buzzati con su desolación resignada, algunas de las historias que nunca olvida quien las lee.

Santos Domínguez

08 enero 2007

David Golder


Irène Némirovsky.
David Golder.
Traducción de J. A. Soriano Marco
Salamandra. Barcelona, 2006.


Cuando Irène Némirovsky publicó esta novela en 1929, tenía sólo veintiséis años y la crítica francesa la saludó como algo más que una mera revelación, como una obra maestra que no tardó en ser adaptada al cine y al teatro. David Golder era su primera novela y el comienzo de una carrera literaria que situaría a su autora entre los más grandes escritores franceses del siglo XX.

Como hizo en su espléndida El baile, Némirovsky se inspiró en sus padres, prototipos del millonario hecho a sí mismo y de la esposa egocéntrica y despilfarradora, para hacer un incisivo análisis humano y social del mundo de los grandes negocios, con una asombrosa capacidad de profundización psicológica para describir el interior de unos personajes aparentemente voraces pero enormemente frágiles y expuestos a la precariedad de los vaivenes económicos en aquellos años de cracks bursátiles e inflaciones de tres dígitos.

Con traducción de José Antonio Soriano Marco, Salamandra sigue recuperando con este título la producción de la autora de la Suite francesa, una de las mejores plumas del siglo XX, una escritora de una enorme fuerza narrativa. Con un estilo muy directo y seco, su dureza es sólo aparente. Irène Némirovski es una narradora llena de sutileza y muy poco proclive a la simplificación del trazo grueso, atenta siempre al matiz y a la posibilidad de atisbar un fondo de humanidad y de valor en el comportamiento de sus personajes en situaciones límite que sacan lo mejor y lo peor de cada uno.

No sólo la narradora, también los diálogos dan cuenta de la complejidad, de las contradicciones y los cambios de esas criaturas a las que la autora trata muchas veces con una mirada piadosa y comprensiva.

Irène Némirovski no basó su portentosa eficiencia narrativa en planteamientos técnicos complicados. Su concepción de la novela se proyecta más en cuestiones de fondo que de forma y menos la experimentación técnica que el contenido. Su agilidad narrativa, la fuerza de sus diálogos rápidos atrapan al lector con la peripecia de unos personajes a los que acaba comprendiendo con esa mirada compasiva y con los que finalmente se identifica.


Santos Domínguez

07 enero 2007

Música de otros


Juan Ramón Jiménez.
Música de otros.
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Barcelona, 2006.


Las traducciones y las versiones que hizo Juan Ramón de poetas franceses, ingleses o norteamericanos durante más de cincuenta años se reúnen en Música de otros. Traducciones y paráfrasis, el volumen que publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en una edición de la que se ha encargado Soledad González Ródenas y que se acompaña con ilustraciones que Eduardo Arroyo ha diseñado expresamente para este libro.

Huéspedes y bienhechores llamó alguna vez Juan Ramón a aquellos poetas extranjeros que dejaron una huella más o menos duradera en su propia obra. Y de eso se trataba en realidad. No de traducir estrictamente, tarea que al poeta le parecía triste y difícil y para la que no estaba preparado (apenas conocía el inglés), sino de rendir homenaje a aquellos escritores que incorpora a su obra, a aquellas voces que siente como suyas hasta el punto de que pensaba editar estas versiones en uno de los tomos que reunirían su producción propia.

Ya en 1909, con su obra todavía en fase inicial, hablaba el poeta de un proyecto de libro que se llamaría Música de otros, título muy elocuente de los gustos de aquel primer Juan Ramón sensitivo y simbolista. A lo largo de su vida literaria, diseñó seis proyectos editoriales para integrar esta actividad en el conjunto de su obra. En los dos intentos más serios de reunir su poesía completa, el de Canción (1936) que frustró la guerra civil y el que veinte años después desapareció con la muerte de Zenobia, Juan Ramón reservaba un tomo, que debería titularse Traducción, para estos textos.

