29/4/20

La marcha Radetzky


Joseph Roth.
La marcha Radetzky.
Traducción de Isabel García Adánez.
Alianza Literaturas. Madrid, 2020.

Los Trotta eran nuevos nobles. Al fundador de su linaje le habían concedido el título nobiliario después de la batalla de Solferino. Era esloveno. Sipolje, el nombre del pueblo del que procedía, fue lo que dio el complemento a su título. El destino había elegido a aquel Trotta para llevar a cabo una gran hazaña. Luego ya se encargó él de que la posteridad olvidase su nombre.

Así comienza la nueva traducción de Isabel García Adánez de ese monumento literario que es La marcha Radetzky, de Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894 - París, 1939) en Alianza Literaturas.

Publicada por primera vez en 1932 con ese irónico título, alusivo a la famosa marcha militar de Johan Strauss, es seguramente la mejor descripción de la caída del Imperio austrohúngaro de los Habsburgo a través de tres generaciones de la familia Trotta en las que metaforiza la decadencia y la desaparición sin grandeza de aquella realidad política, administrativa y territorial, social y cultural que se extinguió con el Tratado de Versalles.

"Austrohungría ya no existe. Y yo no quiero vivir en ninguna otra parte", escribió Freud cuando acabó la Primera Guerra Mundial. Judío y austroalemán como él, Roth podría haber firmado esas palabras sobre la desaparición del Imperio austrohúngaro, porque a partir de entonces sus novelas y sus artículos periodísticos se mueven entre la nostalgia de un mundo que ya no existe, la conciencia de la capacidad destructiva del nazismo y la desesperanza ante un futuro imposible.

Con presupuestos estéticos e ideológicos muy diversos, autores como Kafka, Von Rezzori, Hassek, Musil,  Broch o el propio Roth levantaron sobre esas ruinas de la Mittleeuropa una parte imprescindible de la literatura del siglo XX.

La huella de ese mundo ordenado que se desmoronó como consecuencia de la Gran Guerra se puede seguir contemplando en la arquitectura centroeuropea, pero sobre todo en esa magnífica literatura de la que forma parte La marcha Radetzky, entroncada en una práctica narrativa que remite más a la tradición realista del siglo XIX que a la renovación novelística del siglo XX.

Es sin duda la mejor novela de Roth, que fue no sólo un testigo nostálgico y privilegiado, sino una víctima más del derrumbe de aquel mundo en extinción, simbolizado en la figura del último Trotta, que muere en la guerra sin dejar descendientes de su estirpe. Un mundo en el que hasta el tiempo transcurría con otro ritmo:

En tiempos, antes de la Gran Guerra, cuando se dieron los acontecimientos que recogen  estas páginas, aún no era indiferente si una persona vivía o moría. Cuando alguien era arrancado del rebaño de los vivos, no aparecía otro al instante para que olvidasen al difunto, sino que quedaba el hueco donde él faltaba y los testigos cercanos o lejanos de su desaparición guardaban silencio cada vez que veían ese hueco. Si el fuego había arrasado una casa de una hilera de una calle, el lugar del incendio permanecía vacío durante mucho tiempo. Pues los albañiles trabajaban despacio y a conciencia,  y tanto los vecinos de la zona como quienes pasaban por allí de casualidad recordaban la forma y los muros de la casa desaparecida al contemplar el espacio vacío. ¡Así era antaño! Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer y todo lo que desaparecía requería mucho tiempo para ser olvidado. Por otro lado, todo lo que había existido alguna vez había dejado su huella, y, además, antes se vivía de los recuerdos igual que ahora se vive de la capacidad de olvidar deprisa y por completo.

La crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene también en Joseph Roth uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son la metáfora de un mundo que moría con uno de sus mejores cronistas, con su misma indigencia.

A través de Chojnicki, el personaje más lúcido de la novela, en quien proyectó su propia melancolía, Roth expresó el sentido de aquel hundimiento:

Los tiempos ya no nos quieren. Los tiempos piden Estados nacionales independientes. Ya no se cree en Dios; la nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia; van a las asociaciones nacionales. [...]  Somos, como yo digo, los últimos en un mundo en el que Dios aún concedía su gracia a las majestades y los locos como yo hacían oro. [...] Son los tiempos de la electricidad, no de la alquimia. De la química también, entiéndame. ¿Sabe cómo se llama la sustancia clave? Nitroglicerina -y lo pronunció separando bien cada sílaba-. ¡Nitroglicerina! -repitió-. Ya no es el oro. En el palacio de Francisco José siguen encendiendo velas a menudo. ¿No lo ve? La nitroglicerina y la electricidad acabarán con nosotros. Y ya no queda mucho. ¡No queda nada!

Santos Domínguez

27/4/20

¡Absalón, Absalón!

William Faulkner.
¡Absalón, Absalón! 
Edición de Bernardo Santano Moreno.
Letras Universales Cátedra. Madrid, 2020.

Desde poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse... 

Así comienza ¡Absalón, Absalón!, la cima novelística de William Faulkner, en la nueva traducción que Bernardo Santano Moreno publica en Letras Universales Cátedra.

Esas glicinias se han elegido como motivo de la portada de esta edición, porque además de aparecer en ese primer párrafo del libro, se convierten con su función simbólica en uno de los hilos de la novela. 

Centrada en la figura de Thomas Sutpen, que en palabras de Harold Bloom es “la sinécdoque vital de la historia del Sur”, ¡Absalón, Absalón! comienza una tarde de septiembre de 1909 con ese encuentro entre Quentin Compson y la señorita Coldfield y se remonta a la mañana de junio de 1833, en el momento en el que Sutpen -“hombre-caballo-demonio”- llega a Jefferson con veinte esclavos negros y un arquitecto para crear la Centena de Sutpen en el extremo noroeste del condado de Yoknapatawpha. Procedente de Virginia y con un oscuro pasado, Sutpen se hace construir junto a las plantaciones una ostentosa mansión en la que fundará una dinastía a cuya degradación y extinción asistirá el lector guiado por el relato de tres generaciones de Compson -Quentin, su padre y el abuelo general, el único amigo que tuvo Sutpen-, de su cuñada, Rosa Coldfield, y de Shreve MacCannon, compañero de habitación de Quentin en Harvard.

Desde el principio se van diseminando en la novela una serie de datos parciales sobre la compleja historia familiar de los Sutpen, datos que componen un mosaico que el lector deberá ir reconstruyendo con los nuevos detalles que van aportando los relatos de los distintos narradores con cambios de puntos de vista constantes.

El complejo entramado narrativo de ¡Absalón, Absalón!, la más ambiciosa de sus novelas, lo organizó Faulkner en nueve capítulos que desarrollan en un clima moral de tragedia griega una atormentada historia de amor y odio, de ambición y racismo, de orgullo y fracaso, de incesto y fratricidio, de culpa y violencia y rebelión contra el padre. Una  historia febril de resonancias bíblicas que tiene como referentes varios episodios narrados en el Segundo Libro de Samuel, como la rebelión de Absalón contra su padre, David, y la venganza sobre su hermano Amnón, tras la relación incestuosa con su hermana Tamar.

Opaca en ocasiones, con un incesante perspectivismo narrativo en su desarrollo polifónico, con monólogos interiores intercalados en el relato de los hechos, con ambigüedades, elipsis y datos escamoteados -por el autor, por los narradores o por el propio Sutpen- que provocan la perplejidad del lector, Faulkner asume en ¡Absalón, Absalón! las limitaciones en la narración de una historia, la imposibilidad de conocer toda la verdad de lo ocurrido en el pasado.

