Paul Auster.
Viajes por el Scriptorium.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Anagrama. Barcelona, 2007.
Con Viajes por el Scriptorium, que acaba de publicar Anagrama, Paul Auster ha escrito la más alucinada y extraña de sus novelas, incluso por la forma en que se le ocurrió la historia. El punto de partida fue muy distinto del de otras novelas suyas. Se lo explicaba así el propio autor a Eduardo Lago:
Normalmente tengo las novelas en mi cabeza durante muchos años antes de ponerme a escribirlas. El caso de Viajes por el Scriptorium es distinto. Surgió de la nada, como por ensalmo. Un día tuve una visión de un anciano en pijama que calzaba zapatillas de cuero. [...] Era una imagen hipnótica que no me podía apartar de la cabeza. De pronto la entendí: aquel anciano era yo dentro de veinte años. Esa imagen fue la que generó la novela.
Con ese anciano solo en una habitación, como Gregorio Samsa, con un recuerdo del Kafka de La metamorfosis y El proceso, comienza este relato de interiores:
El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, con las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, la vista fija en el suelo. No sabe que hay una cámara instalada en el techo, justo encima de él. El obturador se acciona a cada segundo, produciendo ochenta y seis mil cuatrocientas instantáneas a cada rotación de la tierra. Aunque supiera que lo están vigilando, le daría lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.
¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado, y cuánto tiempo se quedará aún? Con suerte, el tiempo nos lo dirá todo.
Viajes en el Scriptorium es una novela breve y una historia compleja. O una reunión de muchas historias si se prefiere. Es una pesadilla kafkiana, pero también una alegoría de la vida, una parábola política, una recuperación de la memoria personal, una meditación sobre la fragilidad de la vejez, un juego de espejos en los que se confunden la creación literaria y la realidad, una novela en la que Auster convoca a sus criaturas para reflexionar sobre la responsabilidad de crear personajes que sobrevivan a su autor:
Crear personajes–dice Auster-no es una acción gratuita, es algo que entraña una responsabilidad, y eso es lo que abordo en la novela. ¿Qué significa dar vida a un ente de ficción? Lo paradójico, creo yo, es que, si el libro que se escribe es bueno, las criaturas imaginarias estén destinadas a tener una vida mucho más larga que la de su creador.
Míster Blank (El señor en blanco), una proyección del mismo Paul Auster, está sentado al borde de una cama, solo, en una habitación, fuera del tiempo y del espacio, en el vacío, ausente y perdido como un espectro más entre los fantasmas que fueron personajes de su mundo narrativo.
Auster convoca aquí a algunos de sus personajes más notables: Peter Stillman y Daniel Quinn, que vienen desde la lejana Ciudad de cristal; Fanshawe, el escritor de La habitación cerrada; Samuel Farr, otro escritor y Anna Blume, uno de los personajes más austerianos, proceden de El país de las últimas cosas; Marco Fogg vuelve desde El palacio de la luna para contar un chiste; Benjamin Sachs es el escritor sobre el que escribía el escritor Peter Aaron sobre el que escribía el escritor Paul Auster en Leviatán; Walter Rawley viene de Mr. Vértigo; David Zimmer, otro escritor, de El libro de las ilusiones, como John Trause, el anagrama de Auster en La noche del oráculo.
Sin Míster Blank no somos nada, pero la paradoja es que nosotros, seres puramente imaginarios, sobreviviremos a la mente que nos creó, porque una vez arrojados al mundo existiremos hasta el fin de los tiempos, y nuestras historias seguirán contándose incluso después de que hayamos muerto.
A algunos lectores les parecerá uno de los mejores libros de Auster, para otros quizá sea un puro ejercicio de autorreferencialidad, pero desde luego es inconfundiblemente austeriano, está construido con una extraordinaria destreza y constituye una summa narrativa de toda su obra y un ejercicio vertiginoso en el que una novela se escribe dentro de otra novela, como estaba la primera parte del Quijote dentro de la segunda, como los Cien años de soledad que escribía el gitano Melquiades, como en Las meninas de Velázquez estaban Las meninas de Velázquez, o como en algunas pesadillas de Borges que fueron la base de algunos de sus más memorables sonetos y relatos circulares.
