16 febrero 2007

Stig Dagerman



Stig Dagerman.
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable...
Pepitas de calabaza. Logroño, 2007.



Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de Dios; ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni las astucias del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si ésta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable.

Stig Dagerman, el niño prodigio de las letras escandinavas, nació cerca de Estocolmo en 1923, frecuentó los ambientes anarquistas suecos y colaboró en algunas de sus publicaciones. Entre 1945 y 1949, de los 21 a los 26 años, escribió casi toda su obra: cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un volumen de novelas cortas, cuentos, ensayos y poemas.

Pepitas de calabaza acaba de editar Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una pequeña obra maestra de la desesperación con una traducción de José Mª Caba que ha logrado conservar y transmitir toda la fuerza expresiva y la intensidad de su prosa poética.

La edición se completa con cinco anexos: un artículo de Marc Tomsin (Stig Dagerman, un escritor anarquista) otro de Federica Montseny sobre la tragedia de aquel genio al que conoció y con el que trató frecuentemente, ya que su mujer era hija de exiliados españoles, y dos textos más de Stig Dagerman (El anarquismo y yo y ¡Cuidado con el perro!, un poema que fue la última entrega para el peródico Arbetaren en el que solía colaborar.

Tras cinco años de silencio literario casi completo, interrumpido sólo por este texto, intenso y desolado, se suicidó en 1954. Dos años antes, en mayo de 1952, fechaba este testamento vital y existencial cuya publicación en la editorial Pepitas de calabaza debería servir para despertar la curiosidad por la obra de un autor muy interesante.

Parte de su obra está disponible en español: su novela La serpiente apareció hace unos años en Alfaguara y Otoño alemán, uno de los libros más interesantes que se han escrito sobre la posguerra, lo editó recientemente Octaedro.

Nuestra necesidad de consuelo es un texto estremedor. Dagerman lo cerraba con estas palabras:

Sé que las recaídas en el desconsuelo serán numerosas y profundas, pero la memoria del milagro de la liberación me lleva como un ala hacia la meta vertiginosa: un consuelo que sea algo más y mejor que un consuelo y algo más grande que una filosofía, es decir, una razón de vivir.

Santos Domínguez

14 febrero 2007

Tragedias de Shakespeare



William Shakespeare.
Tragedias.
Traducción y prólogos de José María Valverde.
Planeta. Barcelona, 2006.

La corona y la espada. El puñal y el veneno. El hacha y el pañuelo. Esos son algunos de los instrumentos de que se sirven la muerte, la venganza o el odio en las tragedias de Shakespeare.

Las brujas de Macbeth con su profecía cumplida en las sombras del bosque de Birnam. La duda permanente de Hamlet, un intelectual alojado en la incertidumbre. El desenfado joven de Mercucio, un poco bocazas y tan responsable de su muerte como los dos adolescentes de Verona. La mezcla sutil de grandeza y debilidades en un Julio César declinante. Un Yago que ensombrece al moro de Venecia en una tragedia que trata más de la traición, la mentira y la envidia que de los celos. El rey que tenía tres hijas...

Como a todos los clásicos que lo son de verdad, a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. En cada nueva lectura, en cada nueva versión, en cada puesta en escena incide una luz distinta.

Planeta recupera las traducciones y prólogos que José María Valverde preparó para su colección de Clásicos Universales y edita en un tomo de gran formato seis tragedias imprescindibles de Shakespeare: Romeo y Julieta, Julio César, El rey Lear, Othello, Hamlet y Macbeth.

Los 48 cuadros que ilustran la edición recogen las aportaciones de la pintura a los textos de Shakespeare. Desde prerrafaelistas como Waterhouse y Millais, con su famosa Ophelia, hasta el romántico francés Delacroix o Henry Fuseli, al que se considera el pintor especialista en Shakespeare.

Auden destacó la distancia que separa las tragedias griegas, en las que el desastre viene desde fuera como una maldición inevitable, y las de Shakespeare, en las que los personajes labran minuciosamente el camino de su ruina.

Complejas, cercanas y distantes a la vez, esas criaturas de Shakespeare no son los arquetipos de la envidia, la mentira o la ambición, sino sus encarnaciones más definitivas en esa invención de lo humano con que resumía su obra toda Harold Bloom, que dejó las cosas claras hace unos años.

Al comienzo de su excelente Shakespeare. La invención de lo humano, que tradujo Tomás Segovia y publicó Anagrama, respondía a la posible pregunta: ¿Y por qué Shakespeare? con una respuesta también interrogativa, aunque retórica: Pues, ¿quién más hay?

Santos Domínguez

13 febrero 2007

Los planetas

Dava Sobel
Los planetas
Editorial Anagrama
Barcelona, 2006

En la mejor tradición anglosajona, la divulgadora científica Dava Sobel aborda una descripción de nuestro sistema solar asequible incluso para los más legos en astronomía. Ya con su obra Longitud consiguió un enorme éxito editorial al vender millones de ejemplares convirtiendo en apasionante una historia con un argumento que parecía poco propicio para llegar a públicos masivos: la carrera de un hábil relojero inglés para fabricar un cronómetro lo suficientemente preciso y fiable como para permitir a los marinos medir con exactitud la longitud de un punto geográfico.

Ahora, con Los planetas, pretende con un estilo ameno y asequible acercarnos los conocimientos básicos de los astros que forman nuestro sistema solar. Para ello recurre a referencias próximas al lector común. Poemas, pinturas, narraciones mitológicas, composiciones musicales o relatos bíblicos; sirven como hilo argumental para presentarnos la historia y detalles astronómicos básicos del Sol, la Luna y los planetas.

En ocasiones los recursos expresivos de la autora llegan al límite de lo discutible, como en el capítulo dedicado al planeta Marte, que es narrado en primera persona (no es broma) por el famoso meteorito en el que los científicos creyeron ver rastros de vida marciana. Dejando de lado la temible piedra parlante, se trata de una obra entretenida, que aporta abundante información científica sobre la historia de la astronomía desde las observaciones a simple vista de babilonios, egipcios y griegos hasta las misiones más recientes de la Nasa, pasando por los emocionantes sondeos telescópicos de Galileo.

En las páginas finales, casi como un regalo y antes de un útil glosario y un apartado de curiosidades, Dava Sobel nos proporciona información sobre la reunión de astrónomos celebrada en Praga en el verano de 2006 (en la que participó con una definición de planeta que no fue finalmente aceptada) de la que salió la humillante degradación de Plutón, desde la categoría de noveno planeta a la infamante de vulgar planeta enano.

Cuando en el futuro recitemos la lista de planetas, al llegar a Neptuno, sentiremos la mutilación y el vértigo al mirar hacia el cinturón de Kuiper, que dicen que está lleno de morralla estelar, cientos de planetas enanos, y por donde orbita, casi a la deriva, pronto olvidado, el que fuese planeta noveno, hoy sólo un cascote astral, lejos del Sol y de cualquier estrella.

Jesús Tapia

12 febrero 2007

Las ilusiones perdidas



Honoré de Balzac.
Las ilusiones perdidas.
Traducción de José Ramón Monreal.
Grandes Clásicos Mondadori.
Barcelona, 2006.


Es la más larga y posiblemente la mejor de las novelas de Balzac. Las ilusiones perdidas, que en un principio estaba pensada como una novela corta, acabó convirtiéndose en una trilogía: Los dos poetas, Un gran hombre de provincias en París y Los sufrimientos del inventor son sus tres partes.

Balzac las escribe entre 1835 y 1843, inmediatamente después de su Cesar Birotteau, y antes de La prima Bette. Son sus años más creativos, los años en los que decide la integración de estas novelas en una serie, La comedia humana, que completaría febrilmente en los siete años posteriores, asediado por las deudas. En total noventa novelas hasta su muerte en 1850.

Llevaba tiempo descatalogada esta novela que recupera ahora Mondadori para su espléndida colección de Grandes clásicos con una cuidada traducción de José Ramón Monreal y un apéndice indispensable de notas que aclaran las referencias históricas o establecen las conexiones entre esta novela y otras que forman parte del universo narrativo de Balzac.

Lo que se cuenta aquí es la historia del triunfo público y el fracaso personal de Lucien de Rubempré, un joven que llega desde Angulema a París con la ambición idealista de hacer carrera como poeta. La historia de la degradación del idealismo y de la voluntad de Schopenhauer en una novela que anticipa las de Baroja. El choque de la realidad y el deseo, de la sociedad y el individuo acaba rubricando esta historia de un desengaño en el que la realidad social constituye el paisaje humano que es no sólo el telón de fondo de esta trilogía, sino el vivo retrato de una época.