De mala gana, obligado por la razón comercial de los editores, Faulkner añadió al final dos apéndices que contenían una Cronología y una Genealogía que aclaraban la laberíntica historia y resumían el fracaso del proyecto vital de Thomas Sutpen, simbolizado en el desenlace demoledor con la mansión en llamas y un anormal desaparecido como descendiente único de la estirpe.

La terminó a principios de 1936, tras un largo proceso de elaboración, después de dos años y medio complicados y llenos de contrariedades, con malas relaciones con su mujer, con el trauma por la muerte de su hermano pequeño en un accidente con la avioneta que él mismo le había regalado y tras una cura de desintoxicación en un hospital.

La publicó a finales de octubre de ese mismo año con un mapa del Condado de Yoknapatawpha que él mismo había elaborado, del que Faulkner se declara “único dueño y propietario”. Aparecen allí no sólo los lugares de esa topografía apócrifa, cuyo centro es la ciudad de Jefferson, sino las diferentes ramas familiares que habitaron ese territorio imaginario que constituye una parte imprescindible de la geografía literaria del siglo XX.

De la primera edición se imprimieron siete mil ejemplares el mismo año en que Lo que el viento se llevó, ese abominable artefacto subliterario, vendía cincuenta mil en un día y más de un millón en seis meses antes de ganar el Pulitzer frente a una obra maestra como ¡Absalón, Absalón!

Además de una estupenda traducción que remedia las carencias de las anteriores versiones en español, Bernardo Santano ha elaborado un esclarecedor estudio introductorio que explora los temas que se cruzan en la trama de la novela, sobre la que afirma: “Hoy nadie pone en duda que ¡Absalón, Absalón! es una obra maestra de la literatura norteamericana del siglo XX y que desde luego es una novela clave en la literatura universal.”

 Para facilitar su lectura, antes del texto el editor ha incorporado una sinopsis que facilita al lector el seguimiento de los nueve capítulos narrados por cuatro personajes, desde el narrador principal, Quentin Compson, pasando por su padre y su abuelo, hasta la señorita Rosa Coldfield y Shreve MacCannon, compañero de Quentin en Harvard, lejos de ese “profundo Sur, muerto desde 1865 y poblado de espectros deslenguados, indignados y perplejos”.

A ese esfuerzo de Bernardo Santano por hacer comprensible la novela con su estudio introductorio contribuye también la calidad de la traducción, que facilita mucho la lectura en contraste con otras francamente ilegibles que además falsificaron el original. La traducción de Bernardo Santano, consciente de que no es sino una representación del original, aspira a acercarse a la altura del texto inglés. En comparación con las otras tres que conozco -desde la que en 1950 hizo en Buenos Aires Beatriz Florencia Nelson a la reciente de Martínez Lage, pasando por la de María Eugenia Díaz en esta misma colección- , me parece que esta es la que más se le aproxima. 

Santos Domínguez

24/4/20

José María Álvarez. La mirada de la Esfinge


José María Álvarez.
La mirada de la Esfinge.
Antología de Noelia Illán Conesa.
Olé Libros. Valencia, 2019

Qué hermosa eras. Ser
báquico, fragmento de la explosión
de algún sol,
secreto de la mirada de la Esfinge. Qué
segura
de tu poder.
Satisfecha, soberbia, ciega como las fuerzas
de la Naturaleza, llevando cuerpo y alma
hasta el hervor de la disolución.
Eras el brillo de los ojos de la fiera. No
era el calor humano
que un ser desprende y que te abraza
ante el viento de soledad del mundo. No era el amor
calmo y sereno, que
como esas estatuas de las costas sicilianas
anuncia a los navegantes
que allí empieza la Civilización. Sino
el estallido salvaje y fascinante
del Deseo, la intensidad brutal, magnífica,
la pasión de la carne en su estado más puro,
la terrible belleza de su salto de leopardo.

De esos versos de la Epístola Moral a Fabia, de José María Álvarez, toma su título La mirada de la Esfinge, la antología de su poesía erótica que Noelia Illán Conesa publica en Olé Libros.

Una selección de cincuenta y nueve textos organizados en dos partes –'Las huellas del deseo' e 'Imposible terciopelo'- en torno a la misteriosa mirada femenina y el deseo:

“He caminado siempre los radiantes Infiernos y Paraísos del Deseo. Yo creo que Noelia Illán ha visto con claridad el escenario iluminado de mis poemas y ha seleccionado con acierto”, escribe José María Álvarez en el Agradecimiento que abre este significativo conjunto de poemas en los que se cruzan la naturaleza y la historia, el placer y el tiempo, el culturalismo y el sexo, la ensoñación y el recuerdo, la realidad y la fantasía, la música y el cine, el arte y la literatura.

Una antología osada, como reconoce Noelia Illán en su prólogo -'Húndase Roma en el Tíber'-, donde explica que ha querido “conformar un libro de deseo a base de los versos de José María Álvarez que más me han emocionado a lo largo de los años.”

Bajo la sombra protectora de Casanova y Nabokov, de Catulo y Juvenal, transitan por sus versos carnales diosas de polígono transfiguradas en Dido de grandes superficies o en Helena de Troya sobre un capó bajo la luna, lolitas perversas, miradas cruzadas con muchachas imposibles o efimeros amores de una noche, encarnaciones del deseo como motor del mundo y de la vida. Deseo que anula el tiempo y sus destrucciones:

Y ya ha cambiado el mundo.
Ya no hay atardecer ni cantan
los pájaros en los árboles.
Ya no existe la Muerte ni la memoria.

Solo esos ojos verdes que te miran
y que en ti desatan
la plenitud del deseo.

Deseo que es también relámpago fugaz que deja la nostalgia de versos como estos:

Ellos también
-como tú aquella siesta-
creen que ese gozo es el preludio
de una ventura que no ha de tener fin.
Ni ellos ni tú sabíais
que esa sería la única dicha,
que esos días no habrían de repetirse,
que esa emoción ya estaba herida
de muerte.

                     Y, sin embargo, acaso eso es lo único
que se nos concede: ese contemplar el vuelo
del éxtasis. La intensidad de ese momento
como las chispas de una hoguera en el aire,
inasibles, brilla por un instante.
Un instante tan sólo. Que toda nuestra vida
no basta para olvidarlo, para agradecerlo.

Santos Domínguez

22/4/20

Ángel Olgoso. Astrolabio


Ángel Olgoso. 
Astrolabio.
Ilustraciones de Marina Tapia.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

