06 julio 2020

Uslar Pietri. Un retrato en la geografía. Estación de máscaras




Arturo Uslar Pietri.
Un retrato en la geografía.
Estación de máscaras.
Drácena Ediciones. Madrid, 2020

Se podría escribir una especie de novela surrealista sobre el petróleo en Venezuela. En la que de repente las gentes se dan cuenta de que están vestidas de petróleo, de que comen petróleo, de que hablan petróleo y a la niña que toca piano se le empegostan los dedos y hay una gran náusea en el país porque de repente todo el mundo descubre que todo huele a ese olorcito medio podrido y pegajoso del petróleo crudo, y que todo está negro rojizo, pegajoso, derretido y mal oliente. Sería una especie del mito de Midas. No que todo lo que toca se le vuelve oro, sino que todas las cosas que lo rodean de pronto se le vuelven petróleo.

Esas frases de Luis Sormujo, el intelectual comprometido en quien refleja sus ideas Uslar Pietri, resumen el sentido de Un retrato en la geografía, su novela de 1962 que planteó como primera entrega de la trilogía Laberinto de fortuna

Dos años después publicaría su continuación en Estación de máscaras, y con ella abandonaría Uslar Pietri, decepcionado con su participación en la política activa y dolido con la mala acogida crítica, su proyecto de trilogía sobre las repercusiones políticas, sociales, económicas de los cambios materiales y sobre todo de mentalidad de la riqueza sobrevenida en Venezuela con el petróleo.

Protagonizadas por Álvaro Collado, una contrafigura en la que Uslar Pietri proyectó su propio idealismo, las dos novelas trazan un cuadro de conjunto de la realidad venezolana que podría quedar resumida en estas dos intervenciones de Luis Sormujo:

Si todo es petróleo, todo esto es petróleo, todos nosotros somos petróleo. Esa orquesta tan chillona toca con petróleo, aquella mujer, vestida con esa seda blanca demasiado brillante que parece un forro de urna mortuoria, es petróleo. Este whisky es petróleo. Y hasta estas palabras que estamos hablando son petróleo.

“Si por arte de magia alguien quitara bruscamente, en este momento, el petróleo de la vida venezolana, sería como si quitaran el esqueleto de una persona, o el sistema nervioso. Desaparecería de repente la orquesta, y la mujer con vestido de forro de urna. Y yo con mi whisky, y Jerry con sus musiúes, y tú con tus leyes, Saúl. Y nos encontraríamos en un conuco de plátano y maíz, junto a un rancho en pierna, oyendo cacarear a unas gallinas flacas que pican gusanos en la tierra. 

Un retrato en la geografía se cierra cuando Álvaro Collado huye de su pasado y de un episodio en el que muere el agente Lázaro Agotángel en la Universidad Central. Se aleja en barco de Venezuela rumbo a Le Havre y hay una leve esperanza en su párrafo final:

La luz se borró. Ya no quedaba sino su pequeña vida en la soledad inmensa. Pero en ella sentía viva, con su prodigiosa presencia, el ansia de resurrección que es el hombre.

La segunda comienza diez años después, cuando Álvaro Collado, después de su exilio, regresa en barco por La Guaira para ingresar en esa Estación de máscaras en una turbia realidad social y humana y en una agitación política que le hace establecer este diagnóstico:

Álvaro estaba escribiendo un libro sobre la nueva realidad que había surgido de la riqueza petrolera.
No era que lo estaba escribiendo, sino que tenía tiempo pensando en escribirlo. Un libro no sobre los hechos, sino sobre las concepciones y el cambio de mentalidad. 
-Ya no somos el país rural de hacendados y peones, de guerrilleros y leguleyos que sigue apareciendo en nuestras novelas. Nos hemos convertido en otra cosa y hay que reflejar eso en los libros. La noción mágica de la realidad que el petróleo ha despertado en nosotros. Tal vez una especie de epopeya primitiva. La Odisea del venezolano que no puede regresar a su vida ordinaria perdido entre los dioses y los fantasmas malvados. Todo este delirio que los posee. Ser ricos sin trabajo, ni ahorro. Alcanzar todo sin esfuerzo, los inmigrantes, los especuladores, los intermediarios, los traficantes de influencias, los peladeros que se convierten en urbanizaciones, la sensación de poderse topar en cualquier desván con una lámpara de Aladino. Eso hay que buscar el modo de decirlo. 
[...] 
Sí, tomo notas y hasta he desarrollado algunas partes. Sería una novela mítica y realista a la vez. Tal vez podría llamarse El laberinto o El Minotauro. El petróleo es como un minotauro en el fondo de su laberinto por el que andamos perdidos en busca de la riqueza o de la muerte.

Sustentadas narrativamente en una técnica muy cinematográfica y en el uso del diálogo, porque lo que parece interesar al autor aquí es el intercambio dialéctico de reflexiones sobre política y poder, son dos novelas de ideas y de contexto político que acaba de publicar Drácena Ediciones, que sigue rescatando así el conjunto de la obra narrativa de Uslar Pietri, de la que han aparecido otros títulos tan significativos como La ruta de El Dorado, Oficio de difuntos o La visita en el tiempo.

Santos Domínguez 


03 julio 2020

Antología de Blanca Varela

Blanca Varela.
Y todo debe ser mentira.
Selección y prólogo de Olga Muñoz Carrasco.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2020.


Por el mismo camino del árbol y la nube, 
ambulando en el círculo roído por la luz y el tiempo. 
¿De qué perdida claridad venimos?

Con esos tres versos cerraba la peruana Blanca Varela (Lima, 1926-2009) sus 'Palabras para un canto', uno de los poemas que recoge Galaxia Gutenberg en la antología Y todo debe ser mentira, con selección y prólogo de Olga Muñoz Carrasco.

“Su poesía no explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro frente, contra y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad”, afirmaba Octavio Paz de la poesía de Blanca Varela.

Poesía de la mirada, en búsqueda incansable del equilibrio del mundo interior y exterior, del sentido y la inteligencia, del pasado y el futuro, del yo y el otro. Poesía levantada sobre una ascética de la palabra alejada del sentimentalismo, del testimonio y de la ideología.

Cercana a la poesía del silencio, severa y recortada, la escritura de Blanca Varela aspira a la exactitud y al despojamiento como resultado del repliegue al interior secreto de sí misma. Porque, exigente siempre con la palabra, la poesía de Blanca Varela resume un viaje hacia la esencialidad que acaba instalándose al borde del silencio, como en este Juego:

entre mis dedos 
ardió el ángel.

Una poesía en la que conviven, como en la de sus maestros Octavio Paz y Emilio Adolfo Westphalen, tendencias centrípetas y fuerzas centrífugas: la exigente condensación o la potencia expansiva de textos como el espléndido Puerto Sodupe, al que pertenecen estas dos estrofas:

Amo la costa, ese espejo muerto
en donde el aire gira como loco,
esa ola de fuego que arrasa corredores, 
círculos de sombra y cristales perfectos.

Aquí en la costa escalo un negro pozo, 
voy de la noche hacia la noche honda, 
voy hacia el viento que recorre ciego 
pupilas luminosas y vacías,
o habito el interior de un fruto muerto, 
esa asfixiante seda, ese pesado espacio 
poblado de agua y pálidas corolas.
En esta costa soy el que despierta

Atravesada por la conciencia del tiempo, la de Blanca Varela es una poesía hondamente existencial, una poesía que ofrece una imagen del mundo crepuscular y misteriosa, elaborada desde el paisaje y la memoria, desde la luz y la sombra, desde la fugacidad del instante o la incertidumbre de la vida frágil, contemplada siempre con una mirada interior que se proyecta hacia fuera, como explica al comienzo de sus Ejercicios materiales:

convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo
sobrevolar el tiempo memoria arriba
y regresar al punto de partida
al paraíso irrespirable
a la ardorosa helada inmovilidad
de la cabeza enterrada en la arena
sobre una única y estremecida extremidad.

Así resume esta escritura Olga Muñoz al final de su prólogo: “Ajena a la búsqueda de reconocimiento, siempre generosa con quienes la buscaban para la poesía, su obra ejemplifica el lema de uno de sus versos: desesperación, asunción del fracaso y fe. De esta manera sus poemas enseñan a hacer de la caída, vuelo.”


Santos Domínguez 

01 julio 2020

Ferlosio. La verdad de la patria


Rafael Sánchez Ferlosio.
La verdad de la patria.
Escritos contra la patria y el patriotismo.
Selección, presentación y notas 
de Ignacio Echevarría.
Debate. Barcelona, 2020.

El opio de los pueblos que hoy se expende entre los españoles no es sino el narcisismo alternativo que el poder central elucubró cuando vio exhausta la rentabilidad política del narcisismo nacional: el «nosotros, los españoles», el «España y yo somos así, señora», el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Maracaná, constituyen un narcisismo que ha dejado de vender, que ya no consigue colocar un céntimo en bonos del Estado entre los españoles. Había que reorganizar todo el juego de espejos y producir reflejos diferentes para seguir cumplimentando la acrisolada práctica política de mantener al pueblo encandilado con alguna identidad. De los vetustos baúles centralistas, el presidente Adolfo, en funciones de ama de llaves del rancio solar hispano, fue solícita y amorosamente rescatando los viejos trajes regionales, el de charro, el de baturro, el de patán. Es verdad que el común y uniformador olor a naftalina era tan fuerte que disminuía hasta la casi total evanescencia cualesquiera cualidades que permitiesen distinguir los trajes unos de otros; se habría esperado, pues, ver vacilar a algún comparsa en el temor de ponerse el que no es, y sin embargo, helos aquí ya todos en escena, dispuestos a atacar con entusiasmo la chispeante y chocarrera zarzuela costumbrista de Los Villalares. ¡Música, maestro!

Así termina “Villalar por tercera y última vez”, un artículo que Sánchez Ferlosio publicó en El País el 2 de mayo de 1978 y en el que hacía una crítica feroz al estado de las autonomías -”la peste catastrófica de las autonomías”, como la definiría años después- que se estaba perfilando en lo que entonces era un proyecto de Constitución. 

Ese texto abre el volumen La verdad de la patria, que publica Debate con una selección de artículos, ensayos y pecios de Rafael Sánchez Ferlosio en torno al concepto de patria y a la naturaleza conflictiva de cuestiones como el nacionalismo, el patriotismo o la identidad colectiva.

Se ha ocupado de la edición Ignacio Echevarría, que destaca en la Presentación que “de entre todos los miembros de su generación, probablemente sea Ferlosio el que más asidua y profundamente reflexionó sobre lo que constituye el meollo de todo patriotismo: «el nefasto fetiche de la identidad». Su alergia tanto a la noción de patria como al ufano sentimiento de adhesión que comporta obedece a su convencimiento de que toda identidad, ya sea individual o colectiva, se define por antagonismo, y que se mantiene a fuerza de alimentarlo. De ahí que, en un ensayo célebre de 2002 llame a la patria «hija de la guerra», y a su vez llame a la guerra «hija de la patria». La cuestión de la patria y del patriotismo se imbrica íntimamente, para el autor, con otras cuestiones también centrales de su pensamiento: la de la guerra misma y las de la historia y la conciencia histórica.”

Ordenados cronológicamente, el núcleo conceptual de estos textos está anunciado ya en este temprano pecio del que toma el título la antología: (Alonsanfán) La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra.

La identidad nacional y los nacionalismos periféricos, la fiebre conmemorativa de la cultura por parte de “la fauna necrófaga española”, el papel del ejército en la transición y en la historia de España, los actos de afirmación nacional son motivos de reflexión que atraviesan gran parte de la obra ensayística de Ferlosio. Reflexiones sobre los conceptos de patria y de identidad que tienen su momento de mayor elaboración en el espléndido Discurso de Gerona, de 1984, un texto central donde Ferlosio define la identidad y la conciencia histórica como palabras propias de una “jerga de borrachos”.

La guerra de banderas y las banderías, el patriotismo como suma de espíritu narcisista y fanatismo arrogante o la denuncia de la mitología de las raíces ancestrales son objeto de la mirada crítica de Sánchez Ferlosio, que escribió párrafos tan lúcidos como este, del citado “Villalar por tercera y última vez”:

¡Salve, país de imitación, raza de monas, España apócrifa, España cañí! ¿Puede haber algo más degradante para un hombre o para un pueblo, ya se llame español o castellano, que disfrazarse de sí mismo, con el lúgubre empeño de parecerse más a sí mismo cada vez? ¿Cómo es que no está aquí entre vosotros el hombre del camello, el único español que iría vestido, no de lo que es, lo que era o lo que quiere ser, sino de lo que el sol y el desierto quieren que se vista? (Si Pedro niega a Cristo, el gallo canta, pero si Cristo niega a Pedro, el gallo calla.) Si usarais el espejo no para contemplaros, sino para veros, advertiríais que la castiza zarzuela histórico-costumbrista de Los Villalares no tiene nada que envidiarle en lo maligno, grotesco y delirante a la solemne ópera imperial de Otumba, de San Quintín y de Lepanto. Esa zarzuela con que decís reivindicar la que llamáis España real reproduce punto por punto los rasgos más característicos de los pomposos fastos de la que llamáis España oficial: 1) el fetichismo de la identidad y la autenticidad; 2) el culto de los símbolos con la exaltación retórica concomitante; 3) la autoconvalidación apologética por identificación con una historia y unos antepasados (así los autonomistas han hablado de dar a las regiones una «conciencia histórica»); 4) el reivindicatorismo como actitud y expresión ontológica absoluta, permanente y total; 5) la mística de esa peculiarísima institución española llamada acto de afirmación (ya ha habido actos regionalistas que se han autodenominado literalmente así); 6) el gusto por las palabras que empiezan por «in» y terminan por «ble»: inalienable, irrenunciable, imprescriptible, etcétera, y 7) subsumiendo a todos los anteriores: cultivar por espíritu el cadáver del espíritu.

O como este otro, que cierra “El acto de afirmación”:

 Necesitando de un anti, como en el caso de la Antiespaña, el acto de afirmación se nos revela como un acto de autoafirmación, por cuanto hace referencia a una tensión hostil. En fin, que viene a ser en su función biológica idéntico al rugir y aporrearse con los enormes puños el hercúleo pecho del gorila en la selva, a decir: "Yo soy yo", o mejor: "¡Aquí estoy yo!", o incluso: "¡Antes que Dios fuera Dios y los Velascos Velascos, los Quirós eran Quirós!", o, finalmente: "¡A la bin, a la ban, a la bin, bon, ban, nosotros, nosotros, y nadie más!", como en un partido de fútbol de colegio.

Santos Domínguez 


29 junio 2020

Goethe. La metamorfosis de las plantas




J. W. Goethe.
La metamorfosis de las plantas.
Edición y fotografías de Gordon L. Miller.
Traducción de Isabel Hernández.
Atalanta. Gerona, 2020.


