Lev Shestov.
Apoteosis de lo infundado.
Traducción y notas de Alejandro Ariel González.
Hermida Editores. Madrid, 2015.
Intento de pensamiento adogmático subtitula Lev Shestov (Kiev, 1866-París, 1938) su Apoteosis de lo infundado, un conjunto amplio y hondo de aforismos que publica Hermida Editores con traducción y notas de Alejandro Ariel González.
Adogmático y -habría que añadir- asistemático, porque se trata de un conjunto de pensamientos sueltos, de aforismos y reflexiones certeras como dardos que van directamente al núcleo de las preocupaciones morales, estéticas y literarias de Shestov, que decidió escribir un prólogo para justificar el uso de este género extraño en la tradición rusa, pero que representa uno de los precedentes de la modernidad, que hace del fragmento uno de sus cauces de expresión y de la variedad de asuntos uno de sus signos de identidad.
Con la libertad del pensamiento que fluye incluso contradictorio y que es consustancial al género, el tanteo en lo incierto, lo subjetivo, lo fragmentario, lo infundado es el campo de interés de estos textos porque las reflexiones inacabadas, desordenadas y caóticas que no conducen al objetivo previamente planteado por la razón, contradictorias como la vida misma, ¿no son acaso más próximas a nuestra alma que los sistemas -no importa su grandeza-, cuyos creadores procuraban no tanto conocer la realidad como “entenderla”?
Y porque además el orden con el que sueñan los filósofos existe sólo en las aulas, que tarde o temprano el hombre deja de hacer pie en el terreno firme y que tras ello, pese a todo, sigue viviendo sin terreno o sobre un terreno siempre vacilante, y que entonces deja de considerar los axiomas del conocimiento científico como verdades que no requieren demostración, que deja de considerarlos verdades y los llama mentira. Y que la moral, siempre que sea posible llamar moral su relación con el mundo y con las personas sin jugar con las palabras, considera el saber por las causas como el más imperfecto. Su lema: la apoteosis de lo infundado…
El aforismo es, por tanto, la manera de abordar un mundo fragmentario y vivo al que aludió Heine en la cita que abre la primera de las dos partes en las que se organiza el volumen, porque ¿cómo se puede exigir precisión y claridad en los juicios a aquellos a quienes la curiosidad ha condenado a errar por los arrabales de la vida?
Tolstoi y la ociosidad libre y consciente de la inacción, el hombre superfluo de Turguénev, el secreto de la armonía interior de Pushkin, Sócrates y Platón, Kant y Nietzsche, Gogol y Dostoievski, Shakespeare y Chéjov son referentes constantes en estas páginas, proclives a la ironía, como en estos dos ejemplos:
Como se sabe, la coherencia es obligatoria sólo para los discípulos, no para los maestros.
La literatura trata siempre las cuestiones más complejas e importantes de nuestra vida, y sobre esa base los literatos se consideran las personas más relevantes. Con la misma razón los asistentes de un banquero, que siempre están dando vueltas alrededor del dinero, podrían considerarse millonarios. La importancia de las cuestiones incomprensibles e insolubles debería más bien desacreditar a los escritores ante nuestros ojos, pero estos saben hablar tan bien de sí mismos y de su elevada misión que, al fin y al cabo, terminan convenciendo a todos y -lo principal- también a sí mismos.
Unas páginas en las que Shestov denuncia la impostura de los tartufos:
Cuando el hombre advierte en sí mismo un defecto del que no puede librarse por ningún medio, no le queda más que declararlo una virtud. Y cuanto más serio y grave sea el defecto, más imperiosamente se manifiesta la necesidad de ennoblecerlo. De lo ridículo a lo majestuoso también no hay más que un paso.
O se sitúa frente al dogmatismo:
Las personas morales son las más vengativas y utilizan su moral como la mejor y más refinada herramienta de venganza. No se contentan simplemente con despreciar y condenar a sus prójimos; lo que ellas quieren es que su condena sea universal y obligatoria, es decir, que junto con ellas todo el mundo se pronuncie contra el condenado para que incluso la propia conciencia de este quede de su lado. Sólo entonces se sienten plenamente satisfechas y se tranquilizan. Salvo la moral, nada en el mundo puede producir resultados tan brillantes.
En la segunda parte -Sólo para los que no sufren de vértigo- Shestov ofrece aún una mayor amplitud de campo de interés, un rasgo que caracteriza la dispersión temática del género aforístico y la libertad de las deambulaciones del pensamiento. Una enorme variedad de temas sobre literatura y filosofía que apuntan finalmente a un mismo centro: la ética individual y la actitud del hombre ante la vida.
Dos ejemplos, dos exponentes del estilo de Shestov, de su capacidad para el análisis y de su ironía en relación con la creatividad literaria:
No sabemos formar poetas y decimos que poeta se nace. Desde luego, si obligáramos a un niño a estudiar diferentes modelos literarios, empezando por los antiguos y terminando en los modernos, no haríamos de él un poeta; de igual modo, nadie nos oiría en América por más fuerte que gritáramos en Europa. Para hacer al hombre poeta no es preciso “desarrollarlo” en el sentido habitual de la palabra. Quizás hasta convenga ocultar los libros de él. Quizás haya que realizarle alguna operación que a nuestros ojos nos parece peligrosa, funesta; por ejemplo, fracturarle el cráneo o arrojarlo desde un cuarto piso. Entiendo muy bien que estos métodos son arriesgados, y no tengo la menor intención de recomendarlos para su uso público en lugar de los viejos procedimientos pedagógicos. No se trata de eso. Lean la historia de los grandes individuos y poetas. Salvo John Stuart Mill y otros dos o tres pensadores positivistas cuyos padres eran letrados y cuyas madres eran virtuosas, ningún personaje notable puede jactarse, o mejor, quejarse de haber recibido una educación correcta. En su vida, el papel decisivo lo ha desempeñado casi siempre el azar, azar que nuestra razón no dudaría en calificar de absurdo si la razón se atreviera a levantar su voz incluso cuando se halla ante el éxito evidente. Algo al estilo de un cráneo fracturado o un salto desde un cuarto piso -no sólo en el sentido figurado, sino a menudo en el literal de estas palabras-: ese suele ser el comienzo, a veces admitido pero en general ocultado, de la actividad de un genio.
El escritor que no sabe mentir con inspiración -y sólo hay que mentir con inspiración, habilidad que a no todos ha sido dada- gusta de fanfarronear de su franqueza y sinceridad. No le queda más remedio.
Santos Domínguez