HISTORIA DEL REY Y EL COSMÓGRAFO

Refiere Von Uexkull, en su Nouveaux voyages où personne n’a jamais pénétré, que cierto día el rey ordenó al mejor cosmógrafo del país la construcción de un globo terráqueo que superara a cualquier otro en grandiosidad y precisión. El cosmógrafo, un fraile menor, de nombre Jacob Haim o Behaim, accedió a los deseos reales aunque, por su disposición natural a la austeridad, rechazó las prebendas que se le otorgaban y se encerró a trabajar durante meses en su gabinete. El tiempo empleado en la elaboración del globo terráqueo fue motivo de controversia; su secretismo, de desmedidas figuraciones. Cuando llegó la mañana en que habría de descubrirse la obra maestra en el centro del salón del trono, bajo el óculo de tres metros de diámetro del techo, rodeaban al rey diputaciones de nobles y arquitectos, de obispos y algebristas. Con un calmoso movimiento del brazo, el cosmógrafo de hábito encordado retiró la tela: aquel globo terráqueo no tenía trazas de soberana perfección, no era monumental ni se hallaba montado sobre zócalos de bronce o pedestales esculpidos en mármol, no representaba la Geografía de Ptolomeo, no lo adornaban la Rosa de los Vientos, la flor de lis del norte, las banderas, los animales fabulosos, los rumbos de colores, las minúsculas notas descriptivas, no habían sido artísticamente dibujados sus husos, ni siquiera graduados para indicar las distancias, y los paralelos y meridianos tampoco se indicaban mediante flejes de oro. Era solo un pequeño globo terráqueo de madera de la altura de un hombre, puesto en pie sobre una sencilla peana de madera sin tornear, y con los contornos de tierras vagamente reconocibles como única pretensión científica. Toda la corte, perpleja en su avidez de ojos muy abiertos, afrentada por la simplicidad de tal representación del mundo, miró al rey que, confundido y ultrajado, mandó a sus capitanes detener al cosmógrafo y ajusticiar con el rigor que merecía a quien se burlaba así de los deseos reales. El fraile no profirió queja alguna. Se limitó a hacer girar suave y resignadamente la esfera y desapareció de la vista de todos, como llevado por la invisible fuerza centrípeta al interior del globo terráqueo, donde la madera no le vedó el paso. Se dijo que aquel día, hasta su declinación, obraron más extraños prodigios en la sala del trono: brisas del lejano sur soplaron sobre los tapices, se oyó al aire restallar en el gratil de unas velas, el ruido en sordina del oleaje, el trémolo metálico de un ancla; y después, con cada giro del globo, los aromas tomaron voz, y todos creyeron recibir en el salón real fragancias de las nueve partes del mundo, árboles de la pimienta, nueces de cayú, campos dilatados de espigas, incienso árabe, el olor meloso de calles entoldadas y el áspero de encuadernaciones de becerro en ciudades levíticas, piedras lavadas por las corrientes, flósculos de girasoles, marismas, parras y olivos, emanaciones telúricas de herrerías, barrunto de animales salvajes, violetas de presbiterio, hedor de miasmas. El rey y sus cortesanos imploraron el cese de las oleadas de esencias, de las infinitas figuraciones de vida que se expandían hacia ellos desde el cuerpo geométrico, alcanzándolos como una pleamar de veloces saetas, de afiladas crestas glaciales, de estrellas cayendo por el cielo hasta que, en su última vuelta, no quedó sobre la esfera terrestre más que una grata oscuridad sin dioses y la voz de un pájaro.

Como ese cosmógrafo mágico que construye el universo, Ángel Olgoso convoca el mundo en los cuarenta y tres relatos de Astrolabio, su particular globo terráqueo, que reedita Reino de Cordelia en edición ilustrada por Marina Tapia.

Un aleph prodigioso en el que conviven lo simbólico y lo onírico, la metafísica y la metaliteratura, el juego y la pesadilla, el humor y la ironía, la búsqueda y las transformaciones, la intriga y la especulación, la mitología y el relato policiaco, en la mejor tradición de la literatura fantástica, de Poe a Kafka, de Schwob a Borges o a Calvino.

Con finales abiertos o cerrados, con ritmo lento o agitado, con juegos temporales y sorpresas en la última línea, construidos en primera persona de dentro afuera o con la distancia de la tercera persona, la concentrada convivencia en ellos de emoción y misterio, de exactitud y precisión acerca a estos textos a la intensidad de la escritura poética.

Orientado por este astrolabio narrativo, el lector navegará por un mar lleno de prodigios y revelaciones, por estas miniaturas que completan un microuniverso  en el que podrá ver sucesiones de eclipses y lluvias de sapos; volverá con un recluso a la dulzura de la celda o escalará tres montes en un cuento oriental melancólico y desengañado.

Oirá cantar a las sirenas y verá  libros apócrifos; conocerá a un eremita desdoblado; sabrá que Lázaro el resucitado ha comprendido que el mundo es una fantasmagoria tras volver de la otra orilla; acompañará a una abeja desorientada en la batalla de Waterloo; se enterará de que se ha patentado una cámara que prueba con un diorama evocador la existencia del Más Allá; verá pasar una disciplinada procesión de suicidas o se enterará del decisivo cambio de trayectoria de un asteroide para cambiar la prehistoria.

Y por debajo de esa diversidad de asuntos, tres constantes: la imaginación como instrumento de otra forma de mirar la realidad; la habitual excelencia de la prosa de Ángel Olgoso y la presentación de la condición humana con su fragilidad y sus sueños en estos cuarenta y tres relatos breves en los que cabe el universo, como en el elogio de la brevedad en el texto que abre el volumen: 


ESPACIO
                                                                               A Miguel Ángel Muñoz

Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.

Santos Domínguez

20/4/20

Stevenson. Relatos de terror y misterio


Robert Louis Stevenson.
Relatos de terror y misterio.
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. 
Markheim. Olalla.
Edición literaria de Victoria León.
Biblioteca de Literatura Universal.
Almuzara. Córdoba, 2020.

La espléndida Biblioteca de Literatura Universal que edita Almuzara publica un volumen con tres Relatos de terror y misterio de Stevenson: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Markheim y Olalla, tres fábulas morales en edición literaria de Victoria León, autora de esta nueva traducción al castellano y de un prólogo en el que señala que “las tres obras que hemos querido presentar conjuntamente en este volumen, ya leídas como relatos de terror o como fábulas morales, pues son ambas cosas, nos parecen lo bastante significativas de esa personalidad literaria de su autor, así como también de las cotas más altas de su imaginación y su talento. Pero hemos creído, además, que guardan entre sí un parentesco genérico y genético que enriquece la experiencia de lectura de cada una de ellas.”

Escritos con pocos meses de diferencia, guardan entre ellos una serie de conexiones que van más allá de la combinación del terror, el misterio y ese carácter de fábulas morales que se resalta en el subtítulo del volumen.

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), con el que Stevenson funda un mito de la modernidad, es una fábula sobre la duplicidad del hombre y la coexistencia en él del bien y del mal, de civilización y barbarie, de razón e instinto, de humanidad y animalidad.

Producto de una pesadilla, el relato convierte el terror en alegoría, en una exploración de la condición humana escindida entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre lo consciente y lo inconsciente, además de ser una crítica de la hipócrita moral victoriana por la distancia entre los comportamientos públicos y los privados de un personaje que en su testimonio final se reconoce “prisionero de una profunda duplicidad vital” y consciente de “los territorios del bien y el mal que a la vez dividen y componen la naturaleza dual del ser humano (...) A pesar de esa profunda duplicidad mía, yo no era en ningún sentido un hipócrita; ambas partes de mí eran completamente sinceras; no era más yo mismo cuando apartaba los frenos y me zambullía en la vergüenza que cuando trabajaba a la luz del día en provecho del conocimiento o persiguiendo el alivio del sufrimiento y la miseria. Y resultó que la dirección de mis estudios científicos, enteramente volcados hacia lo místico y lo trascendental, acabó arrojando una poderosa luz sobre esa conciencia de guerra permanente entre mis dos mitades. Cada día que pasaba, y desde ambos lados de mi inteligencia, el moral y el intelectual, me iba acercando incesantemente a esa verdad por cuyo parcial descubrimiento he sido condenado a esta terrible ruina: que todo ser humano no es en realidad uno, sino dos.” 

Esa lucidez de Jekyll le permite resumir así el proceso de transformación en Hyde: 

En tanto que, al principio, la dificultad había estado en liberarme del cuerpo de Jekyll, en los últimos tiempos esta se había trasladado decididamente al otro extremo. Así que todo parecía apuntar a esto: estaba perdiendo mi yo mejor y original, y poco a poco me iba sumiendo en el segundo y peor.