Mira cómo crece, cómo lentamente la planta
guiada paso a paso da sus flores y frutos. […]
Cada planta las leyes eternas te anuncia ahora,
cada flor conversa más y más alto contigo.

Esos versos pertenecen a un largo poema que Goethe tituló Metamorfosis de las plantas, como el tratado de botánica del que redactó una primera versión en 1790 para reescribirlo y darle forma definitiva veinte años después.

Así explicaba Goethe el objeto de su estudio y el sentido del título:

El secreto parentesco entre las diferentes partes externas de las plantas, como las hojas, el cáliz, la corola o los estambres, que se van desarrollando una después de otra y, en cierto modo, también una a partir de otra, es conocido por los investigadores en general desde hace largo tiempo, e incluso se ha estudiado en detalle. La acción por la cual uno y el mismo órgano permite que lo veamos transformado en toda su variedad se ha denominado metamorfosis de las plantas.

Los tipos de metamorfosis, las hojas seminales, la formación de las hojas del tallo de nudo en nudo, los procesos de floración, la formación del cáliz, la corola o los estambres, los nectarios, los frutos y las semillas, la formación de las flores y los frutos, la transición desde la hoja del tallo al pétalo, del pétalo o la corola al estambre, de estambres a nectarios, de flores a frutos y la transformación de frutos en semillas son algunos de los aspectos que Goethe aborda en este breve tratado de botánica en el que dedica un capítulo a la rosa prolífera y otro al clavel prolífero.

Está en este ensayo el Goethe naturalista, uno de los fundadores de la morfología comparada y del método genético, el científico que descifra “el libro de la naturaleza”, como le decía en una carta a Charlotte von Stein, pero también el pensador y el poeta que aspira a la fusión de análisis y creatividad, de observación y reflexión, razón científica e intuición poética, del ojo físico de la observación y el ojo interno de la reflexión.

Un Goethe que con esa perspectiva basada en el principio de armonía natural y cósmica reúne el microcosmos y el macrocosmos en su búsqueda del principio esencial, del patrón de la morfología botánica a partir de la planta primordial que sirva de modelo de desarrollo vegetal bajo el paradigma de Proteo, el símbolo mitológico griego de las transformaciones.

“Johann Wolfgang von Goethe contemplaba una absoluta integración de la sensibilidad poética y científica capaz de ofrecer un modo simbólico a la par que científico de experimentar la naturaleza. La metamorfosis de las plantas constituye el propósito de Goethe de avanzar, entre  finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en la comprensión científica de las plantas por medio de dicha integración”, escribe Gordon L. Miller en el prefacio de la edición ilustrada de La metamorfosis de las plantas que acaba de publicar Atalanta con traducción de Isabel Hernández.

Esta magnífica edición ilustrada reúne las bellísimas fotografías de Gordon L. Miller con grabados antiguos y con las acuarelas que encargó Goethe para ilustrar su ensayo a principios de la década de 1790.

“Emprendí con entusiasmo un proyecto que me brindaba la oportunidad de combinar mis intereses intelectuales con mis habilidades fotográficas.
Desde luego, la parte más desafiante del proyecto fue la localización de las especies botánicas para fotografiarlas. En su texto, Goethe menciona una cincuentena de plantas diferentes por género o especie, de las que pude encontrar la mayoría. Para todas aquellas que no me fue posible localizar, recurrí a algunas de las antiguas ediciones parcialmente ilustradas de su libro. [..]
Goethe consideraba que las ilustraciones ocupaban el lugar de la naturaleza, de ahí que abogara por la necesidad de representar fielmente los objetos naturales. Reconocía la importancia que en todas las ilustraciones de historia natural tenía para los artistas el respeto a los cánones de luz y sombra y a las reglas de la perspectiva, incluso el empleo de la camera lucida o la camera clara, inventadas hacía poco, a fin de asegurar una reproducción fiel. Tanto en su vida como en su obra, deseaba aunar no solo poesía y ciencia, sino también arte y ciencia. A principios del siglo XIX confiaba en que su libro de botánica se publicará algún día en una edición ilustrada, pues pensaba que la mejora de las técnicas gráficas contribuiría decisivamente al avance de la ciencia. Estoy seguro de que estaría muy satisfecho con los resultados que la posterior evolución de la cámara fotográfica ha puesto al servicio de su idealista visión científica.”

Santos Domínguez

26 junio 2020

Auden. Cuarenta poemas


W. H. Auden.
Cuarenta poemas.
Traducción y selección de Jordi Doce.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2020.

Se extinguió en lo más crudo del invierno:
los arroyos estaban congelados, los aeródromos casi desiertos,
y en las plazas la nieve desfiguraba las estatuas;
el mercurio se hundió en la boca del día moribundo.
Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.

Lejos de su dolencia
los lobos recorrían los bosques de coníferas
y al río campesino seguían sin tentarle los muelles elegantes;
gracias al luto de las lenguas
la muerte del poeta no llegó a sus poemas.

Fue su última tarde como el hombre que había sido,
tarde de cuchicheos y enfermeras;
las provincias del cuerpo se le alzaron en armas,
las plazas de su mente se vaciaron,
el silencio invadió la periferia,
la corriente de su emoción sufrió un cortocircuito; se
convirtió en sus admiradores.

Ahora se halla disperso en más de cien ciudades
y dejado a la suerte de querencias ajenas,
a fin de hallar su dicha en otros bosques
y ser penalizado por un código de conciencia extranjero.
Las palabras de un muerto
se alteran en el vientre de los vivos.

Pero en la omnipresencia y el ruido del mañana,
cuando en el parqué de la Bolsa los agentes aúllen como bestias
y los pobres padezcan las penurias a las que están bastante acostumbrados,
y todos, en su propia celda, respiren casi persuadidos de que son libres,
un puñado de miles evocará este día
como se evoca el día en el que uno hizo algo ligeramente excepcional.

Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.

Es la primera de las tres partes de 'En memoria de W. B. Yeats', uno de los Cuarenta poemas que publica Galaxia Gutenberg en una antología preparada por Jordi Doce, que en su prólogo -'Música urbana'-, señala que “a diferencia de Eliot, Pound o incluso Wallace Stevens, autores asociados a grandes proyectos o libros de poemas, Auden nos ha legado un corpus extenso, tan prolífico como desigual, en el que destacan sobre todo algunos poemas breves, eso que los críticos angloamericanos llaman sin dejo irónico «poemas de antología». Son piezas memorables, que han tenido una enorme influencia y siguen suscitando relecturas y comentarios en los lectores más diversos. Eso mismo quiere esta selección, que ha supeditado el criterio personal al deseo de representar lo más  fielmente posible la riqueza de formas y de intereses del poeta.”

Poliédrico en su escritura, en sus intereses y en sus influencias, Auden es uno de los poetas de obra más transcendente en el sentido literal del término, porque su poesía va siempre más allá de su pura voz personal y su influencia ha marcado a las generaciones sucesivas. Brodsky, Gil de Biedma o Ashbery son ejemplos cimeros de ese influjo. También como crítico su importancia es incuestionable. Auden ha sido uno de los más lúcidos del siglo XX y ha dejado su huella en el ensayo literario en el ámbito anglosajón y fuera de él. Brodsky y Gil de Biedma vuelven a ejemplificar la fuerza de esa influencia.

Desde esa lúcida conciencia autocrítica, Auden definió alguna vez sus poemas como anteproyectos verbales de vida personal. Por eso, la relación del poeta con su obra es una relación problemática y en revisión constante.

