cuya memoria en llamas
los dioses han prendido.
Nadie más extraviado
entre los seres y las cosas.
Nadie más indefenso
y a merced del terror.
Nadie más favorable
para afrontar la muerte
que un dios enloquecido.
Así termina La memoria en llamas, el poema que da título a la recopilación de la Poesía reunida 2010-2020 de José Antonio Sáez en Editorial Alhulia.
Diez años de poesía y cuatro libros -En gran silencio, Luminaria, Unción y Arroyo de las torcaces- que combinan intimismo y reflexión en la configuración de una honda poesía del conocimiento en la que arde la memoria y alienta la esperanza.
Y mientras la conciencia indaga en el interior desde el silencio, la palabra existencial y meditativa de José Antonio Sáez se hace carne contemplativa con la intensidad de unos destellos emocionales y verbales que dan sentido al mundo en su búsqueda de la esencia del ser y en la presencia de la luz desde la devastación de las sombras:
Un mundo que ordena en sus versos bien afinados, de solemne porte clásico, con la autenticidad de una voz poderosa en su deslumbrante viaje interior hacia la luz de las revelaciones, de la música o el pájaro desde la oscuridad germinativa del silencio o el vacío:
en las nocturnas sombras, que discurre
desde su centro y se expande en un punto
de luz donde los ecos reverberan.
[…]
Y siempre el sol, ardiendo, en la distancia.
Ese viaje interior, que culmina con la celebración de la vida en la poesía amorosa de Arroyo de las torcaces, había comenzado en el primer poema de En gran silencio:
Ante mí, ve el silencio. Ese espacio que abarca,
absorto, cuanto intuyes perdido en el abismo.
La ausencia me delata. Las pupilas vagando
en el vacío. Puedes despojarte de todo,
ahora que eres nada y se cierra la noche
a los sentidos. Deja que escuche, si no suena.
y damos vueltas breves en torno a la vorágine.
Más allá del sonido, la región de los hielos.
Aguzas el oído y nadie te responde:
al otro lado del sueño, la música del agua.
Influida por el quietismo de Molinos, filtrado por la razón poética de María Zambrano y la poesía del silencio de Valente, en la voz poética de José Antonio Sáez arde el fuego que conjura la muerte en el acecho de la palabra salvadora o en la actitud receptiva ante la música y el paisaje:
con beatitud solemne, como un réquiem de Mozart.
Una palabra poética que resiste al tiempo desde la conciencia de la fugacidad con la serenidad de la aceptación, con la incansable búsqueda de la armonía en la mística del paisaje y en el despojamiento del desierto:
cerros caídos de mi patria:
no moriréis si no es conmigo.
A vuestro lado me sitúo
con el espíritu apacible,
pues siempre supe que esperaba
la hora final que ha de llegarnos.
Porque antes de esa hora, el retiro ascético del mundo permite al poeta encontrarse consigo mismo, como en ‘Beatitud’, el poema inicial de Luminaria:
en que al presente tiempo me refugio, entregados
a la contemplación y al cultivo interior.
Quizá el azar quisiera, gozosamente ahora,
favorecer mi tránsito; pues mi espíritu obtiene,
en su disfrute oculto, la rara plenitud.
y me lleva al encuentro de mi propia conciencia.
Otra vida no sé, mas su perfume anhelo.
En ese proceso espiritual, el tercero de los libros -Unción-, atravesado por la explícita influencia de María Zambrano y sus Claros de bosque, es un paso decisivo hacia la afirmación de la luz y la plenitud del ser. Así termina el espléndido ‘Himno del despojado’:
y siente que en las nubes aguarda la promesa
de un vigoroso día, de una noche vencida
tras la cerrada niebla que oculta el claro anhelo.
Son posibles los pájaros, el sol que nos alumbra
y la ascendente música regalo de los dioses.
Las canciones a la esposa de Arroyo de las torcaces son una confirmación de ese triunfo -momentáneo, pero pleno- de la luz sobre las sombras, amor más poderoso que la muerte:
y clama en la esperanza de un nuevo amanecer
donde la luz lo acoja, desposado y triunfante.
Poesía, verdad y belleza en la intensidad poética y humana de un poeta verdadero, en diálogo creador y capaz de versos como estos:
la gracia perdurable de admirar la belleza.
Santos Domínguez