Sobre esa dualidad problemática había escrito Stevenson el año anterior otro relato, Markheim, que abordaba la doble vida y el dilema moral de un personaje escindido también entre el bien y el mal:

¿Debe una parte de mí, la peor, seguir imponiéndose a la mejor que poseo? Bien y mal pugnan encarnizadamente en mi interior, tirando de mí en direcciones contrarias. No quiero lo uno ni lo otro, sino todo. Soy capaz de concebir grandes acciones, renuncias y martirios. Y, aunque haya incurrido en un crimen como el asesinato, la piedad no es ajena a mis pensamientos.

También de un sueño, como Jekyll y Hyde, surge Olalla, el tercer relato del volumen. Lo cuenta Stevenson en su Ensayo sobre los sueños, donde se refiere a Olalla como una parábola moral. Es un enigmático relato en primera persona, narrado por un soldado escocés herido en España y construido con elementos típicos de la literatura gótica y de vampiros.

Stevenson escribió cuando corregía las pruebas de Jekyll y Hyde esta parábola sobre el bien y el mal, la compasión y la culpa que acaba concluyendo que “el placer no es un fin, sino un mero accidente; que el dolor es la elección de los magnánimos y es preferible soportarlo todo y obrar bien.”

“Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa”, escribía Borges en su Introducción a la literatura inglesa. Unas líneas antes calificaba su narrativa como “una obra importante que no contiene una sola página descuidada y sí muchas espléndidas.”

Cualquiera de las contenidas en este volumen ratifican ese juicio de Borges, porque, como señala la traductora, ofrecen no sólo “algunas de las cotas más altas de la calidad del autor dentro del género fantástico, sino también un diálogo de variaciones sobre una serie de temas recurrentes que son por sí mismas la más elocuente de las semblanzas de su autor.”

Santos Domínguez

17/4/20

Ósip Mandelstam. Antología poética


Ósip Mandelstam.
Antología poética.
Edición de Jesús García Gabaldón.
Alianza Editorial. Madrid, 2020.

Vierten sangre las aortas, 
y en las filas, un susurro resuena: 
Yo nací en el noventa y cuatro, 
yo nací en el noventa y dos… 
y apretando en el puño el triturado 
año de nacimiento, en tropel, con la manada, 
cubierta la boca de sangre, susurro:
-Yo nací en la noche del dos al tres 
de enero del noventa y uno, 
año sin esperanza, y los siglos 
me rodean con el fuego.

Ese poema de Ósip Mandelstam, el final de la serie El soldado desconocido que abre el tercer Cuaderno de Vorónezh, es uno de los que forman parte de la amplia antología del poeta ruso que publica Alianza Editorial con edición, traducción, prólogo y notas de Jesús García Gabaldón, que considera este texto como “el poema más importante de Mandelstam.”

Se recogen en las páginas de esta antología abundantes muestras de sus libros La piedra y Tristia y de los Cuadernos de Moscú y los tres Cuadernos de Vorónezh, una muestra representativa de un poeta al que el autor de la edición define como “uno de los mejores poetas del siglo XX. Es un clásico en el más alto sentido de la palabra. Es un poeta extraordinariamente complejo, que concibe la poesía como expresión del pensamiento, como transformación de los instrumentos verbales, como metamorfosis de imágenes, como versificación y como respuesta del poeta a su época. Mandelstam es un poeta difícil de leer, que no da concesiones al lector, con quien, sin embargo, entabla un incesante diálogo, una lucha.”

Mandelstam pasó de la complejidad metafórica y la vaguedad decadentista del simbolismo a la sencillez expresiva, la línea clara y la desnudez verbal del acmeísmo que se manifiesta en sus dos primeros libros, en el esteticismo intimista proyectado en el paisaje de La piedra (1913) y en el cívico Tristia (1922), “el diario del poeta y de la revolución”, en palabras del traductor.

En esos dos libros Mandelstam entabla un diálogo existencial con la cultura europea y reivindica la tradición occidental en la búsqueda de una síntesis entre la cultura clásica y la cultura rusa.

A propósito de Tristia, escribe García Gabaldón: “Frente a la destrucción del pasado, Mandelstam se esfuerza justamente en efectuar una operación cultural restitutoria, consistente en interpretar el presente a través de la continuidad de la cultura occidental: Europa es una nueva Hélade, Rusia es Fedra, San Petersburgo es Venecia, Moscú es Florencia… Los paisajes y ciudades del Mar Negro (Feodosia, Táuride, Tiflis) son vistos como espacios de síntesis entre la cultura clásica y la cultura rusa. Espacios en penumbra, que iluminan, en un tono crepuscular y apocalíptico, la nueva era, sentida como ocaso de la libertad, muerte del hombre civilizado y agonía de la cultura, simbolizada en San Petersburgo (helenizado en Petrópolis) y en la poesía.”

Tras un largo silencio poético, Mandelstam vuelve a escribir poesía en 1930, pero desde su Epigrama a Stalin de noviembre de 1933 -"una sentencia de muerte en dieciséis versos", le advirtió su amigo Boris Pasternak- sufre un ostracismo que le impide volver a publicar, además de una serie de detenciones, destierros y confinamientos en campos de trabajo que le llevaron a la muerte cerca de Vladivostok a finales de 1938. Sus textos se conservaron en la memoria de su mujer, Nadiezhda, y no se editaron hasta después de la rehabilitación del poeta en 1987. 

Son el Cuaderno de Moscú, que recoge su poesía política entre 1930 y 1934, con una constante denuncia del terror totalitario del estalinismo, y los tres Cuadernos de Vorónezh, la ciudad universitaria donde estuvo desterrado entre 1935 y 1937. 

Esos cuadernos son un diario poético del destierro, “un canto final -señala el editor-, a modo de despedida y de afirmación vital” que parece seguir en su diseño tripartito el esquema ascensional de la Divina Comedia.

Del segundo de los Cuadernos de Vorónezh es este espléndido poema, escrito entre el 15 y el 16 de enero de 1937, cuya última estrofa podría haber firmado Rilke:

Aún no estás muerto. Aún no estás solo.
Con tu amiga vagabunda
gozas de la grandeza de las llanuras,
de la niebla, del frío y de la nevada.

Vive tranquilo y consolado
en la opulenta pobreza, en la poderosa miseria. 
Benditos son los días y las noches,
e inocente la dulce y sonora fatiga.

Infeliz aquel que, como su sombra,
teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
pide limosna a su propia sombra.

La complejidad simbólica y el tono oracular, la defensa de la memoria y la permanencia de los clásicos o la búsqueda de una síntesis enriquecedora de la tradición occidental y la cultura rusa son algunas de las claves de la poesía de Mandelstam, al que García Gabaldón define como “el más europeo de los poetas rusos, el más antiguo y el más moderno a la vez.”

Santos Domínguez 



15/4/20

Juan Rodolfo Wilcock. El libro de los monstruos


Juan Rodolfo Wilcock.
El libro de los monstruos.
Traducción de Ernesto Montequin.
Preludio de Luis Chitarroni.
Atalanta. Gerona, 2020.

