Nicholas Nickleby.
Traducción de
Pedro Horrach Salas y David González.
Montesinos. Barcelona, 2023.
Mientras el autor avanzaba en su labor, mucho le divirtió y satisfizo enterarse, por amigos del campo y por una variedad de declaraciones ridículas publicadas respecto a él en periódicos de provincias, que más de un maestro de escuela de Yorkshire afirmaba ser el original del Sr. Squeers. El autor tiene razones para creer que un benemérito llegó al punto de consultar con autoridades versadas en derecho, con el fin de tener buenos fundamentos para sustentar un pleito por difamación. Otro ha considerado la posibilidad de emprender un viaje a Londres con el propósito expreso y exclusivo de perpetrar violencias físicas contra su caracterizador. Un tercero recuerda perfectamente haber sido visitado, ya hizo un año en enero pasado, por dos caballeros, uno de los cuales lo distraía con su conversación mientras el otro dibujaba su retrato; y aunque el Sr. Squeers tiene solo un ojo, y él tiene dos, y el boceto publicado no se le parece (sea quien fuese) en ningún otro aspecto, de todas formas él y todos sus amigos y vecinos saben de inmediato a quién está destinado, porque su parecido con el personaje resulta evidente.
Así comienza el prefacio que Charles Dickens escribió en 1839 para la primera edición de Nicholas Nickleby, su memorable novela que antes de aparecer en un volumen se había ido publicando por entregas entre abril de 1838 y octubre de 1839.
Esas entregas provocaron el fervor del público lector, que se contaba en decenas de miles a juzgar por las tiradas, y la ira de quienes se sintieron retratados o aludidos en la novela, ilustrada con veintinueve láminas de “Phiz”, que había viajado con Dickens a Yorkshire para documentarse en el terreno sobre un internado que inspirará el de la obra.
Porque Nicholas Nickleby, aparte de la confirmación como novelista de Dickens tras la revelación asombrosa de Los papeles póstumos del Club Pickwick y de Oliver Twist, es una denuncia de los métodos escolares de la época simbolizados en la figura de Wackford Squeers, el maestro tuerto y brutal.
En el prólogo a la edición económica que apareció en 1848 escribía Dickens: “Esta historia comenzó a los pocos meses de la publicación de los Papeles póstumos del Club Pickwick. En aquel entonces existían muchas escuelas baratas en Yorkshire. Ahora hay muy pocas.”
Y añadía estas líneas demoledoras sobre el origen de su novela: “A lo largo de muchos años, esta clase de escuelas brindó un ejemplo notable del monstruoso abandono de la educación en Inglaterra, y de la desatención del estado respecto a ella como medio de formar ciudadanos buenos o malos, y hombres miserables o alegres. Cualquier hombre que hubiera demostrado su incompetencia para cualquier otra ocupación en la vida quedaba en libertad de abrir, sin ningún examen ni cualificación, una escuela en cualquier parte. Al cirujano que ayuda a traer a un niño al mundo, o quizás ayuda algún día a enviarlo fuera de él, se le exigía que estuviese preparado para las funciones que “debía asumir, al igual que al químico, al abogado, al carnicero, al panadero, al fabricante de velas; a toda la ronda de oficios y negocios, con excepción del maestro de escuela. Y aunque los maestros de escuela, como raza, eran los zopencos e impostores que naturalmente es dable esperar que surjan de semejante estado de cosas, y que florezcan en él, esos maestros de escuela de Yorkshire eran el escalón más bajo y podrido de toda la escala. Comerciaban con la avaricia, la indiferencia o la imbecilidad de los padres y la indefensión de los niños; hombres ignorantes, sórdidos, brutales, a quienes pocas personas consideradas habrían confiado el cuidado y la alimentación de un caballo o de un perro, formaban la piedra de toque de una estructura que, por absurdo y por una magnífica desatención arbitraria de laissez-aller, rara vez ha sido sobrepasada en el mundo.
A veces oímos de procedimientos por daños y perjuicios contra el practicante no cualificado de medicina que haya deformado o roto un miembro al pretender curarlo. ¿Pero qué hay de los cientos de miles de mentes que han sido deformadas para siempre por los incapaces charlatanes que han pretendido formarlas?
Hablo de esa raza, la de los maestros de escuela de Yorkshire, en pretérito. Aunque aún no ha desaparecido totalmente, día a día disminuye.”
Dickens escribía desde su propia memoria y su experiencia como víctima de aquella brutalidad de los maestros de escuela, como explicaba él mismo: “No puedo recordar en este momento cómo llegué a oír hablar de los colegios de Yorkshire cuando aún era un chiquillo, no muy robusto, y me sentaba en los apartados lugares de las cercanías del Castillo de Rochester […], pero sí sé que fue entonces cuando recogí mis primeras impresiones sobre ellos, y que estaban en cierto modo relacionadas con un niño que había regresado a su casa con un abceso supurado, a consecuencia de que su mentor en Yorkshire, filósofo y amigo, se lo había abierto con un cortaplumas manchado de tinta.”
