Pedro Sorela.
Dibujando la tormenta.
Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare, Saint-Exupéry.
Inventores de la escritura moderna.
Alianza Literaria. Madrid, 2006.
En Dibujando la tormenta, que publica Alianza Literaria, Pedro Sorela recorre la vida y la obra de cinco inventores de la escritura moderna: Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare y Saint-Exupéry.
La vida, la obra y la muerte, porque alguien dijo alguna vez que en la muerte de una persona hay más verdad que en todos los minutos de su vida. Probablemente no sea más que una frase algo tremendista, pero parece pensada para las muertes de algunos de estos escritores: olvidados, como un Faulkner que murió solo, desconocidos como Stendhal o segregados de su entorno como Borges.
Seguramente son, y eso es lo que importa de verdad, sus escritores favoritos. Y son, por ese orden, no por el de la cronología, aquellos que han dejado una huella más profunda en su memoria y siguen actuando con fuerza en su presente de lector y de profesor de escritura.
Porque este es un libro que nace del entusiasmo propio tanto como de las carencias ajenas:
El libro nació el día en que descubrí que ninguno de mis alumnos de escritura sabía quién era Stendhal. No es que no lo hubiesen leído; es que no sabían quién era.
El enfoque globalizador con el que Pedro Sorela integra vida privada y obra literaria debe mucho a la teoría de los polisistemas, al concepto de inserciones temáticas y a la estética de la transmisión y de la recepción. Pero que nadie se asuste: de lo que hablo es del sentido común que huye por igual del formalismo estructuralista y de la hagiografía de las vidas de escritores.
Por eso, porque lo que importa en este libro es el sentido común y el gusto de la lectura, no hay ambiciones analíticas ni términos inasequibles ni pujos academicistas. Al contrario, los lectores de Dibujando la tormenta repasarán la vida y la obra de estos escritores como quien vuelve a un paisaje recordado y vivido.
O como quien tiene la suerte de visitar por primera vez esta escritura de tormenta, la que cambia el paisaje literario y la vida de quienes han leído con algún provecho a Shakespeare, a Borges a Faulkner, a Stendhal, a Saint-Exupéry.
Se conmoverá el lector ante los padres de Faulkner, partidarios de que su hijo se exiliara para paliar la deshonra de La paga de los soldados, su primera novela. O con quienes cincuenta años después creen que Yoknapatawpha es una marca de pudding o una palabra técnica para designar el mal de las vacas locas.
No se sorprenderá demasiado con uno de los oficinistas que trabajaban en la misma biblioteca que Borges, maravillado de ver lo que son las casualidades que hacían que un sujeto del mismo nombre y nacido en la misma fecha y en el mismo lugar figurase en una enciclopedia que había abierto, claro está, por casualidad.
Verá el lector cómo del misterio que es Shakespeare, sobre cuya memoria escribió Borges su último cuento, emerge lo que importa: por encima de su biografía invisible, el enigma de una obra tan poderosa y ambigua como el amor de sus Sonetos.
O a un Stendhal que escribía novelas porque intuía que la condición para escribir una obra maestra es haberla vivido antes. Novelas para una minoría, para aquellos happy few con los que recordaba a Shakespeare. Por cierto, esa minoría (we happy few) la mencionaba Enrique V en Agincourt, no Agincourt (que es una ciudad y una batalla) en el Enrique V.
Y a un Saint-Exupéry que cumplió un siglo después esa profecía y fundió vida y literatura en una sola obra, escrita con el propio cuerpo de gigantón frágil.
Con concepciones literarias muy distintas, aunque comunes en su altura, estos cinco escritores usan de manera muy distinta su experiencia vital. Algunos, como Stendhal o Saint-Exupéry, incorporaban ese material biográfico a su obra; otros, con mejor intención que resultado, intentan ocultarse detrás de su mundo narrativo o recrean en una máscara su imagen literaria. Sea como sea, tiene uno derecho a plantearse algunas preguntas: ¿Hubiera escrito Faulkner lo que escribió y como lo escribió sin su adicción al bourbon? ¿Y Borges, sin sus inhibiciones sexuales y sus bloqueos emocionales? Si Stendhal no hubiera sido un barrigón acomplejado, ¿hubiera escrito el Henry Brulard?