Lo importante, lo significativo para el lector interesado en Juan Ramón, es ver cómo poesía y traducción van unidos en la obra del poeta, cómo van cambiando sus intereses y reorientándose sus gustos poéticos y su evolución estética como resultado de la influencia que ejercen en él sus lecturas de poesía extranjera.

Así, hasta 1913, la influencia más determinante es la de la poesía francesa, parnasiana y simbolista, cuya presencia es tan evidente en el Juan Ramón modernista, que traduce a Verlaine y la poesía tardorromántica de Rosalía de Castro. Sin embargo, cuando aparece Zenobia en su vida, el centro de interés se desplaza a la poesía en lengua inglesa, con la que estaba tan familiarizada aquella mujer que pasó gran parte de su vida en Estados Unidos y tenía una educación literaria más inglesa que española. También en eso, al descubrirle nuevos horizontes poéticos, fue determinante Zenobia en la obra de Juan Ramón.

El Diario de un poeta recién casado, que incorpora en una de sus secciones una traducción de Emily Dickinson, es el libro clave de ese cambio vital y literario de un Juan Ramón ya plenamente contemporáneo, el Juan Ramón que ha entrado en la fase intelectual de la desnudez y la poesía pura, ha superado definitivamente lo que había de persistencia decimonónica en su poesía y ha colocado la poesía española en el siglo XX con ese libro fundamental. Juan Ramón, que traduce por entonces todavía algún texto de Baudelaire, se inicia en la poesía inglesa a través de Shelley, de Blake hasta llegar a Eliot o a Yeats, que tanta influencia tuvieron en su tercera época, la que él llamaba suficiente o verdadera.

Para Juan Ramón la traducción siempre es un robo, la asimilación de unos contenidos y un mundo poético. Un robo sí, pero no una traición según el esquema de la vieja fórmula (traduttore: traditore). Juan Ramón, que desconocía casi por completo el inglés, debía de tomar como punto de partida una versión literal de los textos y luego se preocupaba de algo que captó con clarividencia. Lo importante en esas versiones era no traicionar el espíritu del texto original, retener el ritmo interior del poema e imitar lo que Juan Ramón llama el acento personal del texto, lo que aquí hemos llamado otras veces el tono que debe respetar la traducción de poesía.

Inéditas muchas, otras publicadas un sola vez, todas tan cuidadas como era habitual en Juan Ramón, las traducciones, versiones y paráfrasis de esta Música de otros son una agradecida declaración de fuentes, el reconocimento de las deudas literarias con las que el poeta de Moguer creó un mundo poético tan propio, tan personal.

Estas traducciones constituyen una parte esencial de aquella obra en marcha, a veces son el motor de arranque, otras el sistema de encendido, otras el lubricante.

Imprescindibles, siempre.

Santos Domínguez

05 enero 2007

Dias de llamas


Juan Iturralde.
Días de llamas.Debolsillo. Barcelona, 2006.
Una serie de circunstancias reunidas infelizmente -la censura, las ediciones minoritarias o la mala distribución- provocaron que una novela tan excepcional como Días de llamas de Juan Iturralde haya pasado casi desapercibida durante mucho tiempo.

Desde que apareció en 1979 en La Gaya Ciencia se han ido sucediendo ediciones sin suerte. Por ejemplo hace ahora veinte años que la publicó, con prólogo de Carmen Martín Gaite, Ediciones B, aunque no circuló ni se promocionó como hubiera sido deseable.

Después de la muerte de su autor en 1999, la incorporación al catálogo de Debate en el 2000, una reedición en 2002 y la salida ahora en Debolsillo parece que han conseguido deshacer esa injusta nube de silencio que la mantenía oculta y colocarla en el lugar que merece por su calidad literaria, su hondura humana y la profundidad de su reflexión moral: como una de las mejores novelas que se han escrito sobre la guerra civil.

