José Saramago. Las pequeñas memorias.
Traducción de Pilar del Río.
Alfaguara. Madrid, 2007
Emparentadas con su discurso de recepción del Nobel y con algunas de sus novelas iniciales, sobre todo con el Manual de pintura y caligrafía y con Levantado del suelo, tienen Las pequeñas memorias, que José Saramago acaba de publicar en Alfaguara con traducción de Pilar del Río, una unidad de tono y una tensión estilística inusual. Las dos cualidades, tono y tensión, levantan al libro y lo sostienen en la altura de una difícil naturalidad. Esos datos de estilo y el diseño de un mundo completo permiten situar estas memorias entre las obras mayores de Saramago.
No se deje engañar el lector por la modestia aparente del título. Esta memoria pequeña de cuando fue pequeño empieza a crecer en la evocación de un río, en la memoria líquida y luego vegetal, el recuerdo de las raíces de un niño que no mira el paisaje porque forma parte de él.
Es la memoria personal y familiar de los espacios más que de un tiempo que no existía para aquel niño frágil de mirada melancólica, para el adolescente contemplativo entre Azinhaga y Lisboa. La memoria viva del Casalinho, la casa pobre de los abuelos maternos, donde en las vacaciones se formó la personalidad de aquel muchacho triste que aparece en las fotos del libro. En ellas y en los pies de foto que las comentan confluyen de manera ejemplar las dos claves, mirada y palabra, sobre las que se levanta la memoria.
Una memoria salvadora que reconstruye lo que el tiempo arrasa:
Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano.
Con la emoción que ilumina el pasado, con el trabajo compenetrado de la mirada y la palabra, con una prosa magistral y fluida se evoca aquí la materia líquida que alimenta el recuerdo y nutre sus raíces y lo ahonda en la tierra y lo hace crecer.
Así se van sucediendo fragmentos y teselas que completan el mosaico de Las pequeñas memorias: los celos del tío Francisco Dinís, la Pezuda y los Barata, las primeras novias y los primeros estudios, las arengas de Queipo en Radio Sevilla, las salas de cine, los compañeros de clase en el Instituto Gil Vicente y en la Escuela Industrial, sus episodios de pescador lamentable en el Tajo...
Y sobre todo las cicatrices. Porque Las pequeñas memorias son también eso, un recuento de cicatrices en la piel y más dentro, como en este conmovedor recuerdo iniciático:
Junto a una de las puertas de los Almacenes Grandella un hombre vendía globos, y ya fuera porque lo había pedido (lo que dudo mucho, porque sólo quien espera que se le dé se arriesga a pedir), o quizá porque mi madre hubiera querido, cosa excepcional, hacerme un cariño público, uno de aquellos globos pasó a mis manos. No me acuerdo si era verde o rojo, amarillo o azul, o simplemente blanco. Lo que después pasó borraría de mi memoria el color que debería habérseme quedado pegado a los ojos para siempre, dado que era nada más y nada menos que el primer globo que tenía en todos los seis o siete años que contaba de vida, íbamos al Rossio, ya de regreso a casa, yo orgulloso como si condujera por los aires, atado con un cordel, el mundo entero, cuando de repente oí que alguien se reía a mis espaldas. Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo.
Bastaría ese fragmento para desmentir la adscripción fácil de este libro al territorio literario de lo pequeño. En un libro pequeño no cabe un texto como ese.
Es la primera vez que Saramago entra en el terreno de la memoria. Era un viejo proyecto aplazado, la urgencia de las novelas lo iba posponiendo. Quizá sea mejor así, quizá la prosa de su autor nunca ha mostrado un equilibrio mayor, un dominio más poderoso y una contención más brillante, porque podría haber escrito una novela de cuatrocientas o quinientas páginas con este material y ha preferido condensarlo en menos de la mitad.
Es la primera vez y ya ha anunciado Saramago que esta será también su última incursión en el género. No hace falta decir que el resto de su vida está en el resto de su obra.
No se deje engañar el lector por la modestia aparente del título. Esta memoria pequeña de cuando fue pequeño empieza a crecer en la evocación de un río, en la memoria líquida y luego vegetal, el recuerdo de las raíces de un niño que no mira el paisaje porque forma parte de él.
Es la memoria personal y familiar de los espacios más que de un tiempo que no existía para aquel niño frágil de mirada melancólica, para el adolescente contemplativo entre Azinhaga y Lisboa. La memoria viva del Casalinho, la casa pobre de los abuelos maternos, donde en las vacaciones se formó la personalidad de aquel muchacho triste que aparece en las fotos del libro. En ellas y en los pies de foto que las comentan confluyen de manera ejemplar las dos claves, mirada y palabra, sobre las que se levanta la memoria.
Una memoria salvadora que reconstruye lo que el tiempo arrasa:
Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano.
Con la emoción que ilumina el pasado, con el trabajo compenetrado de la mirada y la palabra, con una prosa magistral y fluida se evoca aquí la materia líquida que alimenta el recuerdo y nutre sus raíces y lo ahonda en la tierra y lo hace crecer.
Así se van sucediendo fragmentos y teselas que completan el mosaico de Las pequeñas memorias: los celos del tío Francisco Dinís, la Pezuda y los Barata, las primeras novias y los primeros estudios, las arengas de Queipo en Radio Sevilla, las salas de cine, los compañeros de clase en el Instituto Gil Vicente y en la Escuela Industrial, sus episodios de pescador lamentable en el Tajo...
Y sobre todo las cicatrices. Porque Las pequeñas memorias son también eso, un recuento de cicatrices en la piel y más dentro, como en este conmovedor recuerdo iniciático:
Junto a una de las puertas de los Almacenes Grandella un hombre vendía globos, y ya fuera porque lo había pedido (lo que dudo mucho, porque sólo quien espera que se le dé se arriesga a pedir), o quizá porque mi madre hubiera querido, cosa excepcional, hacerme un cariño público, uno de aquellos globos pasó a mis manos. No me acuerdo si era verde o rojo, amarillo o azul, o simplemente blanco. Lo que después pasó borraría de mi memoria el color que debería habérseme quedado pegado a los ojos para siempre, dado que era nada más y nada menos que el primer globo que tenía en todos los seis o siete años que contaba de vida, íbamos al Rossio, ya de regreso a casa, yo orgulloso como si condujera por los aires, atado con un cordel, el mundo entero, cuando de repente oí que alguien se reía a mis espaldas. Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo.
Bastaría ese fragmento para desmentir la adscripción fácil de este libro al territorio literario de lo pequeño. En un libro pequeño no cabe un texto como ese.
Es la primera vez que Saramago entra en el terreno de la memoria. Era un viejo proyecto aplazado, la urgencia de las novelas lo iba posponiendo. Quizá sea mejor así, quizá la prosa de su autor nunca ha mostrado un equilibrio mayor, un dominio más poderoso y una contención más brillante, porque podría haber escrito una novela de cuatrocientas o quinientas páginas con este material y ha preferido condensarlo en menos de la mitad.
Es la primera vez y ya ha anunciado Saramago que esta será también su última incursión en el género. No hace falta decir que el resto de su vida está en el resto de su obra.
Santos Domínguez