Luciano G. Egido.
Agonizar en Salamanca
(Unamuno, julio-diciembre de 1936).
Tusquets. Barcelona, 2006.
Agonizar en Salamanca
(Unamuno, julio-diciembre de 1936).
Tusquets. Barcelona, 2006.
Era jueves y nevó. Un 31 de diciembre, tal día como hoy, hace 70 años moría Unamuno en Salamanca. Llevaba dos meses y medio semiarrestado en su domicilio, desde su discurso en el Paraninfo de la Universidad el 12 de octubre.
Tusquets recupera ahora Agonizar en Salamanca (Unamuno, julio-diciembre de 1936), de Luciano G. Egido, un magnífico libro que reconstruye los hechos, las palabras y la muerte de aquel hombre, la lenta agonía intrahistórica de un Unamuno fuera de la historia.
Indefenso y residual, sobreviviéndose en aquella rara cuarentena del confinamiento domiciliario, murió intoxicado por un brasero. Ególatra y contradictorio, muchos en Salamanca y en el resto de la España nacional creyeron que había muerto una de las encarnaciones del demonio.
Entre catedráticos de nuevo cuño, impostores intelectuales y propagandistas histéricos de camisa azul, su velatorio y su entierro completaron un esperpento que el viejo escritor no merecía como despedida.
Cuando cuatro falangistas arrebataron el féretro con aquel cadáver ahora codiciado, su nieto corría despavorido por el pasillo y gritaba: ¡Que se llevan al abuelo, a tirarlo al río!
Unamuno llevaba agonizando mucho tiempo. Su visión de la existencia, su vivencia era radicalmente agónica, pero aquellos últimos meses agudizaron sus contradicciones y le llevaron a la tumba.
De la alegría inicial, con la que dio salida a su rencor contra Azaña y a sus envidias pequeñas, Unamuno pasó al apoyo incondicional al golpe como miembro del ayuntamiento controlado por los militares con el mismo exhibicionismo infantil y el despecho que demostró en otras ocasiones.
Tardó poco en darse cuenta de aquel movimiento no representaba más que la destrucción de la inteligencia, la intransigencia en la defensa de unos privilegios. En agosto ya lo sabía. Ya sabía que lo peor de la historia de España se había disfrazado una vez más con la máscara de las tradiciones heroicas.
Para entonces Unamuno era una “vieja osamenta soez”, como le llamó el profesor Prieto Carrasco, alcalde de Salamanca, cuando supo del apoyo del antiguo republicano y compañero de claustro a los rebeldes.
Su evolución ideológica (si es que hubo alguna más allá de su puro y enfermizo egotismo), su orgullo satánico se reconstruyen en las páginas de este libro que nos muestra a un Unamuno terminal, confuso y airado, con una soberbia que no le deja reconocer que se ha equivocado, a un Unamuno que sigue declarando en público que son los demás (no importa quiénes: los demás) los que se han apartado del camino recto y se han vuelto locos.
Era tarde cuando se dio cuenta de que se había convertido, para su vergüenza, en proveedor intelectual de las simplezas ordenancistas y civilizadoras del astuto Franco y del vesánico Mola, en un utillero que suministraba argumentos para la retórica campanuda del fascismo español.
Como los héroes sombríos de las tragedias griegas que conoció tan bien, Unamuno concitó en su persona la soberbia, la ceguera y el error. Y como en las tragedias, la muerte era la única salida para el espectro contradictorio de un superviviente que seguía diciendo una cosa y al rato la contraria.
No sale bien parado aquel hombre viejo en el libro de Luciano G. Egido. Egoísta, envidioso, adulador y cobarde, rencoroso y soberbio, senil y energuménico son algunos de los adjetivos con los que se resumen su personalidad y su comportamiento aquellos días. Y el autor de este Agonizar en Salamanca no los disimula. Son adjetivos -¡quién lo duda!- muy duros. Es verdad que se podrían haber suavizado, pero también lo es que de haberlo hecho se habría ocultado la parte esencial de la historia que se cuenta en este libro, la intrahistoria de aquellos días aciagos reconstruida con enorme fuerza y sostenido pulso narrativo y ninguna economía de estilo.
Cegado por la vanidad de creerse el centro del mundo y aterrorizado por el poder resolutivo de las armas que alardeaban por las calles de Salamanca y sonaban por la noche en las sacas y los paseos, como un nuevo Torquemada, el viejo rector certificó culpabilidades y presidió la comisión depuradora de los docentes del distrito universitario de Salamanca.
Tiene uno la impresión de que Unamuno no tenía amigos, sino oyentes. Y con muchos de ellos asesinados en las cunetas por los salvadores de la civilización cristiana o detenidos a la espera de una saca nocturna, buscó la ocasión propicia de acallar los remordimientos. La encontró el 12 de octubre en el famoso acto del día de la raza en el Paraninfo. La aprovechó con valiente dignidad y disculpable atropello en una conocida declaración desde aquella tribuna.
Aquella misma tarde fue expulsado del Casino, destituido como rector y removido como concejal. Se castigaba así la “descortesía rencorosa” y la "vanidad delirante y antipatriótic0a actuación ciudadana” de un Unamuno identificado con Erasmo, “cuya vida y pensamiento sólo en la voluntad de venganza se mantuvo firme, en todo lo demás fue tornadiza, sinuosa y oscilante, no tuvo criterio, sino pasiones; no asentó afirmaciones, sino propuso dudas corrosivas; quiso conciliar lo inconciliable, el Catolicismo y la Reforma; y fue la envenenadora, la celestina de las inteligencias y las voluntades vírgenes de varias generaciones de escolares en Academias, Ateneos y Universidades.”
De lo que ocurrió en aquel acto, del sonido seco de los cerrojos en los fusiles, de la mirada fanática del único ojo de Millán Astray, de su única mano golpeando la mesa presidencial y de las secuelas de todo aquello hay una reconstrucción minuciosa y una impecable narración en este Agonizar en Salamanca, felizmente recuperado veinte años después de su primera edición.
Santos Domínguez