Días de llamas es el diario escrito al límite del desconsuelo y del miedo por Tomás Labayen, un juez de instrucción republicano que espera en una checa de Madrid a que le den el paseo. Desde esa situación en la que se prescinde de simplicidades y banderías se ahonda en la circunstancia dramática del protagonista y de la sociedad, con una escritura febril que incide en primer lugar en la fuerza que traspasa a su lenguaje quien sabe que tiene los días contados, que en cualquier momento le harán salir para iniciar un viaje siniestro.

Con ese ritmo desatado, el único ajustado al contenido (otro ritmo hubiera sido inaceptable e inverosímil) se nos cuentan esos primeros meses de exaltación y sangre que como todas las situaciones extremas sacaron lo mejor y lo peor de los personajes, lo más bajo y lo más alto de las personas.

Días en los que se apoderó de las calles y de la vida una confusión que es la del protagonista narrador, escindido dolorosamente entre sus ideales y la realidad de una sociedad degradada por el odio y por la guerra. Y todo eso se nos relata sin un sermón, sin una justificación ni una condena de estos o aquellos comportamientos, porque no es ese el papel del novelista. Lo que debe hacer el novelista, lo que hace Juan Iturrade en estos Días de llamas, es crear personajes en tres dimensiones, personajes que tienen la profundidad creíble que otorgan los defectos, las contradicciones y la necesidad de asumir el pasado propio y los errores de quien, como el protagonista, parece haber estado siempre entre dos aguas.

Ese es uno de los méritos de la novela: trasladar, con imparcialidad y sin hacer una novela río, al lector a aquel tiempo y a aquellos lugares en los que transcurre la acción de estos Días de llamas y hacerle partícipe o testigo, tan comprensivo y tan confuso como el narrador, de aquella danza de la muerte.

Asumir la perspectiva autobiográfica en el relato, adoptar la voz narrativa de alguien que está encerrado, plantea una serie de ventajas y de inconvenientes. Entre estos últimos quizá no sea el menor el de la limitación del espacio, pero ese punto de vista abre a la vez la posibilidad de manejar el tiempo de la evocación, el pasado reciente o remoto en el que se sitúan los personajes y se explican las claves de aquella locura colectiva y de la peripecia dramática del protagonista. O, yendo un poco más allá, como en las novelas más ambiciosas, las claves de la condición humana.

Hay que celebrar que estos Días de llamas hayan empezado a circular como se merecen y no por el boca a boca, casi en voz baja, mediante el que se difundía la novela entre iniciados. Aunque ya no pueda verlo José María Pérez Prat (1917-1999), que ese era el verdadero nombre de quien entendió su corta aunque intensa actividad literaria como un ejercicio tan secreto que prefirió utilizar un seudónimo como aquel que practica otras clandestinidades menos confesables.

Aunque, bien mirado, ¿quién sabe?

Santos Domínguez

04 enero 2007

Parecidos razonables




Christina Rossetti.
Parecidos razonables.
Traducción de Pilar Adón.
Funambulista. Madrid, 2006.


Funambulista recupera para estas fechas la mítica edición de Robert Brothers, editores de Boston, de 1875, de Parecidos razonables de Christina Rossetti, con las ilustraciones originales del pintor inglés Arthur Hughes. Una edición inencontrable ya incluso en lengua inglesa, y cuyos ejemplares se cotizan hoy a precio de oro.

Con traducción de la narradora y poeta Pilar Adón, es la primera vez que aparecen en español los tres relatos que integran el cuento de cuentos que es Parecidos razonables, de Christina Rossetti (1830-1894), una de las más notables poetas inglesas de la época victoriana.

Con un impulso que se mueve entre la autobiografía y el testimonio social de la época victoriana, Christina Rossetti escribió estas tres minucias navideñas, según sus propias palabras, las publicó con ilustraciones al estilo Alicia y con un ojo puesto en el mercado.

