3/10/11

La gran novela latinoamericana


Carlos Fuentes.
La gran novela latinoamericana.
Alfaguara. Madrid, 2011.

Un notable moralista mexicano, Mario Moreno “Cantinflas”, le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: “Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!”

Cantinflas era un maestro de la paradoja, pero su broma contenía una gran verdad. Existe una cultura no escrita que se manifiesta en la memoria, la transmisión oral y el cultivo de la tradición. En el habla de todos los días. Para conocerla —Cantinflas tiene razón— hace falta un poco de ignorancia.

Desde ese inesperado y llamativo arranque, Carlos Fuentes lleva en volandas al lector de La gran novela latinoamericana (Alfaguara) a lo largo de lo que los clásicos llamaban un viaje entretenido.

Porque, escritas con rigor de ensayista y pulso de narrador, las más de cuatrocientas páginas de este recorrido por la evolución de la novela latinoamericana -desde la época colonial hasta hoy mismo- se leen como una narración de narraciones, como el ensayo de un novelista sobre los novelistas que comparten con él continentalidad, lengua y cultura.

Una narración construida desde el escenario del ahora para recordar el futuro e imaginar el pasado, porque frente a lo irreversible y frente a lo incierto, en el presente confluyen pasado y futuro, memoria y deseo, que son la columna vertebral de la novela latinoamericana.

Y es que el pasado depende de nuestra memoria aquí y ahora, y el futuro de nuestro deseo, aquí y ahora. La memoria y el deseo son nuestra imaginación presente: este es el horizonte de nuestros constantes descubrimientos y este el viaje que debemos renovar cada día. Para ello escribimos novelas.

Porque, como señala Fuentes, el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir.

El impulso narrativo de la cultura americana figura ya en sus orígenes, cuando la literatura renacentista de la conquista inventa a América como utopía de Europa, como el paraíso donde se hace posible la edad de oro y los mitos arcádicos.

En esa concepción renacentista y mitológica de los historiadores de Indias están ya las raíces de lo real maravilloso como una de las señas de identidad de lo americano y como una de las líneas de fuerza de la novela latinoamericana. No por casualidad, García Márquez reconoció en aquellos cronistas de Indias una de sus influencias fundamentales.

Desde ese punto de vista, el primer novelista latinoamericano es Bernal Díaz del Castillo, el cronista que recuerda, desde la ceguera y la vejez, desde el país de la memoria, que es el de la ficción y la imaginación, casi medio siglo después, cuando dicta su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España.

Están ya en ese texto fundacional algunas de las claves narrativas latinoamericanas: el equilibrio entre el asombro y la naturalidad, la mezcla de imaginación e historia, la fusión de mito y memoria, el tratamiento del espacio como tiempo y del tiempo como espacio.

Vinieron luego otros profetas: el milagro brasileño de Machado de Assis, la barbarie y la violencia histórica del cacique rural en Rómulo Gallegos, un precursor sin el que no se habrían escrito Cien años de soledad, La casa verde o Los pasos perdidos, la novela mexicana de la revolución, la épica del desencanto de Mariano Azuela en Los de abajo, una Iliada descalza.

Rulfo, Borges, Carpentier, Asturias, Onetti, Lezama Lima, encarnan lo que podríamos llamar pre-boom hispanoamericano. Y a ellos dedica Carlos Fuentes excelentes capítulos en los que analiza algunas de sus obras fundamentales.

Por ejemplo un espléndido análisis de Pedro Páramo, novela mítica sin épica, como revisión del mito en los tiempos simultáneos de la muerte, un Ulises de barro en Comala, la ciudad de los muertos con un pasado contiguo al presente.

O un Borges múltiple que representa otra de las claves de la literatura latinoamericana, la capacidad de fundir tradiciones:

Cuando lo leí por primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años, Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia delante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego.

O la propuesta de reducir el espacio y el tiempo a una existencia puramente verbal que los eleva a la condición de protagonistas del relato:

Decir que el mundo no ha terminado porque es no sólo un espacio limitado, sino un tiempo sin límite. La creación de esta cronotopía –tiempo y espacio- americana ha sido lo propio de la narrativa en lengua española en nuestro hemisferio. La transformación del espacio en tiempo: transformación de la selva de La vorágine en la historia de Los pasos perdidos y la fundación de Cien años de soledad. Tiempo del espacio que los contiene a todos en El Aleph y espacio del tiempo urbano en Rayuela.

O el talento para fundir imaginación y realidad:

En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado. Esto es lo que he llamado la Constitución Borgeana: confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.

Novela y música se funden en Alejo Carpentier, en su palabra fundacional, en la búsqueda de la utopía y en las estructuras orquestales de novelas como Los pasos perdidos y El Siglo de las Luces.

