– No voy a ser pintor-dije-. Seré escritor.
Veinte años antes de que Orhan Pamuk cerrara así este Estambul. Ciudad y recuerdos que publica Mondadori sobre sus primeros veinte años de vida, Joseph Brodsky, otro Nobel que todavía no lo era y que como el Pamuk de este libro estaba a punto de serlo, visitaba Estambul y escribía sobre esa ciudad un texto clarividente, Huir de Bizancio.
Veinte años antes de que Orhan Pamuk cerrara así este Estambul. Ciudad y recuerdos que publica Mondadori sobre sus primeros veinte años de vida, Joseph Brodsky, otro Nobel que todavía no lo era y que como el Pamuk de este libro estaba a punto de serlo, visitaba Estambul y escribía sobre esa ciudad un texto clarividente, Huir de Bizancio.
Buscaba allí Brodsky lo que otros viajeros, escritores y pintores, decían haber encontrado desde el siglo XVIII: el antiguo espíritu de una ciudad que es también encrucijada geoestratégica y de civilizaciones, suma y encuentro de Oriente y Occidente. Una imagen que levantaron los escritores franceses del XIX con Nerval y Flaubert a la cabeza y que no tiene nada que ver con la de los diarios de Gide, que ve en Estambul una ciudad desagradable.
Como Brodsky, también Gide huyó de aquella decepción de la utopía, convencido de que esa idea de Estambul probablemente no existe más que en el imaginario cultural como una esperanza tan infundada como la que alienta el narrador autobiográfico de Estambul: la búsqueda de un gemelo exacto, de un clon.
Pamuk no huye de Estambul, porque esa ciudad es su destino y forma parte de su historia personal. Estambul ha formado el carácter del personaje porque a esa ciudad, a la misma calle, a la misma casa ha permanecido ligado durante toda su vida. Estambul forma parte esencial del destino de Pamuk y este es un libro sobre ese destino que comparten paisaje y personaje, la autobiografía del soñador dichoso que fue Pamuk en su infancia de niño rico e imaginativo.
Una agradable lectura que aporta, además del acercamiento de primera mano a la biografía del autor, muchas claves para entrar en su mundo narrativo. Estambul es una obra que no está demasiado lejos de las novelas de Pamuk, que suelen tener una importante carga autobiográfica. Y es aquí también lo que olvida la memoria lo reconstruye o lo inventa la imaginación. Se lee como una novela de formación más que como unas memorias, o además de eso.
O como pies de fotos desarrollados para explicar imágenes de las calles de Estambul en los años cincuenta y sesenta o para evocar la vida familiar, las reuniones, los paseos. Porque el libro contiene decenas de fotos que lo convierten en un album de recuerdos o en una guía sentimental que orienta al lector por un tiempo más que por un espacio, en una autobiografía con imágenes de tiempos y espacios que ya no existen.
Una autobiografía plasmada en fotografías en blanco y negro, porque ese es el recuerdo de la ciudad en su infancia, un recuerdo en blanco y negro, con sentimientos encontrados de alegría y tristeza, el blanco de la nieve en la ciudad y el humo negro de los barcos del Bósforo.
Fotografías en las que, a diferencia de lo que ocurre en el texto, alternan y casi nunca se funden el autor y Estambul, lo familiar y lo urbano, lo privado y lo público. No hay apenas fotos del personaje en un lugar de la ciudad más allá del interior de la casa o del balcón que da a la calle, porque la de Pamuk fue una infancia de interiores y sólo en su adolescencia de paseante solitario se integran de verdad la ciudad y el recuerdo.
Un recuerdo imaginario en el que la nostalgia del paraíso perdido de la infancia se funde con la nostalgia de una ciudad entrevista, desaparecida o tal vez inventada, de un Estambul que Pamuk no conoció tampoco y que seguramente existe más en la leyenda que en la historia.
Una ciudad que se pudre y se desploma, un Estambul en el que todo está viejo, dice Pamuk (y coincide en la impresión y en la expresión con Brodsky) y que se enfoca con detallada mirada del pintor que Pamuk fue entre los quince y los veinte años, que mira los dibujos de Melling (1819) con sensación de pérdida, de mirar algo que ya no existe, como los palacetes levantados en las orillas del Bósforo, un mundo perdido que remite al viejo mito de la edad de oro. Melling, nos dice el narrador, pensando quizá más en sí mismo que en el pintor, veía la ciudad como un estambulí, pero la pintó como un occidental de mirada avispada.
La amargura de sus habitantes es el efecto que provoca en el ánimo de sus habitantes esa sensación de carencia, de pérdida. Un sentimiento el de la amargura que no es individual, sino cultural y colectivo ante la decadencia, la destrucción, el descuido y la pobreza.
Al contrario que en las ciudades occidentales que han formado parte de grandes imperios hundidos –escribe Pamuk–, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos.
Y Estambul es también, y sobre todo, la historia de una decadencia familiar paralela a la decadencia de la ciudad, de una descomposición que refleja en lo privado la descomposición del imperio otomano, de unos conflictos matrimoniales que parecen reproducir la realidad conflictiva de la Turquía contemporánea. Porque cuando Pamuk habla de él, acaba hablando de Estambul y cuando escribe sobre Estambul termina escribiendo sobre sí mismo. El libro lo dice de otra manera: la infelicidad es odiar a la ciudad y odiarse a sí mismo.
Hay en esta primera entrega de sus memorias un largo paseo por la literatura que ha generado la ciudad, por la imagen de Estambul a través de cuatro escritores que vivían en ella cuando nació Pamuk: un novelista, un poeta, un historiador y un memorialista. Cuatro autores amargos que poetizan la amargura producida por esa sensación de pérdida. De esa literatura trata uno de los párrafos más profundos del libro:
Cada vez que empiezo a hablar del Bósforo, de Estambul, de la belleza de sus calles oscuras o de su poesía, una voz interior me previene de que no debo exagerar la belleza de la ciudad en que vivo para no ocultarme a mí mismo las carencias de la vida que llevo en ella, tal y como les ocurría a los escritores de generaciones anteriores a la mía. Si la ciudad nos parece hermosa y mágica, así debe ser nuestra vida. Cada vez que uno de esos escritores de generaciones anteriores cuenta cómo le embriaga la belleza de la ciudad, mientras el ambiente mágico de sus historias y de su lengua me afecta profundamente por un lado, por otro recuerdo que ellos ya no vivían en la gran ciudad de la que hablaban y que preferían las comodidades modernas del Estambul ya occidentalizado. Aprendí de ellos que el precio que hay que pagar para poder elogiar Estambul sin límites y con un entusiasmo lírico es no vivir ya en ella u observar desde fuera aquello que se considera «hermoso». El escritor que sea capaz de notarlo en lo más profundo de su alma con una sensación de culpabilidad, cuando toque fondo por la amargura y el estado ruinoso de la ciudad, debe hablar de la luz misteriosa que proyectan en su vida; y cuando se deje llevar por la belleza de la ciudad y del Bósforo debe recordar la miseria de su propia vida y cómo no le atañe en lo más mínimo el ambiente feliz y victorioso de una ciudad que ha quedado en el pasado.
Santos Domínguez