En los tres relatos, planteados según los esquemas de las narraciones orales y resueltos con un imprescindible final feliz, las tres niñas protagonistas, Flora, Edith y Maggie, regresan a casa tras una experiencia que las inicia en los peligros del mundo, en las trampas del bosque misterioso, de lo que está fuera de los límites de la casa.

Lo explicó Bettelheim y es inevitable recordarlo: en estas narraciones infantiles hay un fondo perturbador que convoca con su lenguaje simbólico a una parte escondida de nosotros mismos, al inconsciente originario en el que se fraguan los mitos, las esperanzas y los miedos.

Algo, desde el fondo oscuro de este tipo de obras, invoca a nuestro inconsciente en los cuentos de invierno, a aquel reino peligroso de límites umbríos del que hablaba Tolkien, con pulsiones y miedos infantiles. Allí las viejas aspiraciones, los remotos temores atávicos quedan conjurados en ese fondo humano en donde se debaten en lucha desigual el bien y el mal, el mundo exterior y la seguridad doméstica del espacio materno.

Santos Domínguez


03 enero 2007

Goethe




J. W. Goethe. Narrativa.

Ed. de Marisa Siguán.
Biblioteca de Literatura Universal.
Almuzara. Córdoba, 2006.


La editorial cordobesa Almuzara será la que a partir de ahora edite la Biblioteca de Literatura Universal que había venido publicando Espasa y que forma parte de un proyecto en marcha para editar una colección de clásicos universales en nuevas traducciones al español.

Con un cuidado diseño tipográfico y una edición a cargo de especialistas en cada autor, con prólogo, introducción, notas y una bibliografía selecta y actualizada se han publicado ya cerca de veinte tomos. Las introducciones contienen un amplio ensayo sobre el autor, su obra y su tiempo y sobre la historia de la lectura de su obra.

La Narrativa de Goethe es el primero de los volúmenes que publica Almuzara después de asumir el proyecto. Y no puede ser más oportuno el autor con el que se inicia esta segunda etapa, pues fue Goethe el que creó el concepto de literatura universal más allá de la mera noción geográfica para aludir a un canon en el que se cruzan universalidad y originalidad. En esa síntesis el Romanticismo, que inventó la noción de individuo y la vinculó a una identidad colectiva, supo fundir lo individual y lo social. Y en ese territorio armonizado entre lo individual y lo colectivo reside una de las claves más determinantes de la obra del padre de la literatura alemana.

Toda la narrativa de Goethe puede ser leída en esa perspectiva: la sensibilidad exacerbada y autodestructiva de Werther tuvo una transcendencia cultural y social que, más allá de su sentimentalidad, se concretó en la imitación del vestuario y del suicidio de aquel personaje.

Y cuando Goethe crea la novela de formación con el Wilhelm Meister, de lo que se trata es de hablar del choque cruce entre el protagonista y el mundo, de la formación individual y la utopía social, como en Las afinidades electivas se cruzan química y ética, el Goethe que experimentaba con la literatura y la ciencia, en una novela perversa sobre las relaciones personales y el matrimonio.

Diálogo y educación confluyen en la Conversaciones de emigrantes alemanes, un conjunto de relatos sobre las posibilidades de formación social del individuo mediante la educación estética.

Entre la Ilustración y el Romanticismo, Goethe es - como Cervantes, como Shakespeare- un hombre que vive dos épocas, dos mentalidades, dos sensibilidades. Y como en el caso de Cervantes y de Shakespeare, esa circunstancia potencialmente desorientadora, le favoreció y enriqueció su mundo literario.

De la transcendencia de su obra casi no hace falta hablar: con él Weimar se convierte en la capital de la literatura alemana. Allí va Napoleón sólo para verle. Y en un terreno aún más anecdótico pero en el que significativamente se siguen comunicando lo personal, lo literario y lo social, la fecha de su cumpleaños, el 28 de agosto, la misma que el del joven Werther el de las penas, fue declarada fiesta oficial en Alemania.