Puede que sí, pero muy probablemente no. Lo razonable es que, de haber sido otros, hubieran sido otros sus asuntos, y los habrían escrito con otro tono y con otro estilo. Y quién sabe si hubieran escrito con vidas más felices. Porque se escribe con la vida y con el cuerpo, mucho más de lo que nos hicieron creer los padres de la estilística.
En Los privilegios, un texto que se suele publicar con sus Recuerdos de egotismo, Stendhal expresa tres deseos, como en los cuentos mágicos:
En primer lugar pide una avanzada longevidad, sin achaques ni sufrimiento; una muerte repentina por apoplejía durante el sueño y sin dolor moral o físico. Y en tercer lugar, movilidad y dureza de dedo índice en la méntula, que deberá ser dos pulgadas mayor que el pulgar y con su mismo grosor, y con capacidad de cumplir dos veces a la semana.
De los tres deseos, que se sepa, sólo se cumplió uno. Stendhal murió a los 59 años, de un derrame cerebral que le dio en la calle. Al parecer, como quería, ni se enteró. De la movilidad y consistencia de la méntula no hay testimonios. O un tiempo pudoroso los ha borrado.
Son los deseos de alguien que vive instalado en la fantasía de la literatura. Y es que este es un libro de literatura y sobre la literatura, no sobre ese sucedáneo que se llama historia de la literatura, que suele oscurecer su verdadero objeto. ¿O es que a alguien en su sano juicio se le ocurriría confundir la medicina con la historia de la medicina o una bicicleta con la historia del transporte?
Si este libro sirve, como debiera, para incitar a la lectura o para provocar la relectura, se habrá justificado el trabajo gustoso que lo sostiene. Si no consigue ese propósito, si no dejara de ser otro sucedáneo, otra reproducción que sustituye a su objeto, al menos le habrá proporcionado a su autor el gusto prolongado de escribirlo.
Y a algunos lectores, unas horas bien agradables, no demasiadas, porque sus casi quinientas páginas se leen con fluida amenidad.
La vida, la obra y la muerte, porque alguien dijo alguna vez que en la muerte de una persona hay más verdad que en todos los minutos de su vida. Probablemente no sea más que una frase algo tremendista, pero parece pensada para las muertes de algunos de estos escritores: olvidados, como un Faulkner que murió solo, desconocidos como Stendhal o segregados de su entorno como Borges.
Seguramente son, y eso es lo que importa de verdad, sus escritores favoritos. Y son, por ese orden, no por el de la cronología, aquellos que han dejado una huella más profunda en su memoria y siguen actuando con fuerza en su presente de lector y de profesor de escritura.
Porque este es un libro que nace del entusiasmo propio tanto como de las carencias ajenas:
El libro nació el día en que descubrí que ninguno de mis alumnos de escritura sabía quién era Stendhal. No es que no lo hubiesen leído; es que no sabían quién era.
El enfoque globalizador con el que Pedro Sorela integra vida privada y obra literaria debe mucho a la teoría de los polisistemas, al concepto de inserciones temáticas y a la estética de la transmisión y de la recepción. Pero que nadie se asuste: de lo que hablo es del sentido común que huye por igual del formalismo estructuralista y de la hagiografía de las vidas de escritores.
Por eso, porque lo que importa en este libro es el sentido común y el gusto de la lectura, no hay ambiciones analíticas ni términos inasequibles ni pujos academicistas. Al contrario, los lectores de Dibujando la tormenta repasarán la vida y la obra de estos escritores como quien vuelve a un paisaje recordado y vivido.
O como quien tiene la suerte de visitar por primera vez esta escritura de tormenta, la que cambia el paisaje literario y la vida de quienes han leído con algún provecho a Shakespeare, a Borges a Faulkner, a Stendhal, a Saint-Exupéry.