Las novelas de Balzac tienen su centro de interés situado en el lugar en donde se cruzan los individuos con la sociedad, los ideales con las reglas del juego, el idealismo y el pragmatismo. Lucien se va integrando en esa sociedad, se va convirtiendo en un cínico en medio de un camino de imperfección que traiciona sus ideales y le lleva a escribir crónicas periodísticas llenas de deshonestidad y de manipulaciones interesadas. Ese es el precio que tiene que pagar por el éxito quien acaba siendo un arribista integrado en el sistema, alguien que ha vendido su alma al diablo del éxito, la celebridad y el lujo.

Hay en el fracaso de Lucien y en su amargura más de una clave autobiográfica y una cierta actitud exculpatoria. Y es que esa época fue también la de las ilusiones perdidas de la generación de Balzac, la del fracaso de los ideales libertarios proyectados por el Romanticismo y asimilados por una burguesía que en esos años había pasado del ímpetu revolucionario al encastillamiento defensivo en las actitudes más reaccionarias.

El mundo editorial y el mundo del periodismo son el objeto de la denuncia de Las ilusiones perdidas. En aquellos años la profesión periodística empieza a convertirse en uno de los brazos armados de la sociedad francesa, en instrumento del poder o de la oposición al poder, en una actividad comercial sin ley. El periódico deja de estar al servicio de la verdad y se dedica a halagar a sus lectores con hipocresía y mentiras y a degradar a quienes dedican su talento a propagar la infamia en sus páginas.

El retrato implacable de la actividad periodística le salió caro a Balzac. Desde los periódicos, aquellos que se vieron retratados tan negativamente en esta novela tramaron su venganza y se dedicaron a silenciarlo o a ridiculizarlo.

Balzac no se arrugó en aquella batalla. Con gallardía y orgullo, escribió una obra aún más demoledora contra los periodistas, la Monografía de la prensa parisina.

Pero a partir de entonces, pese a que su altura literaria seguía creciendo, todo fue más complicado para Balzac y sus últimas novelas tienen ya un tono más oscuro, más desengañado.

Santos Domínguez

11 febrero 2007

El puente que cruza la luna




Tess Gallagher.
El puente que cruza la luna.
Traducción de Eduardo Moga.
Bartleby Editores. Madrid, 2006





Ahora somos como aquel montón mate de arena
del jardín del Pabellón de Plata de Kyoto,
diseñado para revelarse sólo a la luz de la luna.

¿Quieres que esté de duelo?
¿Quieres que guarde luto?

¿O, como la luz de la luna en la arena blanquísima,
quieres que use tu luz para brillar, para relucir?

Brillo. Estoy de duelo.

Quizá después de transcribir un texto como este, con el que Tess Gallagher abre El puente que cruza la luna que publica Bartleby en edición bilingüe y con una estupenda traducción de Eduardo Moga, lo más adecuado sería recomendar su lectura y callarse.

Con ese tono emocionado y sostenido está escrita esta elegía afirmativa, este diálogo constante que Tess Gallagher, la viuda de Raymond Carver, mantiene con su marido muerto. El tú y el nosotros se convierten en los vínculos lingüísticos entre el pasado y el presente, en los signos de la persistencia o en la memoria del sol que sigue existiendo en la luz lunar, mortal y femenina.

Es la propia autora la que explica en una nota el sentido del título:

"El puente que cruza la luna" es una traducción de los caracteres chinos del Puente de Togetsu, en el río Oí, cerca de Kioto, en la zona de Arashiyama, conocido por las muchas e importantes obras literarias que celebran su belleza. En los antiguos días de la aristocracia, había una curiosa costumbre (...) que consistía en tirar abanicos al agua desde los barcos, para que flotaran río abajo.

La zona montañosa de la orilla de Sagano del puente también es conocida por sus muchos templos, y como lugar de retiro para los que desean emprender una vida de soledad. Caminando por el Puente de Togetsu a finales de noviembre de 1990, con dos amigos japoneses, se me ocurrió que acababa literalmente de cruzar el título de mi libro.

Se dice que el nombre del puente es una alusión a la luna que atraviesa el cielo nocturno.

Carver murió en 1988 y cuatro años después, en 1992, Tess Gallagher publicaba este Moon Crossing Brigde que, casi quince años después, es su primer libro de poemas traducido al español. Un libro que habría que leer a la vez que el magnífico Carver y yo, que Bartleby editará próximamente.

Y es toda una revelación a la luz de la luna, como la que nombra ese poema inicial. La nieve, la niebla, la lluvia son las marcas meteorológicas de una atmósfera fría, pero serena. Serena incluso en la rebeldía contra el olvido y la separación, contra la muerte. Parece como si, ya abolido el futuro, tampoco interesase el presente y todo el esfuerzo vital se concentrase en luchar contra el pasado, contra la niebla que insiste en desdibujar los perfiles del recuerdo. Y la luz se va abriendo paso con trabajo y con fuerza en el libro, hasta llegar al poema final, cuyo título (Cerca, como todo lo que se ha perdido) condensa esa insistencia en la memoria salvadora.

Y ese es el sentido vital, otra vez afirmativo, que tienen estos textos, dotados de una fuerza expresiva que Eduardo Moga ha sabido mantener en su traducción:

Sí, puede volver a la vida el tiempo suficiente
como para que la eternidad lo aprese, hasta que uno de nosotros
pueda velar y escribir el poema sordo,
un poema al que le falte hasta el lenguaje
con el que no está escrito.

Este es un libro desolado y sin embargo no es un libro triste. Sé que no es fácil explicarlo, pero me tranquiliza saber también que quien lo lea no va a necesitar que se le explique nada. Y aunque hay algún momento de hermetismo visionario en su imaginería, en él se entiende todo. Está aquí convocada y reunida toda la fuerza inefable de la mejor poesía para restañar una herida profunda que duele con un dolor más hondo que el de la melancolía. Como en el conmovedor Despertar, que se cierra con estos versos:

Permanecimos muertos
un poco, el uno junto al otro, serenos
y a flote, en el vasto y extraño manto
del mundo abandonado.


Santos Domínguez

10 febrero 2007

Poesía completa de Broch



Hermann Broch.
En mitad de la vida. Poesía completa.
Prólogo de Clara Janés.
Traducción de Montserrat Armas y Rafael-José Díaz.
Igitur. Montblanc (Tarragona), 2007.


Hasta esta traducción al español que Montserrat Armas y Rafael-José Díaz acaban de publicar en Igitur, la poesía completa de Hermann Broch no había sido traducida a ninguna lengua.

Imagina el lector el trabajo que hay en esta edición, y agradece a los traductores su esfuerzo y a los editores su valentía, sobre todo cuando el propio Broch reconocía la casi total imposibilidad de traducir su obra:

La muerte de Virgilio es una obra poco menos que imposible de traducir. (...) Ninguna poesía es total y perfectamente traducible, y La muerte de Virgilio es poesía.


No es raro, pues, que esta sea la primera traducción de la poesía completa de Hermann Broch a cualquier lengua.

Broch escribió poesía durante toda su vida. Los cincuenta y tres poemas que conforman su obra poética completa los escribió entre 1913 y 1949, dos años antes de su muerte en New Haven. Y una parte significativa de estos textos es estrictamente contemporánea de la redacción de La muerte de Virgilio, participan del mismo tono y de las mismas preocupaciones.

Pero Broch, el poeta renuente, como lo llamó Hanna Arendt, nunca reunió sus poemas en un libro. Habían ido apareciendo en revistas y se recopilaron en 1953, dos años después de su muerte, para formar un tomo de sus obras completas.

No hay, por tanto, en este libro una concepción unitaria, sino una integración cronológica de textos, lo que permite verlos como el reflejo de su evolución personal y literaria: desde el entusiasmo amoroso, la captación racionalista de la realidad o la incursión en un paisaje, en textos juveniles, hasta el desencanto y la visión filosófica desolada e irracionalista del mundo en los poemas de la madurez.

La poesía no fue para Broch una actividad específica o diferenciada, quizá porque toda su obra es obra poética. Desde luego, buena parte de su obra narrativa se adentra en el territorio de la poesía.

Thomas Mann decía que La muerte de Virgilio era el poema en prosa más importante escrito en lengua alemana. Y él mismo definió esa obra, una de las cimas de la literatura del siglo XX, como un extenso poema lírico. Allí la conciencia del poeta Virgilio/Broch desdibuja las fronteras genéricas de lo narrativo y lo lírico para moverse entre la realidad y la alucinación, entre el verso y la prosa, una prosa que tiene la tensión de la poesía que se desborda en el ritmo del versículo.

Como indicaba Hannah Arendt y recuerda Clara Janés en un prólogo lleno de sensibilidad y de hondura, ser poeta y no quererlo ser constituyó el rasgo característico de su personalidad, inspiró la acción dramática de su obra más importante y se convirtió en el conflicto central de su vida.

Su actitud ante el lenguaje es, en efecto, la de un poeta, la de quien explora los límites de la lengua y de la realidad y concibe la poesía como único medio de conocimiento de la verdad más profunda: la de la muerte.

