Juan Rodolfo Wilcock.
El libro de los monstruos.
Traducción de Ernesto Montequin.
Preludio de Luis Chitarroni.
Atalanta. Gerona, 2020.
Anastomos
Es muy raro, por no decir imposible, que los hombres se pongan de acuerdo en cuestiones de belleza, y sin embargo todos están de acuerdo en reconocer que Anastomos es bellísimo. Está todo hecho de espejos o, para ser precisos, todo recubierto de espejitos, más pequeños en el rostro, más anchos en la espalda y en el pecho. También los ojos son espejos, gruesos espejitos móviles y azules en los cuales nos vemos reflejados sobre un fondo turquesa como en un cielo feliz, como en aguas irresistibles. A la luz del sol, en la playa, es una aparición tan deslumbrante que la gente se queda con la boca abierta y no se atreve a acercarse, dominada por una mezcla de terror y de fascinación como frente a algo sagrado e intocable; sólo los niños corren tras él. Cuando después entra en el mar, en medio de las olas espumosas, es tal el reverbero recíproco de destellos irisados de los espejos a las gotas y de las gotas a los espejos que es como ver a una divinidad primordial de forma humana surgir del agua y del fuego al mismo tiempo. Y quizá sea una divinidad, porque no está concedido a los hombres ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos; no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y por el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, las cascadas y las islas, los astros y las llamas, todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno, y que no amaríamos si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable. También Anastomos, si es por eso, es intocable: nadie osaría poner los dedos en sus espejos, estos dedos que aun cuando están más limpios siguen estando sucios. Con su piel de espejos, Anastomos es para nosotros la geometría, y por ende la música.
Ese es el primero de los sesenta y dos retratos que componen el muestrario de seres asombrosos y anómalos que Juan Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919-Lubriano, 1978) reunió en El libro de los monstruos, que apareció poco después de su muerte. Veinte años antes había salido definitivamente de Argentina huyendo del peronismo. Se instaló en Italia y se convirtió en un escritor italiano.
En esa lengua escribió entre otros, como La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios, este libro que publica Atalanta con traducción de Ernesto Montequin y un Preludio en el que Luis Chitarroni explica que “como deudor y divulgador de Arcimboldo y de Borges, Wilcock traza el retrato inolvidable del monstruo perdurable. Se acostumbra en tales casos a enumerarlos, pero esta vez se prefiere tratar de desentrañar qué rara mezcla de desdén y ambición hizo que el autor, con la energía creadora habitual, los concibiera. Ese balance infrecuente entre los dones de los que se hace alarde y las contracciones súbitas del inventario nos precaven acerca de la unidad. Pero con Wilcock tenemos nuevamente que continuar al acecho. De acuerdo con una vieja boutade del autor, no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse.
Entre el destello descriptivo y la inscripción alegórica, pero sobre todo entre el emblema, con el peso narrativo de su furia simbólica, y el croquis, con su velocidad sintomática de esquema incisivo, el autor se ufana de dejar a su paso una galería. En ella se reconocen la mayoría de las miserias y pequeñeces humanas, pero también, gracias al humor que todo transfigura, la grandeza literaria capaz de conducirnos del comienzo al fin con la mirada atenta y una sonrisa encantada.”
El libro de los monstruos es un muestrario deslumbrante de monstruosidades, un compendio de desviaciones físicas y peculiaridades monstruosas que tienen algo de bestiario y de fábula moral sobre la condición humana.
En una línea que recuerda a veces a Borges y a veces a Italo Calvino, hay ecos esperpénticos y kafkianos en estos retratos que combinan la imaginación y el simbolismo, el humor y la crítica, la ironía y la creatividad, la fantasía y el absurdo.
Casi todos estos textos se construyen como descripciones alegóricas en las que el monstruo queda a medio camino entre el hombre y el animal entre el sujeto y el objeto: un geómetra transformado en una eruptiva fumarola cónica; un estudiante de arquitectura que despierta una mañana cubierto de plumas; un hombre mutado en un malvado cenicero que elabora recetas crueles de sus vecinos; un agrimensor que va perdiendo partes de su cuerpo; un marido licuado; un hombre arbóreo; un capitán que cambia de piel en primavera; una cantante calva y esférica que se desnuda en el escenario; un homínido dedicado a la semiótica estructuralista; un carpintero ovíparo; un cantautor con un cerebro del tamaño de una avellana; un hombre bidimensional o un teólogo que camina a cuatro patas son algunos de los integrantes de esta galería de monstruos que refleja una visión ácida sobre el mundo; una mirada envuelta en la mordacidad de su ironía y en la capacidad del humor negro para expresar lo siniestro o lo diferente, para mostrar lo monstruoso como una ruptura del orden o como una anomalía del sistema.
Extraterritorial él mismo, Wilcock logró su libro más perfecto con este muestrario de anomalías levantado sobre una serie de líneas temáticas como la transformación, lo grotesco, la soledad o el extrañamiento,
La brevedad y la capacidad de invención se conjuntan en estos textos con la crítica de instituciones, convenciones y costumbres desde una mirada cáustica sobre los dogmas de la modernidad: del comunismo a la semiótica o de la literatura comprometida al vacío del arte contemporáneo.
“Como nosotros, como todos nosotros”, escribe Wilcock al final de uno de los retratos, una frase que sugiere la monstruosidad es la esencia de lo humano.
Y con una alusión al hombre como paradigma de lo monstruoso cierra el último retrato del libro, Alasumma, un bailarín que en reposo parece una mariposa:
En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, se enciende por un instante efímero en Alasumma con los colores de las tierras cálidas y ahora baila, como Dios manda, para demostrar cuán grises son estos pueblos que sin ningún derecho ocupan la hermosa tierra y la entristecen. Es como decir: sí, hubieras podido ser tan hermoso como él pero, solo entre las bestias, fuiste omitido en el boceto del mundo, único olvido mío, hombre, paradigma del monstruo.
Santos Domínguez