Porque Auden fue un escritor en conflicto consigo mismo y con sus textos, sometidos a un constante proceso de corrección o de impugnación. Confuso y perplejo, en el filo de la navaja que corta el terreno de lo racional y lo irracional, la religión y el psicoanálisis, el marxismo y el cristianismo, Auden resolvió parte de esas tensiones, y otras más subrepticias, menos emergentes, a través del proceso de escritura.

En memoria de W. B. Yeats, España, 1937, Elogio de la caliza, El escudo de Aquiles, Breve oda al cuco o Hablando conmigo mismo son algunos de esos poemas memorables que nos dejó Auden. Esta breve antología los pone muy al alcance de los lectores.

Santos Domínguez 

24 junio 2020

Manuel Moyano. Cuadernos de tierra


Manuel Moyano.
Cuadernos de tierra.
Menoscuarto. Palencia, 2020.

Cuando una madrugada de agosto me alejé de casa caminando por la orilla de cierto río, con intención de llegar hasta su nacimiento en las remotas montañas, no se me pasó por la cabeza que también estaba empezando a escribir un libro. En aquel momento solo me alentaba lo que los anglosajones llaman wanderlust, la necesidad imperiosa de vagabundear porque sí, sin justificación ni motivo algunos. No podía imaginar, por tanto, que esa andadura en solitario de cuatro días, recorriendo más de ciento cincuenta kilómetros y durmiendo a la intemperie, sería tan solo la primera de una sucesión; ni tampoco que, durante aquella y las siguientes salidas, tendría noticia de hechos extraordinarios que, con el tiempo, reclamarían ser plasmados en papel.

Así comienzan los Cuadernos de tierra de Manuel Moyano que publica Menoscuarto.

Unos cuadernos en los que se cruza la soledad con lo imprevisto, lo exterior con lo interior, el azar y la necesidad, la descripción y la narración como reflejos de los vagabundeos por el sureste de España en torno a Molina de Segura, el lugar en el que vive el autor y del que parten sus caminatas por tierras de Murcia, Albacete y Alicante.

Como en toda narración de viajes desde la Odisea, hay en este libro tres elementos: el viajero, el camino y el azar. Si con los dos primeros se construye un libro de viajes, el añadido del azar con el que se cruza el caminante genera la peripecia narrativa, la serie de tres historias que, como señala el autor, conforman “tal vez otro libro dentro de este libro.”

Seis -el doble de las de don Quijote- son las salidas que se relatan en estos Cuadernos de tierra desde la mañana de verano en la que el autor remonta el cauce del Segura en una travesía agobiada por el calor entre  huertas y secarrales, montañas y valles, desfiladeros y riberas. 

Las tierras hostiles y ásperas, el cauce de los ríos como hilo conductor, los bosques espesos o los pedregales áridos, la sed, el hambre o el cansancio acompañan al viajero durante tres semanas repartidas a lo largo de cinco años en los que practica “cierta filosofía del camino en las antípodas de lo deportivo; es decir, andar no como un reto físico, sino como la búsqueda de un impreciso estado mental.”

Por el cauce del río Mulas o atravesando la serranía de Albacete junto al río Mundo hasta Ayna; aguas abajo del Segura hasta su desembocadura en el Mediterráneo alicantino; por el interior de Alicante o por el cauce del Vinalopó hasta Elche, entre tierras agrestes o labradas, por huertas o secarrales, por parajes desérticos y pueblos perdidos transcurren esos seis itinerarios descritos con admirable agilidad narrativa, con un ritmo más ligero que el de los pies del caminante, para quien estos viajes son “como tomarse vacaciones de uno mismo.”

Y a lo largo de esos vagabundeos surgen, además de otros azares inevitables, triviales y previsibles, tres historias a las que regresará el viajero una y otra vez. 

Diferenciadas tipográficamente por la letra cursiva, son tres historias que transcurren en aquellos parajes, rodeadas de silencio y secreto, de violencia y de muerte: el salvaje asesinato y descuartizamiento de un hombre por un vagabundo alemán y antropófago; un triple crimen en zona republicana al comienzo de la guerra civil y la historia de un nazi yugoslavo escondido en un pueblo perdido en el valle de Gallinera.

Porque el viajero es también un rastreador de historias, además de alguien que sabe que “mientras se camina, la vida parece tener algún sentido.”

Santos Domínguez

22 junio 2020

La ciudad y los perros


Mario Vargas Llosa.
La ciudad y los perros.
Edición de Dunia Gras.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2020.

-CUATRO -dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.
-Cuatro -repitió el Jaguar-. ¿Quién?
-Yo -murmuró Cava-. Dije cuatro.
-Apúrate -replicó el Jaguar-. Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Ese es el inolvidable comienzo de La ciudad y los perros, que desde su aparición en 1963 se convirtió en una obra de referencia de la renovación narrativa en lengua española. Mario Vargas Llosa tenía poco más de veinticinco años, hasta entonces solo había publicado un libro de cuentos, Los jefes, y con esa primera novela había ganado el premio Biblioteca Breve del año anterior. 

Su trascendencia y repercusión en España, donde obtuvo el Premio de la Crítica de 1964, fueron inmediatas. Como El siglo de las luces y La muerte de Artemio Cruz, que habían aparecido un año antes, como Rayuela, que es de ese mismo año, La ciudad y los perros fue desde el momento de su publicación una de esas obras fundacionales en las que se cimentó la nueva novela hispanoamericana.

Vargas Llosa compartía con otros novelistas hispanoamericanos una enorme capacidad para renovar la novela a base de integrar tradición y modernidad, es decir, las novedades narrativas del siglo XX con elementos característicos de la novela clásica. Eran los nuevos novelistas que  -en palabras de Javier Cercas- “querían ser a la vez Faulkner y Flaubert, Joyce y Balzac.”

La ciudad y los perros es el resultado de un asombroso despliegue verbal y técnico en torno a la vida de los cadetes -'los perros' en la jerga limeña- del colegio militar Leoncio Prado, en donde el propio Vargas Llosa fue alumno dos años. Asentada en la vivencia personal del horror y de la violencia que el autor sufrió en carne propia, es también un exorcismo de sus experiencias negativas. Así lo explicaba en el prólogo que escribió en 1997 para la novela:

“Comencé a escribir La ciudad y los perros en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez y Pelayo llamada El Jute, que miraba al parque del Retiro, y la terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla de París. Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao; y, de adolescente, haber leído muchos libros de aventuras, creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida, devorado las novelas de Malraux y admirado sin límites a los novelistas norteamericanos de la generación perdida, a todos, pero, más que a todos, a Faulkner. Con esas cosas está amasado el barro de mi primera novela, más algo de fantasía, ilusiones juveniles y disciplina flaubertiana.”

Novela de aprendizaje y bajada a los infiernos, la intensidad de su prosa conjuga la aportación de elementos renovadores con la concepción clásica de la narración dotada de un argumento que atrapa la atención del lector

Sostenida sobre un esquema inicial de novela negra y con una estructura binaria de vaivén entre la ciudad y el colegio que se anuncia ya en el título, en La ciudad y los perros se proyecta una mirada crítica sobre la sociedad peruana de los años cincuenta.

Entre el presente y el pasado, entre la mirada externa y el monólogo interior, entre el recinto cerrado y la ciudad abierta, entre el narrador subjetivo y el omnisciente y distante, el cruce de historias, la influencia de la técnica cinematográfica, el perspectivismo y la discontinuidad provocadas por el cambio de voces narrativas y los saltos temporales y espaciales, La ciudad y los perros tiene su núcleo de sentido en la animalización y la degradación de los personajes en una jungla, o mejor en un zoológico jerarquizado en torno a una serie de normas y de conculcaciones.

