Ednodio Quintero.
Cuentos salvajes.
Atalanta. Gerona, 2019.
“¿Debo confesarles que para mí vida es sinónimo de escritura? O viceversa. Ah, también debo decirles que los vientos que me sostienen en el aire, o enraizado a la memoria agreste donde nací, no son otros que la memoria y el deseo”, escribe Ednodio Quintero (Trujillo, Venezuela, 1947) en uno de los textos que abren la recopilación de sus cuentos completos en un espléndido volumen titulado Cuentos salvajes que publica Atalanta en su colección Ars brevis.
La abre a manera de prólogo un artículo de Enrique Vila-Matas que publicó El País el 24 de julio de 2017 al que pertenecen estas líneas:
Quintero es uno de esos “escritores de antes”, y es posible que, a la larga, haber estado tan alejado de los focos mediáticos le haya beneficiado, porque le ha permitido acceder al ideal de ciertos narradores de raza: ser puro texto, ser estrictamente una literatura.
Cuentos salvajes recoge todos sus cuentos, desde los brevísimos de La muerte viaja a caballo hasta los que ha incluido en la última sección, Lazos de familia, en los que se funden ficción y autobiografía. Cierra el volumen el cuento Viajes con mi madre, “el más reciente, extenso y mi predilecto por su carácter lírico, sugestivo, íntimo y personal.”
“Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi rostro verdadero”, explica en Autorretrato, un relato personal, “un fotomatón de 1992”, según sus propias palabras.
Ese es uno de los dos pórticos narrativos que abren esta edición. El otro es Kaikousé, “un intento de ars narrativa, de 1993, donde en un apartado que se titula La noche boca arriba en homenaje a Cortázar, escribe: “en un plazo breve, y como si se hubieran puesto de acuerdo para vapulearme, cayeron en mis manos, y de ahí pasaron a mis ojos y a mi cerebro enfebrecido, textos de Borges, Marcel Schwob, Ambrose Bierce, Kafka y Cortázar”, autores que orientarán su narrativa junto con Beckett y con varios narradores japoneses, de Mishima a Kawabata o Murakami.
Alimentados de la sustancia de los sueños, delirantes y enigmáticos, magistrales y opacos, estos cuentos proponen al lector un viaje asombroso en el que se difumina la realidad en la ficción, en una narrativa levantada sobre una prosa intensa, sutil y llena de matices y calidades poéticas que brillan en fragmentos como este, el final de El combate:
Escuchaba la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella risa endemoniada era preferible al silencio pues opacaba su irritante respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía nítida una figura familiar –cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud–. Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de aquel odioso contrapunto se filtraba, débil –e inconfundible–, un sollozo. Yo había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.
En dos recopilaciones cronológicas previas -Ceremonias y Combates- publicadas por Candaya se había podido acceder a los cuentos de Ednodio Quintero, situados al margen de lo cotidiano para instalarse en una actitud experimental y en una mirada alucinada a lo insólito, lo abismático y lo desconcertante.
Un ejemplo de esa escritura, el cuento Tatuaje:
Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.
Como ese puñal tatuado, los cuentos de Ednodio Quintero son hermosos, enigmáticos y afilados. Construyen un mundo narrativo propio e inconfunduble y están elaborados desde la poética del vértigo con que la crítica ha calificado la esencia narrativa de esta escritura sólida y exigente, imaginativa y perturbadora de la que dejo aquí otra muestra, La muerte viaja a caballo:
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.
Santos Domínguez