27/4/20

¡Absalón, Absalón!

William Faulkner.
¡Absalón, Absalón! 
Edición de Bernardo Santano Moreno.
Letras Universales Cátedra. Madrid, 2020.

Desde poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse... 

Así comienza ¡Absalón, Absalón!, la cima novelística de William Faulkner, en la nueva traducción que Bernardo Santano Moreno publica en Letras Universales Cátedra.

Esas glicinias se han elegido como motivo de la portada de esta edición, porque además de aparecer en ese primer párrafo del libro, se convierten con su función simbólica en uno de los hilos de la novela. 

Centrada en la figura de Thomas Sutpen, que en palabras de Harold Bloom es “la sinécdoque vital de la historia del Sur”, ¡Absalón, Absalón! comienza una tarde de septiembre de 1909 con ese encuentro entre Quentin Compson y la señorita Coldfield y se remonta a la mañana de junio de 1833, en el momento en el que Sutpen -“hombre-caballo-demonio”- llega a Jefferson con veinte esclavos negros y un arquitecto para crear la Centena de Sutpen en el extremo noroeste del condado de Yoknapatawpha. Procedente de Virginia y con un oscuro pasado, Sutpen se hace construir junto a las plantaciones una ostentosa mansión en la que fundará una dinastía a cuya degradación y extinción asistirá el lector guiado por el relato de tres generaciones de Compson -Quentin, su padre y el abuelo general, el único amigo que tuvo Sutpen-, de su cuñada, Rosa Coldfield, y de Shreve MacCannon, compañero de habitación de Quentin en Harvard.

Desde el principio se van diseminando en la novela una serie de datos parciales sobre la compleja historia familiar de los Sutpen, datos que componen un mosaico que el lector deberá ir reconstruyendo con los nuevos detalles que van aportando los relatos de los distintos narradores con cambios de puntos de vista constantes.

El complejo entramado narrativo de ¡Absalón, Absalón!, la más ambiciosa de sus novelas, lo organizó Faulkner en nueve capítulos que desarrollan en un clima moral de tragedia griega una atormentada historia de amor y odio, de ambición y racismo, de orgullo y fracaso, de incesto y fratricidio, de culpa y violencia y rebelión contra el padre. Una  historia febril de resonancias bíblicas que tiene como referentes varios episodios narrados en el Segundo Libro de Samuel, como la rebelión de Absalón contra su padre, David, y la venganza sobre su hermano Amnón, tras la relación incestuosa con su hermana Tamar.

Opaca en ocasiones, con un incesante perspectivismo narrativo en su desarrollo polifónico, con monólogos interiores intercalados en el relato de los hechos, con ambigüedades, elipsis y datos escamoteados -por el autor, por los narradores o por el propio Sutpen- que provocan la perplejidad del lector, Faulkner asume en ¡Absalón, Absalón! las limitaciones en la narración de una historia, la imposibilidad de conocer toda la verdad de lo ocurrido en el pasado.

De mala gana, obligado por la razón comercial de los editores, Faulkner añadió al final dos apéndices que contenían una Cronología y una Genealogía que aclaraban la laberíntica historia y resumían el fracaso del proyecto vital de Thomas Sutpen, simbolizado en el desenlace demoledor con la mansión en llamas y un anormal desaparecido como descendiente único de la estirpe.

La terminó a principios de 1936, tras un largo proceso de elaboración, después de dos años y medio complicados y llenos de contrariedades, con malas relaciones con su mujer, con el trauma por la muerte de su hermano pequeño en un accidente con la avioneta que él mismo le había regalado y tras una cura de desintoxicación en un hospital.

La publicó a finales de octubre de ese mismo año con un mapa del Condado de Yoknapatawpha que él mismo había elaborado, del que Faulkner se declara “único dueño y propietario”. Aparecen allí no sólo los lugares de esa topografía apócrifa, cuyo centro es la ciudad de Jefferson, sino las diferentes ramas familiares que habitaron ese territorio imaginario que constituye una parte imprescindible de la geografía literaria del siglo XX.

De la primera edición se imprimieron siete mil ejemplares el mismo año en que Lo que el viento se llevó, ese abominable artefacto subliterario, vendía cincuenta mil en un día y más de un millón en seis meses antes de ganar el Pulitzer frente a una obra maestra como ¡Absalón, Absalón!

Además de una estupenda traducción que remedia las carencias de las anteriores versiones en español, Bernardo Santano ha elaborado un esclarecedor estudio introductorio que explora los temas que se cruzan en la trama de la novela, sobre la que afirma: “Hoy nadie pone en duda que ¡Absalón, Absalón! es una obra maestra de la literatura norteamericana del siglo XX y que desde luego es una novela clave en la literatura universal.”

 Para facilitar su lectura, antes del texto el editor ha incorporado una sinopsis que facilita al lector el seguimiento de los nueve capítulos narrados por cuatro personajes, desde el narrador principal, Quentin Compson, pasando por su padre y su abuelo, hasta la señorita Rosa Coldfield y Shreve MacCannon, compañero de Quentin en Harvard, lejos de ese “profundo Sur, muerto desde 1865 y poblado de espectros deslenguados, indignados y perplejos”.

A ese esfuerzo de Bernardo Santano por hacer comprensible la novela con su estudio introductorio contribuye también la calidad de la traducción, que facilita mucho la lectura en contraste con otras francamente ilegibles que además falsificaron el original. La traducción de Bernardo Santano, consciente de que no es sino una representación del original, aspira a acercarse a la altura del texto inglés. En comparación con las otras tres que conozco -desde la que en 1950 hizo en Buenos Aires Beatriz Florencia Nelson a la reciente de Martínez Lage, pasando por la de María Eugenia Díaz en esta misma colección- , me parece que esta es la que más se le aproxima. 

Santos Domínguez