Alberto Ávila Salazar.
Lo que dicen los dioses.
Versátil Ediciones. Barcelona, 2015.
La fusión de géneros, la hibridación de subgéneros y la integración de niveles estilísticos son algunos de los rasgos fundamentales de la posmodernidad artística y una de las tendencias más significativas de la narrativa posmoderna.
Lo confirman entre nosotros las últimas novelas de Muñoz Molina y Javier Cercas y también Lo que dicen los dioses, en la que Alberto Ávila Salazar funde subgéneros narrativos como la novela negra o el relato gótico de fantasmas que tiene en el Henry James de Otra vuelta de tuerca o El altar de los muertos su modelo más acabado.
En torno al eje de unos crímenes cometidos en el Madrid de la primera posguerra por Rosendo, un carnicero asesino de niñas, obseso sexual convencido de ser un instrumento al servicio de seres superiores, esa fusión se prolonga en la superposición de tiempos y espacios, en un eficaz diseño en el que se complementan dos investigaciones: una policial en los años 50, llevada por el comisario Iríbar, y otra periodística, de la mano de la joven periodista Mariana, que retoma el caso en el 75.
Sobre la estructura policiaca básica de Lo que dicen los dioses se levanta otra trama relacionada con la literatura de fantasmas. Y las dos quedan conectadas por un personaje crucial: Serena, la medium italiana que se convierte en una sensitiva cuando enviuda y en 1954 ve a cuatro o cinco chicas muy jóvenes y vestidas de novia una vez que el asesino ha huido a América.
Y a partir de ese planteamiento se da una vuelta de tuerca al género: desde las primeras páginas se sabe quién ha sido el asesino, cuáles han sido sus móviles, se descubren los cadáveres de las cinco niñas e incluso el carácter de iluminado de Rosendo, que tiene una experiencia epifánica ante la estatua de Cibeles el día que las tropas franquistas la dejan al descubierto tras la guerra civil.
Ante la presencia de la estatua, a la altura del Ministerio del Ejército capta a su primera víctima, una niña de diez años con la que esa misma noche, creyéndose impulsado por fuerzas sobrenaturales, comete su primer asesinato.
Si el interés del lector crece vertiginosamente en lugar de desinteresarse de la intriga, es un mérito que habla de la capacidad narrativa de Alberto Ávila Salazar, que ya había dado muestras de su solvencia en Todo lo que se ve, del sólido trazado de los personajes, del manejo eficaz de varios tiempos y diversos espacios, de su soltura en la técnica del flashback, de la agilidad en el ritmo del relato y de su mirada cinematográfica, de la que ha dado muestras en la realización de algunos cortometrajes.
El presente y el pasado, los dioses y los hombres, lo público y lo privado, lo visible y lo invisible, lo natural y lo sobrenatural, lo aparente y lo oculto, la cordura y la demencia acaban difuminando sus fronteras y construyendo una imagen de indeterminación de la realidad que como señala en su prólogo el editor, David G. Panadero, da la clave de la intriga desde el título.
Hablaba al principio de la fusión de subgéneros en Lo que dicen los dioses. Pero no es lo fundamental ese carácter híbrido, sino el acierto con que las peculiaridades narrativas de esos modelos genéricos se ponen al servicio del interés de la historia, sostenida por unos personajes complejos, llenos de matices y con un comportamiento nada plano.
Por eso Madrid, a través de distintos tiempos y lugares, acaba desempeñando un papel central en la novela, en la que hay una ciudad visible y otra oculta donde en plena posguerra nacional católica persisten los cultos paganos y los crímenes rituales consagrados a Cibeles, una diosa cruel ávida de la sangre de los sacrificios.
Santos Domínguez