29/9/07

Entre el muro y el foso


Julio Martínez Mesanza.
Entre el muro y el foso.
Pre-Textos. Valencia, 2007.


Tras Europa, un libro creciente en sucesivas ediciones desde 1983, y Las trincheras, que recogía textos escritos entre 1986 y 1996, Julio Martínez Mesanza publica su tercer libro de poemas, que se encomienda a una cita del trovador Gui de Cavaillon, en la que alude a una guardia nocturna y solitaria en ese espacio estrecho que hay entre un muro y un foso. Y así comienza también uno de los textos más representativos del libro:

Entre el muro y el foso, largas noches.
Negras noches de guardia junto a nadie.
El muro, la ansiedad y el negro foso
que no puedo mirar y el cielo negro.

De cuidado diseño estructural, Entre el muro y el foso, que edita Pre-Textos, está organizado en cuatro partes de nueve, doce, doce y nueve textos. Un rectángulo sólido ocupado por las torres caídas y los laberintos, el desierto y los puentes derribados, las noches y las rosas mortales, con una oscura tonalidad reflexiva en la que se conjuran lo moral y lo épico para construir una poesía sin preguntas, como toda la de su autor, una poesía elegiaca y un lamento del tiempo:

Lirio en el agua, inaccesible lirio,
y agua que escapa, luz inaccesible.

Me llevaré a la oscuridad tus ojos,
la hermosura terrible de este mundo,

la culpable hermosura de esta tarde,

la luz inaccesible de tus ojos.

Porque la tarde es última y oscura,

una hermosura sin después, un pozo
en el que va a ahogarse un niño, un pozo

con un lirio en su fondo inaccesible.

Todo se apaga alrededor y queda

sólo un pozo en el centro de la tarde

y un lirio inaccesible y, en mis ojos,
la luz que mataré cuando me vaya.

Reflexividad que es doble, porque aquí el poeta es sujeto y objeto de una reflexión que se inicia en la primera palabra del primer poema (Pienso en todas las torres), en el que esas torres recuerdan las del último poema de Las trincheras, que anunciaba en buena medida la tonalidad y la temática de Entre el muro y el foso:

Han caído las torres, y el desierto
es ahora tan grande como el alma:

esas torres que alcé y ese desierto

que quise mantener lejos del alma.
Los enemigos que inventé murieron

y si hay otros no quiero imaginarlos:
así que no vendrán los enemigos.

Y los amigos no vendrán tampoco,

igual que yo no iré a ninguna parte:

han quedado atrapados en sus reinos,
perplejos como yo, sin esperanza,
y miran las desmoronadas torres

que fueron su pasión y su defensa,
y el desierto es el dueño de sus almas.

Nadie, nada y no son seguramente los términos más repetidos a lo largo de un libro serio, seco y grave, más propenso a la sustantividad del concepto que al uso de la imagen o al halago sensorial del sonido o el cromatismo. Aquí los colores desvanecidos y los fuegos que se apagan atraviesan unos poemas en los que la nieve es sucia y el azul cansado, y el gris confunde con su luz de eclipse el mar y el cielo:

Va cegada de niebla mi alegría,
no ve las torres últimas de Lodi,

la llanura marchita, el turbio río.
Hacia sí vuelve para darse cuenta
de que no es alegría porque es niebla.
Entonces nuevamente me sumerjo

en el lugar y tiempo tan frecuentes
que son mi vida y llamaré tristeza.

De ahí nacen los juicios sobre el mundo,
los juicios sobre mí, las distorsiones,

las palabras que apagan los colores,
el blanco y negro que envenena el alma.


Poemas que trazan, con la flexibilidad del endecasílabo blanco, tan proclive al matiz del encabalgamiento, el bajorrelieve del mundo, el friso de la pasión inestable y permanente que es la poesía para Julio Martínez Mesanza.

Santos Domínguez