La edición, a cargo de Marisa Siguán, catedrática de Literatura Alemana de la Universidad de Barcelona, incorpora nuevas traducciones de las principales obras narrativas de Goethe y se abre con un enjundioso prólogo sobre la narrativa de Goethe y su recepción en España, tardía y heterogénea: desde el Goethe antipático que presentaba Baroja (tan simpático él), hasta el interesante Goethe para náufragos que ofrecía Ortega.

Santos Domínguez


02 enero 2007

De soplo y de espejo


Dominique de Courcelles.
De soplo y de espejo.Alpha Decay. Barcelona, 2006.

Dominique de Courcelles ha convocado en este delicado De soplo y de espejo que edita Alpha Decay un diálogo triangular entre el poeta García Lorca, el coreógrafo y bailarín Antonio Gades y el cineasta Carlos Saura, en una profunda y bien construida reflexión sobre el tiempo y la imagen, la palabra y la música. Una meditación en la que se dan cita los temas de la tragedia clásica: la vida y la muerte, el amor y el odio, la creación y la destrucción, entre los espejos y sobre un fondo de luna y de metal, de noche y de sangre.

El flujo de imágenes tiene como punto de partida la versión cinematográfica de Bodas de sangre que dirigió Carlos Saura con coreografía de Antonio Gades y una luna metálica al fondo y en acecho. Como un aviso o como un recordatorio, esa luna que es uno de los nombres del espejo.

Y quizá nada mejor para esa reflexión que la violencia y la belleza de la imagen y el movimiento en esta tragedia de la tierra, con el soplo creativo de Lorca, la danza de Gades y la mirada de Saura en una compenetración de música, imagen, palabra y danza. Palabra, luz y música unidas en el coro de tragedia antigua, en un canto de boda, en el compás de la danza y la coreografía y los ritmos primordiales del universo.

Del blanco al rojo, de la boda a la sangre, de la vida a la muerte, los colores con que se fotografía la tragedia, ocre, negro, rojo y blanco -tierra, agua, fuego y aire- construyen el ambiente que refleja la sombra y la luz, la vida y la muerte, el amor y la sangre, lo exterior y lo interior, la noche y el día, la tierra y la luna, lo masculino y lo femenino, la autoridad y el instinto, la canción y el silencio, el vuelo y la caída, lo sagrado y lo profano, eros y tánatos.

Es el dolor trágico con un espejo al fondo en el que se conjuntan lo visual, lo musical y lo verbal en convergencia de metáforas entrecruzadas por esos lenguajes diversos que intentan expresar lo inefable, retener lo inasible, el misterio de la vida, la muerte y la poesía.

Santos Domínguez

01 enero 2007

Carta de Año Nuevo




W. H. Auden.
Carta de Año Nuevo.
Traducción de Gabriel Insausti.
Pre-Textos. Valencia, 2006.


En una carta fechada el día de Nochevieja de 1939 y dirigida a Elizabeth Mayer, Auden le cuenta que ha terminado una reseña y va a empezar un poema que piensa dedicarle e incluir en un proyecto de libro que se iba a titular The Double Man.

Es la Carta de Año Nuevo, un poema de más de 1.700 versos que publica Pre-Textos con traducción de Gabriel Insausti. Empieza con estos siete:

Sometidos al peso sin clemencia
del invierno, el estado y la conciencia,
en formación variable, compartiendo

amor, lenguaje, soledad o miedo,
hacia los hábitos del año entrante
la gente va fluyendo por las calles

cantando o suspirando mientras pasa.

Auden escribió este texto entre enero y abril de 1940, en un periodo crítico en la vida y la obra del poeta, que acababa de establecerse en Nueva York procedente de una Europa en guerra y de una Inglaterra machacada por las bombas alemanas.

En medio de aquella historia agitada, tuvo otra agitada historia editorial este libro, bifronte en más de un sentido. Hasta en sus títulos, porque tuvo dos, uno en Inglaterra (New Year Letter) y otro en EE UU. (The Double Man), que era el título previsto inicialmente.

