Emilio Cecchi.
México.
Traducción de Mª Ángeles Cabré.
Minúscula. Barcelona, 2007.
México.
Traducción de Mª Ángeles Cabré.
Minúscula. Barcelona, 2007.
México no es alegre. Pero es mejor que alegre: está lleno de una furia profunda, señala Emilio Cecchi en México, un libro que edita Minúscula en la colección Viajes narrados, con traducción de Mª Ángeles Cabré y presentación de Italo Calvino.
Todo empezó cuando Emilio Cecchi, profesor en Berkeley, emprendió unas vacaciones que le llevaron a México a través de lugares de California y Nuevo México por paisajes que evocan las ciudades abandonadas de California tras la fiebre del oro, las diligencias y los salones del Oeste que luego popularizó el cine. El desierto de Sonora y el Hollywood de Keaton y Chaplin, Gloria Swanson y Beverly Hills.
No es, con todo, lo más espectacular. Al lector de estas páginas le esperan un criadero de caimanes a un cuarto de hora de Los Ángeles; una admirable descripción de Santa Fe, en Nuevo México, la ciudad más antigua de las que fundaron los europeos en los actuales EE.UU; la coexistencia de antigüedades y vitalidad, ruinas y miseria en la frontera de El Paso, con cowboys algo residuales ya en 1930.
Aparecen aquí los mismos indios y los mismos ritos que figuran en La mujer que se fue a caballo, de D. H. Lawrence o en Centauros del desierto. Y allí, entre otros, un párrafo tan admirable como este:
Cuando una mujer navaja está a punto de acabar uno de esos tejidos, deja en la trama y en el dibujo una pequeña fractura, un defecto, «para que el alma no quede prisionera dentro del trabajo». Esta me parece una profunda lección de arte: prohibirse, deliberadamente, una perfección demasiado aritmética y cerrada. Porque las líneas de la obra, soldándose invisiblemente sobre sí mismas, constituirían un laberinto sin salida; una cifra, un enigma del que se ha perdido la clave. El primero que caería en el engaño sería el espíritu que ha creado el engaño.
De Ciudad Juárez, que no era aún el escenario de los crímenes que es hoy, a una corrida en Ciudad de México: Hay juegos de bolsa, tratados poéticos y cartas de amor más crueles que cualquier tauromaquia.
Corridas en la plaza de toros y corridos de la revolución en el cine; una excelente descripción de los jardines flotantes de Xochimilco y una serie de observaciones sobre las máscaras y las calaveras de las que tanto escribió luego Octavio Paz a propósito del culto a los muertos.
Las ruinas de Quetzacóatl, la religiosidad popular, más azteca que cristiana, y la voracidad económica y sexual de un clero tan poderoso como corrupto dejan paso a Diego Rivera y sus murales en Cuernavaca.
Y en Cuernavaca un inglés que parece un presagio de Malcolm Lowry, un aventurero sesentón con muchas barrabasadas a sus espaldas y cargado de whisky desde las ocho de la mañana.
De una historia de escorpiones se pasa a un análisis del barroco colonial español visto por un crítico de arte como Cecchi y a la selva de oro de los retablos.
Ya de regreso a EE. UU., Querétaro, la ciudad de los ópalos, su mercado y sus conventos de 8.000 monjas, y un incidente en la frontera con la policía norteamericana, antes de esta despedida, bellísima y llena de dudas, de un viajero sensible y un notable escritor:
Cuando uno ha estado en un país que probablemente no verá nunca más, y no ha estado como un baúl, sino teniendo abiertos los ojos y el intelecto, es natural que este país le vuelva a la memoria. Y yo siempre he notado que los recuerdos de esta especie tienen algo de inocente remordimiento. Mientras defendemos su novedad del roce del vivir cotidiano, no podemos por menos que preguntarnos si estamos completamente seguros de haber sido leales a los testimonios que nos ofrecieron la naturaleza, la vida y los monumentos, y de no haber desfigurado, para mal o para bien, lo poco que nos parecía haber visto. Un viajero sensible repite en la mente sus peregrinaciones, un poco como un asesino de una clase especial, que de puntillas regresa al lugar de su involuntario y placentero crimen.