Y es que para Broch la poesía es una despedida continua. En su Adiós a Musil escribía:

Hay que decir adiós a quien siempre se despidió, porque se pasó la vida despidiéndose. Nunca lo hizo de un modo sentimental, apenas dolorosamente; se despedía siempre con la exactitud de un cronista que atrapa el pasado, porque quiere la realidad presente, el germen del futuro. Esta búsqueda del tiempo perdido que ha sido siempre una parte esencial del escritor: arrebatar al olvido lo que nos pertenece, atrapar otra vez el vértigo de lo que hemos vivido, mirar hacia el pasado invisible para hacerlo transparente.

Es la sombra luminosa de la realidad, del tiempo, de la verdad, es decir, de la muerte, que recorre también toda la obra de Broch en verso y prosa.

Contraste y lucha de mito y logos, la poesía de Broch, su obra toda, no se detiene en el detalle emocional ni en la anécdota descriptiva. Va siempre en busca de la idea profunda, de la palabra verdadera que dé cuenta de la única verdad, la de la muerte.

Ese es el tema constante en su poesía y su narrativa, la validez de la poesía como forma de conocimiento y la defensa de la lógica superior del arte: el arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte, decía en uno de sus ensayos.

Algunos de los textos más tempranos de Broch son cuatro sonetos que escribió en 1914 sobre el problema del conocimiento de la realidad. En ellos ya está presente esa reflexión sobre la función de la poesía como vía de expresión de lo inefable. El mundo es ya en esos sonetos, y lo será aún más en La muerte de Virgilio, una niebla impenetrable.

Y la poesía se interna en esa niebla en una búsqueda semejante a la de la ciencia, con la que debería confluir como forma superior de conocimiento, como confluyen la realidad externa y los procesos psíquicos en la fusión que propicia la poesía. La literatura aparece así como “la disciplina racional de la vida irracional.

La reflexión sobre los límites del lenguaje y del conocimiento es una constante en la totalidad de su obra. En uno de los ensayos que publicó Seix Barral bajo el título Poesía e investigación decía Broch:

Escribir poesía significa adquirir el conocimiento a través de la forma.

Mito, metafísica y poesía se convierten, pues, en los únicos caminos, en los únicos lenguajes verdaderos del conocimiento.

La realidad, el sueño, el tiempo y el olvido y la muerte son los temas que explora esta poesía de la que está desterrada la nostalgia, una experiencia de conocimiento en la que el pasado forma parte del presente.

Una experiencia de búsqueda de la identidad de un yo siempre oculto a través de dualidades y contradicciones de las que debe surgir la unidad del conjunto: la luz y la oscuridad, lo oculto visible, la noche y la tarde dorada, el paisaje nocturno o la contemplación de una mañana serena de primavera para llegar a captar la imagen del mundo, para acabar concluyendo en un monólogo áspero: Te hundes en el dolor.

Sobre algo oscuramente parecido a su actitud como poeta había escrito en La muerte de Virgilio: “se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y que odia, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida.”

El poema más largo de los que escribió Broch a excepción de La muerte de Virgilio es Mitad de la vida (1934), que da título al libro. Contiene ese texto, entre su verso inicial (Nunca reconozco el lenguaje en mi boca ni las palabras escritas) y los versos de cierre (Oh, mitad de la vida, escuchas contemplando la canción de tu vejez:/el lenguaje reencontrado.) algunas de las claves del pensamiento poético y filosófico de Broch.

La altura que tiene esta poesía, su potencia verbal, su misterio, el esfuerzo por entrar en la realidad profunda del mundo, le dan sentido y valor a un libro como este.

Corroboran que la apuesta, que el trabajo arduo de los traductores, ha valido la pena para poner al alcance del lector de español una obra tan poderosa y tan inquietante como el mundo del que da cuenta.

Santos Domínguez

09 febrero 2007

Obras completas de Nabokov




Vladimir Nabokov.
Obras completas, III.
Novelas (1941-1957 ).
Edición al cuidado de Antoni Munné.
Notas de Brian Boyd.
Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores. Barcelona, 2006

Llevaba ya unos años incubándose y por fin empieza a hacerse realidad un ambicioso proyecto de Galaxia Gutenberg que pretende ofrecer la totalidad de la obra de Nabokov. Serán nueve tomos, cuatro de novelas, otro de memorias y cartas, uno más de cuentos, otro de ensayos y cursos, otro con la poesía, el teatro y sus problemas de ajedrez y un último tomo que recogerá entrevistas y una miscelánea.

La primera entrega es el tercer volumen, que incluye las novelas escritas en Estados Unidos -La verdadera vida de Sebastian Knight, Barra siniestra, Lolita y Pnin- entre 1941 y 1957. Dos fechas cruciales que marcan la etapa de los años americanos de los que hablaba Brian Boyd en la segunda parte de la biografía que acaba de publicar Anagrama casi a la vez que este tomo monumental de novelas memorables que contienen muchos mundos, muchas técnicas narrativas, trucos de ilusionista y celadas y trampas de jugador de ajedrez, de cazador paciente de mariposas, de estrategias novelísticas y sorpresas continuas

La verdadera vida de Sebastian Knigth, la primera novela que Nabokov escribió en inglés, es la biografía de un escritor reconstruida por su hermanastro, una caja de sorpresas, prestidigitaciones y espejos engañosos.

Barra siniestra es quizá la menos satisfactoria de sus novelas, anegada por un exceso de retórica que mata su nervio narrativo y por lo ambicioso de un proyecto sobre la conciencia del hombre moderno.

Aunque se le haya confundido alguna vez con Humbert Humbert, Nabokov no es ese hombre vanidoso y cruel que elige como narrador, víctima y criminal a la vez, de Lolita, su obra más conocida y peor entendida. No es Nabokov, pero sí algunas de sus fantasías. Y desde luego es el triunfo de la imaginación sobre el amor perdido y el deseo imposible. Una novela de la imaginación perversa, con la que la mirada de Humbert transforma a Lolita en una criatura mágica, en una nínfula.

En el excelente prólogo que ha escrito para este volumen, Juan Bonilla señala con agudeza que esta es un novela que Nabokov escribió con los ojos cerrados de la evocación, con los que se mira al pasado con un lirismo que es más una virtud de la mirada que un género literario.

Era, lo sabía Nabokov mejor que nadie, que por algo la había fabricado, una bomba de relojería que no tardó en estallar, en primer lugar contra la censura y luego como un éxito editorial que le permitió abandonar sus compromisos docentes y trasladarse a Suiza. El volumen incluye en apéndice y el guión de Lolita que preparó por encargo de Kubrick, que lo elogió en público y lo despreció en definitiva.

Pnin, un profesor ruso en América con serios problemas para el inglés y para la integración social, es el protagonista grotesco y admirable que da título a la novela más sencilla y divertida de Nabokov. Probablemente sea también la más cruel en su planteamiento y luego la más comprensiva hacia un personaje que va creciendo en altura y en hondura a medida que avanza la novela. Otra vez lo resume con precisión Juan Bonilla, que dice del protagonista: “Todos nos hemos reído mucho, sin duda, para terminar descubriendo cuán superior a nosotros era.”

Esta es la más cervantina de las novelas de Nabokov, y no sólo por la figura del protagonista, sino porque es la más abierta, la más ambigua en la presentación de una realidad polisémica.

La edición, coordinada por Antoni Munné, incorpora las traducciones de Enrique Pezzoni, Vicente Campos, Francesc Roca y Enrique Murillo y las notas reproducen las que Brian Boyd escribió para su edición de los tres tomos de novelas de Nabokov en la Library of America.

A esas notas se suman a veces las añadidas por los traductores de cada una de esas novelas llenas de fuerza imaginativa, de matices y de una profundidad de la mirada y del estilo en la que seguramente resida uno de sus secretos, uno de sus peculiaridades menos imitables.

Santos Domínguez


07 febrero 2007

Mi testamento


María Antonieta.
Mi testamento.
Traducción del francés y edición de Juan Max Lacruz.
Funambulista. Madrid, 2007.



Extraño.

Esa es la última palabra que escribió en su vida María Antonieta de Austria, reina de Francia, y esposa de Luis XVI, guillotinada durante el Terror posterior a la Revolución Francesa.

El 16 de octubre de 1793, a las cuatro y media de una madrugada verosímilmente destemplada y agria, empezaba a escribir una carta a su cuñada, Elisabeth Capeto, hermana del rey. Sólo media hora antes había salido del la sala del tribunal revolucionario que la acababa de condenar a muerte. Aquella carta, que era una forma de desahogo, una manera de tranquilizarse y un mensaje que no llegaría a su destinataria, forma parte de la colección de textos que publica Funambulista en Mi testamento, un libro que explora los últimos días de quien aquella misma mañana del 16 de octubre sería guillotinada.

