El espejismo de Dios.
Editorial Espasa. Madrid, 2007.
El ateísmo hasta el siglo XIX fue cosa de amateurs, personas intuitivas cuya razón les hacía sospechar de libros sagrados que te autorizaban a tener esclavos si pertenecían a países vecinos e incluso a vender como sierva a tu propia hija, pero que te impedían llevar una camisa con mezcla de fibras textiles y prescribían la pena de muerte para los hijos desobedientes.
A medida que tras el Renacimiento el universo se fue llenando de infinitos mundos y la vida desbordó las estrecheces del Arca de Noé para chapotear en el caldo primigenio hasta alcanzar los ilimitados tiempos de la geología, la tarea del Dios omnisciente e intervencionista comenzó a lindar con lo extenuante y lo absurdo. Cuando en 1859 Darwin proporcionó una explicación alternativa a la actuación creadora de Dios se produjo la eclosión del moderno ateísmo científico.
Por eso no es extraño que sean los darwinistas como Richard Dawkins, autor de este libro, quienes más se han distinguido en los últimos años como defensores del ateísmo. Dawkins pertenece a la estirpe de los ateos desvergonzados, no como otros científicos contemporizadores a los que disgustan los disparates de la religión, pero que prefieren no entrar en batalla argumentando que esto puede conseguirse si ciencia y religión evitan “solaparse” en sus enseñanzas y magisterios. Para Dawkins el solapamiento es continuo, inevitable y necesariamente conflictivo.
Y aunque muchos pensemos que unos libros sagrados escritos cuando los habitantes de Oriente Medio andaban preocupados domesticando la cabra montesa, pocas luces pueden aportar a personas que viven en sociedades democráticas postindustriales, lo cierto es que millones de seguidores de esta o aquella religión aceptan la literalidad de esos textos y su origen divino. Y la cuestión es si esos libros llenos de irracionalidades y doctrinas absurdas se merecen la deferencia de los científicos y vivir ajenos a la crítica. Dawkins cree que no, que religiones e iglesias gozan de unos privilegios excesivos en los países democráticos y que deben, como toda otra creencia, acostumbrarse a ser sometidos a la evaluación y a los reproches de quienes deseen exponer sus opiniones. Que incluso agnósticos y ateos, en nombre del multiculturalismo, hayan criticado la publicación de las caricaturas de Mahoma en un periódico danés, puede dar una idea de lo enquistada que está la inmunidad de la religión al análisis y la crítica.
Como el enfrentamiento entre ciencia y religión es ya más que centenario, el libro de Dawkins proporciona también argumentarios para todo ateo dispuesto a algunas polémicas que ya no son nuevas, pero siguen siendo necesarias: cómo enfrentarse (y ganarle sin esfuerzo) al creyente sofisticado que comienza sus discursos diciendo “por favor, hablas como si yo creyese en ese Dios en forma de anciano de barba blanca sobre su nube”, cómo sonrojar a quienes dicen que si Dios no existiese no habría ética ni moral (Dawkins propone que preguntemos : ¿me estás diciendo que si se demostrase que Dios no existe irías por ahí robando, violando y matando?); cómo explicar a unos padres creyentes tu ateísmo más o menos sobrevenido (e incluso cómo unirlos al club).
El libro es un manual práctico de ateísmo, una denuncia de los muchos sucedáneos modernos de la religión, una exposición de la visión científica del universo, un tratado de ética, un manifiesto panfletario que anima a los ateos que no lo hayan hecho a salir del armario (¿del confesionario?, ¿del sagrario?). Y muchas cosas más. Escrito de una forma organizada pero muy amena, cuesta no leerlo de un tirón, y aunque habla de cosas muy serias, no faltan las sonrisas, las risas y hasta algunas saludables carcajadas.
A medida que tras el Renacimiento el universo se fue llenando de infinitos mundos y la vida desbordó las estrecheces del Arca de Noé para chapotear en el caldo primigenio hasta alcanzar los ilimitados tiempos de la geología, la tarea del Dios omnisciente e intervencionista comenzó a lindar con lo extenuante y lo absurdo. Cuando en 1859 Darwin proporcionó una explicación alternativa a la actuación creadora de Dios se produjo la eclosión del moderno ateísmo científico.
Por eso no es extraño que sean los darwinistas como Richard Dawkins, autor de este libro, quienes más se han distinguido en los últimos años como defensores del ateísmo. Dawkins pertenece a la estirpe de los ateos desvergonzados, no como otros científicos contemporizadores a los que disgustan los disparates de la religión, pero que prefieren no entrar en batalla argumentando que esto puede conseguirse si ciencia y religión evitan “solaparse” en sus enseñanzas y magisterios. Para Dawkins el solapamiento es continuo, inevitable y necesariamente conflictivo.
Y aunque muchos pensemos que unos libros sagrados escritos cuando los habitantes de Oriente Medio andaban preocupados domesticando la cabra montesa, pocas luces pueden aportar a personas que viven en sociedades democráticas postindustriales, lo cierto es que millones de seguidores de esta o aquella religión aceptan la literalidad de esos textos y su origen divino. Y la cuestión es si esos libros llenos de irracionalidades y doctrinas absurdas se merecen la deferencia de los científicos y vivir ajenos a la crítica. Dawkins cree que no, que religiones e iglesias gozan de unos privilegios excesivos en los países democráticos y que deben, como toda otra creencia, acostumbrarse a ser sometidos a la evaluación y a los reproches de quienes deseen exponer sus opiniones. Que incluso agnósticos y ateos, en nombre del multiculturalismo, hayan criticado la publicación de las caricaturas de Mahoma en un periódico danés, puede dar una idea de lo enquistada que está la inmunidad de la religión al análisis y la crítica.
Como el enfrentamiento entre ciencia y religión es ya más que centenario, el libro de Dawkins proporciona también argumentarios para todo ateo dispuesto a algunas polémicas que ya no son nuevas, pero siguen siendo necesarias: cómo enfrentarse (y ganarle sin esfuerzo) al creyente sofisticado que comienza sus discursos diciendo “por favor, hablas como si yo creyese en ese Dios en forma de anciano de barba blanca sobre su nube”, cómo sonrojar a quienes dicen que si Dios no existiese no habría ética ni moral (Dawkins propone que preguntemos : ¿me estás diciendo que si se demostrase que Dios no existe irías por ahí robando, violando y matando?); cómo explicar a unos padres creyentes tu ateísmo más o menos sobrevenido (e incluso cómo unirlos al club).
El libro es un manual práctico de ateísmo, una denuncia de los muchos sucedáneos modernos de la religión, una exposición de la visión científica del universo, un tratado de ética, un manifiesto panfletario que anima a los ateos que no lo hayan hecho a salir del armario (¿del confesionario?, ¿del sagrario?). Y muchas cosas más. Escrito de una forma organizada pero muy amena, cuesta no leerlo de un tirón, y aunque habla de cosas muy serias, no faltan las sonrisas, las risas y hasta algunas saludables carcajadas.
Dawkins es probablemente agresivo en sus planteamientos porque ha comprendido que hoy resulta ya cándido pensar que sólo con el progreso de la ciencia y la tecnología la humanidad abandonará sus creencias irracionales, entre otras cosas por el fuerte rebrote del cristianismo integrista en países como Estados Unidos (la principal potencia científica e industrial del mundo), o por la aparente facilidad con la que fanáticos islámicos compatibilizan su rechazo a la modernidad con el manejo de dos Boeing 767 para estrellarlos contra las Torres Gemelas. ¿Sueñan los fanáticos con ojivas atómicas?
Jesús Tapia