La violencia  a la que solo sobreviven los más fuertes tiene su reflejo en una crudeza verbal paralela a la brutalidad de los personajes y las acciones. Se compone así un microcosmos que refleja no solo a la sociedad peruana, porque su representación puede extenderse también a la situación de América Latina y -aún más allá- a la degradación de la condición humana y al fracaso de las relaciones personales a través de un conjunto de personajes como el Jaguar y el Boa, Alberto, el poeta, o el esclavo Arana con el telón de fondo de la dictadura del general Odría.

Cátedra Letras Hispánicas la incorpora a su catálogo en una edición monumental preparada por Dunia Gras, que ha escrito un extenso ensayo introductorio de más de doscientas páginas en el que califica La ciudad y los perros como “una obra fundamental, de una precocidad avasalladora y contundente [...] que, para buena parte de la crítica, va a representar el inicio de esa explosión intercontinental y transatlántica que va a conocerse como el boom de la novela hispanoamericana, con epicentro en Barcelona como capital editorial del libro en español.”

Un brillante ensayo en el que se rastrean la prehistoria y el sustrato autobiográfico y literario del que se alimenta la novela, que tuvo como primer título Los impostores, el proceso de redacción y publicación, la intrahistoria del premio, los problemas con la censura  o la favorable acogida crítica, antes de un espléndido análisis de sus mecanismos narrativos, su estructura, su carácter polifónico o del tratamiento del tiempo y el espacio.

Dos apéndices finales estudian las versiones desde los manuscritos a los mecanoscritos y a la edición final y aportan materiales gráficos que ofrecen algunas muestras de ese proceso y reproducen varias notas de prensa  en torno a La ciudad y los perros, una novela con la que, en palabras de Dunia Gras, Vargas Llosa “no solo logró exorcizar sus demonios tempranos y romper con las expectativas narrativas de su época, sino que logra todavía, tantas décadas después, emocionar y sorprender al público lector, sin fronteras de espacio ni de tiempo, como el clásico que es.”

Santos Domínguez 

19 junio 2020

Pnin


 Vladimir Nabokov. 
Pnin. 
Traducción de Enrique Murillo. 
Biblioteca Nabokov.
Compactos Anagrama. Barcelona, 2020. 

El pasajero de edad avanzada que iba sentado junto a la ventanilla del lado norte de ese vagón de ferrocarril que avanzaba inexorablemente, junto a un asiento vacío y enfrente de otros dos también vacíos, era ni más ni menos que el profesor Timofey Pnin. Idealmente calvo, bronceado y barbilampiño, comenzaba de modo notablemente majestuoso con esa su gran cúpula parda, gafas de carey (que enmascaraban una infantil carencia de cejas), simiesco labio superior, grueso cuello, y torso de forzudo circense embutido en una ajustada americana de tweed, pero terminaba, de forma un tanto decepcionante, en un par de piernas zanquivanas (en aquellos momentos enfraneladas y cruzadas) y unos pies de aspecto frágil, casi femeninos.

Así comienza en la traducción de Enrique Murillo que publica Compactos Anagrama en la Biblioteca Nabokov, Pnin, quizá la novela más sencilla y divertida del autor de Lolita.

Pnin, un profesor ruso en América con serios problemas para el inglés y para la integración social, es el protagonista grotesco que da título a la que también es la novela más cruel al principio y luego la más comprensiva de Nabokov. 

Organizada en torno a ese personaje de apariencia y comportamiento quijotescos en el que se mezclan lo risible y lo admirable, lo trágico y lo cómico, Pnin es la más cervantina de las novelas de Nabokov, no sólo por la figura del protagonista, sino porque es la más abierta, la más ambigua en la presentación de una realidad polisémica.

Fue publicándose por entregas en el New Yorker y convirtió a su protagonista -un profesor ruso emigrado en los Estados Unidos- en un personaje popular, un héroe ridículo y admirable desubicado en la modernidad como don Quijote, desplazado fuera de su espacio y de su tiempo. Un héroe paciente y digno, perdido en un mundo mecanizado y competitivo en el que se imponen mezquinas ambiciones materialistas. 

En el inevitable choque de Pnin con el mundo, el lector irá percibiendo la grandeza y la dignidad del personaje ante el sufrimiento y frente a la mediocridad que le rodea en los ambientes universitarios y en la América profunda, las rivalidades y la hipocresía de una vida social atravesada por las intrigas y las envidias.

La sucesión de calamidades, torpezas y contratiempos que caen sobre Pnin, la mezcla de lo cómico y lo patético, como en el Quijote, que Nabokov había releído por entonces para dar un curso en Harvard, ponen la base del progresivo crecimiento del protagonista desde el episodio inicial en el que se dirige a dar una conferencia en el Club Femenino de Cremona a bordo de un tren equivocado que ha tomado en Waindell, donde da clases de ruso a unos pocos y desganados alumnos.

En esta novela, escrita después de Lolita y campo de pruebas de la más ambiciosa Pálido fuego, Timofey Pnin, que detrás de su torpeza esconde un espíritu noble y una mente elevada, es un contrapunto de Humbert Humbert, que tras su apariencia física, su elegancia y su prestigio social ocultaba sin embargo un interior corrompido.

En el último de los siete capítulos del libro, diseñados con cierto grado de autonomía narrativa, irrumpe el narrador Nabokov como un personaje más del relato, para recordar que había conocido a Pnin en la infancia en San Petersburgo, cuando acudió a la consulta de su padre, el prestigioso oftalmólogo Pavel Pnin:

Mi primer recuerdo de Timofey Pnin está relacionado con una mota de polvo de carbón que se me metió en el ojo izquierdo un domingo de primavera de 1911.

Será la primera de una serie de coincidencias entre Pnin y el narrador en varios episodios determinantes. 

De ese Nabokov, un narrador tan poco fiable como el del Quijote, dirá Pnin: “Se lo inventa todo [...] Es increíblemente imaginativo.”

Ese narrador implacable que desprecia los finales felices ocupa la plaza a la que aspiraba Pnin, uno de los personajes mejor construidos por Nabokov, que organizó la novela con una meditada estructura circular. 

Así termina:

- Y ahora —dijo [el profesor Cokerell]— voy a contarte lo que ocurrió el día en que Pnin se disponía a hablar ante el Club Femenino de Cremona y descubrió que el texto que tenía ante sí era el de otra conferencia.

Santos Domínguez 


17 junio 2020

El caso de los asesinatos del Obispo


S. S. Van Dine.
El caso de los asesinatos del Obispo.
Traducción de María Robledano.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

El príncipe de los detectives pedantes. Así definen María Robledano y Jesús Egido a Philo Vance, el sagaz detective creado por S. S. Van Dine, apócrifo de Willard Huntington Wright (Charlottesville, 1888 -Nueva York, 1939), en el prólogo -'Cuando Philo Vance instruyó a Sherlock Holmes'- que abre la edición de El caso de los asesinatos del Obispo, la cuarta entrega de la serie que publica Reino de Cordelia, con traducción de María Robledano.