Con traducción, comentarios introductorios y notas de Juan Max Lacruz, se recogen tres textos, algunos inéditos hasta ahora en español, de desigual valor literario y humano. O para decirlo con más claridad: de valor literario inversamente proporcional a su calidad humana.

El primero de esos textos, la requisitoria del acusador público Fouquier, que se leyó el primer día de la vista oral y fue la base de la acusación, es una descalificación de la conducta pública y privada de María Antonieta, que aparece en ese texto demagógico como un ser intrigante y libidinoso, como una madre incestuosa y una conspiradora libercitida.

El documento de más altura literaria es, curiosamente, el más despreciable desde el punto de vista de la inteligencia y la humanidad: es un supuesto testamento-confesión de la Reina, redactado horas antes de ser guillotinada y recogido por un sans-culotte. Se trata de una falsificación tosca, de un apócrifo autoinculpatorio e inverosímil que no tiene más objeto que justificar la condena de la reina. Quien lo escribió no carecía de habilidad literaria, pero desconocía o despreciaba las limitaciones que la verosimilitud impone al buen falsificador. Esa parte central del volumen preparado por el editor tiene tres textos: una ridícula epístola de Mª Antonieta al diablo, su padrino, para pedirle en la otra vida empleo de cuarta Furia del infierno. Con incoherencias increíbles incluso en un condenado a muerte, no es la menor de ellas la calidad del texto y las rebuscadas alusiones mitológicas. Se trata, evidentemente, de un documento fabricado, como sus disparatadas y también falsas Disposiciones últimas, de las que prefiero no dar detalles. Esa parte central apócrifa se cierra con la transcripción de otra supuesta confesión sacramental de la reina ante un eclesiástico que ignoraba el secreto de confesión.

El auténtico testamento de María Antonieta no es un testamento más que en la tercera acepción que le otorga a esa palabra el Diccionario de la Academia. No es un documento legal, sino la carta que le escribió a su cuñada Elisabeth. Aquella carta, lo decíamos arriba, nunca llegó a su destino. Es más, la hermana del rey se enteró de la muerte de Mª Antonieta cuando la indiscreción de una aristócrata le comunicó lo que hasta entonces le habían ocultado piadosamente.

Fue unos meses después y ella subía también en ese momento las escaleras del cadalso en aquellos días del Terror y las venganzas.

Santos Domínguez

06 febrero 2007

Elogio de la mentira


Ignacio Mendiola.
Elogio de la mentira.
En torno a una sociología de la mendacidad.
Lengua de Trapo. Madrid, 2006.

En su colección Desórdenes, Lengua de Trapo publica Elogio de la mentira. En torno a una sociología de la mendacidad, de Ignacio Mendiola.

En el prólogo Gonzalo Abril ya anuncia que este ensayo es un recorrido por una "rica galería de saberes sociológicos, de lecturas literarias y fílmicas, de experiencias intelectuales de todas clases." El motivo de ese viaje es la necesidad de replantearse el sentido de la mentira en nuestra sociedad y una reivindicación tan brillante como discutible de nuestro derecho a la mentira.

El recorrido por la literatura, el ensayo y el cine suministra ejemplos constantes y contundentes de mentiras, simulaciones y medias verdades propias de un mundo ambivalente y poliédrico que es el que explora este ensayo.

Un ensayo que empieza cuando su autor sale sonriendo, como Gulliver, del insoportable país de los houyhnhnms, en el que aquellos équidos que tenían la facultad de pensar y de hablar desconocían la incertidumbre, la duda o la mentira.

Este Elogio de la mentira, un ensayo muy bien escrito y con una excelente base documental, encuentra apoyo en Yago y su declarada seña de identidad “yo no soy el que soy”, en el mentiroso que fue Ulises o en El traje nuevo del emperador.

Wilde escribió un primer elogio, cínico e ingenioso, de la mentira en La decadencia de la mentira. Y Kafka en El proceso le hacía decir a K: “La mentira se eleva a fundamento del orden mundial.”

Fuera de la literatura también abundan los ejemplos: en la definición de Eco de la semiótica como teoría de la mentira o en las mentiras de la ciencia, en sus métodos, sus causas y sus objetivos.

Un procedimiento indispensable, este de la mentira, para Monmonier, el cartógrafo que escribe un libro titulado Cómo mentir con mapas, en el que afirma que el mapa es un dispositivo que para ser útil precisa de la mentira.

El libro encuentra un importante material de apoyo en el cine: en la importancia de la simulación futurista e inteligente de Matrix, o en ejemplos más triviales como los de El show de Truman o Zelig.

Y un antecedente analítico en el ensayo de Simmel, el primero que proponía, en El secreto y la sociedad secreta, un acercamiento sociológico a la mentira.

Lo que era un vicio deplorable para Montaigne es para Ignacio Mendiola una necesidad de la convivencia, un requisito de la vida social, en la que el hombre, el animal social de Aristóteles, es el animal que miente. Y la mentira, una actividad creadora, como señalaba Steiner en la cita que abre este libro, o un juego de lenguaje como quería Wittgenstein.

El mentir, mucho más que el reír, es lo propio del hombre, escribía Koyré, en sus Reflexiones sobre la mentira. Desde luego, era lo propio del protagonista de El mentiroso de Henry James, un mendaz platónico, compulsivo y fútil.

Luis E. Aldave

05 febrero 2007

Estado y cultura



Jordi Gracia
Estado y cultura.
El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo.

Anagrama. Barcelona, 2006.


El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo entre 1940 y 1962 es el esclarecedor subtítulo de Estado y cultura, la segunda edición revisada de un libro que tiene como punto de partida la tesis doctoral de Jordi Gracia que editó la Universidad de Toulouse en 1996.

Fruto de una revisión actualizada con las nuevas aportaciones bibliográficas y de nuevas lecturas de su autor, Estado y cultura es un estudio complementario de su premiado La resistencia silenciosa, un reciente ensayo que se ocupaba de la actividad cultural en la España de los años 30 y 40.

Lo publica, como el anterior, Anagrama, y es un recorrido por la cultura española del medio siglo y por los nombres jóvenes con los que empezó a entreverse la posibilidad de un cambio político y cultural.

"Las raíces del presente" titulaba Javier Cercas el artículo que reseñaba la primera edición de este libro. Y eso es exactamente lo que se defiende en este ensayo: el origen de la España actual y la ascendencia cultural que sobre ella ejercen un grupo de escritores, intelectuales y artistas que habían nacido en torno a 1925 y vieron la guerra con ojos infantiles.

Novelistas, poetas, ensayistas, pintores o músicos que se expresaron en sus creaciones individuales, pero también de forma colectiva en una serie de revistas como Laye, Índice, Primer Acto, Ínsula, Papeles de Son Armadans o la Revista Española, que fueron la vía de expresión de un espectro ideológico amplio entre la Falange radical y el PCE, con posiciones intermedias, reformistas y moderadas, de monárquicos y democristianos.

Hacia 1950, cuando eran evidentes los signos de agotamiento político de la autarquía, desde el interior del régimen se diseña una nueva política cultural. La evolución intelectual del falangismo hacia posiciones católicas, como en el caso de Ruiz Giménez o hacia el radicalismo que desemboca en el teatro social eran las respuestas al agotamiento político y la rentabilidad cultural que se obtenía de la crisis de un modelo de Estado y de un sistema cultural.

Serían esos los años cruciales en los que se desarrolló la literatura social y el neorrealismo cinematográfico. Años de directrices oficiales y de direcciones culturales que van de la política a la literatura, la arquitectura y la música, la filosofía y la pintura, la vida universitaria y la escultura o el teatro y el cine y que facilitaron la coexistencia de dos grupos generacionales, los vencedores del grupo del 36 y los jóvenes rebeldes del medio siglo, los hijos de los vencedores.

No sólo se trataba de una reacción en el interior, sino de una reacción desde el interior orgánico del régimen. Desde dentro, a través de revistas más o menos oficiales, pero desde luego no sólo permitidas sino sostenidas por las instituciones de aquel momento. La crítica que se hace desde esas publicaciones es la de la cultura dominante en un modelo de Estado que entraba en crisis con la derrota del Eje.

A partir de ahora será difícil referirse a la cultura de posguerra y los años del desarrollismo sin tener presentes estos dos ensayos de Jordi Gracia, que realiza un minucioso análisis de materiales para completar un conjunto panorámico en el que la descripción del dato se integra en una propuesta de interpretación de la actividad cultural, artística y periodística de aquellas décadas ominosas.


Santos Domínguez

04 febrero 2007

Catulo, un contemporáneo


Catulo.
Poesías.
Edición bilingüe de José Carlos Fernández Corte.
Traducción de Juan Antonio González Iglesias.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2006.


