12/5/08

El jardín dorado


Gustavo Martín Garzo.
El jardín dorado.
Lumen narrativa. Barcelona, 2008.


Mi hermano era un ser extraordinario, no importa lo que luego se dijera de él. Bruno, ese fue el nombre que le di. Desde que era niña me gustó inventarme los nombres. A un esclavo muy dulce, cuyo aliento recordaba el aroma de las guirnaldas, le llamé Azafrán; a un viejo chambelán, con la barba pulida y blanca, Tiempo; a una criada ladrona, cuya boca se abría como una bolsa vacía, Morral. No me gustan los nombres propios porque nos separan del mundo, nos hacen creer que somos distintos a las cosas y a los seres que viven en él. Y eso no es cierto. Todos los animales tienen su lengua secreta, y hasta los objetos más minúsculos, la cuchara, por ejemplo, con que tomamos la sopa, o el toro de cristal que las muchachas llevan al cuello y que consideran su talismán, están llenos de vida. Y eso hago yo, dar a hombres y mujeres los nombres de las cosas. Recoger esa vida que no nos pertenece y transformarla en palabras que podemos guardar u ofrecer.

A lo largo de su ya extensa trayectoria, Gustavo Martín Garzo ha venido dando muestras de una excepcional capacidad para aprovechar el material narrativo tradicional, los cuentos, los textos bíblicos o la mitología, y extraer de ellos la fuente del relato, la memoria en la que vive la oscuridad de la vida y del corazón de los hombres, una indagación en lo más hondo de sus deseos y sus frustraciones.

El jardín dorado, su última novela, que publica Lumen, aborda la historia del minotauro desde un punto de vista inédito: el de la mirada femenina de Ariadna, la hermana del monstruo en su laberinto, emparentada con otras contadoras de historias como Sherezade.

Una narradora que empieza por despojar a sus personajes de los nombres propios para bautizarlos con metonimias significativas: el minotauro Bruno; Artífice, el constructor del laberinto, o Nómada, el hombre sin cuerpo, el contador de cuentos.

El jardín dorado es una novela sobre el amor y sobre el dolor, sobre la llama y la oscuridad. Es la memoria de la felicidad y de la plenitud en la Isla de Creta, una narración sobre la casa del deseo y la abundancia, sobre un jardín en el que no existe el tiempo, sobre la Edad de Oro.

En ese reino secreto, en ese jardín separado del mundo y pensado para la felicidad del minotauro y las cinco hermanas que lo acompañan, la materia órfica del canto y la literatura se transforman en instrumento para vencer a la muerte, en un conjuro verbal para derrotar con el amor y con la palabra a lo que vive en lo oscuro .

Porque esta es una novela sobre la palabra, el amor y la piedad. El jardín dorado, hecho de espacio y de tiempo, es el lugar en donde se oficia la lenta liturgia de la palabra y se anula el tiempo. Como las Sherezade, las palabras de Ariadna derrotan a la muerte y al olvido, y son esas palabras el verdadero hilo que nos guía por el laberinto, por esa imagen secreta del mal. La narración transforma la casa muerta del dolor, de lo desconocido o del horror, en la casa de la memoria, en el bosque de los cuentos, en una evocación del jardín perdido del paraíso:

Ahora sabes que hubo un tiempo de felicidad. Dormíamos tan poco como los ruiseñores. Nos levantábamos al alba para comer uvas con vino y corríamos hacia los bosques mientras palidecían las estrellas. A veces, en las cumbres solitarias veíamos a los osos apartándose vacilantes de nosotras. Les hacíamos señales y ellos se detenían un momento para mirar por debajo de sus frentes pesadas. Después nos tumbábamos en la hierba, al sol, y hablábamos sin parar. Aprendíamos la lengua de los pájaros y de los animales, que imitábamos entre risas. Y desde las rocas observábamos las manadas de caballos que parecían enjambres de hormigas en la distante llanura. Sí, deberíamos habernos quedado en ese tiempo, no haberlo abandonado jamás.

Martín Garzo visita el mito para hablar del mundo, para devolvernos una imagen reinterpretada donde conviven la luz y la sombra, el amor y el dolor, la vida y la muerte, el pasado y el presente, la fantasía y la realidad, el sueño y la vigilia, el jardín que es el lugar de la palabra y el laberinto donde reina el silencio.

Lo explica Ariadna en esta reflexión sobre el sentido de la vida y el significado del laberinto:

No es verdad que la vida nos pertenezca. No somos dueños de ella, porque en cada uno de nosotros resuenan las vidas de los demás. Somos los ecos de esas vidas, el entrecruzarse de los caminos que recorremos con nuestros propios pies y de los caminos que siguen los que amamos. Es eso lo que significa el laberinto: todos los caminos en uno.

Santos Domínguez