Juan Carlos Mestre.
La casa roja.
Calambur. Madrid, 2008.
Nueve años después de La tumba de Keats, el nuevo libro de Juan Carlos Mestre, La casa roja, del que ya había publicado algunos adelantos, vuelve a explorar el espacio autónomo de la poesía y la palabra como ámbito de libertad, conocimiento y creación.
Quien entra en La casa roja, que publica Calambur, entra en la casa de las preguntas, en el lugar en que la poesía se convierte en conciencia de lo oculto y en descubrimiento de lo secreto.
Junto con esa misión reveladora de lo invisible, la poesía de Juan Carlos Mestre asume un importante componente ético y crítico, cumple una función testimonial que la convierte en conciencia moral del hombre.
Imaginación y resistencia, conciencia y palabra son claves fundamentales en la obra de Mestre, en una creación que transcurre en el espacio de lo imprevisible para fundar un mundo que existe sólo en el poema:
sucede el extintor de las rosas en el cortejo de las siemprevivas
sucede el apostolillo verde de los semáforos
sucede que voy a contarte las cosas de mi vida tal como eran
sucede un telegrama de nitroglicerina en tu lápiz de labios
sucede que yo te quiero un noventa por ciento más que tu novio
El poeta conjura tradiciones heterogéneas en una invocación a la diversidad que refunde lo primitivo con la vanguardia, lo simbólico con lo visionario para proponernos no una imagen coherente del mundo, sino una lectura abierta de la realidad que hace del poema un lugar de encuentro.
El fraseo intenso y alucinatorio con que discurre el verso torrencial y salmódico de Mestre, generoso en imágenes y más radical en este libro que en La tumba de Keats, va construyendo su propia realidad, reivindicando otra forma de ver y de mirar un mundo que parece recién descubierto o recién inaugurado, como en el modelo withmaniano al que se encomienda el poeta en La casa roja.
La casa roja es la casa de la poesía, la casa de la palabra, la casa de las preguntas:
Mi corazón es una casa roja con escamas de vidrio, mi corazón es la caseta de los bañistas cuya eternidad es breve como columna de lágrimas. El minotauro hace rodar sus ojos por el acantilado de las estrellas, la herida del anochecer hace su nido en la arena. Yo hablo con alas, yo hablo con lava de lo ardido y humo de diamante.
Poesía como forma de conocimiento, palabra en libertad y compromiso ético son tres ángulos fundamentales de un libro que tiene sus referentes en el Lorca de Poeta en Nueva York o de El público, en Antonio Gamoneda, en Rafael Pérez Estrada.
Otra línea persistente en La casa roja es la irónica, la que recurre a la parodia (“se acabaron los bedeles que iban por la estepa solos”) o al sarcasmo para criticar la realidad. La Alocución en la Academia de los botones chapados o la Pequeña conferencia son algunos de los muchos ejemplos que se podrían aportar.
A uno de esos textos demoledores, Las espinas de la mandrágora, pertenecen estas líneas:
Huelo las cátedras a cuarenta zancadas de platino iridiado, distingo su luto riguroso con las persianas bajadas. Preferible la Lírica y su batuta de gorjear cuando el mar se va de vacaciones y comienza el adoctrinamiento de los limpiabotas del corazón. En un poeta se da por supuesto un profesor, en un profesor se da por supuesto un crítico, en un crítico se da por supuesta la Virgen María. Hasta los fisgones con sangre de loro pueden ganarse la vida como mentalistas.
Santos Domínguez