En ese prólogo se explica que esta novela policíaca inspiró el clásico de Ágatha Christie Diez negritos

“El primer crimen se apoya, pues, en la canción de cuna ¿Quién mató a Cock Robin?, una fórmula que se irá repitiendo a lo largo del libro y que parece que tuvo éxito de público y de crítica, porque diez años más tarde, en 1939, Agatha Christie volvió a repetir el juego como argumento de su novela Diez negritos, que utilizaba una canción infantil más conocida en España como Yo tenía diez perritos: «Yo tenía diez perritos, / yo tenía diez perritos, / uno se perdió en la nieve. / No me quedan más que nueve. // De los nueve que quedaban, / de los nueve que quedaban, / uno se comió un bizcocho. ⁄ No me quedan más que ocho. // De los ocho que quedaban, / de los ocho que quedaban, / uno se metió en un brete. / No me quedan más que siete...». Y así, sucesivamente hasta quedarse sin ninguno, que es lo que va después de «no me queda más de uno».
La misma fórmula de la nana ¿Quién mató a Cock Robin? se repetirá en El caso de los asesinatos del Obispo con otras tonadillas de las Melodías de Mamá Oca: «Johnny Sprig», «Humpty Dumpty», «The Little Miss Muffet»...
Con la caída de cada perrito -negritos en el caso de Agatha Christie-, va muriendo un personaje en la novela de la dama del crimen, al igual que con cada nana de Mother Goose Nursery Rhyme van cayendo los de la novela de Van Dine. La Christie también copió otro elemento de la aventura de Philo Vance: todos los personajes son sospechosos, por lo que el asesino es incuestionablemente uno de ellos.”

Como las tres novelas anteriores que han aparecido en la misma editorial -El caso del asesinato de Benson, El caso del asesinato de La Canario y El caso de los asesinatos de los Greene-, fue llevada al cine en 1929, para aprovechar el enorme éxito de ventas de esos títulos en todo el mundo.

Refinado y cocainómano, Willard Huntington Wright ejerció como periodista, crítico literario y artístico. Se aficionó al género policial durante una cura de su adicción a la cocaína y escribió entre 1926 y 1939 una serie protagonizada por Philo Vance, un detective aficionado y diletante, erudito y coleccionista de arte, de mordacidad casi wildeana. Un millonario cínico e impertinente que es un trasunto parcial del autor. 

El narrador de la serie es Van Dine, asesor artístico y ayudante del detective, un atento observador que cumple aquí el mismo papel que Watson en las novelas de Sherlock Holmes. Y el inductor de las labores detectivescas de Vance es su amigo John Markham, fiscal del distrito de Nueva York, que le pone al corriente de una serie de crímenes rodeados de enigmas sin resolver, porque ni Markham ni el sargento de Homicidios Heath destacan por su sagacidad. 

El sofisticado trazado argumental en torno a misteriosos asesinatos, las referencias culturales, la agilidad narrativa y el eficiente manejo del diálogo están presentes ya como una seña de identidad en su primera novela policial, El caso del asesinato de Benson, que tuvo un éxito espectacular refrendado por las siguientes entregas, una por año hasta doce, que publicó Wright, siempre en torno a la figura del sofisticado Vance.

Además de un eficaz autor de novelas que renovaron esa narrativa policial, Wright es uno de los mejores teóricos del género. Aparte de con sus Veinte reglas para escribir historias policiacas, lo demostró con el estudio introductorio y las notas de la antología de Las más grandes historias de detectives del mundo (1928), que forman parte imprescindible del panorama crítico de la ficción de detectives.

Santos Domínguez


15 junio 2020

En las cumbres de la desesperación

   

Emil Cioran.
En las cumbres de la desesperación.
Traducción y prólogo de Christian Santacroce.
Hermida Editores. Madrid, 2020.


¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué vamos tras la expresión y la forma, intentando vaciarnos de contenidos y sistematizar un proceso caótico y rebelde? ¿No sería más fecundo abandonarnos a nuestra interna fluidez, sin la idea de una objetivación, limitándonos a sorber con íntima voluptuosidad todos nuestros fervores y agitaciones interiores?

Así comienza 'Ser lírico', el primero de los breves epígrafes en los que se organiza En las cumbres de la desesperación, de Emil Cioran, que publica Hermida Editores con una nueva traducción directa e íntegra del rumano de Christian Santacroce, quien señala en su prólogo que “frente a la expurgada versión francesa publicada en 1990, de la cual deriva la traducción española conocida hasta el momento, la presente edición ofrece por primera vez a los electores de lengua hispana, en traducción directa del rumano, la versión íntegra de este texto originario que en sí mismo condensa todo lo que más tarde le seguirá.”

Cuando Cioran escribió este su primer libro en 1933, con veintidós años, estaba perfilando todo  su pensamiento posterior, contenido en germen en esta obra inicial que fue el resultado de su desazón existencial y de un insomnio desesperante que le impulsaba a transitar de madrugada las calles desiertas de Sibiu:

Para intensificar el proceso de interiorización y conversión hacia tu propio ser -escribe en el capítulo 'La pasión del absurdo'-, los paseos solitarios deben ser nocturnos para que sean fecundos, cuando nada de las seducciones habituales puede ya captar nuestro interés, cuando las revelaciones sobre el mundo van de la zona más profunda del espíritu, de allí donde éste se ha desprendido de la vida, de su herida. ¡Cuánta soledad es necesaria para tener espíritu! ¡Cuánta muerte en vida y cuántos fuegos íntimos!

En las cumbres de la desesperación fue la válvula de escape de su angustia y de sus obsesiones a través de una escritura apasionada y fragmentaria, densa y transparente que deja de lado definitivamente la metafísica especulativa y el pensamiento abstracto para convertirlos en expresión de una vivencia existencial.

Así lo expresaba en uno de los capítulos más breves e intensos del libro, 'No poder ya vivir':

El paroxismo de la interioridad y de la vivencia te lleva a esa región en la que el peligro es absoluto, pues la existencia que con tensa conciencia actualiza en la vivencia sus raíces no puede sino negarse a sí misma. La vida es demasiado limitada y fragmentaria para resistir las grandes tensiones. ¿No tuvieron todos los místicos, tras los grandes éxtasis, el sentimiento de no poder ya continuar viviendo? Y ¿qué pueden esperar aún de este mundo quienes sienten más allá de lo normal la vida, la soledad, la desesperación o la muerte?

Con su escritura venció las tentaciones suicidas y el tedio insufrible y puso en orden un torrente desordenado de pensamientos y emociones en un libro sombrío y abismático, intuitivo y lírico, atravesado por el miedo y el presentimiento de la locura, por el vacío existencial y el sinsentido de la vida, por la soledad y la conciencia de la muerte como rasgos característicos de la condición humana frente al animal. Lo resumió así en 'Dejar de ser hombre':

Sé lo que es ser hombre, tener ideales y vivir en la historia. ¿Qué puedo ya esperar de semejantes realidades? Es ciertamente algo tremendo ser hombre; padecer una de las más graves tragedias, un drama casi monumental, pues ser hombre es vivir en un orden de existencia totalmente inédito, más complejo y más dramático que el natural. 

Con esta traducción, que se publica cuando se cumple un cuarto de siglo de la muerte de Cioran, alcanza el centenar de títulos Hermida Editores, que ha ido elaborando estos últimos años un admirable catálogo en el que se combinan la calidad y la exigencia, la variedad y el esmero editorial.

Santos Domínguez

12 junio 2020

Poeta en Nueva York en Demipage


Federico García Lorca.
Poeta en Nueva York.
Ilustraciones de Jean Assémat.
Demipage. Madrid, 2020.

