25/11/15

Marcel Schwob. Cuentos completos


Marcel Schwob.
Cuentos completos.
Edición y traducción de Mauro Armiño.
Páginas de Espuma. Madrid, 2015.

El arte –escribía Marcel Schwob en el prólogo de sus Vidas imaginarias- es lo contrario de las ideas generales, sólo describe lo individual, no desea más que lo único. No clasifica, desclasifica.

Una declaración de principios estéticos como esa, en 1896, en pleno auge del naturalismo zolesco, situaba a Schwob al margen de las tendencias de la narrativa de su tiempo.

Ni la disección de la realidad social y los comportamientos de los personajes, ni el fisiologismo, ni la atención a la herencia genética o ambiental, claves todas ellas de la narrativa de finales del XIX, formaron parte de sus intereses literarios, que no aspiraban al análisis objetivo de la realidad, sino que se centraban en el individuo y la imaginación.

Y esa misma propuesta de defensa de lo individual y de lo único como objeto del arte y la literatura, ese carácter extemporáneo, alejado del ímpetu documental del realismo y del determinismo naturalista, nos ayuda a situar la obra de Schwob en el lugar de la excepción  desde 1891, en que publica Corazón doble, la colección de relatos con la que iniciaba una trayectoria literaria tan breve como intensa que cerraría en 1896 La cruzada de los niños.

Lo recuerda Mauro Armiño en el Prólogo de su espléndida edición de los Cuentos completos de Marcel Schwob en Páginas de Espuma, que -tras editar su teoría de la ficción en El deseo de lo único- reúne todos los cuentos que publicó en vida en diversos volúmenes, además de los trece relatos que dejó sin reunir en ningún libro.

Desde Corazón doble hasta La cruzada de los niños, pasando por El rey de la máscara de oro, Mimos, El libro de Monelle y Vidas imaginarias, se agrupa en este volumen imprescindible la obra narrativa de un autor fundamental, secreto durante mucho tiempo y cada vez más conocido, porque la potente sombra de sus propuestas narrativas se ha proyectado en la literatura posterior a partir –las palabras son de Mauro Armiño al final de su espléndido Prólogo- de “las dos pasiones de su vida: la erudición, la vida antigua, que fueron el material sobre el que la imaginación de Schwob tejió su  mundo mágico de fantasía y misterio.”

Corazón doble es un conjunto de 34 relatos que, entre lo histórico y lo fantástico, llevan al lector a través de los siglos en un viaje por el horror y la piedad, por la caridad y el terror.  Entre esos dos polos sitúa Schwob el objetivo del libro: llevar, por el camino del corazón y por el camino de la historia, del terror a la piedad, mostrar que los acontecimientos del mundo exterior pueden ser paralelos a las emociones del mundo interior, hacer presentir que en un segundo de vida intensa revivimos virtual y actualmente el universo.

En esa declaración inicial están fijadas ya muchas claves de la obra de Schwob, que como crítico se mantuvo ajeno a las corrientes historicistas y a la crítica psicologista del positivismo.

Como Gustave Moreau en pintura, como Browning en poesía, Schwob fue un inventor de imágenes y de voces, un autor al margen, dotado de un inusual talento para ocultar o para olvidar su vida detrás de las vidas que imaginó, para vivir en la literatura más que en la realidad.

Además de los clásicos, Villon y Stevenson, que representan el paseo por la historia y la geografía del paraíso, fueron las referencias vitales y literarias sobre las que proyectó su escritura. Esa doble evasión –en el tiempo y en el espacio-, junto con su apego a la fantasía, está en la raíz de su escritura metaliteraria y de una imaginación que nace en las bibliotecas y se alimenta de ellas.

Entre la recreación y la invención, entre la ficción y la filología, Marcel Schwob mezcló ejemplarmente en sus obras mayores (Vidas imaginarias o La cruzada de los niños) la realidad y la ficción. Partió de la anécdota mínima, del hecho trivial y los trató con sutileza para construir una representación imaginaria de los poetas antiguos, para reinventar sus biografías y recrear las voces de Séptima, la hechicera, de Petronio el novelista, de Lucrecio el poeta o de Clodia, la matrona impúdica.

Entre el monólogo dramático en primera persona que aprende en Browning y utiliza para construir La cruzada de los niños y la tercera persona de las Vidas imaginarias, Marcel Schwob organiza su mundo literario con una mezcla de terror y piedad, las dos pasiones extremas que debía equilibrar el alma humana. En el fondo, con esa recuperación de la vieja antítesis de Aristóteles, que en su Poética enfrentaba la Historia al Arte y lo general a lo individual, Schwob traza un relato fantástico y verosímil de la Antigüedad.

La cruzada de los niños es uno de los libros más intensos y conmovedores de la historia de la literatura contemporánea, una de esas obras milagrosas que un autor excepcional escribe en un estado de gracia irrepetible. Marcel Schwob la compuso con un envidiable temple poético y una altura verbal y emocional que hacen que probablemente este breve texto sea la cima de Schwob, lo que es tanto como hablar de una altura literaria casi inaccesible.

Hace algo más de ochocientos años del episodio que inspiró esta obra: la cruzada que iniciaron, en 1212, 30.000 niños alemanes y franceses para conquistar Jerusalén. En un estado intermedio entre la alucinación y la histeria, entre el fanatismo y la manipulación irresponsable de quienes los azuzaron, aquellas desorientadas masas infantiles sin guía ni orden, aquellos pueri sine rectore probablemente desconocían que debían atravesar el mar.

No se sabe hasta dónde llegaron en aquella peregrinación ingenua y visionaria hacia la catástrofe. Muchos murieron, otros acabaron en manos de traficantes norteafricanos de esclavos, que los vendieron en mercados de Alejandría.

Como en el resto de su obra, Marcel Schwob presenta aquí el mundo con una mezcla de terror y piedad, las dos pasiones extremas que debía equilibrar el alma humana. Schwob sumó al potente patetismo de aquellos hechos terribles la fuerza añadida de una larga obsesión que le permitió coronar, con lenguaje de alto voltaje poético, un retablo de ocho cuerpos con ocho breves monólogos cuya técnica aprendió en Browning y con los que presenta aquel itinerario disparatado desde distintas perspectivas: el goliardo, el leproso, dos Papas, tres niños, un clérigo...

Un itinerario hacia la muerte que simbolizan las pequeñas osamentas blancas devueltas por el mar, tendidas en la noche, con las que se cierra el último monólogo.

Si, como señalaba Borges, su más importante heredero, cada escritor crea sus precursores, Schwob está en el origen de la Historia universal de la infamia, pero también –a través del argentino- en la raíz del Confabulario de Arreola, de las Falsificaciones de Denevi, las Fabulaciones de Perucho y los Sueños de sueños de Tabucchi, recreadores de vidas y de voces. Y se podrían añadir, claro, más nombres que han asumido la herencia de Schwob: Cunqueiro, Bolaño, Vila-Matas...

Y es que hay una red de relaciones -lógicas y secretas a la vez- que une en algún alto lugar de la literatura a Stevenson con Villon y a este con Shakespeare o Poe. Muchas de las líneas de esa red las ha trazado o las ha recorrido Marcel Schwob.

Decía Borges hace décadas que “en todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas.” Hoy las cosas han cambiado: el número de devotos de Schwob ha aumentado mucho, a la sombra creciente de un autor irrepetible y con libros como este sus lectores ya no forman parte de esas pequeñas sociedades secretas.

Santos Domínguez