Pedro Luis Casanova.
Fósforo blanco.
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2015.
He aquí el poema:
su palabra es imagen que oímos,
lo que queda del ser
cuando nada resiste
y el olvido asume realidad y tiempo:
es su tacto en la desolación
lo que emociona y nos salva de las rejas del frío.
Esos versos pertenecen a Aguas madres, uno de los poemas con los que Pedro Luis Casanova fabrica los materiales poéticos de Fósforo blanco, que publica La Isla de Siltola en su colección Tierra.
Es el tercero de los libros de un poeta que alcanza aquí una sólida madurez, el dominio de una poética que queda delimitada desde el primer verso del libro:
Cierro los ojos, abro la mirada.
Porque frente a la insoportable levedad de la palabra y frente al juego de ingenio con el que algunos confunden la poesía, la consistencia estética y la exigencia ética de la propuesta de Casanova transforman en fuego, no en juego, una poesía en la que conversan la compasión y la lucidez de la denuncia, la dureza expresiva y el hallazgo verbal, el dolor y la memoria como centro de la identidad.
Porque el poeta sabe desde antes de escribir ese primer verso que cuando abra los ojos y cierre la mirada dará paso al engaño, a una memoria que miente cuando aniquilados los recuerdos / comienza la visión de lo que nunca ha sucedido.
Ese es el verdadero eje de este Fósforo blanco: la construcción de la identidad a base de una intensa excavación en la memoria, con una labor de minero en busca del origen, en busca del fondo de sí mismo, de su identidad. Infancia y confesiones a través de una iluminación en lo hondo:
Dime al fin
quién soy; si acaso no soy yo quien arde
sin voz en estas sombras: cal y hollín
cuya miseria en paz sin paz respira.
En medio de un teatro de sombras se levanta la voz potente y la mirada visionaria de un poeta que es profesor de Física y Química y autor de un libro torrencial que arrastra al lector con el alto voltaje de su palabra.
Como en los procesos químicos, la memoria funciona en estos poemas como un reactivo que devuelve transfigurada la realidad, como en los primeros versos de Alquimia, el poema que cierra el libro:
Vuelcas
una sobre otra la materia
de los tubos, la íntima violencia
que pudiera estallar en los matraces: una ciencia rendida
cuando late en tu luz la ceremonia de lo ausente.
Y analizas
los posos, no con la intención del farmacéutico o la curandera
por salvar la tragedia que en la piel de la palabra
se revela.
Revelación de la memoria propia y de la colectiva a través de iluminaciones y hallazgos que recorren este explosivo y quemante Fósforo blanco, un libro muy bien construido sobre una pensada estructura ternaria -tres partes de 9 +9 + 3 × 3-, sobre la que se levanta la memoria que abrasa como la quemadura que provoca el fósforo blanco:
Nada es sin el candil
que proyecta en mi cara
los barrotes del tiempo.
Nada.
Sólo la luz de una campana ardiendo.
Luz blanca de revelaciones que alumbran un libro en el que se perciben, como señala Juan Carlos Mestre en su prólogo, “huellas de una travesía por el sufrimiento y el desamparo, pero huellas también de un definitivo regreso a la casa ética adonde el fulgor y la fiebre son algo más que la suma de todas las partes del fuego. Hay iluminación de los confines en este libro literalmente extraordinario, nuevo en su intacta propuesta de dificultad y averiguación, de excavaciones en la exterioridad del ser y de ávida intimidad trascendida de su propia experiencia.”
Es la experiencia reconstruida de una primera persona que acaba invocando al otro y proyectando su ambición expresiva y su mirada crítica sobre la realidad española, tan solanesca aún:
Buscad en la pintura ese hondo calabozo de profetas:
ah, resplandor que no nos guía
hacia el linaje de lo claro ni lo hermoso,
escribe en el Homenaje a Gutiérrez Solana, uno de los mejores textos de un libro lleno de cimas como los espléndidos En la catedral de Jaén o Canción de Viernes santo, dos poemas centrales del libro.
A este último pertenecen estos versos admirables:
Entras al ojo de la noche con las suelas mojadas.
Tu corazón, sobre los estatutos de un sueño vigilante,
llora mordido por la lluvia:
Y esta ciudad sin cruz, ni pueblo, ni pasado.
Hoy llueve contra ti,
contra la estampa a cuyo olvido huyes
como se incendia una locura
del secreto que amaste y nunca,
ante nosotros consumó su verdad.
Santos Domínguez