Anastomos

Es muy raro, por no decir imposible, que los hombres se pongan de acuerdo en cuestiones de belleza, y sin embargo todos están de acuerdo en reconocer que Anastomos es bellísimo. Está todo hecho de espejos o, para ser precisos, todo recubierto de espejitos, más pequeños en el rostro, más anchos en la espalda y en el pecho. También los ojos son espejos, gruesos espejitos móviles y azules en los cuales nos vemos reflejados sobre un fondo turquesa como en un cielo feliz, como en aguas irresistibles. A la luz del sol, en la playa, es una aparición tan deslumbrante que la gente se queda con la boca abierta y no se atreve a acercarse, dominada por una mezcla de terror y de fascinación como frente a algo sagrado e intocable; sólo los niños corren tras él. Cuando después entra en el mar, en medio de las olas espumosas, es tal el reverbero recíproco de destellos irisados de los espejos a las gotas y de las gotas a los espejos que es como ver a  una divinidad primordial de forma humana surgir del agua y del fuego al mismo tiempo. Y quizá sea una divinidad, porque no está concedido a los hombres ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos; no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y por el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, las cascadas y las islas, los astros y las llamas, todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno, y que no amaríamos si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable. También Anastomos, si es por eso, es intocable: nadie osaría poner los dedos en sus espejos, estos dedos que aun cuando están más limpios siguen estando sucios. Con su piel de espejos, Anastomos es para nosotros la geometría, y por ende la música.

Ese es el primero de los sesenta y dos retratos que componen el muestrario de  seres asombrosos y anómalos que Juan Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919-Lubriano, 1978)  reunió en El libro de los monstruos, que apareció poco después de su muerte. Veinte años antes había salido definitivamente de Argentina huyendo del peronismo. Se instaló en Italia y se convirtió en un escritor italiano. 

En esa lengua escribió entre otros, como La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios, este libro que publica Atalanta con traducción de Ernesto Montequin y un Preludio en el que Luis Chitarroni explica que “como deudor y divulgador de Arcimboldo y de Borges, Wilcock traza el retrato inolvidable del monstruo perdurable. Se acostumbra en tales casos a enumerarlos, pero esta vez se prefiere tratar de desentrañar qué rara mezcla de desdén y ambición hizo que el autor, con la energía creadora habitual, los concibiera. Ese balance infrecuente entre los dones de los que se hace alarde y las contracciones súbitas del inventario nos precaven acerca de la unidad. Pero con Wilcock tenemos nuevamente que continuar al acecho. De acuerdo con una vieja boutade del autor, no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse.
Entre el destello descriptivo y la inscripción alegórica, pero sobre todo entre el emblema, con el peso narrativo de su furia simbólica, y el croquis, con su velocidad sintomática de esquema incisivo, el autor se ufana de dejar a su paso una galería. En ella se reconocen la mayoría de las miserias y pequeñeces humanas, pero también, gracias al humor que todo transfigura, la grandeza literaria capaz de conducirnos del comienzo al fin con la mirada atenta y una sonrisa encantada.”

El libro de los monstruos es un muestrario deslumbrante de monstruosidades, un compendio de desviaciones físicas y peculiaridades monstruosas que tienen algo de bestiario y de fábula moral sobre la condición humana. 

En una línea que recuerda a veces a Borges y a veces a Italo Calvino, hay ecos esperpénticos y kafkianos en estos retratos que combinan la imaginación y el simbolismo, el humor y la crítica, la ironía y la creatividad, la fantasía y el absurdo. 

Casi todos estos textos se construyen como descripciones alegóricas en las que el monstruo queda a medio camino entre el hombre y el animal entre el sujeto y el objeto: un geómetra transformado en una eruptiva fumarola cónica; un estudiante de arquitectura que despierta una mañana cubierto de plumas; un hombre mutado en un malvado cenicero que elabora recetas crueles de sus vecinos; un agrimensor que va perdiendo partes de su cuerpo; un marido licuado; un hombre arbóreo; un capitán que cambia de piel en primavera; una cantante calva y esférica que se desnuda en el escenario; un homínido dedicado a la semiótica estructuralista; un carpintero ovíparo; un cantautor con un cerebro del tamaño de una avellana; un hombre bidimensional o un teólogo que camina a cuatro patas son algunos de los integrantes de esta galería de monstruos que refleja una visión ácida sobre el mundo; una mirada envuelta en la mordacidad de su ironía y en la capacidad del humor negro para expresar lo siniestro o lo diferente, para mostrar lo monstruoso como una ruptura del orden o como una anomalía del sistema.

Extraterritorial él mismo, Wilcock logró su libro más perfecto con este muestrario de anomalías levantado sobre una serie de líneas temáticas como la transformación, lo grotesco, la soledad o el extrañamiento, 

La brevedad y la capacidad de invención se conjuntan en estos textos con la crítica de instituciones, convenciones y costumbres desde una mirada cáustica sobre los dogmas de la modernidad: del comunismo a la semiótica o de la literatura comprometida al vacío del arte contemporáneo.

“Como nosotros, como todos nosotros”, escribe Wilcock al final de uno de los retratos, una frase que sugiere la monstruosidad es la esencia de lo humano. 

Y con una alusión al hombre como paradigma de lo monstruoso cierra el último retrato del libro, Alasumma, un bailarín que en reposo parece una mariposa:

En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, se enciende por un instante efímero en Alasumma con los colores de las tierras cálidas y ahora baila, como Dios manda, para demostrar cuán grises son estos pueblos que sin ningún derecho ocupan la hermosa tierra y la entristecen. Es como decir: sí, hubieras podido ser tan hermoso como él pero, solo entre las bestias, fuiste omitido en el boceto del mundo, único olvido mío, hombre, paradigma del monstruo.

Santos Domínguez



13/4/20

Emmanuel Bove. Un Raskólnikov


Emmanuel Bove.
Un Raskólnikov.
Traducción de 
Mª Teresa Gallego Urrutia 
y Amaya García Gallego. 
Hermida Editores. Madrid, 2020.

Emmanuel Bove escribió Un Raskólnikov en 1931, por encargo de un editor que preparaba una serie de historias sobre personajes imaginarios.

Bove, tan cercano en su mundo literario a Dostoievski, eligió la figura atormentada de Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, como referencia de una excelente novela corta que llega hoy a las librerías publicada por Hermida Editores con una espléndida traducción de Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego.

Una novela corta que empieza trivialmente con las deambulaciones desoladas bajo la nieve de una joven pareja miserable y desvalida en medio de la noche inhóspita de la gran ciudad y acaba convirtiéndose en una pesadilla persecutoria con la irrupción de un tercer personaje, un misterioso hombre maduro que inexplicablemente se une a la frágil pareja contra la voluntad de esta. Ese misterioso personaje en busca de compañía y afecto recuerda su pasado de político importante, su vida familiar ordenada y feliz hasta que de repente todo se tuerce con su mujer.

Y a partir de ahí hay un crimen sin confesar, una investigación policial y una suma de secuencias que recuerdan el modelo de Crimen y castigo por el remordimiento creciente del personaje que vive en el arrepentimiento, el sentimiento de culpa y en el tormento por la falta de castigo. Tormento que alivia confesando el crimen a desconocidos como la pareja de jóvenes unidos a él no sólo en el desvalimiento en la noche nevada de París, sino también en una extraña transferencia de la culpa, que parece hacerse transitiva al final de la historia. 

Está en esta novela corta el mejor Bove, imbuido del espíritu de Dostoievski y capaz de dar una vuelta de tuerca al tema de Crimen y castigo con una variante alucinatoria, porque aquí el protagonista, Changarnier, asume el remordimiento de la culpa sin haber cometido el crimen. 