Ilustrada con diez espléndidas portadillas diseñadas por Jean Assémat para abrir cada una de las secciones de Poeta en Nueva York, Demipage publica una edición conmemorativa de los ochenta años de la primera edición del libro, que apareció en 1940.

Por una lamentable paradoja, Poeta en Nueva York es a la vez la obra mayor de García Lorca y el libro que tiene la historia textual más complicada de la literatura española contemporánea.

Escrito entre 1929 y 1930 durante el viaje de Lorca a Nueva York y Cuba, el poeta lo dio a conocer parcialmente en recitales y conferencias, se refirió a él en muchas entrevistas, lo corrigió insistentemente durante seis años, le cambió el título y pensó llamarlo -luego lo descartaría- Introducción a la muerte por sugerencia de Neruda, exageró sobre su tamaño y prometió trescientos poemas, desvinculó parte del material para integrarlo en otro proyecto que quería titular Tierra y luna, cambió la disposición de los textos, modificó el título de algunos poemas, dudó hasta última hora sobre su estructura y sobre los textos que incorporaría Poeta en Nueva York...

Finalmente, a principios de  julio de 1936, antes de irse a Granada, Lorca le dejó a Bergamín un complicado original, mecanografiado en parte y en parte manuscrito, con tachaduras y correcciones, para que lo publicara en Cruz y Raya.

Ese original, de 1935-36 no está ultimado, no es –ni de lejos- una entrega lista para la imprenta, ya que Lorca ni siquiera entrega el texto de algunos de los treinta y cinco poemas que deben formar parte de las diez secciones del libro, porque no dispone de su propio texto autógrafo ni de una copia, y se limita a indicar en dónde pueden ser localizados los textos manuscritos o impresos en alguna revista.

Para complicar más las cosas, a Lorca lo asesinan a mediados del mes siguiente, Bergamín se va con ese material al exilio y en 1940 se publican casi simultáneamente dos versiones distintas del libro: la edición Norton, en Nueva York, que preparó Rolfe Humphries, y la edición Séneca llevada a cabo por el propio Bergamín en México con una posible “intervención” de Emilio Prados sobre el texto.

Aunque poco importa al lector que haya dos secciones más o menos, que los poemas figuren en una o en otra, o que no haya secciones. Lo fundamental es que algunos de los textos de Poeta en Nueva York –El rey de Harlem, Norma y paraíso de los negros, Paisaje de la multitud que vomita, Poema doble del lago Eden, New York (Oficina y denuncia), Luna y panorama de los insectos, Grito hacia Roma, Oda a Walt Whitman, Pequeño vals vienés o Son de negros en Cuba- forman parte imprescindible de la poesía universal del siglo XX.

Así explica la oportunidad de esta reedición la nota editorial que abre el volumen: 

“Más que un rescate, como nos gusta llamar a los editores a aquellos textos que tuvieron su gloria o no pero quedaron relegados a las estanterías especializadas o a los cajones del olvido, es una refrescante actualización. En Demipage, nos gusta mimar nuestras publicaciones, no queríamos desperdiciar la oportunidad de alegrar nuestro catálogo con un poemario mítico, legendario y que se vale por sí mismo en esta gráfica pero sobria edición que proponemos, y que sugiere estas mismas reflexiones del poeta a las nuevas generaciones.
Son tiempos de pandemia, eran tiempos de depresión, recordemos que Lorca arribó a los Estados Unidos poco antes de producirse el Crack de 1929; el país se sumergió en un ambiente de crisis económica y de miseria social. A Lorca le impactó profundamente la sociedad norteamericana y sintió desde el inicio de su estancia una profunda aversión hacia el capitalismo y la industrialización de la sociedad moderna, al tiempo que repudiaba el trato dispensado a la minoría negra. Poeta en Nueva York fue para Lorca un grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano, al tiempo que reclamaba una nueva dimensión humana donde predominase la libertad y la justicia, el amor y la belleza.”

Santos Domínguez

10 junio 2020

Thomas Wolfe. Cuentos



Thomas Wolfe. 
Cuentos
Traducción de Amalia Pérez de Villar.
Páginas de Espuma. Madrid, 2020.

Aquí está la Plaza que nunca cambia -pensó Robert-, aquí está Robert que tiene casi doce años y aquí está el Tiempo. Así se lo parecía a él: pequeño centro de su universo diminuto, accidental construcción de piedra que tardó veinte años, conglomerado azaroso del tiempo y los afanes interrumpidos, para él era el eje sobre el que pivotaba la tierra, el núcleo de granito de la inmutabilidad, la Plaza eterna a la que todas las cosas llegaban, por donde todas pasaban, la Plaza, que resistiría eternamente y que nunca cambiaría.

Esas líneas pertenecen a El muchacho perdido, una espléndida novela corta del narrador norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938), a quien no se debe confundir con el Tom Wolfe que escribió La hoguera de las vanidades.

Es uno de los cincuenta y ocho relatos que Páginas de Espuma reúne por primera vez en español con traducción de Amalia Pérez de Villar. En El muchacho perdido, que es también uno de sus relatos más conocidos, Wolfe proyecta una profunda mirada elegiaca a la infancia a través de las cuatro voces y los cuatro momentos con los que se aborda la búsqueda del hermano muerto. Aparecen en ese texto algunas de las claves temáticas de la narrativa de Wolfe: el paso del tiempo, la soledad o las pérdidas.

También en torno al número cuatro se organiza La muerte, ese hermano orgulloso, cuyo eje son cuatro muertes absurdas y anónimas en Nueva York. Una desolada aproximación a la precariedad de la vida y una bajada a los infiernos que comienza así:

Tres veces ya había visto la cara a la muerte en la ciudad, y aquella primavera iba a ser la siguiente. Una noche, una de esas noches caleidoscópicas de locura, borrachera y furia que conocí aquel año, mientras merodeaba por la enorme calle oscura, de luz en luz, de la medianoche a la mañana, cuando el mundo entero daba vueltas a mi alrededor con su danza gigantesca y demenciada... vi morir a un hombre en el metro.

El número cuatro y la muerte reaparecen en Sólo los muertos conocen Brooklyn, con sus cuatro personajes en diálogo, y en No hay puerta, una estupenda novela corta organizada en cuatro partes que responden a cuatro momentos de enorme intensidad emocional y lírica sobre la memoria y la identidad, sobre la presencia del pasado en el presente.

En un juicio “tan generoso como dudoso”, al decir de Harold Bloom, Faulkner lo calificó en 1958 como el mejor novelista norteamericano del siglo XX. En todo caso es un narrador irrepetible cuya muerte prematura a los 37 años no impidió que se le reconociera como uno de los narradores más importantes de la generación perdida de Faulkner, Steinbeck, Scott Fitzgerald, Dos Passos o Hemingway. En la generación siguiente, Jack Kerouac, en quien ejerció una notable influencia, decía que aspiraba a escribir alguna vez un relato con la altura literaria y la fuerza poética de El muchacho perdido.

Con el telón de fondo de una América rural o urbana y una escritura desbordante, con una base fundamentalmente autobiográfica, su narrativa se mueve entre la nostalgia y el desarraigo, entre el lirismo y una profundidad vertiginosa que le convierten en un lúcido espectador de la América anterior a la Gran Depresión y de una Europa a la que viajó en seis ocasiones y en la que ambientó algunos relatos, como En lo oscuro del bosque, extraño como el tiempo.

A su personalidad y a sus circunstancias biográficas se aproximó la película El editor de libros, que dirigió Michael Grandage en 2016 sobre un guión basado en uno de sus relatos, El Viejo Rivers. 

