En ese epílogo están las claves que explican la génesis del libro como resultado de una larga culpa y orientan su lectura en la forma concreta de una acción de gracias. Y siempre acabo buscando las últimas frases:
Sin prisa —con la rumia de la angustia social y la angustia ontológica—, con la intensidad de la paciencia, con la sabiduría del conocimiento de que la vida es dura, breve y única, un lenguaje magnífico que comenzó a nacer hace ahora dos siglos en forma de sonidos desgarradores surgidos desde el fondo de la pobreza y la pena andaluzas, ha acabado convirtiéndose en un arte aclamado internacionalmente, y en una prueba más de que en el fondo de la especie, junto al estrago de sus miserias y de su finitud, deambula, como una emoción mitológica, el estupor de lo sagrado.
Al final, todo esto no es más que una rara manera de releer una vez más, ya es la tercera y no me pesa, esta Memoria del flamenco, un libro arrebatador como un torbellino, como el objeto del que trata, esa música abismal que viene del tronco mineral y negro de la fragua.
No es el único imán. Hay otros igual de poderosos: la calidad de la prosa de Félix Grande, la hondura de un conocimiento adquirido en la profundidad de las bibliotecas y de las cavas y las cuevas, la hombría delicada y compasiva de una sensibilidad templada en el dolor del yunque y el compás del martillo.
Este es un libro del que salen chispas, como del hierro candente en la fragua, como del amor y la rabia, como de algunos cantes oscuros, orientales y mineros. O de una soleá como esta, tan del gusto del autor del libro:
La noche del aguacero
dime dónde te metiste
que no te mojaste el pelo.
Su reedición en formato de bolsillo, en edición cuidada, con letra generosa y a un precio asequible, es una excelente noticia.
Porque este es un libro sabio y emocionado, sobrio y enciclopédico. Un libro torrencial que desborda sus propios límites y se convierte en muchos libros a la vez: en un compendio de geografía que va desde la India a Alcalá de Guadaira y hasta más allá de Sanlúcar; en un recorrido por nuestra incalificable historia moderna y contemporánea; en una reivindicación literaria del cancionero anónimo flamenco con una reunión de textos poéticos sobre esa temática; en una explicación física del espectro del sonido y del color, de la química de la combustión y el óxido y los minerales y las fermentaciones; en la lección de álgebra que hay en el compás de la bulería o en la geometría del espacio explicada por quien conoce el tamaño exacto de su desventura y el área de sombra negra que proyecta sobre el plano; en un tratado sobre la fonética y la prosodia rítmica del lamento y del duende o sobre la sintaxis de la rebeldía; en una exploración de la genética de la desolación y en la botánica de las raíces hondas del árbol de los cantes; en la geología áspera y fluvial de los palos; en la educación moral y cívica de estas letras o en el dibujo secreto de sus sonidos negros...
Ahora que ya sabe todo eso, repasa el lector el índice onomástico y se da cuenta de que en esos nombres está convocado también, como en el resto del libro, el universo. Un universo en el que coexisten Diego Corrientes y Ziryab, Manuel Torre y Dvorak, Shakespeare y Juan Pedro Domecq, Dostoievski y la Niña de los Peines.
Todo eso y más reside en esta Memoria del flamenco, que es una reunión de vidas y también una reunión de géneros. Hay aquí expansiones líricas, desahogos trágicos y episodios narrativos. Y mucha autobiografía escondida o flotando sobre estas páginas de alta literatura, que son también las de la memoria personal y su claroscuro, entre los cantes oscuros de fragua, de mina o de celda y la claridad salinera del camino estrecho y jalonado de ventas entre San Fernando y Cádiz.
En un texto memorable y cobrizo dedicado a Manolo Caracol, escribía Félix Grande:
Es la calamidad lo que este hombre examina.
Quizá no haya una frase mejor para resumir este libro imprescindible.
