Cuando se asume el reto de traducir a un poeta como Catulo (84-54 a.C), que vivió hace 2.100 años, se corre un doble riesgo: o mantener los textos en la sagrada frialdad filológica de los sarcófagos y los columbarios o excederse en la actualización y hacer de un clásico un transeúnte de expresión trivial y pasajera.

Uno de los méritos, no el único, de la traducción que Juan Antonio González Iglesias, filólogo y poeta, ha hecho de la poesía de Catulo para Cátedra Letras Universales es precisamente ese: el de acercarnos al poeta y mostrarlo, sin exceso ni mojigatería, como lo que fue, como un joven escritor, como un renovador de la poesía que murió con treinta años y escribía con el descaro propio de la edad.

Como todos los clásicos, Catulo está por encima de los estragos con que el tiempo pasa factura incluso a los poetas vivos. Su poesía ha burlado también los repetidos intentos de censura o de oscurecimiento de la persecución religiosa o la razón moral.

El segundo mérito de esta edición es presentar, no un Catulo, sino la diversidad de voces poéticas que convivieron en su obra, variada en temas, en tonos y en registros estilísticos como corresponde a quien gustó de la variedad en sus tendencias sexuales y alimentó su poesía del rumor de la calle y la materia agridulce de la vida.

La poesía amorosa de Catulo, dedicada a mujeres como Lesbia o a muchachos como Juvencio, es una poesía de la experiencia que va de la calma a la exaltación, del placer a la separación, de la bronca a la reconciliación. Con ella se inaugura una línea fructífera en la poesía occidental: la de los amores extramatrimoniales en los que habrían de incurrir Tibulo y Ovidio y mucho después los poetas provenzales, algún poeta cortesano como Macías en la Castilla del XV, Garcilaso o el Salinas de La voz a ti debida.

Pero Catulo no es sólo un poeta del amor carnal o sentimental, homoerótico o heterosexual. Es también el poeta que llora el recuerdo de su hermano muerto, enterrado en Asia Menor, el que critica con agresividad a los malos poetas en las Saturnales...

Un poeta desgarrado entre la seriedad y la burla, entre la ternura y la obscenidad, un radical irreductible, un francotirador. Un poeta poliédrico, epigramático, lírico o épico, que tiene que ajustar su tono y su lenguaje a los diversos temas que abarca su poesía. Hay un Catulo refinado y un Catulo grosero, un hombre a veces cáustico y a veces reflexivo ante el paisaje, un poeta vitalista y un poeta que está al borde del desengaño, como en el dolorido texto que comienza Si encuentra el ser humano algún placer, que para muchos críticos es el mejor poema de la literatura latina.

Y es también el amante despechado que dice de su antigua novia:

Mi Lesbia, Celio, aquella Lesbia mía,
aquella Lesbia a la que amó Catulo
(únicamente a ella)
más que a sí mismo y que a los suyos todos,
ahora por las esquinas y callejas
se la pela a los nietos del gran Remo.

Leer a Catulo es visitar a los personajes del Satiricón en la versión de Fellini o la simpática desvergüenza de algunos rostros del Decamerón según Pasolini.

El equilibrio necesario entre la aconsejable modernización lingüística de quien fue un moderno en temas y actitudes y la indispensable fidelidad al original se han resuelto en esta magnífica edición bilingüe que lleva una extensa introducción de José Carlos Fernández Corte, uno de los más acreditados especialistas en Catulo.

Pensada para un uso académico, pero también para el lector de poesía, el sentido común ha dejado para el final las notas que comentan cada poema. Se propone así una lectura exenta del texto, sin la enfadosa perturbación de las llamadas a pie de página.

El trabajo del traductor, que habrá sido arduo y a ratos divertido también, se ve compensado en un resultado que reescribe en español esos registros y halla sus equivalencias en la lengua actual para proponernos una poesía viva y aún joven y la imagen cercana y fiel de un Catulo que seguramente es el más contemporáneo de los poetas antiguos. Quizá no el mejor, pero desde luego el que menos, casi nada, ha envejecido.

Me cruzo a veces por la calle a algunos mucho más viejos que Catulo.

Santos Domínguez

03 febrero 2007

Los campos Elíseos


Pablo García Baena.
Los campos Elíseos.
Pre-Textos. Valencia, 2006.

Seis años después de que agrupara su poesía en el espléndido Recogimiento, editado en la bellísima colección malagueña Ciudad del paraíso, Pablo García Baena publicaba en Pre-Textos, hace ahora un año justo, un libro asombroso, Los campos Elíseos.

Doblemente asombroso: por la vitalidad del poeta en la gloria de sus 83 años y por la poderosa creatividad que reflejaba.

El título es, como el conjunto del libro, un homenaje a Bernabé Fernández Canivell, el editor de la revista Caracola, el amigo de Pablo García Baena que vivía en una calle de Málaga, Los campos Elíseos, que lleva ese nombre de resonancias mitológicas y parisinas.

La amistad es una constante poética y vital de Pablo García Baena, uno de los temas que recorren su obra. Sus mejores amigos, los poetas de Cántico, Ricardo Molina, Julio Aumente, Juan Bernier, Mario López, han ido desapareciendo, pero siguen estando presentes, vivos en el recuerdo de un libro como este, el menos elegíaco, el más celebrativo de los suyos.

La amistad o el amor pasado, que no se lamenta, que sigue estando presente en la vida y en la poesía de Pablo García Baena, en esta celebración del recuerdo que se revitaliza en la palabra, en la memoria y en una evocación que evita la melancolía.

Aunque posiblemente sea este el más depurado de sus libros, el de dicción más comedida y menos barroca, hay en él una evidente unidad con el resto de su obra.

Unidad no sólo temática, sino de método poético: la conjunción de palabra, mirada y música sobre la que se levanta el conjunto de su obra. Pablo García Baena es, también en este libro, un poeta de la mirada a la manera en que lo era Cernuda. Lo es a lo largo de todo el libro, pero particularmente en una sección del libro que se titula Cuadros de una exposición, dedicada a la pintura.

Pero el lector avisado, el que gusta de una poesía como la de García Baena, sabe que en ese título hay también una referencia explícita a una suite de Mussorgsky. Y esa es la clave constructiva del libro. Los campos Elíseos, que se iba a titular como el poema que lo abre, El concierto, es un libro de estructura deliberadamente musical: Obertura, Cuadros de una exposición, Impromptu hispalense, Contrapunto y Oratorio son sus cinco movimientos.

En Oratorio, la última parte, aparece otro de los rasgos más característicos de su poesía: la religiosidad recogida, ensimismada y barroca, discreta y tan de primavera andaluza. Cuerpo y espíritu, ascetismo y sensualidad, paganismo y religiosidad se funden con naturalidad, como en el resto de su obra, a lo largo de las páginas de este libro que contiene poemas memorables, como, Edad, Retrato y patria o El concierto, el texto inicial que termina en una estrofa en la que se dan cita todas las claves del libro y seguramente de toda la poesía de Pablo García Baena:

El joven violinista del cabello revuelto,
la mano del arco en el regazo amado

dice: tal vez sea la música,
igual a esa palabra almenada,
sólo misterio y precisión.



Santos Domínguez

02 febrero 2007

El libro de mi padre



Urs Widmer.
El libro de mi padre.
Traducción de María José Díez y Diego Friera.
Salamandra. Barcelona, 2006


Porque hay una edad para matar al padre (freudianamente, claro) y otra para resucitarlo, existen novelas como El libro de mi padre, que publica Salamandra.

La ha escrito Urs Widmer (Basilea, 1938), uno de los autores suizos más destacados, del que Siruela publicó en 2001 El amante de mi madre, que tuvo una notable aceptación.

El tratamiento en la literatura de la figura del padre podría dar lugar a un voluminoso ensayo. Ese estudio revelaría que el enfoque de la imagen paterna suele ser negativo y está más cerca del ajuste de cuentas de la Carta al padre de Kafka que del afecto que se desprende de un libro como este.

El libro de mi padre es una evocación de la figura del padre con inusual afecto. Imperfecto y limitado, cercano y lleno de virtudes y de defectos, Karl, el padre del narrador, rompe todos los arquetipos y todas las barreras que marcan las distancias en las relaciones con el hijo. Hay en su ingenuidad y en su actitud ante la vida algo de perpetuo adolescente. Profesor de Francés en un Instituto, fumador compulsivo de cuatro cajetillas de Gitanes azules, vive entre libros y discos, traduce al alemán a Gide y a Stendhal y el Lazarillo de Tormes, "un clásico olvidado [sic] del siglo XVI."

Con una técnica narrativa que mezcla autobiografía y fabulación, con una soltura que se apoya en un tono directo y afectuoso, Widmer escribe una novela que es más que un homenaje al padre: la evocación de la Europa de entreguerras y de sus desengaños.