Todo empezó cuando Emilio Cecchi, profesor en Berkeley, emprendió unas vacaciones que le llevaron a México a través de lugares de California y Nuevo México por paisajes que evocan las ciudades abandonadas de California tras la fiebre del oro, las diligencias y los salones del Oeste que luego popularizó el cine. El desierto de Sonora y el Hollywood de Keaton y Chaplin, Gloria Swanson y Beverly Hills.
No es, con todo, lo más espectacular. Al lector de estas páginas le esperan un criadero de caimanes a un cuarto de hora de Los Ángeles; una admirable descripción de Santa Fe, en Nuevo México, la ciudad más antigua de las que fundaron los europeos en los actuales EE.UU; la coexistencia de antigüedades y vitalidad, ruinas y miseria en la frontera de El Paso, con cowboys algo residuales ya en 1930.
Aparecen aquí los mismos indios y los mismos ritos que figuran en La mujer que se fue a caballo, de D. H. Lawrence o en Centauros del desierto. Y allí, entre otros, un párrafo tan admirable como este:
Cuando una mujer navaja está a punto de acabar uno de esos tejidos, deja en la trama y en el dibujo una pequeña fractura, un defecto, «para que el alma no quede prisionera dentro del trabajo». Esta me parece una profunda lección de arte: prohibirse, deliberadamente, una perfección demasiado aritmética y cerrada. Porque las líneas de la obra, soldándose invisiblemente sobre sí mismas, constituirían un laberinto sin salida; una cifra, un enigma del que se ha perdido la clave. El primero que caería en el engaño sería el espíritu que ha creado el engaño.
De Ciudad Juárez, que no era aún el escenario de los crímenes que es hoy, a una corrida en Ciudad de México: Hay juegos de bolsa, tratados poéticos y cartas de amor más crueles que cualquier tauromaquia.
Corridas en la plaza de toros y corridos de la revolución en el cine; una excelente descripción de los jardines flotantes de Xochimilco y una serie de observaciones sobre las máscaras y las calaveras de las que tanto escribió luego Octavio Paz a propósito del culto a los muertos.
Las ruinas de Quetzacóatl, la religiosidad popular, más azteca que cristiana, y la voracidad económica y sexual de un clero tan poderoso como corrupto dejan paso a Diego Rivera y sus murales en Cuernavaca.
Y en Cuernavaca un inglés que parece un presagio de Malcolm Lowry, un aventurero sesentón con muchas barrabasadas a sus espaldas y cargado de whisky desde las ocho de la mañana.
De una historia de escorpiones se pasa a un análisis del barroco colonial español visto por un crítico de arte como Cecchi y a la selva de oro de los retablos.
Ya de regreso a EE. UU., Querétaro, la ciudad de los ópalos, su mercado y sus conventos de 8.000 monjas, y un incidente en la frontera con la policía norteamericana, antes de esta despedida, bellísima y llena de dudas, de un viajero sensible y un notable escritor:
Cuando uno ha estado en un país que probablemente no verá nunca más, y no ha estado como un baúl, sino teniendo abiertos los ojos y el intelecto, es natural que este país le vuelva a la memoria. Y yo siempre he notado que los recuerdos de esta especie tienen algo de inocente remordimiento. Mientras defendemos su novedad del roce del vivir cotidiano, no podemos por menos que preguntarnos si estamos completamente seguros de haber sido leales a los testimonios que nos ofrecieron la naturaleza, la vida y los monumentos, y de no haber desfigurado, para mal o para bien, lo poco que nos parecía haber visto. Un viajero sensible repite en la mente sus peregrinaciones, un poco como un asesino de una clase especial, que de puntillas regresa al lugar de su involuntario y placentero crimen.
Santos Domínguez