Ese doble título fue el resultado de una peripecia editorial en la que un desesperado T. S. Eliot tuvo que pagar por recuperar los derechos de este libro por el que Auden ya había cobrado un anticipo de otro editor.

No era la primera vez que Auden sacaba de quicio al responsable de Faber&Faber, que decidió cambiar el título del libro sin consultar a su autor. No me parece a mí que el doble juego de Auden fuera una actitud atolondrada. Conociendo a los dos protagonistas del incidente, más bien parece que hay aquí una secreta venganza de Auden hacia quien diez años antes había rechazado alguno de sus libros.

Bien mirado, un norteamericano nacionalizado inglés y un inglés que se nacionalizaría norteamericano estaban destinados a chocar y a encontrarse en algún lugar de esas trayectorias opuestas.

El asunto, divertido o enfadoso según quien lo mire, va más allá de lo puramente anecdótico y deja muy claras dos cosas: la informalidad contractual de Auden y el alto aprecio que tenía por un libro como este Eliot, que soportó todo lo soportable para recuperar unos derechos que legalmente no habían dejado de pertenecerle, a pesar del embrollo en que le había colocado Auden.

La Carta de Año Nuevo es un jardín de senderos que se bifurcan, una encrucijada de encrucijadas en la que se agudiza la crisis personal, ideológica y estética de un Auden desconcertado en medio de un mundo en crisis. Y es también una respuesta y una justificación para tranquilizar la mala conciencia tras haber abandonado una Inglaterra aterrada bajo la aviación alemana.

Un año después de haber escrito uno de sus poemas más altos, En memoria de W.B. Yeats, que es mucho más que una elegía, Auden convoca en la Carta de Año Nuevo al Club de los poetas muertos. Porque este libro representa también la búsqueda de un orden y es el resultado literario de los cambios vitales e ideológicos que se producen cuando se integra en la sociedad norteamericana y se está replanteando tras su conversión religiosa y sus crisis ideológica la función del arte y la misión del poeta.

Posiblemente estaban pesando en Auden estas palabras de T. S. Eliot, en La tradición y el talento individual:

Ningún poeta, ningún artista de ninguna clase, tiene plenamente sentido por sí mismo. Su importancia, su valor es el valor que posee en relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar de modo aislado; es preciso situarle, como contraste y comparación, entre los muertos. Esto para mí es un principio de crítica estética, no meramente histórica.

Decía Zagajewski que de la obra de Auden no sale “el olor de las rosas, sino el de la razón.” Influido por Eliot en sus posturas antirrománticas, convencido como él de que la poesía ha dejado de ser lo que era en Wordsworth (emoción recordada con tranquilidad) en Auden la primera persona ha dejado de ser autobiográfica y testimonial. Quizá eso explique las contradicciones entre sus posturas éticas y solidarias y la frivolidad poética que supone el ejercicio de la poesía como juego de ingenio.

Sobre esas encrucijadas estéticas e ideológicas de las que surge esta Carta de Año Nuevo habla en profundidad en su introducción Gabriel Insausti, que ha hecho una traducción en la que, con buen criterio, ha sustituido el octosílabo del original, que en castellano hubiera tenido una inevitable resonancia popular, por el endecasílabo, más acorde al espíritu de esos poemas, en los que razonablemente también, se ha sustituido la rima consonante (indeseable, ripiosa y cansada en un poema largo) por la asonante. No es el primero que lo hace al traducir a Auden o a Yeats, ni será el último. Seguramente no haya otra opción posible.

Después del poema, sin perturbar su lectura, un abundante repertorio de notas aclara las alusiones biográficas, los guiños privados o las referencias culturales que esconden o iluminan ciertos pasajes de esta espléndida Carta de Año Nuevo, que se cierra con este final memorable:

Y el amor –lo más frágil- ilumina
la ciudad y el león en su guarida,
el viaje de los jóvenes, el mundo con su ira.

Santos Domínguez