El libro al que alude el título forma parte de un rito iniciático: el día que cumple los doce años, Karl tiene que ir solo a su pueblo y participar en una ceremonia en la que se le adjudica un féretro y se le entrega un voluminoso libro blanco cuyas páginas tendrá que ir escribiendo a diario con letra apretada para que quepan todos sus días en el volumen. Durante cincuenta años escribe cada noche en ese libro de hojas blancas encuadernadas en piel negra. El día de su muerte, el 18 de junio de 1965, deja la última frase sin terminar y diez o quince páginas vacías. Como había hecho su padre, el hijo de Karl se acerca al pueblo para recoger el féretro que le tenían reservado y empieza a leer el libro de su padre.

Ha muerto antes de tiempo, pero ha dejado escrita en esas páginas la intensidad de la pasión, sus contradicciones, la emoción de sus sentimientos y sus temores ante el telón de fondo de su época y un amplio conjunto de personajes que completan el fresco de una de esas narraciones que persisten en la memoria del lector.

Por ella van pasando, con la fuerza actualizada de lo inmediato, de lo que ha ocurrido ese mismo día, los episodios pequeños que construyen el libro de la vida: los años de estudiante, su temporada parisina, su pasión por los libros, el despertar de la sexualidad, el crack del 29, la guerra civil española y la guerra mundial, los años de militancia comunista.

La agilidad narrativa, el humor y la inteligente ironía afectuosa de Widmer le emparentan con la profundidad humana del mejor Auster y hacen que esta novela sea una lectura más que recomendable.

Santos Domínguez

01 febrero 2007

Las pequeñas memorias de Saramago



José Saramago. Las pequeñas memorias.
Traducción de Pilar del Río.
Alfaguara. Madrid, 2007

Emparentadas con su discurso de recepción del Nobel y con algunas de sus novelas iniciales, sobre todo con el Manual de pintura y caligrafía y con Levantado del suelo, tienen Las pequeñas memorias, que José Saramago acaba de publicar en Alfaguara con traducción de Pilar del Río, una unidad de tono y una tensión estilística inusual. Las dos cualidades, tono y tensión, levantan al libro y lo sostienen en la altura de una difícil naturalidad. Esos datos de estilo y el diseño de un mundo completo permiten situar estas memorias entre las obras mayores de Saramago.

No se deje engañar el lector por la modestia aparente del título. Esta memoria pequeña de cuando fue pequeño empieza a crecer en la evocación de un río, en la memoria líquida y luego vegetal, el recuerdo de las raíces de un niño que no mira el paisaje porque forma parte de él.

Es la memoria personal y familiar de los espacios más que de un tiempo que no existía para aquel niño frágil de mirada melancólica, para el adolescente contemplativo entre Azinhaga y Lisboa. La memoria viva del Casalinho, la casa pobre de los abuelos maternos, donde en las vacaciones se formó la personalidad de aquel muchacho triste que aparece en las fotos del libro. En ellas y en los pies de foto que las comentan confluyen de manera ejemplar las dos claves, mirada y palabra, sobre las que se levanta la memoria.

Una memoria salvadora que reconstruye lo que el tiempo arrasa:

Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano.

Con la emoción que ilumina el pasado, con el trabajo compenetrado de la mirada y la palabra, con una prosa magistral y fluida se evoca aquí la materia líquida que alimenta el recuerdo y nutre sus raíces y lo ahonda en la tierra y lo hace crecer.

Así se van sucediendo fragmentos y teselas que completan el mosaico de Las pequeñas memorias: los celos del tío Francisco Dinís, la Pezuda y los Barata, las primeras novias y los primeros estudios, las arengas de Queipo en Radio Sevilla, las salas de cine, los compañeros de clase en el Instituto Gil Vicente y en la Escuela Industrial, sus episodios de pescador lamentable en el Tajo...

Y sobre todo las cicatrices. Porque Las pequeñas memorias son también eso, un recuento de cicatrices en la piel y más dentro, como en este conmovedor recuerdo iniciático:

Junto a una de las puertas de los Almacenes Grandella un hombre vendía globos, y ya fuera porque lo había pedido (lo que dudo mucho, porque sólo quien espera que se le dé se arriesga a pedir), o quizá porque mi madre hubiera querido, cosa excepcional, hacerme un cariño público, uno de aquellos globos pasó a mis manos. No me acuerdo si era verde o rojo, amarillo o azul, o simplemente blanco. Lo que después pasó borraría de mi memoria el color que debería habérseme quedado pegado a los ojos para siempre, dado que era nada más y nada menos que el primer globo que tenía en todos los seis o siete años que contaba de vida, íbamos al Rossio, ya de regreso a casa, yo orgulloso como si condujera por los aires, atado con un cordel, el mundo entero, cuando de repente oí que alguien se reía a mis espaldas. Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo.

Bastaría ese fragmento para desmentir la adscripción fácil de este libro al territorio literario de lo pequeño. En un libro pequeño no cabe un texto como ese.

Es la primera vez que Saramago entra en el terreno de la memoria. Era un viejo proyecto aplazado, la urgencia de las novelas lo iba posponiendo. Quizá sea mejor así, quizá la prosa de su autor nunca ha mostrado un equilibrio mayor, un dominio más poderoso y una contención más brillante, porque podría haber escrito una novela de cuatrocientas o quinientas páginas con este material y ha preferido condensarlo en menos de la mitad.

Es la primera vez y ya ha anunciado Saramago que esta será también su última incursión en el género. No hace falta decir que el resto de su vida está en el resto de su obra.

Santos Domínguez


31 enero 2007

Don Juan contado por él mismo


Peter Handke.
Don Juan (Contado por él mismo).
Traducción de Eustaquio Barjau.
Alianza. Madrid, 2006.


Las opiniones políticas de Peter Handke han contaminado últimamente las reseñas relativas a su obra. De otra manera no se pueden comprender unas críticas tan injustas y superficiales a su última novela, Don Juan (Contado por él mismo). Alguna de esas críticas, tan negativas como infundadas, ponen en cuestión más al sujeto que al objeto, más al crítico que al criticado, aunque inevitablemente predisponen el ánimo del lector, que tiene que hacer un esfuerzo suplementario para quitarse de encima la losa de los prejuicios.

Handke hace en este Don Juan (Contado por él mismo) que publica Alianza Literaria una reinterpretación del mito. Ni más ni menos que lo que han hecho desde diversas perspectivas y en distintas épocas escritores tan distantes como Zorrilla, Byron, Marañón o Torrente Ballester. Más aún, la revisión que hace Handke del mito de Don Juan supera en profundidad intelectual y en brillantez estilística las interpretaciones más triviales, que no suelen pasar de la cáscara de aquel personaje de Tirso que ignoraba el tiempo y la fugacidad y que acabó en los infiernos por exceso de confianza.

El Don Juan que visita Handke es un Don Juan interior, recogido e íntimo, un mito actualizado que está cerca del de Marañón en complejidad psíquica, del de Azorín en sensibilidad y conciencia del tiempo y del de Torrente Ballester en afinado diseño narrativo .

Es un personaje de intenso lirismo, un amigo de las mujeres que tiene poco que ver con el personaje negativo y libertino de Tirso, de Molière o de Byron, que proponen al lector actual un arquetipo menos profundo del que sugieren las otras interpretaciones.

Un cocinero fracasado que se refugia cerca de las ruinas del monasterio de Port-Royal para dedicarse a leer, es el narrador de un texto en el que se relatan siete aventuras amorosas de Don Juan en diferentes lugares del mundo, Tiflis, Damasco, Ceuta, Noruega, Holanda...

También Don Juan se ha refugiado allí durante una semana. Una semana en el jardín para contar siete episodios de la mirada, episodios que no narra directamente, sino a través de ese narrador interpuesto. Ha llegado a aquella hospedería huyendo tras una experiencia de voyeur. Es ya un espectro que huye y vaga como una sombra triste entre la niebla, un don Juan fraternal que basa su poder en la fuerza de la mirada, no en su genitalidad.

La fuga y la mirada se convierten así desde el principio en las claves del relato y de la existencia del mito en una obra que es también una reflexión sobre la fugacidad y sobre lo pasajero, porque el tiempo es el verdadero problema de ese Don Juan en fuga. La huida es su esencia, su forma de ser y de estar.

En esa otra clave de Don Juan que es la mirada no cabe lo sensual ni el detalle lúbrico. Frente a la sexualidad elementalmente animal de su criado, con el olfato como método de exploración y la palabra como medio de seducción, la mirada de Don Juan representa la humanización, la elevación intelectualizada del deseo. No hay en sus relaciones sonidos ni palabras, no hay diálogo, ni presunciones ni recuentos de conquista en este texto que a menudo se mueve por el territorio introspectivo de la lírica y la imagen y cada vez necesita menos de la realidad exterior. De ahí que, en esa sucesión de siete episodios, cada vez se cuente con menos detalle lo que sucede a medida que transcurren.

