13/3/24

Jean Tulard. Napoleón


Jean Tulard.
Napoleón.
Traducción de Jordi Terré.
Editorial Crítica. Barcelona, 2024.


En las Memorias de ultratumba, dos personajes aparecen deformados: Napoleón y el propio Chateaubriand. Olvidémonos de este último. Por lo que respecta al primero, si la leyenda dorada lo hizo nacer en un tapiz donde estaban representados los combates de la Ilíada, la leyenda negra, cuyo principal chantre fue precisamente Chateaubriand, no se quedó a la zaga. Desde luego, se ha probado que Napoleón nació el 15 de agosto de 1769, pero no todo es falso en la corrección que llevó a cabo Chateaubriand de los momentos iniciales de la vida de Napoleón. En efecto, hay algo de extranjero en Napoleón, y Chateaubriand no se equivoca al hablar de una «existencia caída del cielo y que podría pertenecer a todos los tiempos y a todos los países». Aun así, Napoleón nació en Ajaccio, el 15 de agosto de 1769, en una Córcega todavía sobresaltada por su «anexión» a Francia.

Así comienza el primer capítulo (‘El extranjero’) del Napoleón de Jean Tulard, una magistral biografía que se ha convertido ya en un clásico de los estudios sobre la figura de Bonaparte y que acaba de publicar la Editorial Crítica con traducción de Jordi Terré.

Un clásico que se articula sobre la narración ágil de la biografía de un personaje que ha generado una inabarcable bibliografía desde Chateaubriand y Stendhal, una bibliografía ingente que en forma de folletos, panfletos y elogios oficiales circulaba mucho antes de la muerte del emperador en 1821, el  año en que se publica también la primera biografía completa de Bonaparte.

“El héroe de esta aventura -afirma Tulard en su introducción- inspiró más libros que días hayan transcurrido desde su muerte. Esta inflación no es un fenómeno estrictamente nacional ni siquiera europeo. Llega hasta Asia: en 1837 Ozeki San'ei escribió en chino una biografía de Napoleón.”

Y ha habido además una constante atención en el tratamiento cinematográfico de su figura, desde 1897 en que Lumière filmó su Entrevista entre Napoleón y el Papa y que, pasando por esa cima cinematográfica que es el Napoleón de Abel Gance, llega hasta la reciente y polémica versión bonapartista de Ridley Scott

Polémica ha sido también la figura de Napoleón. ¿Héroe de la libertad o dictador?, ¿salvador de la República o autócrata?, ¿usurpador del trono, aliado de los realistas o jacobino?, ¿defensor de los derechos humanos y la libertad o tirano sanguinario, obsesionado con fundar una dinastía que dominara Europa?, ¿un aventurero ambicioso o el fundador de la Francia moderna?

Dilucidar esa  controversia es el objetivo fundamental de esta magnífica obra que al final de cada uno de sus veinticinco capítulos incorpora una interesante y muy valiosa sección titulada “Debates abiertos”, en donde se analizan las distintas interpretaciones de los hechos a través de la extensa bibliografía sobre Napoleón. 

El ensayo comienza con una introducción -‘La elección’- que lleva al lector al momento central de la vida de Napoleón con la reconstrucción del golpe de estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, “uno  de los golpes de estado peor concebidos y peor desarrollados que imaginar se pueda”, según Tocquevillle.

Había pasado un mes justo desde su regreso a Francia el 9 de octubre de 1799, en un momento de crisis de la revolución, rodeado de prestigio militar y de popularidad tras las campañas de Italia y Egipto. Era un Napoleón ya muy consciente de la importancia de la propaganda y de la imagen: “Pocas veces -escribe Tulard- un personaje histórico se habrá preocupado tanto en fraguarse un perfil: pequeño sombrero y redingote gris, mano en el chaleco: apenas tuvieron trabajo la caricatura y la imagen de Épinal para aprovecharse del Emperador.”

Organizado en cuatro partes, la primera -‘Nacimiento de un salvador’- recorre  sus orígenes, su meteórica carrera militar y sus primeros escarceos políticos en Córcega. Desde esas primeras acciones se confunden en el comportamiento de Napoleón la acción militar y el propósito político, una confluencia que sería constante en la campaña de Italia y la explotación política de las victorias con la prensa puesta a su servicio o en la expedición a Egipto en donde se aunaron, además de  los intereses políticos, los objetivos militares, económicos y científicos.

La segunda parte -‘La Revolución salvada’- se centra en el proceso de liquidación de la Revolución, tras el fracaso del Directorio y el consiguiente paso de una dictadura revolucionaria a la dictadura militar del Consulado napoleónico. Bajo la dirección de Bonaparte se redactó una nueva constitución que suscitó el consenso de los antiguos revolucionarios burgueses y campesinos y de los nobles; se impulsó la recuperación financiera y la superación de la crisis económica y se restauraron instituciones inspiradas en el Antiguo Régimen; se procedió a una labor de pacificación interna, social, política y religiosa y se aspiró también a conseguir una paz continental.

