Pioneros.
Cuentos norteamericanos del siglo XIX.
Edición de Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan.
Traducción de Ignacio Ibáñez Fernández.
Menoscuarto. Reloj de arena. Palencia, 2011.
Cuentos norteamericanos del siglo XIX.
Edición de Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan.
Traducción de Ignacio Ibáñez Fernández.
Menoscuarto. Reloj de arena. Palencia, 2011.
A la vez que políticos norteamericanos como Jefferson o Lincoln ponían los bases del nacimiento de aquella nación, narradores como Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe o Ambrose Bierce fundaban una tradición en la que integraban la herencia del romanticismo europeo con otros ambientes y con una nueva mirada.
Y de la misma manera que en la personalidad en formación de los Estados Unidos se renovaban las tradiciones europeas con un nuevo sistema político, sus narradores convertían el relato breve en la punta de lanza de la narrativa moderna y en la tendencia más renovadora de la literatura de aquel país en el siglo XIX.
Es bien conocida la aportación decisiva de Poe, no solo por su forma consciente de planear y desarrollar sus narraciones, sino porque esos textos fundan géneros como la ciencia ficción o el relato policial.
Pero no solo Poe, sino la mayor parte de los narradores incluidos en esta antología del cuento norteamericano del siglo XIX, fueron precursores del relato moderno, pioneros que abrieron caminos decisivos para la literatura contemporánea y colonizaron e hicieron habitable un nuevo territorio narrativo, caracterizado por su intensidad y por la concentración de la acción, el tiempo y la reducción de personajes y ambientes. Se probaba así la eficacia del método orientado a conseguir lo que Poe definió como efecto único.
Los dieciséis relatos que recoge Pioneros, la antología preparada por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan y editada en Menoscuarto, recorren más de un siglo. Van desde clásicos de comienzos del XIX -Washington Irving (Rip van Winkle), Nathaniel Hawthorne (El experimento del doctor Heidegger) o Poe (El hombre de la multitud)- hasta casi contemporáneos como Jack London o Edith Wharton, de quien se recoge aquí uno de sus mejores cuentos: Fiebre romana, de 1934.
Y entre esos límites, narradores conocidos, como Herman Melville, Mark Twain, Henry James o Stephen Crane, y otros poco traducidos o inéditos en España, como Charles W. Chesnutt, Kate Chopin, Rebecca Harding Davis, Mary E. Wilkins Freeman, Charlotte Perkins Gilman y Sarah Orne Jewett.
Esos nombres y los relatos que forman parte de esta antología permiten apreciar la evolución decisiva del género desde lo local a lo universal, desde el Romanticismo a las tres variedades de realismo (urbano, psicológico y rural-costumbrista) que explica Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan en su prólogo Los pasos inciertos del cuento literario norteamericano del siglo XIX.
Pero además en la nómina de Pioneros, y esta es una de las aportaciones de esta espléndida panorámica, llama mucho la atención la abundante presencia de narradoras que hicieron del relato un método de conocimiento y de representación de la realidad desde un nuevo punto de vista, con una mirada femenina intimista o reivindicativa.
Escritos por hombres o por mujeres, estos dieciséis relatos, que empezaron siendo textos de frontera de tiempos y espacios y que abandonaron el color local con Henry James, el más europeo de los narradores norteamericanos, comparten un llamativo rasgo común: un aire asombroso de contemporaneidad.
Además de su calidad, la causa de esa proximidad la resumía así Richard Ford en el prólogo de otra antología memorable del cuento norteamericano que publicó Galaxia Gutenberg hace diez años:
De hecho, si hay algo típico en los escritores y la literatura norteamericana contemporánea, es que cuando intentamos imaginar nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Herman Melville o Mark Twain, Sarah Orne Jewett en el frío Maine rural, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos: mujeres y hombres cercanos a la vida, con pocas ideas preconcebidas, que experimentaron lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables. Al igual que ellos, pensamos que nuestra literatura y cultura no son categorías absolutas destinadas a mantenerse y a estabilizarse, sino nociones para inventar de nuevo a través de un proceso de cesión y de revalorización. Un escritor norteamericano (sin duda al igual que uno letón o uno noruego) ofrece el aspecto de un hombre o una mujer bastante perplejo ante el maremágnum de acontecimientos más que el de una criatura escudada detrás de una barricada de obras y certezas. Por supuesto, una de las concepciones erróneas de la historia es creer que las grandes figuras del pasado eran esencialmente diferentes de nosotros. Y una de las convicciones principales de la democracia es el hecho de que no lo eran.