Lo que ocurrió después no se puede contar hasta el final, no puede contarlo el mismo Don Juan ni yo ni ningún otro, sea éste el que fuere. La historia de Don Juan no puede tener final, y esto, lo digo y lo escribo, es la definitiva y verdadera historia de Don Juan.

Vuelvo al principio. Si la mayoría de las críticas negativas que citaba reducen su ejercicio a una valoración displicente y despectiva de una novela como esta, entraré en ese terreno valorativo para señalar que este Don Juan de Handke me parece un libro admirable por su inteligencia narrativa y su sensibilidad en el acercamiento al personaje. Aunque quizá lo más certero sea decir que no estamos aquí ante un Don Juan según Handke, sino ante un Handke según Don Juan.

Naturalmente que puedo equivocarme, que puede ser también cuestión o defecto de mi mirada, de una determinada lectura. Me tranquiliza saber que mi juicio procede de esa lectura. De otros juicios ya tengo muchas dudas de que se pueda decir lo mismo.

Podría ser también que en la memoria de algún comentarista Don Juan no sea más que un recuerdo asociado a la visita anual al cementerio, a las castañas asadas en la calle, a la función de aficionados en provincias. Y este Don Juan tiene que ver poco, afortunadamente, con esas variantes elementales de lo putrefacto.

Santos Domínguez

29 enero 2007

Tiberio o el resentimiento


Gregorio Marañón.
Tiberio.
Espasa Fórum. Madrid, 2006.


El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra.


El párrafo, con la prosa limpia y exacta de Gregorio Marañón, forma parte del estudio que publicó en 1939 sobre la figura del emperador Tiberio. Condenado como un monstruo de crueldad comparable a la de Nerón o Calígula, la figura de Tiberio, el emperador contemporáneo de Cristo y de Pilatos, empezó a ser rehabilitada en el siglo XVIII por Voltaire.

Le tocó vivir y gobernar en una época crítica y conflictiva. Entre un mundo pagano que se desmorona y la pujante mentalidad cristiana, Tiberio es uno de esos hombres que vivió en un terreno de nadie, en una época confusa y desolada.

Marañón le dedicó uno de sus libros más interesantes, una teoría del resentimiento y un estudio biográfico e histórico que profundiza en las raíces de su conducta en el contexto problemático de una crisis generalizada del imperio. Años de devastación evocados por Marañón en años de devastaciones, los de la guera civil española, que inevitablemente está pesando al fondo de este magnífico libro, de un ensayo ejemplar entre la biografía, la psicología y el estudio histórico.

Lo reedita Espasa en su colección Forum, en la que está recuperando las obras más emblemáticas del médico, humanista y escritor del Novecentismo.

Porque la historia no se hace sólo con datos sino con interpretaciones, el esfuerzo de Marañón es ese: un esfuerzo interpretativo, el acercamiento a la mentalidad de un hombre y al contexto familiar y político de una época que modela su carácter, la aproximación a una figura contradictoria y poliédrica maltratada por una leyenda negra. Cambiante de carácter y de costumbres, triste y austero, severo y cruel, Tiberio es el prototipo del hombre resentido.

Lo que pretende Marañón no es tanto contar la vida de Tiberio como trazar la historia y desenterrar las raíces de su resentimiento y, sobre todo, elaborar una teoría general del resentimiento como pasión, como enfermedad de espíritus mediocres a los que afecta también la hipocresía, el deseo compulsivo de venganza y la vecindad de la paranoia.

Un defecto que suele acompañar a quien está afectado de complejo de inferioridad. Y a veces a quien, todo lo contrario, se siente superior (como político, como poeta incomprendido) más virtuoso que los demás. Todo eso los convierte en crueles y vengativos si llegan al poder.

Él es el objeto del estudio de este libro en el que Marañón encuentra las raíces del resentimiento en las relaciones familiares con su madre Livia y su padrastro Octavio, en su agitada vida amorosa y su timidez sexual cercana a la impotencia que parece degenerar luego en incontinencia erótica.

Otros factores añadidos, como las luchas de castas entre los julios y los claudios, las relaciones con Germánico, su sobrino, un héroe popular muerto tempranamente, y con su viuda Agripina (“un marimacho”), alimentaron el resentimiento de Tiberio

El análisis psicológico se completa con la exploración del físico de Tiberio. Y a sí se pasa desde su miopía y sus úlceras a su sobriedad, su timidez, su antipatía, su escepticismo, de su rectitud sin cordialidad a su impopularidad, a sus años de anormalidad y locura en Capri, los más crueles y angustiados que completan la doble personalidad ante la historia de un Tiberio que estalla al final de sus días en una crueldad inusitada y en una soledad enorme.

Lo resume, certero y escueto, Marañón:

Hay dos frases suyas que definen su infinita soledad espiritual, sin amarras con el pasado ni con el porvenir. Las dos las refiere Séneca. Una vez, un hombre cualquiera se dirigió a Tiberio y comenzó a hablarle, diciéndole: "¿Te acuerdas, César...?"; y el César le atajó sombríamente: "No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido." La otra frase es un versículo griego que Tiberio repetía muchas veces y que dice su renunciación a toda esperanza: “¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la tierra!”

Así fue Tiberio.

Santos Domínguez

28 enero 2007

Andrew Marvell. Poemas


Andrew Marvell.
Poemas.
Edición al cuidado de Carlos Pujol.
La Cruz del Sur.
Pre-Textos. Valencia, 2006.


Fue uno de los poetas metafísicos ingleses, emparentado literariamente con Donne y con Milton, y uno de los más destacados poetas de esa lengua. Lo reivindicó T. S. Eliot en 1921 y Cernuda habló de él por primera vez en español. Andrew Marvell (1621-1678) vivió como un hombre prudente y pragmático en una época convulsa, la de Cromwell, y buscó y halló en la poesía una serenidad que el mundo le negaba.

La cruz del Sur, la magnífica colección de la editorial Pre-Textos, publicó hace unos meses una edición de la poesía de Marvell preparada por Carlos Pujol, que hizo la selección y la traducción de los textos y redactó la introducción y las notas.

La prudencia burguesa de Marvell le invitó a nadar y a guardar la ropa. No se casó, pero fue previsor hasta el punto de dejar una viuda de hecho que se encargó de editar algunos poemas póstumos. Siempre estuvo en el justo medio del equilibrio en política, en literatura, en su forma de vivir, entre lo pagano y lo religioso, entre la frialdad intelectual del concepto y el vuelo imaginativo de la emoción.

Y su poesía es como él, interesada, adulona y pragmática a veces. En estas ocasiones ni siquiera resiste esa definitiva prueba del nueve de la traducción y entonces sus versos se deshacen como una rosa barroca hecha cenizas o como se estropea el vino cuando cambia de altura o latitud.

Pero en otras ocasiones, que son las que engrandecen su obra, se deja llevar por intereses puramente poéticos. Entonces surgen los momentos más altos de su poesía, llenos de hallazgos luminosos, de imágenes deslumbrantes y de un sentimiento del paisaje que presagia a Wordsworth.

No escribió mucho, sesenta poemas, casi todos en inglés, con alguna incursión artificiosa y mimética en latín y griego. Los modelos de las églogas de Virgilio y la influencia persistente de Catulo son la base de casi toda su producción poética.

Y con el telón de fondo de la naturaleza domesticada del jardín, Marvell combina ingenio y abstracción, emoción fría, inteligencia y profundidad. Preciso y refinado, para él, como decía Eliot, la imagen es la decoración estructural de una idea seria.

Su poema más conocido, A su recatada amante, recopilado en muchas antologías, contiene muchas de sus claves. Es una exploración del Collige, virgo, rosas de Ausonio, con su aderezo barroco de gusanos y su añadido regodeo en la descomposición de la carne. Arte suasoria para persuadir a aquella muchacha un poco estrecha.

El libro le reserva al lector muchas sorpresas agradables, un puñado abundante de versos memorables escondidos entre la hojarasca decorativa y mitológica. Allí brillan momentos indecibles de confusión de quien, tan sensato habitualmente, se abandona a la emoción y

duda
si lo que ve está dentro o está fuera.


La traducción de Carlos Pujol, autor también de un preciso repertorio de notas, ha sabido captar la música equilibrada de Marvell y ponerla en castellano. El bellísimo Diálogo entre el alma decidida y el placer creado o las ochenta octavas prerrománticas que forman Sobre Appleton House son algunas de sus más claras demostraciones. Así empieza esta última:

Bajo este aspecto sobrio no esperéis
de arquitecto extranjero algún trabajo

que convierte canteras en cavernas
y talando hace prados de los bosques...


Santos Domínguez

27 enero 2007

Memoria del flamenco

Félix Grande.
Memoria del flamenco.
Punto de lectura. Barcelona, 2007

No sé si es porque he ido viendo crecer este libro en sucesivas oleadas editoriales desde hace casi treinta años, pero desde la anterior en Alianza, se me van los ojos al epílogo de 1995, que, si no fuera por el de Caballero Bonald, debería ser el verdadero prólogo de la Memoria del flamenco de Félix Grande que reedita ahora en formato de bolsillo Punto de lectura.

En ese epílogo están las claves que explican la génesis del libro como resultado de una larga culpa y orientan su lectura en la forma concreta de una acción de gracias. Y siempre acabo buscando las últimas frases:

Sin prisa —con la rumia de la angustia social y la angustia ontológica—, con la intensidad de la paciencia, con la sabiduría del conocimiento de que la vida es dura, breve y única, un lenguaje magnífico que comenzó a nacer hace ahora dos siglos en forma de sonidos desgarradores surgidos desde el fondo de la pobreza y la pena andaluzas, ha acabado convirtiéndose en un arte aclamado internacionalmente, y en una prueba más de que en el fondo de la especie, junto al estrago de sus miserias y de su finitud, deambula, como una emoción mitológica, el estupor de lo sagrado.

Al final, todo esto no es más que una rara manera de releer una vez más, ya es la tercera y no me pesa, esta Memoria del flamenco, un libro arrebatador como un torbellino, como el objeto del que trata, esa música abismal que viene del tronco mineral y negro de la fragua.

No es el único imán. Hay otros igual de poderosos: la calidad de la prosa de Félix Grande, la hondura de un conocimiento adquirido en la profundidad de las bibliotecas y de las cavas y las cuevas, la hombría delicada y compasiva de una sensibilidad templada en el dolor del yunque y el compás del martillo.

Este es un libro del que salen chispas, como del hierro candente en la fragua, como del amor y la rabia, como de algunos cantes oscuros, orientales y mineros. O de una soleá como esta, tan del gusto del autor del libro:

La noche del aguacero
dime dónde te metiste
que no te mojaste el pelo.


Su reedición en formato de bolsillo, en edición cuidada, con letra generosa y a un precio asequible, es una excelente noticia.

Porque este es un libro sabio y emocionado, sobrio y enciclopédico. Un libro torrencial que desborda sus propios límites y se convierte en muchos libros a la vez: en un compendio de geografía que va desde la India a Alcalá de Guadaira y hasta más allá de Sanlúcar; en un recorrido por nuestra incalificable historia moderna y contemporánea; en una reivindicación literaria del cancionero anónimo flamenco con una reunión de textos poéticos sobre esa temática; en una explicación física del espectro del sonido y del color, de la química de la combustión y el óxido y los minerales y las fermentaciones; en la lección de álgebra que hay en el compás de la bulería o en la geometría del espacio explicada por quien conoce el tamaño exacto de su desventura y el área de sombra negra que proyecta sobre el plano; en un tratado sobre la fonética y la prosodia rítmica del lamento y del duende o sobre la sintaxis de la rebeldía; en una exploración de la genética de la desolación y en la botánica de las raíces hondas del árbol de los cantes; en la geología áspera y fluvial de los palos; en la educación moral y cívica de estas letras o en el dibujo secreto de sus sonidos negros...

Ahora que ya sabe todo eso, repasa el lector el índice onomástico y se da cuenta de que en esos nombres está convocado también, como en el resto del libro, el universo. Un universo en el que coexisten Diego Corrientes y Ziryab, Manuel Torre y Dvorak, Shakespeare y Juan Pedro Domecq, Dostoievski y la Niña de los Peines.

Todo eso y más reside en esta Memoria del flamenco, que es una reunión de vidas y también una reunión de géneros. Hay aquí expansiones líricas, desahogos trágicos y episodios narrativos. Y mucha autobiografía escondida o flotando sobre estas páginas de alta literatura, que son también las de la memoria personal y su claroscuro, entre los cantes oscuros de fragua, de mina o de celda y la claridad salinera del camino estrecho y jalonado de ventas entre San Fernando y Cádiz.

En un texto memorable y cobrizo dedicado a Manolo Caracol, escribía Félix Grande:

Es la calamidad lo que este hombre examina.

Quizá no haya una frase mejor para resumir este libro imprescindible.

Santos Domínguez

26 enero 2007

Todos los relatos de Svevo



Italo Svevo.
Todos los relatos.
Traducción de Carlos Manzano.
Gadir. Madrid, 2006.

En estos días he descubierto en mi vida algo importante o, mejor dicho, la única cosa importante que me ha ocurrido: la descripción hecha por mí de una parte de ella. Se trata de ciertas descripciones apiladas y dejadas de lado por el médico que las prescribió. Las leo y releo y me resulta fácil completarlas, poner todas las cosas en el lugar que les corresponde y que mi impericia no supo encontrar. ¡Qué viva está esa vida y qué definitivamente muerta está la parte que conté! Voy a buscarla a veces con ansia, al sentirme incompleto, pero no la encuentro. Y, además, sé que la parte que conté no es la más importante. Lo pareció porque la fijé. Y ahora ¿quién soy? No el que la vivió, sino el que la describió. ¡Oh! La única parte importante de la vida es el recogimiento. Cuando todo el mundo comprenda con la misma claridad con la que lo veo yo, todo el mundo escribirá. La vida resultará literaturizada. La mitad de la Humanidad estará dedicada a leer y estudiar lo que la otra mitad habrá consignado por escrito y el recogimiento ocupará la mayor parte del tiempo, substraído así a la hórrida vida de verdad. Y, si una parte de la Humanidad se rebela y se niega a leer las elucubraciones de la otra, tanto mejor. Cada cual se leerá a sí mismo y su vida le resultará más clara o más oscura, pero se repetirá, se corregirá, se cristalizará. Al menos no quedará así, carente de relieve, sepultada nada más nacer, con esos días que pasan y se acumulan, uno igual a otro, formando años, decenios, esa vida tan vacía, apta sólo para figurar como un cuadro de estadísticas demográficas. Yo quiero seguir escribiendo. En estos papeles revelaré enteramente mi historia.

Pero no fue así. Quizá fue el primer escritor que murió como consecuencia de un accidente de tráfico. En cualquier caso, la muerte inesperada de Italo Svevo (Trieste, 1861-Motta di Livenza, 1928), a la que contribuyó de manera determinante su tabaquismo crónico, interrumpió, además de otras cosas más importantes, Las confesiones de un anciano, que iba a ser la continuación de La conciencia de Zeno, su mejor novela.

Murió en septiembre, un día trece, y aquel verano había estado trabajando con creciente intensidad en su cuarta novela, a la que pertenece el párrafo de arriba. Una novela frustrada que quería ser la continuación de su obra más emblemática.

Los esbozos y apuntes de aquel proyecto malogrado se incluyen en la tercera parte de Todos los relatos de Svevo que acaba de publicar Gadir con traducción de Carlos Manzano, lo que es toda una garantía de rigor y calidad. Las otras dos secciones del libro, organizadas en orden cronológico, son los Relatos completos y los Relatos incompletos.

Algunos de estos textos, que se editan ahora por primera vez en español reunidos en libro, son una muestra del mejor Svevo, introspectivo y pesimista, escrutador irónico de los pozos oscuros de la conciencia y los comportamientos, un Svevo especialmente brillante en narraciones como la Historia del buen viejo y la muchacha hermosa o el Corto viaje sentimental que se aproximan en ritmo y técnica a la novela corta.

Bastaría leer algunos de estos relatos para darse cuenta de que estamos ante un escritor importante. En la Historia del buen viejo y la muchacha hermosa, por ejemplo, está en esencia todo el mundo narrativo de Svevo, su fuerza amarga, su ironía crítica y su pericia. Y un párrafo final en el que parece condensarse su desengaño:

Volvió a guardar las viejas y las nuevas cuartillas en la carpeta en la que estaba escrita la pregunta a la que no sabía responder. Después, debajo y angustiosamente, escribió varias veces esta palabra: "¡Nada!"

Y es que Svevo nos deja en este libro su lección magistral, su curso superior de narrativa en torno a la zona de sombra de la culpa, el amor, el tiempo o la muerte, las claves de toda su obra.

Quizá nada mejor para terminar esta reseña que recordar lo que decía Eugenio Montale:

Svevo es un escritor siempre abierto. Nos acompaña, nos guía hasta cierto punto, pero no nos da nunca la impresión de haberlo dicho todo: es amplio y no saca conclusiones, como la vida. Por eso, cuando nos preguntamos qué se debe leer de él, la respuesta sólo puede ser una: leed todo, si podéis, pero no invirtáis el orden de lectura, recorred con él un camino que en su caso no es nunca reversible y dejaos conducir hasta donde le sea posible a él y a vosotros. Más allá estaréis solos, pero no lamentéis el tiempo perdido: os quedará el sentimiento de haber realizado una experiencia necesaria, de haber aumentado vuestra comprensión de la vida.

Santos Domínguez