Nombrado Cónsul vitalicio por plebiscito, la concentración de poderes en Napoleón como Primer Cónsul era solo el primer paso en el camino de un despotismo monárquico o imperial y en el retorno a las formas monárquicas del poder, que se concretarían en la proclamación de Bonaparte como emperador de los franceses, una dignidad que además se declaraba hereditaria en su familia.

El 2 de diciembre de 1804 en Notre-Dame se coronó a sí mismo Emperador ante el Papa Pío VII. Se iniciaba así simbólicamente un proceso que, tras las victorias en Austerlitz y Jena, llevarían al imperio napoleónico a su apogeo en 1807. Ese momento se aborda en la tercera parte -‘El equilibrio’-, donde se repasan los aspectos más relevantes de ese apogeo: el dominio sobre Europa, los avances sociales y económicos, el progreso de las ciencias, el estilo imperio o el desarrollo de la literatura y las artes, puestos al servicio propagandístico de Napoleón. 

En la cuarta parte -‘Los notables traicionados’- se resume el proceso de decadencia política del modelo napoleónico: la ruptura con los notables, sus viejos aliados del golpe de Brumario, a raíz de la creación de la nobleza de Imperio que recuperaba a la aristocracia antigua, y a causa del conflicto con España y “la locura dinástica de Napoleón”. 1808 fue “punto de inflexión en la aventura napoleónica, un verdadero comienzo del fin” de quien había pasado de ser un salvador a ser un déspota, afirma Tulard, que describe así su rutina diaria: 

El Emperador se despertaba a las siete y se hacía leer los periódicos y los informes de policía centralizados por Duroc, mariscal de Palacio, examinaba las facturas de sus proveedores y se entretenía con sus familiares. A las ocho estaba en su despacho de trabajo, donde dictaba su correo a sus secretarios, Bourrienne, y luego Méneval y Fain, y echaba un vistazo a los boletines de la policía. A las nueve: petit lever [ceremonia íntima del soberano con familiares y cortesanos], seguido a las diez por un desayuno del que daba cuenta en diez minutos, regado por el habitual chambertin cortado con agua, según una tradición heredada del Antiguo Régimen. Luego regresaba a su despacho, donde lo aguardaba el estudio de expedientes, catálogos y hojas de servicios, y consultaba los mapas que le preparaba Bacler d’Albe. A la una de la tarde asistía a las sesiones del Consejo de Ministros, del Consejo de Estado o de los consejos de administración. Cenaba a las cinco, aunque a menudo no se sentaba a la mesa hasta las siete. Después de cenar, se entretenía en el salón con la emperadora, echaba un vistazo a los últimos libros que le facilitaba Barbier, su bibliotecario, y luego regresaba a su despacho para acabar el trabajo del día. Se acostaba a medianoche y se despertaba hacia las tres de la madrugada para meditar en los asuntos más delicados, tomaba un baño caliente y se volvía a acostar a las cinco. 
Solo los viajes y campañas militares perturban este tipo de vida.

Esa última parte incide en el progresivo agotamiento intelectual y físico de Bonaparte, en el desapego de los notables, en el fracaso de la política exterior en el avispero español con una intervención que provocó la resistencia nacional y la Guerra de Independencia, en la que Napoleón acumuló unos errores sobre otros, lo que tuvo consecuencias desastrosas para él. A ello se sumaron la guerra con Austria, el conflicto con los Estados Pontificios que había invadido, la crisis económica, las derrotas militares en la desastrosa campaña de Rusia, el desmoronamiento de la Alemania napoleónica y el fin del reino de Italia, las sucesivas derrotas en España o la ruina de las colonias francesas en América.

Se fraguó así su caída, su pérdida de legitimidad, el abandono de sus aliados, la abdicación en 1814 en la persona de Luis XVIII, el exilio en la isla de Elba, el retorno a París en 1815, la derrota en Waterloo y una segunda abdicación antes del destierro definitivo y la muerte en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.

Con descripciones vivas de los acontecimientos y el apoyo de un enorme aparato de erudición en notas y referencias, este ensayo desarrolla, además de la parte expositiva, una constante voluntad interpretativa ante la controversia sobre la actuación de Napoleón y sobre su significado histórico. Por eso su más admirable aportación son esos ‘Debates abiertos’ en los que al final de cada capítulo Tulard hace un análisis de la situación en que está el debate historiográfico sobre los diferentes aspectos de la figura de Napoleón, de sus ideas políticas y de su mandato.