Y sobre ese proceso de transferencia de una culpa sin causa se construye todo el relato, de un tono y una ambientación inconfundiblemente bovianos

Santos Domínguez

10/4/20

Pedro Sevilla. Poesía completa


Pedro Sevilla. 
Para cuando volvamos. 
Poesía completa 1992-2018. 
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Si el mar, con su incesante rumor y sus caballos 
de espuma, siempre vuelve; 
si vuelve a los almendros, por enero, la flor, 
y el azahar a marzo, y el trigo a los veranos, 

cómo no volveremos, nosotros, por espejos 
extraños, por caminos distintos, a la casa 
de nuestra abuela Antonia, 
con su anafe encendido, y sus macetas, 
para matar hormigas 
y tomar en sus muros el mismo sol de entonces. 

De ese poema, Para cuando volvamos, dedicado a la memoria de su hermano, toma su título la edición de la poesía completa de Pedro Sevilla en la colección Calle del Aire de Renacimiento.

Abre el volumen la Poética que ha escrito como pórtico Pedro Sevilla, que  explica en él el sentido de su poesía:

Desde el ridículo ateísmo a la trascendencia, he escrito mi autobiografía, que es la de todos, y resulta que ahora [...] me canso de introspecciones, de mi propia biografía, y quiero cantar el mundo sin mí, cantar a la luz o a la lluvia, o a la alta cigüeña que ama y cría en la torre barroca, o a la mata de poleo que nos guía con su olor. 
Y aquí están estos más de treinta años de poesía que hablan de ustedes, de nosotros, de nuestras dudas e interrogaciones. Y que hablan, sobre todo, del tiempo que nos transita, donde podrán mirar, mirarse, al interior del alma, 'para que nos entiendan y nos entendamos.' 

Poesía interrogativa y afirmativa, escrita con el temblor de la autenticidad, con el cálido peso de lo vivido en el ámbito cercano de lo familiar, lo doméstico y lo local, un ámbito tan cercano como el tono de esta poesía, escrita con unas pocas palabras verdaderas, por decirlo en términos machadianos, para anular los estragos del tiempo, “para eludir el angustioso túnel de la vida.”

En las tres décadas que recorre su poesía completa, Pedro Sevilla se ha ido asentando cada vez más en una escritura cordial e intimista, melancólica y celebratoria a la vez, iluminada por una luz juanramoniana, esa Luz con el tiempo dentro que utilizó como título de uno de sus libros, al que pertenecen estos versos de Sendero luminoso que contienen algunas de las constantes temáticas y tonales de su poesía:

Si pudieras ahora, en esta música, 
recobrar por entero los días ya vividos 
aun dando a la memoria su necesario diezmo 
de mentiras piadosas, lo asumirías todo, 
el dolor y la dicha, 
como una gentileza de la luz: 
esos días azules y ese sol de la infancia.

Es esta una poesía de tono confesional y meditativo, con un fondo elegíaco traspasado por el amor, la muerte y la memoria, un triángulo temático que se resume en el quevedesco título de su último libro, Serán ceniza (2016), al que pertenece este espléndido Aún hay sol en las bardas: 

Tras un cruel verano de agujas y de fiebre, 
preso en la estrecha cárcel del dolor, 
huyendo de la muerte entre sábanas blancas, 
y ángeles blancos y anestesias blancas, 

qué bello es regresar 
cuando inicia septiembre su colección de oros, 
y emocionarse con las cosas que juntas son la vida: 

el grávido planeta de un tomate que huele 
a huerta fresca y tiempo; 
el fulgor de este sol que aún nos hiere 
o la cebolla que alguien 
está friendo ahora en la cocina 
y cruje perfumando de honradez nuestra casa.

Y bello, sobre todo, emocionarse con tus manos,
únicos pájaros 
que he podido mirar este verano 
y que ahora me enjugan 
estas felices lágrimas del rostro.

Del doloroso episodio autobiográfico que evocan estos versos escribe también Pedro Sevilla en las prosas recordatorias de El amor es ahora, que publica en Jerez Libros Canto y Cuento, "un regreso a la fuente y la muerte" para "desenterrar a los muertos con el azadón embotado y torpe de las palabras", un memorial centrado en la figura de la madre y atravesado por el tiempo, la enfermedad y la muerte, pero también por la esperanza y la afirmación emocionada de la vida, el amor y la escritura como medios de salvación del olvido y de sus destrucciones.



Igual que en su poesía, iluminada siempre por la luz del corazón, la cercanía cordial, y el trato cuidadoso con las palabras. Lo resumen estas estrofas finales de Iglesia de San Francisco:

 Y esa ha sido tu vida, no entender 
nada si no te entraba directo al corazón, 
si no te estremecían cuerpo y alma 
la belleza y su claro aturdimiento. 

En especial la luz, su prodigio amarillo 
que te quitaba el miedo cuando niño 
y que ahora te alumbra otros miedos peores.


Santos Domínguez 


8/4/20

Antonio Gamoneda. La pobreza



Antonio Gamoneda.
La pobreza.
Galaxia Gutenberg. Madrid, 2020.

“Vuelvo a buscarme en el olvido”, escribe Antonio Gamoneda en el primer párrafo de La pobreza, el segundo tomo de sus memorias, que publica Galaxia Gutenberg, como el anterior Un armario lleno de sombra.

“Se me depara la evidencia de algo que, más que cualquiera otra circunstancia o razón, ha condicionado mi vida y mi escritura. Hablo de la pobreza”, decía Antonio Gamoneda, cuya obra se ha definido alguna vez como una poética de la pobreza, en el discurso de recepción del Premio Cervantes en abril de 2007. 

Organizado en dos partes, La escritura y La pobreza, a la primera pertenecen estos párrafos que reflejan en sus planteamientos interrogativos la voluntad de indagar en esos dos conceptos que vertebran esta segunda entrega de las memorias de Antonio Gamoneda, complementaria de Un armario lleno de sombra:

Voy a iniciar la escritura –la reescritura– del que será, si llega a ser, mi segundo libro de memorias. Retorno a la voluntad que he llevado conmigo más de siete años; vuelvo a buscarme en el olvido. Forzaré el recuerdo y habrá hechos que reaparecerán incompletos o confusos; trataré de reconocer estados de conciencia y algunos se habrán hecho irreconocibles. Relataré estos extrañados recuerdos avisando que son dudosos. 
[...]
Mi propósito está hecho, pero no acabado; no sé lo que voy a escribir ni cómo hacerlo. Habrá de decírmelo la propia escritura. ¿Qué escritura?
La realidad de una escritura se decide en la comprensión y el juicio de quien la lee. Mal o bien y quiera o no quiera, el escritor también se juzga. ¿Qué ocurre si los juicios que hace se niegan entre sí? Todas las lecturas son subjetivas y todas modifican la escritura. ¿Qué valor pueden tener los juicios que se hagan? Y, además, ¿soy yo un escritor?
[...]
Mi escritura. Hasta aquí no es más que una expectativa y una voluntad inmovilizada. Desconozco las causas de la escritura y padezco el desconocimiento. Estas causas son, han de ser, una realidad vivida que suscita una escritura... viviente. Ésta es mi necesidad y esto es lo que tengo que conocer para poseerlo, para interrogarlo.
Una escritura viviente. ¿Qué quiero decir? ¿Una escritura que va a restablecer un origen y el origen va a ser un hecho conocido, irresuelto quizá? ¿Una escritura real y viviente por sí misma?

Llena de interrogaciones e inseguridades sobre la memoria y la escritura, La pobreza es tanto una indagación en el pasado como en la búsqueda de lenguajes que reflejen la experiencia, la memoria y el conocimiento. Y una larga y sostenida reflexión, entre “perplejidades y renuncias”, sobre la escritura y el recuerdo, sobre las limitaciones del lenguaje y su capacidad de evocar o reconstruir el pasado, de responder a “mi necesidad de escribir precisamente lo que no sabía, lo que sigo sin saber escribir.”

Si Un armario de sombra, el primer volumen de sus memorias, transcurría entre octubre de 1934 y el 30 de mayo de 1945, un día antes de su mayoría de edad laboral y de su ingreso como recadero en un banco, La pobreza se inicia el 1 de junio de 1945 y estaba circunscrita en principio a un periodo que iría desde esa fecha hasta el 1 de agosto de 1960, aunque se rebasen esos límites en el antes y sobre todo en el después.

Los oficinistas del banco y los amigos, los remordimientos, duermevelas e inseguridades, las insuficiencias académicas y las clandestinidades, las depresiones y los viajes, las afinidades y los desencuentros, los empleos institucionales y las mañas de los poetas, los sueños y entresueños en los que conviven el sueño y la vigilia articulan la sucesión de cuadros yuxtapuestos  que adquieren su sentido total en el conjunto, que aborda no solamente la pobreza material, sino el vacío existencial, cultural y civil de aquellos años.

Pero hay en estas páginas mucho más que unas memorias: además de la constante reflexión sobre la escritura, un reflejo de la conciencia existencial, social y poética del Gamoneda joven y adulto, un diario del presente, un “inventario de desapariciones”, una enumeración de fichas fúnebres 

Desde el valor catártico de la escritura, el resultado de esa apertura del arca de los recuerdos en el desván de la memoria va más allá de la memoria personal para trazar un cuadro sombrío de la posguerra. Porque la pobreza que es el eje de estas memorias no es sólo una circunstancia individual, sino que tiene una dimensión más amplia, social y ambiental. 

“¿Qué era aquello, qué era?” es la frase que cierra estas memorias. Es también el verso que cerraba uno de los Últimos poemas incorporados a la última edición de Esta luz.

Santos Domínguez

6/4/20

Mircea Eliade. Oceanografía


Mircea Eliade.
Oceanografía.
Traducción de Joaquín Garrigós.
Hermida Editores. Madrid, 2020.

Como un “intento de examinar la vida cotidiana del alma, de resolver de nuevo seriamente los problemas sencillos (a los que nadie toma en consideración ya sea porque son demasiado grandes o demasiado sencillos)” define Mircea Eliade (Bucarest, 1907-Chicago, 1986) su Oceanografía, que edita Hermida Editores con traducción de Joaquín Garrigós.

Es una amplia colección de ensayos que se publicó por primera vez en 1934 y que en su mayoría no han perdido vigencia porque tienen como eje de referencia los comportamientos humanos y trazan, como señala el mismo Mircea Eliade, “una oceanografía del alma contemporánea.” 

No hay en la variedad temática de estos ensayos breves ni análisis ni revelaciones ni conclusiones, sino divagaciones y testimonios de la experiencia personal, constataciones de hechos y reflejo de estados de ánimo.  

Entre la inicial Invitación al ridículo -“Todo lo que no es ridículo es caduco”; “el acto que, en mayor o menor medida, no es ridículo es un acto muerto”- y la final Invitación a la virilidad -“Que la acción sea nuestra vida”-, se suceden en estas páginas oceánicas temas como el dolor y la muerte, la verdad y el azar, la divagación y el conocimiento, el sueño y la soledad, la libertad y la experiencia, la felicidad y la escritura, la crítica de la moda masculina, el sexo y la novela policiaca, las mujeres superiores y los hombres superiores, la amistad y la vejez, el cine y la literatura o la función de la filosofía..

Quizá lo mejor del libro sean las casi cincuenta páginas de Fragmentos que en su concentrada brevedad resumen muchos de los temas y los enfoques de una Oceanografía que aborda desde distintos ángulos la condición humana y el sentido de la vida y que se cierra con estas líneas:

Hay tanta muerte a mi alrededor que ni siquiera sé cómo refrenar la salvaje alegría que me da pensar que de todos estos cadáveres se levantará mañana otro mundo. 

Santos Domínguez

3/4/20

Eliseo Diego. Nos quedan los dones


Eliseo Diego.
Nos quedan los dones.
Edición de Yannelis Aparicio y Ángel Esteban.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2020.

COMIENZA UN LUNES

La eternidad por fin comienza un lunes
y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, el abolido.
Y en él se apagan todos los murmullos
y aquel rostro que amábamos se esfuma
y en vano es ya la espera, nadie viene.
La eternidad ignora las costumbres,
le da lo mismo rojo que azul tierno,
se inclina al gris, al humo, a la ceniza.
Nombre y fecha tú grabas en un mármol,
los roza displicente con el hombro,
ni un montoncillo de amargura deja.
Y sin embargo, ves, me aferro al lunes
y al día siguiente doy el nombre tuyo
y con la punta del cigarro escribo
en plena oscuridad: aquí he vivido.

Ese espléndido poema del cubano Eliseo Diego (1920-1994) es uno de los que forman parte de la amplia antología de su poesía que publica Cátedra Letras Hispánicas con el título Nos quedan los dones. Pertenece al último libro que publicó en vida, Cuatro de oros, que apareció en México en 1991, y sus versos resumen gran parte de su mundo poético, atravesado por la conciencia del tiempo y por el asombro ante la realidad, por una nostalgia compatible con la celebración de lo fugaz y con el júbilo ante lo que todavía es.

Se han encargado de la edición Yannelis Aparicio y Ángel Esteban, que han preparado una magnífica introducción de un centenar de páginas en las que hacen un meticuloso recorrido por la vida, la personalidad y la obra de Eliseo Diego y una honda lectura de su poesía.

Diego fue uno de los miembros más significativos de Orígenes, el grupo más importante de la historia de la literatura cubana, que fundó con Lezama Lima y Cintio Vitier en 1944 y desde el inicial En la Calzada de Jesús del Monte muestra una voz acusadamente propia. Ya hablaba entonces Lezama de “la perfección hechizada” de su poesía.

Desde ese sorprendente primer libro aparecen una serie de constantes que articularían temática y formalmente su poesía: la conjunción del tiempo, el espacio y la memoria evocativa, la transfiguración verbal de la realidad cotidiana, la mirada a la infancia como paraíso perdido, la depuración de una palabra poética que nombra la realidad cercana desde una mirada nueva y un tono cercano y amable, porque, escribe en No es más,

Un poema no es más
que una conversación en la penumbra
del horno viejo, cuando ya
todos se han ido, y cruje
afuera el hondo bosque; un poema

no es más que unas palabras
que uno ha querido, y cambian
de sitio con el tiempo, y ya
no son más que una mancha,
una esperanza indecible;

un poema no es más
que la felicidad, que una conversación
en la penumbra, que todo
cuanto se ha ido, y ya
es silencio.

Un indisimulable fondo melancólico está en la raíz de su actitud ante la vida y de concepción de la poesía como restitución de lo perdido, como descubrimiento y como revelación a través de una mirada que descubre nuevos matices en la realidad, rodeada de una atmósfera mágica en la que conviven la celebración y la elegía, la desolación ante las pérdidas y el asombro ante la vida. Inventario de asombros se titula significativamente uno de sus libros de madurez. Y Nombrar las cosas fue el título de una antología de su obra hasta 1973.

Esos dos títulos contienen algunas claves de una poesía que se levanta sobre un fondo de sombras y de espejos, otra presencia constante en su poesía meditativa. Uno de sus libros, A través de mi espejo, se abre con esta conciencia de la fugacidad del tiempo y de la muerte:

FRENTE AL ESPEJO

En un abrir y cerrar de ojos
ya no estarás en donde estabas:
un triste viejo está mirándote
con qué terror desde tu cara.

