Geoffrey Hill.
Poesía reunida.
Edición, traducción y prólogo
de Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2020.
“La poesía fuerte es siempre difícil, y Geoffrey Hill es el poeta británico más fuerte de cuantos hoy viven, aunque su reputación en el mundo angloparlante sea ligeramente inferior a la de varios de sus contemporáneos. Debería ser leído y estudiado durante muchas generaciones después de que estos contemporáneos hayan difuminado sus rasgos, lo mismo que debería sobrevivir a todos salvo un puñado (o menos) de los poetas americanos hoy en activo. Esta profecía canónica se basa en la autoridad de su mejor obra, tal como la he experimentado en los quince años transcurridos desde la aparición de Para los no caídos, su primer libro”, escribía Harold Bloom en el espléndido capítulo que dedicaba a la poesía de Hill en su memorable Poemas y poetas. El canon de la poesía.
Esas palabras, o la alta consideración en que Steiner tenía la obra del poeta inglés, cobran ahora actualidad cuando Lumen acaba de publicar por primera vez en español la Poesía reunida de Geoffrey Hill (1932-2016) en una edición bilingüe editada y traducida por Andreu Jaume, que destaca en su prólogo la intensidad de su obra y “la honestidad de su proyecto crítico y poético. Geoffrey Hill mantuvo hasta el final su fe en el lenguaje y la poesía con un fervor que, si bien en algunos momentos pudo resultar un tanto contraproducente, no por ello deja de constituir su mejor legado en tiempos de escasez.”
Contra el aire revuelto iba
aullando los milagros de Dios.
Y primero hice que el mar soportara
el peso muerto de la tierra;
y las olas brotaron con mi plegaria,
desovaron los ríos sus arenas.
Y allí en las corrientes altas y saladas
el duro y terco salmón se afanaba,
embistiendo el flujo, el golpe de la marea,
para alcanzar arriba las firmes colinas.
Ese es el comienzo del poema, significativamente titulado Génesis, con el que Geoffrey Hill abría su primer libro, Para los inocentes. Por poemas como ese, “soberbio en sí mismo, un primer poema perfecto”, Harold Bloom lo consideraba “el más blakeano de los poetas modernos.”
Desde ese libro inicial, de sorprendente intensidad, el tema del dolor, la culpa y la violencia, la confluencia de la creación y la caída, la cultura cristiana y los horrores del nazismo, la latinidad y la desazón del paisaje desolado atraviesan una poesía difícil cuya exigencia procede de su densidad intelectual y de su potencia verbal. Una poesía entendida como búsqueda de “triste y colérico” consuelo, como expresión del asombro o de la la indignación o como propuesta de ordenación de la realidad caótica.
De su libro siguiente, King Log, quizá el más accesible, es Anunciaciones, el que Bloom considera su mejor poema suelto, expresión de “una poética desesperanzada y una visión total de la existencia natural y de las necesarias limitaciones de lo que hemos aprendido a llamar imaginación.”
Organizado en dos partes, esta es la primera en la traducción de Andreu Jaume:
El Verbo se ha ido y ha vuelto, cocida la apariencia
de su estancia en el fango que endurece.
La purificación se ha vuelto asesinato, la recompensa
palpable, manifiesta, limpia al tacto.
Ya a cierta distancia del vapor de bestias,
los repugnantes besuqueos y la gruesa simiente esparcida
(cada jarra de muestra llena de simiente delicada)
los buscadores con los curanderos se sentaron a comer
y están satisfechos. Estas cosas preciosas sofocan
y la carne se ablanda con la turbulencia el alma
se tiñe de púrpura; cada ojo se apaga lleno y suave
mientras todos los que escuchan para tocar o insistir
con el fin de mejorar, sazonan sus bocas decentes
con trozos del sacrificio más dulce.
Himnos de Mercia (1971) es, en palabras del traductor, “el libro que sentó el prestigio de Geoffrey Hill como poeta, hasta el punto de que durante mucho tiempo solo fue conocido por esa obra” en la que “el trabajo con el lenguaje, la historia y el tiempo es verdaderamente asombroso.”
Este es uno de esos treinta Himnos, en los que se superponen tres tiempos: el pasado remoto de la Inglaterra ancestral del siglo VIII, el pasado próximo de la infancia de Hill bajo la guerra y el presente de la escritura:
Sus palas se afanaban a través de la tierra variablemente resistente. Cavaron hasta el tesoro. Saquearon epifanías, vértebras de la quimera, caparazones de larvas de abeja. Golpearon la piel escamada del dragón de fuego.
A los hombres se les pagaba para calafatear cañerías de agua. Fermentaban y meaban en medio del esplendor; el estuario de su letrina humeaba entre ortigas. Están dispersos en tus colectas, alabeo mohoso.
Es otoño. Ramas de castaño traman sus hojas inflamadas. El jardín se descompone clamando atención: culturas telúricas enriquecidas con esquirlas, bulbos, nódulos, los hundidos sólidos de la gravedad. He rastrillado una llamarada dorada y pestilente.
Tras la publicación de la espléndida poesía religiosa de Tenebrae (1978) y la meditación sobre ética y estética en la poesía de El misterio de la caridad de Charle Péguy, Hill se instaló en Estados Unidos desde finales de los años ochenta para dar clases en Boston.
Fue allí donde tras un largo silencio revitalizó su escritura poética con libros como Canaan, en el que, sin dejar su exigencia estilística, da rienda suelta a la protesta airada contra la política, a la solidaridad con el sufrimiento de los débiles y a la piedad:
La piedad, a solas con su furia,
se asienta en las multitudes
como buscó el fénix
en un centenar de ciudades tributo de llama reparadora.
En las antípodas de la banalidad del populismo poético, el riguroso trabajo estilístico de Hill elabora una poesía exigente por su densidad intelectual, su potencia verbal y su postura ética. Una poesía difícil, ambiciosa y sorprendente en la que se producen múltiples confluencias: de concepto y emoción, de mirada y memoria, de imaginación y observación, de lo profético y lo histórico, de lo visionario y lo testimonial, de la historia remota y la memoria personal para dar cuenta de un mundo oscuro y apocalíptico habitado por la crueldad, la violencia y la desesperanza.
La unidad de tono patente a lo largo de toda su trayectoria es en gran medida el resultado expresivo de su exigencia estilística. “El arte tiene el derecho -no la obligación- de ser difícil si así lo desea”, afirmaba Hill, enfrentado a la degradación del lenguaje de la poesía desde el repudio del prosaísmo y del estilo pobre que aproxima la poesía al lenguaje cotidiano.
Santos Domínguez