22/1/08

Las sombras errantes


Pascal Quignard.
Las sombras errantes.
Traducción de Manuel Arranz.
Elipsis Ediciones. Barcelona, 2006.


Pascal Quignard (1948) es uno de los grandes escritores franceses actuales. Una de sus novelas más conocidas, La lección de música, fue la base de una memorable película de Alain Corneau, Todas las mañanas del mundo, que con música de Jordi Savall recordaba un episodio de la vida del violista Marin Marais.

Quignard es un intelectual polifacético e inquieto que antes de dedicarse a la literatura fue pintor y violoncelista, dio clases en la Universidad Libre de Saint Denis, tuvo importantes responsabilidades en la editorial Gallimard, donde trabajó durante un cuarto de siglo, y fue el impulsor del Festival de Ópera Barroca de Versalles.

Todo eso lo fue abandonando un Quignard insatisfecho que renunció a una posición acomodada para dedicarse por entero a la literatura, a una aventura intelectual y estilística arriesgada y de gran calado, que tiene en su caso mucho de salto en el vacío.

Las sombras errantes, el primer volumen de la serie El último reino, que fue premio Goncourt en 2002, lo ha publicado la editorial Elipsis, con traducción de Manuel Arranz, que ha afrontado con brillantez la nada fácil tarea de traducir la tensión de la prosa de Quignard y su ambicioso intento de integración y transmisión de múltiples herencias culturales para aprovechar sus posibilidades expresivas.

El resultado es una obra de prosa torrencial, un libro inclasificable, compuesto de capítulos breves, de relámpagos y argumentaciones que son las teselas de un mosaico. Como los hilos de un tapiz, las redes que tiende Quignard en cada texto atrapan al lector desde el primer párrafo:

El canto del gallo, el amanecer, los perros que ladran, la claridad que se extiende, el hombre que se levanta, la naturaleza, el tiempo, el sueño, la lucidez, todo es cruel.

Con el ritmo envolvente de su prosa creativa, la palabra y el silencio se compenetran como en la mejor poesía para construir unos textos que se mueven con enorme libertad en las posibilidades expresivas de los distintos géneros. Y así, desde la narrativa al ensayo o la prosa poética, los viejos moldes genéricos se ponen al servicio de su estilo poderoso, para contar o inventar, para encauzar un pensamiento tan incisivo, provocador y contundente como el de Quignard, que reflexiona o se desahoga, como en este fragmento del capítulo XXXVII:

El grito que pide socorro, una vez convertido en canto, ya no se dirige a nadie. Las artes no tienen por destino, como hace la Historia, organizar el olvido. Ni dar un sentido a lo Otro del sentido. Ni manchar y engullir el tiempo pasado de la tierra. Ni aniquilar in situ la otra parte del tiempo. Ni proscribir los lenguajes anteriores a todas las lenguas naturales. Ni emparedar lo Abierto. Hay que ser nazi para pensar que el arte es una mentira decorativa. Hay que ser comunista para pensar que el arte divierte. Hay que ser burgués liberal para pensar que alegra. Sólo en los regímenes totalitarios el arte es concebido como una estetización del sometimiento, una mitificación del pasado, una falsificación constante de la hora que llega y pasa. El artista no puede tomar parte en el funcionamiento de la comunidad humana desde el momento en que se esfuerza por desprenderse de ella. Ni siquiera tiene derecho a recibir un sueldo como contrapartida de su obra. Está más cerca del duelo que del sueldo. Menos olvidadizo que la memoria voluntaria. Menos interesado que el dinero en el intercambio. El arte no tiene como función negar lo Otro en lo social.
El individuo es como la ola que se levanta en la superficie del agua. No puede separarse de ella completamente. Y vuelve a caer rápidamente en la masa solidaria, que se la traga. Vuelve a caer una y otra vez continuamente con el movimiento irresistible de la marea que la arrastra. Pero ¿por qué no levantarse una vez, y otra vez, y otra vez?

Sólo en los grandes escritores la correlación entre sustancia y expresión se convierte en un mecanismo preciso de funcionamiento implacable en el fondo y en la forma. Sólo busco pensamientos que estremezcan, escribe Quignard en uno de los capítulos del libro. La tensión estilística de la poesía, la fuerza narrativa del relato corto o el cuento tradicional, la profundidad del ensayo o el rigor del razonamiento construyen este edificio literario en el que el estilo tiene un papel determinante como motor de búsqueda, de exploración de la memoria, el miedo, el tiempo o las sombras:

El escritor, lo mismo que el pensador, saben quién es en ellos el verdadero narrador: la expresión. Yo hago lo siguiente: dejo que sea el lenguaje mismo el que pese, piense, penda, dependa.

La fragmentación es el alma del arte, escribe Quignard. Y eso son en gran medida estas Sombras errantes: literatura del fragmento que renuncia a las imágenes totalizadoras de la realidad, se levanta sobre el fracaso de las ideologías y participa de la narrativa, el poema en prosa, el cuaderno de notas.

Cuentos y anécdotas, ficción y realidad, vidas falsas, citas reales y apócrifas recorren una literatura que se nutre más del sueño y la alucinación que de la realidad. Quignard narra el recuerdo y evoca a las sombras errantes en un libro de género omnívoro que sin embargo no pretende engañar al lector, sino hacerle partícipe de una aventura intelectual y estética sin parangón en la literatura de las últimas décadas.

Soy un apasionado -declaraba Quignard no hace mucho- de tres cosas que quedarán del siglo XX: la etnología, el psicoanálisis y la lingüística. Esas tres disciplinas están muy próximas al arte de contar cuentos. En el fondo, estoy más cerca del cuento que de la novela. Muy próximo al arte de contar anécdotas, cuentos, sueños, como los que nos asaltan cada noche y cada mañana nos dejan más perplejos.

Santos Domínguez