Manuel Moyano.
Cuadernos de tierra.
Menoscuarto. Palencia, 2020.
Cuando una madrugada de agosto me alejé de casa caminando por la orilla de cierto río, con intención de llegar hasta su nacimiento en las remotas montañas, no se me pasó por la cabeza que también estaba empezando a escribir un libro. En aquel momento solo me alentaba lo que los anglosajones llaman wanderlust, la necesidad imperiosa de vagabundear porque sí, sin justificación ni motivo algunos. No podía imaginar, por tanto, que esa andadura en solitario de cuatro días, recorriendo más de ciento cincuenta kilómetros y durmiendo a la intemperie, sería tan solo la primera de una sucesión; ni tampoco que, durante aquella y las siguientes salidas, tendría noticia de hechos extraordinarios que, con el tiempo, reclamarían ser plasmados en papel.
Así comienzan los Cuadernos de tierra de Manuel Moyano que publica Menoscuarto.
Unos cuadernos en los que se cruza la soledad con lo imprevisto, lo exterior con lo interior, el azar y la necesidad, la descripción y la narración como reflejos de los vagabundeos por el sureste de España en torno a Molina de Segura, el lugar en el que vive el autor y del que parten sus caminatas por tierras de Murcia, Albacete y Alicante.
Como en toda narración de viajes desde la Odisea, hay en este libro tres elementos: el viajero, el camino y el azar. Si con los dos primeros se construye un libro de viajes, el añadido del azar con el que se cruza el caminante genera la peripecia narrativa, la serie de tres historias que, como señala el autor, conforman “tal vez otro libro dentro de este libro.”
Seis -el doble de las de don Quijote- son las salidas que se relatan en estos Cuadernos de tierra desde la mañana de verano en la que el autor remonta el cauce del Segura en una travesía agobiada por el calor entre huertas y secarrales, montañas y valles, desfiladeros y riberas.
Las tierras hostiles y ásperas, el cauce de los ríos como hilo conductor, los bosques espesos o los pedregales áridos, la sed, el hambre o el cansancio acompañan al viajero durante tres semanas repartidas a lo largo de cinco años en los que practica “cierta filosofía del camino en las antípodas de lo deportivo; es decir, andar no como un reto físico, sino como la búsqueda de un impreciso estado mental.”
Por el cauce del río Mulas o atravesando la serranía de Albacete junto al río Mundo hasta Ayna; aguas abajo del Segura hasta su desembocadura en el Mediterráneo alicantino; por el interior de Alicante o por el cauce del Vinalopó hasta Elche, entre tierras agrestes o labradas, por huertas o secarrales, por parajes desérticos y pueblos perdidos transcurren esos seis itinerarios descritos con admirable agilidad narrativa, con un ritmo más ligero que el de los pies del caminante, para quien estos viajes son “como tomarse vacaciones de uno mismo.”
Y a lo largo de esos vagabundeos surgen, además de otros azares inevitables, triviales y previsibles, tres historias a las que regresará el viajero una y otra vez.
Diferenciadas tipográficamente por la letra cursiva, son tres historias que transcurren en aquellos parajes, rodeadas de silencio y secreto, de violencia y de muerte: el salvaje asesinato y descuartizamiento de un hombre por un vagabundo alemán y antropófago; un triple crimen en zona republicana al comienzo de la guerra civil y la historia de un nazi yugoslavo escondido en un pueblo perdido en el valle de Gallinera.
Porque el viajero es también un rastreador de historias, además de alguien que sabe que “mientras se camina, la vida parece tener algún sentido.”
Santos Domínguez