La amistad traicionada: Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 es el significativo subtítulo de este volumen que aborda la relación problemática del maestro con sus discípulos. Una relación que podría resumirse en esta frase: Si al 98 le dolía España; al 27, JRJ.”
A modo de ejemplo, así evoca Expósito el conflicto con Pedro Salinas:
La tarde en que JRJ leyó La voz a ti debida (1933), de Pedro Salinas, exclamó socarrón ante su amigo Juan Guerrero: «La voz a ti debida, ¡no! ¡La voz a mí debida!». Advertía en esa voz mucho sonido propio, le parecía todo demasiado conocido. JRJ llevaba años viendo cómo el Veintisiete se enjoyaba con sus versos. Esa generación era su eco mejor: a veces desarrollo, otras complemento y quizá, en algún caso, superación. Sí, el timbre y el tono del canto de Salinas sonaban suyos. Y las ideas y los recursos y qué sé yo cuánto más… Esta verdad de maldad juanramoniana circuló hasta el coro saliniano, que cantó una ácida coplilla con música de Fray Luis y letra de Miguel Hernández en el restaurante en que brindaron por la publicación de Salinas:
y Jota Barba Jota se suicida,
Salinas, cuando suena
La voz a ti debida.
No era envidia o vanidad, sino desazón de JRJ tras comprobar cómo esos alevines salían de su domicilio y de su poesía cargados con prólogos, ayuda, consejos y versos en los bolsillos. Después, todo lo negaban.
Párrafos como estos, y epígrafes como “JRJ y las gallinas”, “Burradas y otras zarandajas de Buñuel, Dalí y Alberti” o “El ruiseñor y el canario: JRJ y Jorge Guillén” reflejan una combatividad no sólo innecesaria, sino seguramente también perjudicial, porque es el resultado de una toma de partido que carga las tintas de forma excesiva y destemplada contra el 27 y elude cualquier juicio crítico sobre la actitud tan frecuentemente intemperante de Juan Ramón.
Esa única perspectiva se asume por parte de José Antonio Expósito en estas páginas como punto de vista excluyente para enfocar una realidad tan conflictiva como la de las relaciones entre poetas. Esa actitud la había descartado ya Juan Ramón en 1940, cuando envía una carta a Jorge Guillén en la que reconoce que él también tuvo alguna culpa en aquellos desencuentros: “yo no quiero ahora insistir en fealdades pasadas suyas y mías y tampoco deseo insistir en quien fue el primero.”
Y para defender esa parcialidad no parecen justificaciones convincentes, por inexactas, que hasta ahora se haya impuesto la versión de los poetas-profesores del 27 (“una crítica que otros dictaron a su antojo desde sus cátedras, cuando en España se dictaba todo, incluida la literatura en las aulas”) o que Juan Ramón actuase sólo en defensa propia. Ninguna de esas dos afirmaciones es totalmente cierta.
Y, por otro lado, tratar a los poetas del 27 como “alevines” en 1933, cuando Alberti, Lorca, Aleixandre o Guillén ya habían publicado algunos de los mejores libros de la poesía española del siglo XX, no parece un ejemplo admisible de precisión crítica. Es tan injusto como ese más que discutible título valorativo que asume la condición vicaria de los poetas del 27 y de otros que JRJ proyectaba reunir en un volumen. Aquel proyecto (Mi eco mejor) lo resumió en una cuartilla que es poco más que un caprichoso memorial de agravios y deudas en prosa y verso de toda la literatura contemporánea, no sólo de los poetas del 27, con él. En ese proyectado índice figuran también Unamuno, Antonio y Manuel Machado o Gabriel Miró:
Rebajar a esos poetas -algunos de enorme altura- a la condición de “ecos” juanramonianos ni es asumible ni está justificado. Por supuesto que es indiscutible la influencia decisiva que tuvo sobre el 27 la poesía de Juan Ramón y su papel de guía generoso y protector desinteresado. Ya habló de esa influencia con ejemplos evidentes el propio José Antonio Expósito en el prólogo de su edición de Arte menor en esta misma editorial.
Se suceden en estas páginas una serie de escenas, chocantes unas, divertidas otras, que trazan un curioso y significativo panorama de la vida literaria y las relaciones personales entre escritores: un Antonio Machado que, según Juan Ramón, “olía desde muy lejos, a metamorfosis”; un Azorín de “domingos plácidos entre misa de una y sesión de tarde con el Generalísimo en el Nodo; un Aleixandre “felino”, “discreto en sus amores bisexuales”, que “vivió como los gatos, enroscado alrededor de sus braseros, observando silente la existencia a través de sus pupilas azules”; un Cernuda que “vivió su morenería siempre ladeado” y al que “con el tiempo trasterrado de desdichas se le avinagró el trato, se acernudó”; un Emilio Prados enfermizo que “no hacía carrera pues abandonó Farmacia por Filosofía y esta por la nada”; “el tirachinas Alberti”, sobre el que anotó JRJ en el ejemplar de Cal y canto que le había enviado: “Labia. Labia maricona. Oropel”; el dúo de chismosos Salinas-Guillén: “ladino” “gacetillero del grupo”, “sufragista encaprichada” el primero; “un obispo que va con la lira en la mano paseando por sus jardines” el segundo; un Lorca desnortado que al parecer le copió a Juan Ramón hasta el sombrero y la bata; un Gerardo Diego calculador y avariento, “pregonero del grupo”, que “no pasó nunca de meritorio banderillero”; un Dámaso Alonso que “archivaba a mano entre los estantes de su luminosa biblioteca su retranca de coñac o ginebra con hielo filológico”o la “delgada presencia” de Bergamín, “perito en pesetas”, con “su sintáctica pólvora mojada”, un “Judas poético” que le besaba los versos a JRJ, que le reprochaba que “en sus escritos no acertaba con la tercera palabra nunca.”
Pero todo este complejo entramado de relaciones literarias y personales, de resentimientos y envidias, no se puede reducir a una cuestión de lealtades y deslealtades. Porque quizá no hubo entre Juan Ramón y el 27 tanto como amistad, quizá no se pueda hablar de una traición, sino de un demorado y a veces vergonzante rito de ejecución del padre, que a su vez se resiste a aceptar la emancipación de sus indudables descendientes, sobre los que quiso seguir ejerciendo una tutoría a destiempo. Porque, como escribe Expósito, “JRJ fue para muchos el referente y la diana. La diana por ser referente”. “Tras varios desencuentros, JRJ se sintió solo y traicionado por estos veintisietes a quienes aupó en sus inicios como relevo generacional”.
Quizá eso fuera todo y quizá de ahí surgieran unas desavenencias éticas y estéticas que se enconaron en las dos direcciones. En todo caso, Ecos de una voz es un libro valioso, imprescindible para conocer, aunque sea desde una perspectiva parcial, la intrahistoria de una parte fundamental de la poesía española, y constituye una importante aportación de documentos verbales y gráficos -algunos inéditos- en torno a aquel “solo por voluntad y por destino” que parafrasea el endecasílabo de Lope (“ciego por voluntad y por destino”), a aquel Juan Ramón desengañado y cansado de su nombre que incluía en su Guerra en España esta agria ‘Respuesta jeneral’: