30/9/15

Carlos Fidalgo. La sombra blanca


Carlos Fidalgo.
La sombra blanca.
Reino de Cordelia. Madrid, 2015.

En los campos de Flandes las amapolas se mecen
entre las cruces, fila sobre fila,
que marcan nuestro sitio; y en el cielo 
las alondras, aún cantando embravecidas,
vuelan sin oírse apenas entre los cañones.

Somos los Muertos. Hace pocos días 
vivimos, sentimos el amanecer, vimos el brillo del ocaso,
amamos y fuimos amados, y ahora aquí yacemos 
en los campos de Flandes. 

Retomad la disputa que fue nuestra: 
estas débiles manos os entregan 
la antorcha; levantadla ben alto.
Y si falla esta fe que compartimos
no podremos dormir, aunque crezcan las amapolas
en los campos de Flandes.

Ese poema de John McCrae, que aparece aquí en la versión de Borja Aguiló y Ben Clark, prefigura el tono y la voz narrativa que recorren La sombra blanca, una espléndida novela corta que Carlos Fidalgo publica en Reino de Cordelia.

Una novela de fantasmas ambientada, como ese poema, en la Primera Guerra Mundial y atravesada por una realidad invisible que, entre el misterio, la fantasmagoría y el terror, recuerda al mejor Henry James, el de la distancia corta de los relatos y las novelas breves.

Con un título alusivo al legendario espectro femenino que avisaba del peligro o de la proximidad de la muerte y a la ceguera provocada por los gases tóxicos o los bombardeos que abrasaban los ojos de los soldados y los aislaba y los hacía más vulnerables o los colocaba en un territorio de frontera entre la vida y la muerte, La sombra blanca es una novela coral en la que se suceden varias voces narrativas que se superponen o se disuelven en la niebla.

Entre esas voces plurales en situaciones límite que hablaban en el poema del canadiense McCrae, hay dos que adquieren una especial relevancia y acaban confluyendo: la del soldado escocés Elgin Gairloch, el hilo conductor de la narración, y la del Teniente Kilbride.

Unas voces que se construyen en capítulos breves y se expresan con una intensidad de lenguaje que se hace presente desde el Preludio:

Ahora sé que soñé contigo. Soñé que caminabas sobre la playa, como un ángel, y que la resaca no te mojaba los pies.
Soñé que eras una sombra blanca. Ligera como la niebla.
Soñé que nada te tocaba el alma, porque estabas muerta.
(...)
Y yo cierro los ojos. Me sumerjo otra vez en el sueño. Y te veo.
Estás envuelta en una mortaja. El agua no te moja los pies. El mar no se atreve a tocarte.

Una intensidad expresiva que se manifiesta a lo largo del juego de voces que vertebra el relato y lo recorre de principio a fin para culminar en la última línea del Epílogo:

Y me doblo como una arruga del tiempo.

Un ejército de voces espectrales de soldados desorientados y muertos en el asalto a sus trincheras o bajo los bombardeos alemanes. Unas voces que acaban habitando esa arruga del tiempo, que se dobla sobre sí mismo y dejan en el suelo o en el aire un rastro de pétalos antes de llegar a la orilla de un lago donde una sombra blanca que sale de la niebla –esa  muerte blanca- los envuelve en un sudario.

Una novela que confirma a Carlos Fidalgo como un narrador maduro, consciente de la importancia que tienen en la narración breve el manejo del tiempo y la tensión del lenguaje para producir aquel efecto único del que hablaba Poe como condición esencial del relato. 

Santos Domínguez