La presencia rebelde de esos personajes tiene otros antecedentes como el Augusto Pérez de Niebla o los Seis personajes de Pirandello. Pero Auster da un paso más cuando consigue que el lector, que creía que el novelista le había invitado a visitar su taller, su escritorio, se dé cuenta de que él mismo también formaba parte del vertiginoso juego de espejos que es Viajes por el Scriptorium.
Normalmente tengo las novelas en mi cabeza durante muchos años antes de ponerme a escribirlas. El caso de Viajes por el Scriptorium es distinto. Surgió de la nada, como por ensalmo. Un día tuve una visión de un anciano en pijama que calzaba zapatillas de cuero. [...] Era una imagen hipnótica que no me podía apartar de la cabeza. De pronto la entendí: aquel anciano era yo dentro de veinte años. Esa imagen fue la que generó la novela.
Con ese anciano solo en una habitación, como Gregorio Samsa, con un recuerdo del Kafka de La metamorfosis y El proceso, comienza este relato de interiores:
El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, con las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, la vista fija en el suelo. No sabe que hay una cámara instalada en el techo, justo encima de él. El obturador se acciona a cada segundo, produciendo ochenta y seis mil cuatrocientas instantáneas a cada rotación de la tierra. Aunque supiera que lo están vigilando, le daría lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.
¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado, y cuánto tiempo se quedará aún? Con suerte, el tiempo nos lo dirá todo.
Viajes en el Scriptorium es una novela breve y una historia compleja. O una reunión de muchas historias si se prefiere. Es una pesadilla kafkiana, pero también una alegoría de la vida, una parábola política, una recuperación de la memoria personal, una meditación sobre la fragilidad de la vejez, un juego de espejos en los que se confunden la creación literaria y la realidad, una novela en la que Auster convoca a sus criaturas para reflexionar sobre la responsabilidad de crear personajes que sobrevivan a su autor:
Crear personajes–dice Auster-no es una acción gratuita, es algo que entraña una responsabilidad, y eso es lo que abordo en la novela. ¿Qué significa dar vida a un ente de ficción? Lo paradójico, creo yo, es que, si el libro que se escribe es bueno, las criaturas imaginarias estén destinadas a tener una vida mucho más larga que la de su creador.
Míster Blank (El señor en blanco), una proyección del mismo Paul Auster, está sentado al borde de una cama, solo, en una habitación, fuera del tiempo y del espacio, en el vacío, ausente y perdido como un espectro más entre los fantasmas que fueron personajes de su mundo narrativo.
Auster convoca aquí a algunos de sus personajes más notables: Peter Stillman y Daniel Quinn, que vienen desde la lejana Ciudad de cristal; Fanshawe, el escritor de La habitación cerrada; Samuel Farr, otro escritor y Anna Blume, uno de los personajes más austerianos, proceden de El país de las últimas cosas; Marco Fogg vuelve desde El palacio de la luna para contar un chiste; Benjamin Sachs es el escritor sobre el que escribía el escritor Peter Aaron sobre el que escribía el escritor Paul Auster en Leviatán; Walter Rawley viene de Mr. Vértigo; David Zimmer, otro escritor, de El libro de las ilusiones, como John Trause, el anagrama de Auster en La noche del oráculo.
Sin Míster Blank no somos nada, pero la paradoja es que nosotros, seres puramente imaginarios, sobreviviremos a la mente que nos creó, porque una vez arrojados al mundo existiremos hasta el fin de los tiempos, y nuestras historias seguirán contándose incluso después de que hayamos muerto.
A algunos lectores les parecerá uno de los mejores libros de Auster, para otros quizá sea un puro ejercicio de autorreferencialidad, pero desde luego es inconfundiblemente austeriano, está construido con una extraordinaria destreza y constituye una summa narrativa de toda su obra y un ejercicio vertiginoso en el que una novela se escribe dentro de otra novela, como estaba la primera parte del Quijote dentro de la segunda, como los Cien años de soledad que escribía el gitano Melquiades, como en Las meninas de Velázquez estaban Las meninas de Velázquez, o como en algunas pesadillas de Borges que fueron la base de algunos de sus más memorables sonetos y relatos circulares.
La presencia rebelde de esos personajes tiene otros antecedentes como el Augusto Pérez de Niebla o los Seis personajes de Pirandello. Pero Auster da un paso más cuando consigue que el lector, que creía que el novelista le había invitado a visitar su taller, su escritorio, se dé cuenta de que él mismo también formaba parte del vertiginoso juego de espejos que es Viajes por el Scriptorium.
Santos Domínguez