Y de la misma manera que en la personalidad en formación de los Estados Unidos se renovaban las tradiciones europeas con un nuevo sistema político, sus narradores convertían el relato breve en la punta de lanza de la narrativa moderna y en la tendencia más renovadora de la literatura de aquel país en el siglo XIX.
Es bien conocida la aportación decisiva de Poe, no solo por su forma consciente de planear y desarrollar sus narraciones, sino porque esos textos fundan géneros como la ciencia ficción o el relato policial.
Pero no solo Poe, sino la mayor parte de los narradores incluidos en esta antología del cuento norteamericano del siglo XIX, fueron precursores del relato moderno, pioneros que abrieron caminos decisivos para la literatura contemporánea y colonizaron e hicieron habitable un nuevo territorio narrativo, caracterizado por su intensidad y por la concentración de la acción, el tiempo y la reducción de personajes y ambientes. Se probaba así la eficacia del método orientado a conseguir lo que Poe definió como efecto único.
Los dieciséis relatos que recoge Pioneros, la antología preparada por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan y editada en Menoscuarto, recorren más de un siglo. Van desde clásicos de comienzos del XIX -Washington Irving (Rip van Winkle), Nathaniel Hawthorne (El experimento del doctor Heidegger) o Poe (El hombre de la multitud)- hasta casi contemporáneos como Jack London o Edith Wharton, de quien se recoge aquí uno de sus mejores cuentos: Fiebre romana, de 1934.
Y entre esos límites, narradores conocidos, como Herman Melville, Mark Twain, Henry James o Stephen Crane, y otros poco traducidos o inéditos en España, como Charles W. Chesnutt, Kate Chopin, Rebecca Harding Davis, Mary E. Wilkins Freeman, Charlotte Perkins Gilman y Sarah Orne Jewett.
Esos nombres y los relatos que forman parte de esta antología permiten apreciar la evolución decisiva del género desde lo local a lo universal, desde el Romanticismo a las tres variedades de realismo (urbano, psicológico y rural-costumbrista) que explica Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan en su prólogo Los pasos inciertos del cuento literario norteamericano del siglo XIX.
Pero además en la nómina de Pioneros, y esta es una de las aportaciones de esta espléndida panorámica, llama mucho la atención la abundante presencia de narradoras que hicieron del relato un método de conocimiento y de representación de la realidad desde un nuevo punto de vista, con una mirada femenina intimista o reivindicativa.
Escritos por hombres o por mujeres, estos dieciséis relatos, que empezaron siendo textos de frontera de tiempos y espacios y que abandonaron el color local con Henry James, el más europeo de los narradores norteamericanos, comparten un llamativo rasgo común: un aire asombroso de contemporaneidad.
Además de su calidad, la causa de esa proximidad la resumía así Richard Ford en el prólogo de otra antología memorable del cuento norteamericano que publicó Galaxia Gutenberg hace diez años:
De hecho, si hay algo típico en los escritores y la literatura norteamericana contemporánea, es que cuando intentamos imaginar nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Herman Melville o Mark Twain, Sarah Orne Jewett en el frío Maine rural, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos: mujeres y hombres cercanos a la vida, con pocas ideas preconcebidas, que experimentaron lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables. Al igual que ellos, pensamos que nuestra literatura y cultura no son categorías absolutas destinadas a mantenerse y a estabilizarse, sino nociones para inventar de nuevo a través de un proceso de cesión y de revalorización. Un escritor norteamericano (sin duda al igual que uno letón o uno noruego) ofrece el aspecto de un hombre o una mujer bastante perplejo ante el maremágnum de acontecimientos más que el de una criatura escudada detrás de una barricada de obras y certezas. Por supuesto, una de las concepciones erróneas de la historia es creer que las grandes figuras del pasado eran esencialmente diferentes de nosotros. Y una de las convicciones principales de la democracia es el hecho de que no lo eran.
Santos Domínguez