Carpentier representa, con Lezama Lima, la explosión del barroco latinoamericano, en el que la literatura es el resultado de la palabra fecundante, de la imaginación creadora y de la reivindicación de una cultura indo-afroiberoamericana:

El ascenso de ‘nuestro señor barroco’ en Hispanoamérica es veloz y deslumbrante. Se identifica con lo que Lezama llama la contraconquista: la creación de una cultura indo-afroiberoamericana, que no cancela, sino que extiende y potencia la cultura del occidente mediterráneo en América.

Tiempo, palabra y cuerpo, imagen e intuición son las claves de la poesía de Lezama y de una escritura que aspira a ser una epifanía de lo oculto. Ese mismo impulso recorre Paradiso, una de las grandes novelas de la lengua española, de la que Carlos Fuentes hace en este volumen un análisis memorable:

No conozco resumen más perfecto de la cultura hispanoamericana que la escena de ese capítulo VIII de Paradiso donde el guajiro Leregas, dueño del atributo germinativo más tronitonante de la clase, balancea sobre su cilindro carnal tres libros en octavo mayor: toda una enciclopedia, todo el saber acumulado del mundo, sostenido como un equilibrista sobre la potencia fálica de un guajiro cubano. Simbólicamente, poco más hay que decir sobre la América hispánica.

Muy distinta es la escritura de Onetti, del que se analiza aquí La vida breve a través de una profunda radiografía de tres personajes fundamentales en el ciclo de Santa María: Brausen, Arce y Díaz-Grey, tres figuras en medio de la niebla porteña que confunde el sueño y la realidad, la ficción y la historia, la vida cotidiana y la imaginación.

A partir de los sesenta la novela del boom recuperó la amplitud de la tradición literaria. Hizo suyos a los padres de la nueva novela, Borges y Carpentier, Onetti y Rulfo. Reclamó para sí la gran línea poética ininterrumpida de Hispanoamérica. Le dio a la novela rango no sólo de reflejo de la realidad sino de creadora de más realidad… Amplió espectacularmente los recursos técnicos de la narrativa latinoamericana; radicó sus efectos sociales en los dominios del lenguaje y la imaginación y alentó una extraordinaria individualización de la escritura, más allá de la estrechez de los géneros. Por si fuera poco, el boom amplió espectacularmente el mercado de la lectura en América Latina e internacionalizó la literatura escrita desde México y el Caribe hasta Chile y Argentina.

Fue el momento de Cortázar, nieto literario de Erasmo de Rotterdam, y de la imaginación como crítica de la realidad en sus relatos y en la estructura de Rayuela, entre el lado de allá (París) y el lado de acá (Buenos Aires).

Uno de los capítulos imprescindibles de la obra es el dedicado a Gabriel García Márquez y a una segunda lectura de Cien años de soledad, el Quijote de la literatura hispanoamericana (...), una auténtica revisión de la utopía, la ética y el mito latinoamericanos. Esa segunda lectura, que va más allá de la diversión y del reconocimiento que proporciona la primera lectura, es imprescindible para desentrañar el desdoblamiento de las dos escrituras de la novela: García Márquez y Melquiades, el mito y la memoria y el tiempo circular, tan distinto del tiempo sin héroes de las novelas de Mario Vargas Llosa y de la prosa oblicua de La ciudad y los perros, La casa verde y La fiesta del chivo.

Tras José Donoso y la realidad opaca e indecible de El obsceno pájaro de la noche, llegaron otros movimientos: el búmerang, a través del poder de la imaginación en Yo el Supremo de Roa Bastos y en Sergio Ramírez, el post-boom de Piglia, Roberto Bolaño, Roncagliolo, Juan Gabriel Vásquez, el crack de Volpi y Padilla.

Con ellos y con una quintilla de damas -Elena Poniatowska, Margo Glantz, Bárbara Jacobs, Carmen Boullosa, Ángeles Mastretta- la novela latinoamericana ha seguido dando muestras de una envidiable vitalidad creativa, como destaca Fuentes:

A partir de la generación del boom; y ahora, tras el búmerang y el crack, la literatura latinoamericana no ha hecho sino confirmar la regla de Alfonso Reyes: seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales. De Cortázar y García Márquez a Volpi y Padilla, nuestras letras son parte del patrimonio nacional, continental y universal. La antigua separación entre nacionalismo y cosmopolitismo ha desaparecido.

Junto Los nuestros, de Luis Harss, pero con la ventaja de la mayor perspectiva que dan los cuarenta y cinco años pasados desde la aparición de aquel clásico, La gran novela latinoamericana es la mejor aproximación de conjunto a ese mapa narrativo. Un libro lúcido y riguroso que tiene la solidez de un ensayo y la agilidad de un relato que termina con estas palabras:

Cada época va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras. (...) De allí la fuerza, de allí la molestia, de allí el goce que se llama “novela.”

Santos Domínguez