Se conmoverá el lector ante los padres de Faulkner, partidarios de que su hijo se exiliara para paliar la deshonra de La paga de los soldados, su primera novela. O con quienes cincuenta años después creen que Yoknapatawpha es una marca de pudding o una palabra técnica para designar el mal de las vacas locas.
No se sorprenderá demasiado con uno de los oficinistas que trabajaban en la misma biblioteca que Borges, maravillado de ver lo que son las casualidades que hacían que un sujeto del mismo nombre y nacido en la misma fecha y en el mismo lugar figurase en una enciclopedia que había abierto, claro está, por casualidad.
Verá el lector cómo del misterio que es Shakespeare, sobre cuya memoria escribió Borges su último cuento, emerge lo que importa: por encima de su biografía invisible, el enigma de una obra tan poderosa y ambigua como el amor de sus Sonetos.
O a un Stendhal que escribía novelas porque intuía que la condición para escribir una obra maestra es haberla vivido antes. Novelas para una minoría, para aquellos happy few con los que recordaba a Shakespeare. Por cierto, esa minoría (we happy few) la mencionaba Enrique V en Agincourt, no Agincourt (que es una ciudad y una batalla) en el Enrique V.
Y a un Saint-Exupéry que cumplió un siglo después esa profecía y fundió vida y literatura en una sola obra, escrita con el propio cuerpo de gigantón frágil.
Con concepciones literarias muy distintas, aunque comunes en su altura, estos cinco escritores usan de manera muy distinta su experiencia vital. Algunos, como Stendhal o Saint-Exupéry, incorporaban ese material biográfico a su obra; otros, con mejor intención que resultado, intentan ocultarse detrás de su mundo narrativo o recrean en una máscara su imagen literaria. Sea como sea, tiene uno derecho a plantearse algunas preguntas: ¿Hubiera escrito Faulkner lo que escribió y como lo escribió sin su adicción al bourbon? ¿Y Borges, sin sus inhibiciones sexuales y sus bloqueos emocionales? Si Stendhal no hubiera sido un barrigón acomplejado, ¿hubiera escrito el Henry Brulard?
Puede que sí, pero muy probablemente no. Lo razonable es que, de haber sido otros, hubieran sido otros sus asuntos, y los habrían escrito con otro tono y con otro estilo. Y quién sabe si hubieran escrito con vidas más felices. Porque se escribe con la vida y con el cuerpo, mucho más de lo que nos hicieron creer los padres de la estilística.
En Los privilegios, un texto que se suele publicar con sus Recuerdos de egotismo, Stendhal expresa tres deseos, como en los cuentos mágicos:
En primer lugar pide una avanzada longevidad, sin achaques ni sufrimiento; una muerte repentina por apoplejía durante el sueño y sin dolor moral o físico. Y en tercer lugar, movilidad y dureza de dedo índice en la méntula, que deberá ser dos pulgadas mayor que el pulgar y con su mismo grosor, y con capacidad de cumplir dos veces a la semana.
De los tres deseos, que se sepa, sólo se cumplió uno. Stendhal murió a los 59 años, de un derrame cerebral que le dio en la calle. Al parecer, como quería, ni se enteró. De la movilidad y consistencia de la méntula no hay testimonios. O un tiempo pudoroso los ha borrado.
Son los deseos de alguien que vive instalado en la fantasía de la literatura. Y es que este es un libro de literatura y sobre la literatura, no sobre ese sucedáneo que se llama historia de la literatura, que suele oscurecer su verdadero objeto. ¿O es que a alguien en su sano juicio se le ocurriría confundir la medicina con la historia de la medicina o una bicicleta con la historia del transporte?
Si este libro sirve, como debiera, para incitar a la lectura o para provocar la relectura, se habrá justificado el trabajo gustoso que lo sostiene. Si no consigue ese propósito, si no dejara de ser otro sucedáneo, otra reproducción que sustituye a su objeto, al menos le habrá proporcionado a su autor el gusto prolongado de escribirlo.
Y a algunos lectores, unas horas bien agradables, no demasiadas, porque sus casi quinientas páginas se leen con fluida amenidad.
Santos Domínguez