De esas circunstancias decisivas en la narrativa de Thomas Wolfe habla Amelia Pérez de Villar en su prólogo, donde señala que “todos los detalles que he incluido en este resumen biográfico se encuentran en los cuentos que van a continuación, algunos de ellos varias veces, dado que se ofrecen desde distintos puntos de vista, lugares o momentos.”

De su capacidad de observación, de su mirada al paisaje y su prosa desbordante dan ejemplo descripciones como esta, que se lee en No hay puerta. Una historia sobre el tiempo y el viajero:

Camina la tarántula por el roble podrido, la víbora sisea contra el pecho y caen los cálices. Pero la tierra vivirá para siempre. Las flores del amor viven en lo salvaje, y la raíz del olmo se entrelaza con los huesos de los amantes enterrados. 

La lengua muerta se marchita y el corazón muerto se pudre; las bocas ciegas se arrastran como insectos por túneles que excavan en la carne enterrada, pero la tierra vivirá para siempre. El vello crece como abril en el pecho enterrado y de las cuencas del cerebro brotarán las flores de la muerte y no se agostarán.   

Santos Domínguez




08 junio 2020

La Cripta de los Capuchinos


Joseph Roth.
La Cripta de los Capuchinos.
Edición y traducción de David Pérez Blázquez.
Biblioteca Cátedra del siglo XX. Madrid, 2020.


Nos llamamos Trotta. Nuestra estirpe procede de Sipolje, en Eslovenia. Digo esto porque no somos una familia. Sipolje ya no existe, desde hace mucho. Hoy forma, junto con varios municipios aledaños, una gran población. Es, como se sabe, el signo de estos tiempos. Las personas no son capaces de estar solas y se congregan en absurdos grupos. Luego, las aldeas tampoco saben estar solas, y entonces surgen agrupaciones absurdas. Los campesinos se marchan a toda prisa a las ciudades, y hasta las aldeas quieren convertirse enseguida en urbes.

Así comienza La Cripta de los Capuchinos, de Joseph Roth, en la estupenda traducción de David Pérez Blázquez que edita Cátedra en su colección Biblioteca del siglo XX.

Publicada en 1938, seis meses antes de la muerte de Roth, lo que la convierte casi en un testamento,  y escrita en una situación personal desesperada, ya al borde del abismo, es su última gran obra, el complemento indispensable de La marcha Radetzky y una mirada desolada a un mundo que se desmorona definitivamente con el final de una estirpe simbolizada en esa cripta vienesa donde están enterrados los Habsburgo. Una mirada que se resume en la frase final del narrador cuando se encuentra cerrada la Cripta:

Y yo, un Trotta, ¿adónde voy a ir yo ahora?...

Como en La marcha Radetzky, donde utilizó la narración en tercera persona, Roth construye aquí un relato de forma autobiográfica sobre la peripecia personal del disoluto narrador-protagonista, Franz Ferdinand Trotta, último también de su estirpe, para ofrecer una imagen que refleja la disolución de la realidad histórica, social y cultural del Imperio Austrohúngaro:

No soy hijo de estos tiempos; de hecho, me resulta difícil no declararme abiertamente su enemigo. Y no es que no los entienda, como he afirmado a menudo. Eso es tan solo una excusa piadosa. Sencillamente, por pura comodidad, no quiero parecer grosero o resentido, y entonces digo que no los comprendo, cuando en realidad debería decir que los odio o que los desprecio.

Entre abril de 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial que acabaría disolviendo el Imperio Austrohúngaro, y marzo de 1938, cuando Austria se incorporaba al Tercer Reich y las esvásticas ondeaban en las calles vienesas, transcurre un relato en el que la ironía cáustica disimula la profunda nostalgia de un Roth desarraigado de lo que Zweig definió como El mundo de ayer, sepultado en la Cripta de los Capuchinos con la dinastía habsbúrguica que lo representa.

La frivolidad del protagonista cuando joven en una Viena deslumbrante, su experiencia de la guerra en Galitzia, el cautiverio en Siberia o la Viena decadente del periodo de entreguerras son el telón de fondo sobre el que el narrador proyecta un mosaico de personajes y ambientes que representan la demolición del mundo de los Trotta o del propio Roth: el primo gorrón Branco, el judío Reisiger, el conde Chojnicki o el señor Von Stettenheim son algunas de las creaciones inolvidables de un novelista dueño en esos estertores creativos de un potente universo narrativo y crepuscular. 

Anotada con imprescindibles aclaraciones que iluminan las referencias históricas sobre las que se sostiene la novela, esta edición va precedida además de un amplio estudio introductorio en el que David Pérez Blázquez recorre la vida y la obra de Roth antes de centrarse en el estudio de La Cripta de los Capuchinos, sobre la que afirma que “no es simplemente una secuela menor de La marcha Radetzky, ni una mera evocación del mundo idealizado de los Habsburgo, ni una condena a los acontecimientos de los años treinta, sino que también continúa desarrollando, con mayor intensidad si cabe, el diálogo entre el pasado y el presente comenzado con su obra maestra.”

Santos Domínguez 


05 junio 2020

Los deslumbramientos. Recapitulaciones




Ángel Guinda.
Los  deslumbramientos 
seguido de Recapitulaciones.
Olifante. Zaragoza, 2020. 

  ¡Aunque sea sobre agua escribe fuego!

Ese es el último verso del poema que abre Los deslumbramientos, el primero de los dos libros de Ángel Guinda que Olifante reúne en un volumen junto con Recapitulaciones en una espléndida edición conmemorativa del XLI aniversario de la creación de Olifante  Ediciones de poesía.

Un conjunto de casi medio centenar de poemas breves escritos entre 2014 y 2020, recorridos por la serenidad meditativa, la depuración minimalista y un tono que combina lo elegíaco y lo alucinatorio en un intenso libro de interiores nocturnos en donde brilla a veces una luz sagrada.

Alejados de todo patetismo, Los deslumbramientos y Recapitulaciones completan un inventario de pérdidas, un recuento de ausencias atravesado por el tiempo y la memoria, por la mirada a un pasado contemplado no solo como pérdida, sino también como ganancia.

Como ganancia, por ejemplo, de la serenidad estoica ante la muerte presentida en unos poemas de interiores construidos desde una mirada hacia dentro, desde la calma de su impulso rememorativo, desde una voluntad depuradora de la conciencia ética antes del adiós:

Perdido el horizonte,
perdidas ya las pérdidas, 
cuanto aún le quedaba eran ganancias.

Los temas tradicionales de la poesía -el amor y el dolor, la memoria y la muerte, los sueños perdidos- se conjugan aquí con la aceptación del silencio definitivo y de un mañana que ha pasado antes de llegar.  

“La memoria es una llave maestra”, “un cementerio vivo llama en mi cabeza”, ”¿Oyes la voz del cementerio?” son algunos de los versos con los que Ángel Guinda elabora una despedida de sí mismo desde las premoniciones y la oscuridad, desde el desengaño de quien “nada espera de nada ni de nadie”, de quien asume la fugacidad  (“por las grietas del humo se me escapa la vida”) con serenidad, porque sabe que

La serenidad es un estado del ánimo, 
conciencia de viajar a uno mismo despacio. 
Y haber llegado ya es alcanzarse.

Dos libros compuestos desde una mirada casi póstuma en su distanciamiento y con una palabra que ordena la realidad personal con la actitud de aceptación que refleja el verso final del libro, casi un epitafio:

 ¡Fui amanecer. Soy ocaso!

Santos Domínguez