10/5/07

La Universidad Desconocida


Roberto Bolaño.
La universidad desconocida.
Anagrama. Barcelona, 2007

Roberto Bolaño (1953-2003), conocido sobre todo como narrador, siempre se consideró un poeta. Cuando sus herederos ordenaron los archivos se encontraron varias carpetas con una serie de manuscritos que se titulaban La Universidad Desconocida.

Fechado en 1993,
cuando Bolaño ordena y clasifica su poesía, porque le acababan de diagnosticar la grave enfermedad que le haría desaparecer diez años después, es una summa poética, una obra en marcha revisada en 1996 en la que Bolaño recoge poemas escritos desde 1978.

Un amplio volumen que su autor dejó cerrado y listo para publicar, con un índice y una serie de notas aclaratorias sobre la fecha y la procedencia de los poemas. Lo acaba de editar Anagrama con una nota inicial de los herederos de Bolaño y un breve y certero epílogo de Carolina López en el que traza la historia de este libro.

La Universidad Desconocida está escrito en los años decisivos en que se configura definitivamente la obra narrativa de Bolaño con una voz literaria que atraviesa las fronteras de los géneros y pasa con naturalidad del verso a la prosa, de la actitud lírica a la voluntad de contar. De ese tipo de transferencias da buena cuenta el hecho de que una de las secciones de este volumen, Gente que se aleja, se publicase antes exenta como Amberes. O los abundantes textos que en este libro contienen materiales narrativos o constituyen plenamente un cuento, como Lupe, o una novela corta, como la magnífica y fragmentaria Prosa del otoño en Gerona.

De la primera sección del libro, La novela-nieve, es este texto, titulado Amanecer:

Créeme, estoy en el centro de mi habitación
esperando que llueva. Estoy solo. No me importa
terminar o no mi poema. Espero la lluvia,
tomando café y mirando por la ventana un bello paisaje
de patios interiores, con ropas colgadas y quietas,
silenciosas ropas de mármol en la ciudad, donde no existe
el viento y a lo lejos sólo se escucha el zumbido
de una televisión en colores, observada por una familia
que también, a esta hora, toma café reunida alrededor
de una mesa: créeme: las mesas de plástico amarillo
se desdoblan hasta la línea del horizonte y más allá:
hacia los suburbios donde construyen edificios
de departamentos, y un muchacho de 16 sentado sobre
ladrillos rojos contempla el movimiento de las máquinas.
El cielo en la hora del muchacho es un enorme
tornillo hueco con el que la brisa juega. Y el muchacho
juega con ideas. Con ideas y con escenas detenidas.
La inmovilidad es una neblina transparente y dura
que sale de sus ojos.
Créeme: no es el amor el que va a venir,
sino la belleza con su estola de albas muertas.
Santos Domínguez