Mirándote ávido y mirándote
mientras la luz te da en su cara:
en un abrir y cerrar de ojos,
ni tú, ni él, ni nada.

Entre En la Calzada de Jesús del Monte y Cuatro de oros, pasando por El oscuro esplendor y su memoria de la infancia, por los poemas en prosa de Versiones o el despliegue de imágenes de Muestrario del Mundo “en los libros de Diego -escriben los editores en la introducción- tienen un argumento o una trama que no es necesariamente una historia en el sentido convencional, sino una afinidad entre los poemas que va más allá de la voluntad de estilo. Significan, fundamentalmente, una forma de entender el mundo, la vida, la realidad, las sensaciones, las emociones, la historia con minúscula y con mayúscula, la religión y el mismo concepto de arte.”

Y añaden que “en Diego toda la poesía gravita alrededor de la lucha con el tiempo para entender la aparente oposición entre la angustia natural del ser humano por la pérdida continua del tiempo, segundo a segundo, que nos acerca al final, y el fin último del hombre, que consiste en la visión de Dios, solo posible el traspasar el umbral de la muerte. Sentimientos opuestos, encontrados, difícilmente reconciliables, como la misma lucha del poeta en su obra por hacer compatible la conciencia y los estragos del tiempo con la necesidad de inmortalizar las cosas, rescatar del olvido todo lo que cae en él.”

Ningún poema representa mejor ese núcleo de sentido vertebrador de la poesía de Eliseo Diego que este

TESTAMENTO

Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;

habiendo llegado a este tiempo;

y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;

habiendo llegado a este tiempo;

y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la sombra;

y no poseyendo más que este tiempo;

no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;

no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;

decido hacer mi testamento.
Es
este: les dejo
el tiempo, todo el tiempo.

Santos Domínguez


1/4/20

Juan Arnau. Historia de la imaginación

Juan Arnau.
Historia de la imaginación.
Espasa. Barcelona, 2020.


La vida imagina. Es lo que mejor sabe hacer. La imaginación es el eje del mundo y el país de las almas. Según los sufíes, de ella emana todo lo vivo; sin imaginación no sería posible la vida. Desde el sueño de las plantas hasta la ensoñación del niño, que proyecta lo que no es para terminar siéndolo, toda la experiencia vital se encuentra fecundada por la imaginación. La imaginación, ya sea mítica, filosófica o científica, establece el pacto entre el espíritu y la naturaleza. Sin ella no existirían los mundos simbólicos que han inspirado a los artistas y a los hombres de ciencia.

Así comienza el preludio con que abre Juan Arnau su estupenda Historia de la imaginación que publica Espasa.

Entre ese preludio, titulado 'La vida imagina', y el epílogo, ‘Pensar es imaginar’, recorre las páginas de este ensayo una idea central: la de la imaginación como vínculo entre la materia y el significado, como un atributo fundamental de la vida del hombre:

La tesis de este libro es sencilla y antigua. En el hombre anida una naturaleza dual, dos principios en juego interminable. Esa pareja ha recibido numerosos nombres, ha sido imaginada o escuchada de muy diversas maneras: espíritu y naturaleza, conciencia y materia, cielo y tierra. Si queremos investigar la imaginación y su relación con el tiempo, deberemos recorrer los paisajes que la tensión entre ambos principios ha dibujado a lo largo de la historia. 

Y en torno a esa tensión entre lo material y lo espiritual que está en la raíz de la creatividad y la imaginación se desarrolla este libro que aborda ese juego ininterrumpido de equilibrios sobre el que se vertebran la historia cultural de la humanidad, porque “las culturas antiguas mantuvieron viva la tensión entre ambos principios, el magnetismo entre contemplación y creación, entre espíritu y naturaleza, silencio y habla. El mundo moderno ha realizado un esfuerzo titánico, durante más de tres siglos, para reducir un principio a otro: el espíritu a materia, la conciencia a naturaleza. Un fenómeno, llamado ‘suicidio del alma’ en el que la imaginación, arrastrada por el predominio de la lógica formal y la abstracción matemática, ha quedado reducida y sometida al algoritmo y otras variables cuantitativas.” 

Esta Historia de la imaginación propone un recorrido histórico desde el antiguo Egipto hasta la contemporaneidad con escalas en la tradición hermética de los alejandrinos; en el orfismo como eslabón entre el platonismo y el cristianismo; en Heráclito, el visionario oscuro con quien nace la imaginación filosófica; en los misterios de Eleusis, el oráculo de Delfos o el viaje iniciático de Odiseo como manifestaciones representativas de la imaginación griega, entre lo apolíneo y lo dionisiaco; en el gnosticismo, entre el ascetismo y el libertinaje; en la imaginación medieval cristiana de Dante, árabe de Averroes o judía de los cabalistas; en la magia renacentista, heredera del hermetismo en su exploración de las correspondencias entre lo celestial y terrenal; en la recuperación romántica del mito que piensa, se emociona y respira; en Schopenhauer y su aproximación a la cultura india; en la imaginación científica, el maquinismo insensible de Darwin; en la imaginación positivista y su concepción matemática, antimetafisica y mecánica del mundo y finalmente en la importancia de la imaginación en la fenomenologia de Husserl y las propuestas de Jung sobre la imaginación activa.

Así resume ese itinerario Juan Arnau:

Este libro recorre los grandes momentos de la historia de la imaginación, aquellas épocas en las que ha sido más fértil y creativa. El antiguo Egipto y la Grecia preclásica serán las primeras estaciones en este viaje. El mundo medieval, con sufíes, cabalistas y cristianos, nos abrirá de la mano de Dante las puertas del Renacimiento y despertará nuestro interés por la magia. A continuación, visitaremos a los románticos, que descubrieron en la imaginación el mejor aliado contra la falta de vitalidad de las viejas costumbres y el culto al trabajo y la producción. Luego recorreremos el cientificismo del siglo XIX, cuya lógica simbólica se afanó por encerrar la imaginación en celdas y cuya precariedad imaginativa tiene todavía hoy consecuencias. Con Jung, veremos algunos de los intentos recientes por recuperar la imaginación perdida.

Pero este ensayo no se limita a trazar una mera historia de la imaginación, sino que es también y sobre todo una reivindicación de la imaginación creadora como forma de conocimiento. Desde la imaginación egipcia “que impregnaría, a través de Grecia, Palestina y Roma, toda la cultura occidental” hasta la importancia de la imaginación como base de las teorías de Einstein y de la física cuántica pasando por la literatura hermética, una “religión de la imaginación” que “abrirá el paso a la ciencia moderna.” 

Porque hay -escribe Arnau- “un hilo sagrado, una línea ininterrumpida que va de Hermes a Moisés o a Orfeo, de este a Platón y los neoplatónicos, y de estos a los magos del Renacimiento hasta alcanzar, por último, los sueños de la ciencia moderna.” 

Aunque estrechamente emparentado con una de las voces que se entretejían en su anterior ensayo, La fuga de Dios (Atalanta), creo que la primera vez que se aborda la evolución histórica de la imaginación, 'la loca de la casa' en expresión de Santa Teresa.

Lo hace brillantemente Juan Arnau en esta invitación al viaje por la historia natural y cultural de la imaginación (el eje del mundo y el país de las almas), en este inusual ensayo que reivindica su importancia crucial en el pensamiento y en la vida y defiende una “propuesta de humanismo radical frente a las ciencias abstractas o numéricas.”

Santos Domínguez