2/6/07

El miedo de Al Berto


Al Berto.
El miedo. (Poemas escogidos, 1976-1997).
Selección, traducción y prólogo de
Cidália Alves dos Santos y Javier García Rodríguez.
Pre-Textos. Valencia, 2007.



Pese a lo prematuro de su muerte a los cuarenta y nueve años, la de Al Berto (1948- 1997) es una de las voces más importantes de la poesía portuguesa de las últimas décadas. El miedo, el volumen que acaba de publicar Pre-Textos, recoge una amplia selección de su obra, prologada y traducida con eficiencia por Cidália Alves dos Santos y Javier García Rodríguez.

Aunque nació en Coimbra, vivió desde muy pequeño en Sines, ciudad costera que marca su biografía, su forma de mirar el mundo y su escritura. Provocativa y transgresora, su poesía, intensa e inconformista, está atravesada por temas como el mar, la muerte, el viaje real o soñado, la pasión homoerótica, la fugacidad.

Con un malditismo genetiano, con la melancolía del tiempo perdido y la marginalidad de los chaperos, la poesía de Al Berto se nutre dolorosa y vitalmente de su autobiografía y sus insatisfacciones, de las ciudades en las que vivió (Lisboa, Bruselas, París, Barcelona, Málaga), de su permanencia en los márgenes y sus lecturas de Rimbaud, de un vitalismo exaltado y una lacerante conciencia de la fugacidad.

Platonismo y sexualidad, realidad y misterio se dan cita en una poesía como la de Al Berto, que es un reflejo de su vida, el estilo funciona como un espejo que expresa ese desgarro lingüístico, entre el tono lírico y lo obsceno, entre la crudeza expresiva y la elaboración metafórica de la realidad para expresar una transgresión temática y formal, constante en la obra poética de quien queda definido en el prólogo de Cidália Alves dos Santos y Javier García Rodríguez como un Orfeo de los suburbios.

En ese narcisismo de quien se contempla en el espejo o en el agua está la base del desarraigo, la raíz de la escisión entre Alberto y Al Berto, entre el hombre y el poeta, entre el yo lírico y el yo autobiográfico.

Y entre amores imperfectos como los de El domador de horas, sobre la desazón del simbolismo onírico, va creciendo una amargura progresiva que desplaza a la melancolía anterior, una más intensa preocupación por el tiempo y sus destrucciones y por la escritura como salvación.

La poesía se convierte entonces en búsqueda de identidad, en una forma de creación del mundo a través de la palabra, como en El pequeño demiurgo:

escribo barco y una quilla hiende el vastísimo mar
y los árboles crecen de los espacios de niebla
entre mirada y mirada se mueven
animales presos a la tierra con sus plumajes de hierro
y de rocío de oro cuando la luna se eclipsa
comunicándoles el celo y la nómada alegría de vivir.


O en la forma de expresión de la amargura y la fragilidad de un tiempo último marcado por la muerte, como en Aqueronte:

ve
que la tierra es terciopelo escurriéndose de la boca

hacia la boca – triste néctar envenenado

contra los labios que se despiden de la casa

de los afectos
de los amigos
de las cosas insignificantes y

de la calle que no volverán a ver

aislados de los demás
pernoctando en el letargo ávido de los ríos avanzan
tumbados en el fondo de la pesada barca – etéreos

entran despacio en la ciudad desmoronada
en la fisura de este tiempo nauseabundo
que ya no les pertenece


Lo escribe en Huerto de incendio (1996), su libro más maduro y completo, en el que Lisboa es ya ese

lugar postrero de la risa
que ya no te puede salvar del cementerio de los placeres
y mueres
cargado de tristezas y de misterios -mueres
en alguna parte
sentado en una plazuela de barrio - la mirada fija

en el infierno marítimo de las aves

Santos Domínguez