El mismo día que cumplió los veintiséis años, escribió el comienzo de Nicholas Nickleby un Dickens dueño ya de un portentoso mundo narrativo: magistral en la caracterización de los personajes, en la elaboración de la trama episódica, en la construcción de los diálogos ágiles y vivaces o en la descripción plástica de los ambientes. Técnicamente, en esta su tercera novela asumía el novelista lo mejor de Los papeles póstumos del Club Pickwick y de Oliver Twist.
Su peculiar mezcla de humor y crítica, de piedad e ironía, de melodrama sentimental y denuncia reformista se proyecta sobre personajes inolvidables como el odioso ignorante Squeers; la habladora madre de Nicholas, Catherine Nickleby, una mujer insoportablemente hueca en la que Dickens vertió rasgos de su propia madre; la resuelta Kate Nickleby, hermana del protagonista, que hace frente al tío Ralph, especulador y usurero de fondo demoníaco; Madeline Bray, vendida por su padre al prestamista acreedor Arthur Gride y rescatada por Nicholas; Smike, el maltratado alumno de Squeers; Tim Linkinwater, el pintoresco empleado de los filantrópicos hermanos Cheeryble, empleadores también del protagonista; el bondadoso señor Crummles, el empresario teatral en quien se autorretrató Dickens, o el lascivo noble Mulberry Hawk, otro de los villanos de la novela.
Con un envidiable ritmo narrativo, se suceden en la obra una enorme variedad de episodios y, consecuentemente, un abundante número de personajes y de ambientes. Esa conjunción de elementos explica su éxito, desde que era un proyecto en marcha que iba apareciendo por entregas en tiradas de cincuenta mil ejemplares hasta las frecuentes reediciones en distintos formatos de libro.
Ese éxito consolidó la trayectoria profesional de Dickens como novelista y contribuyó decisivamente con su denuncia a frenar los abusos y la ignorancia en las escuelas inglesas de la época.
La Editorial Montesinos acaba de publicar en un cuidado volumen una reedición de la novela con la magnífica traducción de Pedro Horrach Salas y David González, de la que puede servir como ejemplo este pasaje:
Siguieron avanzando, traqueteando por las calles ruidosas, animadas y atiborradas de Londres, que ahora exhibían largas hileras dobles de faroles que ardían con brillantez, salpicadas aquí y allá con las luces deslumbrantes de las farmacias y abrillantadas, además, por los vivos destellos que irradiaban las vitrinas de los comercios, donde la fulgente joyería, las sedas y los terciopelos de los más ricos colores, las más llamativas delicias y los más suntuosos artículos de rica ornamentación se sucedían unos a otros en espléndida y rutilante profusión. Torrentes de personas que parecían infinitos corrían más y más, empujándose unos a otros en la multitud y avanzando con prisa, sin parecer apenas conscientes de las riquezas que los rodeaban por todos lados, mientras que vehículos de todos los modelos y formas, mezclados en una masa que se movía como el agua al correr, prestaban sus perennes rugidos al maremagno de ruido y tumulto.
Al dejar atrás aquella masa de objetos en constante y vertiginoso cambio, era extraño observar en qué curiosa procesión pasaban ante la vista. Emporios de vestidos suntuosos, cuyos materiales habían sido traídos de todos los confines del mundo; vitrinas tentadoras, con todo lo que estimula y mima el apetito ya saciado y vuelve de nuevo a deleitarlo con un banquete a menudo repetido; receptáculos de oro y plata bruñidos, forjados en todas las exquisitas formas posibles de jarrones, y platos, y copas; fusiles, espadas, pistolas e ingeniosos instrumentos —a todas luces— de destrucción; tornillos y fierros para criminales, ropas para los recién nacidos, medicinas para los enfermos, ataúdes para los muertos, y camposantos para los sepultados…, todos ellos en gigantesco revoltijo o apiñados unos junto a otros, parecían pasar rápidamente en abigarrada danza, como los grupos fantásticos del viejo pintor holandés, y con la misma estricta moral ante los ojos de la multitud sorda e inquieta.
Tampoco faltaban en esta misma multitud objetos que imprimieran nuevo sentido y propósito a la cambiante escena. Los andrajos del escuálido cantante de baladas revoloteaban en la misma rica luz que mostraba los tesoros del orfebre, rostros pálidos y demacrados rondaban en torno a las vidrieras con comida tentadora, ojos hambrientos vagaban sobre la abundancia protegida por una sola y fina lámina de frágil cristal… pared de hierro para ellos. Figuras medio desnudas y tiritantes se detenían a contemplar los mantones chinos y los dorados tejidos de la India. Un festivo bautizo tenía lugar en el mayor taller de fabricación de ataúdes, y un adorno heráldico funerario interfería con las obras de remozamiento de la más vistosa mansión. La vida y la muerte iban de la mano. Marchaban codo a codo la riqueza y la pobreza. Juntos yacían el hartazgo y la inanición
Pero era Londres, y la anciana campesina que iba dentro del coche, y que dos o tres kilómetros más acá de Kingston había sacado la cabeza por la ventanilla para gritarle al cochero que con toda seguridad había pasado su parada y se le había olvidado dejarla, al fin respiraba satisfecha.
Santos Domínguez