3/6/13

Medardo Fraile. Laberinto de fortuna


Medardo Fraile.
Laberinto de fortuna.
Menoscuarto. Palencia, 2012.


Laberinto de fortuna es la única novela de Medardo Fraile (1925-2013), el maestro del cuento recientemente desaparecido. Y tiene una extraña historia editorial, porque se publicó en los años ochenta en Madrid y se reeditó en 2008 en Venezuela con el título Autobiografía, por las razones que explica el autor en la nota preliminar a la edición que Menoscuarto publicó poco antes de su muerte, ya con su título original.

Es la única novela de Medardo Fraile, es cierto, pero muestra una enorme coherencia con su mundo literario: no solo con algunas zonas de sus memorias -El cuento de siempre acabar-, que es lo más obvio, sino con una parte esencial de su narrativa breve, con la que comparte una evocación parecida del mundo desde una ingenua mirada infantil incapaz de descifrar las claves del comportamiento adulto.

Pero Laberinto de fortuna no es una sucesión de cuentos engarzados. Su diseño temporal y espacial, el ritmo narrativo, el número de personajes o la proyección argumental de sus episodios responden a las normas genéricas de la novela.

A través de esa mirada, anterior a la conciencia del tiempo, sus páginas reconstruyen los espacios de la memoria a través de la importancia de las sensaciones y los detalles pequeños, o mediante la sucesión de situaciones aparentemente dispersas que cobran sentido en el conjunto, vivas en la agilidad de los diálogos o en la inusual capacidad descriptiva de su autor, en fragmentos como este:

El sol era un rescoldo lejano y se recostaba en tapias y fachadas con cara borrosa. Por encima de las casas, sobre los campos secos del sur, se veían relámpagos y rodaban ecos de truenos sobre los tejados. Las casas tenían las persianas echadas y apenas se oía en los patios alguna voz desganada y pastosa que maldecía el calor, o pedía que descargara de una vez la tormenta, o invocaba a Santa Bárbara. A media tarde cayeron unos goterones calientes y la calle comenzó a echar vaho, a oler a tierra, y pronto las gotas, secas, parecían cráteres de hormiguero.

Entre la autobiografía personal, la ficción novelística y la memoria de un tiempo y un espacio compartidos con los demás, en la reconstrucción del pasado por parte de Medardo Fraile se unen la capacidad narrativa en la evocación y la ironía comprensiva de raíz cervantina, para dar cuenta de diversos tiempos y lugares y de una abundante fauna urbana.

La escritura de Medardo Fraile suele situarse, también en esta novela, en interiores proustianos desde los que el narrador contempla el exterior, o lo oye o lo huele. Y con esa capacidad magistral para la evocación, Laberinto de fortuna pone en pie ante los sentidos del lector la época de los serenos y la Cafiaspirina en un Madrid sin timbres y con verbenas y kermeses en las Vistillas:

Desde el Hotel Acapulco a casa de Julián las viviendas se iban haciendo más bajas; los árboles, desenfilados y ralos, más frecuentes; los bares más sucios. Carros y, a veces, cabras y ovejas acompañaban la perezosa marcha de los tranvías y junto a las aceras no era extraño encontrar un gato muerto, tieso, el pelo brillante, la sonrisa roja y un ojo en desvarío. Los solares emanaban un vaho fétido al sol y se oía, de vez en cuando, enganchar vagones, o el resuello domado de un tren avanzando en vía muerta, o pitidos anémicos que parecían pregonar el hambre de los campos. Había puestos de sortijas y puestos de avellanas, de carteras y cintas, de llaves y altramuces y, en balcones y ventanucos oscuros, colgaban jaulas de canarios, colorines y grillos; el grillo preso plañía su carcelera sobre la lechuga y le contestaba el grillo libre del solar, acechado, entre las ortigas, por la boina ociosa de un viejo. Había plantas también, en latas de arenques y en tiestos: geranios, hortensias, claveles, albahaca, verbena. El sol salía para todos, caldeaba las panzas de los churumbeles desnudos y dejaba, al marcharse, una capa de polvo que parecía descansar por las noches del azacaneo transeúnte. El que usaba sombrero era un tratante en burros; el que llevaba bastón estaba enfermo o era mayoral, pastor o reñidor; el que lucía corbata, alfiler de corbata y, a veces, camisa a rayas, era carterista.

Como en sus cuentos, el estilo se vuelca en la capacidad de sugerir y lo impreciso, lo abierto, el fragmento se convierten en la sustancia narrativa de una novela cuyo eje es la enfermedad de la madre de Manuel, el niño protagonista.

Una novela que reúne rostros y lugares que pueblan las primeras evocaciones del entorno familiar del niño (su temprana orfandad, sus tías, sus primas,su padre) que poco a poco va bajando desde su balcón al mundo y descubriendo la ciudad, el color de sus tardes, sus ruidos y sus olores.

Como en El cuento de siempre acabar, Medardo Fraile aúna soltura narrativa y verdad, dos de las bases de sus relatos, que el autor reunió en un volumen titulado significativamente Escritura y verdad.


Santos Domínguez