18/3/24

Javier Sáez de Ibarra. Un réquiem europeo


Javier Sáez de Ibarra.
Un réquiem europeo.
 Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


Contempla el lugar tomándose su tiempo, sus ojos barren la realidad de un lado al otro con lentitud, de izquierda a derecha. Y luego otra vez lo mismo, en sentido contrario. Observa lo que hay delante, el camino disponible del que la separa ese claro. Su rostro es serio, tenso por la concentración. Quizá transcurran de esa manera uno o dos minutos. O tres, o cinco. La mujer baja la mirada. O diez, o doce. El espacio vacío ante ella se ha ido ensanchando.
Sin que nada lo anticipe, comienza a agitarse. La sacude un escalofrío, varios temblores. Ahora respira con relativa dificultad. Sufre, no hay duda, un mareo. Se toca la frente, palidece. Opta por caminar unos pasos hacia su derecha, adonde se halla el gran recipiente en el que se acumula el agua de las últimas lluvias que se adivina, más bien, bajo una superficie tejida de hojas amarillas, marrones, negras. La mujer llega hasta la estatua de piedra y se apoya en su base. Vuelve a mirar hacia la plaza abierta. Ha cesado el viento por completo y el tiempo hace rato que se ha detenido.
Algo la obliga a agacharse, se diría que un dolor le ataca el vientre. Gime. Se dobla sobre sí y sus rodillas casi tocan la tierra. La vemos inmovilizada en ese lugar cuando se aprecia de forma ostensible una transición. Su imagen va adelgazándose, como si una fuerza la consumiera con rapidez, toda ella pierde volumen, se ha ido convirtiendo en una lámina delgada, de mínimo espesor. Uno de sus brazos insiste todavía en agarrarse a la esfinge. En ella se sostiene mientras, sin que nadie pueda evitarlo, las manchas de color que ya son su cuerpo tiemblan, se difuminan y desaparecen.

Así termina el texto que abre Un réquiem europeo, de Javier Sáez de Ibarra, que publica Páginas de Espuma. Un texto hipnótico y potente, situado en un espacio oscuro que sugiere un recinto funerario, en el que un personaje dice: “Aquí no puede entrar nadie que no sepa leer. No es conveniente.” 

Precedidos de ese texto y organizados en las once partes de la estructura musical del réquiem (I. Introito, II. Kyrie, III. Gloria, IV. Aleluya, V. Credo, VI. Sequentia, VII. Ofertorio, VIII. Santo, IX. Agnus Dei, X. Communio, XI. Bendición) y en sus subdivisiones internas (Dies irae, Tuba mirum, Confutatis, Lacrimosa, etc.), sus veintitrés relatos se organizan en la secuencia musical de un libro que, como es lógico, no tiene índice sino partitura. 

Veintitrés relatos que se integran en un conjunto orgánico que va modulando las distintas tonalidades de su polifonía narrativa en un mosaico de voces en primera persona que dibujan un fresco de situaciones y protagoniza un elenco de personajes huidizos y complejos.

Las difíciles relaciones humanas, familiares y de pareja, la escisión del hombre contemporáneo frente al mundo virtual, el secreto y la incertidumbre ante una realidad ambigua y problemática en la que irrumpen los inmigrantes y los mendigos, la identidad y la conciencia de las máquinas inteligentes, la explosión amorosa heterosexual de dos adolescentes, los catorce resucitados que regresan a sus casas en 1916 en una región cercana a Londres, la traición entre hermanos y el remordimiento que impulsa un viaje vertiginoso entre la nieve en busca del perdón, la obsesión de una gota fantasmal, ilocalizable y egoísta en el silencio de la noche, las pérdidas y el destino, la incomunicación y la confusión en la que conviven sensaciones antagónicas:

Entonces, en aquella semioscuridad tan acogedora de los bares de copas, sentí que era un hombre digno y que no lo era en absoluto. Que iba a llorar y que no podía parar de sonreír, de reír, de enloquecer. Que todo quedaba resuelto y nada lo estaba. Que me hallaba solo y perdido en la tierra, cuando los extraños que me rodeaban podían comprenderme. Sentí que una sombra benéfica descendía a mi corazón. O que el destino se burlaba de mí.
Quería volar como un ángel, aunque no podía hacerlo. No deseaba encontrarme allí y, sin embargo, era mi sitio. ¿Quién era yo? ¿Quién se atrevería a decírmelo? Podía  enamorarme de la vida o arrojarme de un quinto. Ah, y con la copa vacía y la gratitud golpeándome.

Inquietantes y perturbadores, estos cuentos  proyectan en su conjunto una serie de miradas muy distintas al presente, a la existencia del hombre contemporáneo y a la crisis de la civilización europea: “El ocaso es la clave de esta tierra del confín del mundo llamada Occidente”, dice la periodista narradora de Confutatis. La Moraleja.

Y abundan en estas páginas los homenajes y relecturas de los cuentos de fantasmas y los relatos de ciencia ficción, la actualización de las figuras de Pleberio y Alisa, padres de la suicida Melibea, en Lacrimosa. O de la figura de Eva en el espléndido texto de cierre, Cuatro momentos de Eva, que corresponde al momento final de la Bendición y que culmina un viaje interior desde la sombra a la luz, desde la muerte a la vida. Termina con este párrafo, puesto en boca de la primera madre:

A veces me acuerdo de la Voz; pienso si no lo tramó todo desde el principio. Si bien nos prohibió comer, nos entregó el árbol; dejó deslizarse a la serpiente que me sedujo; abrió nuestros ojos a nuestros cuerpos para que nos amáramos, y ha permitido que brote una criatura de mi vientre. Yo no me cambiaría por lo que fui en aquel entonces; menos aún por los terribles ángeles inmóviles que vigilan si se nos ocurre la absurda idea de regresar. Alguna noche medito en el enigma de la Voz, que trazó este plan y renunció a tocarnos, pero no nos ha abandonado.


Santos Domínguez