21/3/12

Schwob. La cruzada de los niños


Marcel Schwob.
La cruzada de los niños.
Traducción de Luis Alberto de Cuenca.
Ilustraciones de Jean-Gabriel Daragnès.
Reino de Cordelia. Madrid, 2012.

Por aquel tiempo niños sin rector y sin guía alguno acudieron corriendo con ávidos pasos desde villas y ciudades de todas las regiones hasta lugares transmarinos, y cuando se les preguntaba que hacia dónde se dirigían con tanta prisa, respondían: hacia Jerusalén, a buscar Tierra Santa... No sabían hasta dónde tenían que llegar. Pero la mayor parte volvió, y cuando se les preguntaba por el motivo de su viaje, respondían que no lo sabían. También por aquel mismo tiempo mujeres desnudas que no hablaban corrieron por villas y ciudades...

Con esa cita de los Anales de Alberto Estadense se abre La cruzada de los niños, uno de los libros más intensos y conmovedores de la historia de la literatura contemporánea. José María Anguita Jaén la localizó, porque Schwob no declaró la fuente latina que ofrezco en la traducción de Francisco García Jurado de esa "cita inquietante" (Marcel Schwob, antiguos imaginarios).

Marcel Schwob compuso La cruzada de los niños, una de esas obras milagrosas que un autor excepcional escribe en un estado de gracia irrepetible, con un envidiable temple poético y una altura verbal y emocional que hacen que probablemente este breve texto, un poco anterior a sus Vidas imaginarias, sea la cima de Schwob, lo que es tanto como hablar de una altura literaria casi inaccesible.

Ahora se cumplen ochocientos años justos del episodio que inspiró esta obra: la cruzada que iniciaron, en 1212, 30.000 niños alemanes y franceses para conquistar Jerusalén. En un estado intermedio entre la alucinación y la histeria, entre el fanatismo y la manipulación irresponsable de quienes los azuzaron, aquellas desorientadas masas infantiles sin guía ni orden, aquellos pueri sine rectore probablemente desconocían que debían atravesar el mar.

No se sabe hasta dónde llegaron en aquella peregrinación ingenua y visionaria hacia la catástrofe. Muchos murieron, otros acabaron en manos de traficantes norteafricanos de esclavos, que los vendieron en mercados de Alejandría.

Como en el resto de su obra, Marcel Schwob presenta el mundo con una mezcla de terror y piedad, las dos pasiones extremas que debía equilibrar el alma humana. Se trata, una vez más, como dijo a propósito de su Corazón doble, de llevar, por los caminos del corazón y de la historia, del terror a la piedad.

Schwob sumó al potente patetismo de aquellos hechos terribles la fuerza añadida de una larga obsesión que le permitió coronar, con lenguaje de alto voltaje poético, un retablo de ocho cuerpos con ocho breves monólogos cuya técnica aprendió en Browning y con los que presenta aquel itinerario disparatado desde distintas perspectivas: el goliardo, el leproso, dos Papas, tres niños, un clérigo...

Escribió Borges en un prólogo memorable a esta obra memorable:

A fines del siglo XIX, Marcel Schwob -creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo.

Reino de Cordelia
acaba de reeditar La Cruzada de los niños con una espléndida traducción de Luis Alberto de Cuenca y con las bellísimas ilustraciones a dos tintas de Jean-Gabriel Daragnès, unos grabados que tienen la consistencia de las esculturas románicas de madera o de piedra.

O las de las pequeñas osamentas blancas devueltas por el mar, tendidas en la noche, con las que se cierra el último monólogo.

Santos Domínguez