27 mayo 2019

Cernuda. Estudios sobre poesía española contemporánea


Luis Cernuda. 
Estudios sobre poesía española contemporánea.
Introducción de James Valender.
Renacimiento. Sevilla, 2019.

“Luis Cernuda publicó sus Estudios sobre poesía española contemporánea en 1957. Por la novedad (y la aspereza) que caracterizaban a varios de los puntos de vista expresados, en seguida molestaron a muchos lectores. "Sopla un viento inmisericorde" fue, por ejemplo, la amarga reacción de Antonio Tovar. Algunos, sobre todo los latinoamericanos (y latinoamericanista), se quejaron de la forma en que Cernuda había tratado al modernismo. Otros, sobre todo en España, de la dureza con que había enjuiciado a tal o cual poeta en particular: a Rosalía de Castro, por ejemplo. Mientras que, para otros muchos, el libro era poco más que la expresión caprichosa de ciertas manías del autor, de resentimientos que, en cuanto tales, no debían tomarse demasiado en serio.”

Así resume James Valender la acogida que tuvieron los Estudios sobre poesía española contemporánea de Luis Cernuda en el espléndido ensayo introductorio que figura como introducción de la nueva edición en Renacimiento de un libro que supuso entre otras cosas un replanteamiento del canon poético contemporáneo. 

No faltan en sus páginas la indisimulada animadversión hacia Juan Ramón, Salinas o Guillén, reflejo de roces personales y enemistades insuperables, el tono despectivo hacia algunos “poemitas” del último Machado o hacia los “poemillas” del primer Alberti o la descalificación expresa de Manuel Machado, “insustancial y afectado.”

Pero no es eso lo fundamental de estos ensayos, que Cernuda abrió con una previa explicación de sus criterios críticos en unas “Observaciones preliminares” en las que fijó algunas de sus ideas sobre la poesía, marcadas en parte por la influencia crítica del T. S. Eliot de La tradición y el talento individual.

La expresión poética y la relación entre lenguaje hablado y lenguaje escrito, sobre escribir como se habla o escribir como se escribe, sobre la vinculación entre el poeta y el poema o el diálogo entre la tradición y el presente son los ejes de esas observaciones iniciales a las que pertenece este párrafo: 

En toda expresión poética, en toda obra literaria y artística, se combinan dos elementos contradictorios: tradición y novedad. El poeta que sólo se atuviese a la tradición podría crear una obra que de momento sedujese a sus contemporáneos, pero que no resistiría al paso del tiempo; el poeta que sólo se atuviese a la novedad podría igualmente crear una obra, por caprichosa y errática que fuese, que tampoco dejaría en ciertas circunstancias de atraer a sus contemporáneos, aunque tampoco resistida al paso del tiempo. Es necesario que el poeta, haciendo suya la tradición, vivificándola en él mismo, la modifique según la experiencia que le depare su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se combinan ambos elementos.

A partir de ahí, Cernuda expresa su rechazo del individualismo romántico -“El romanticismo [...] fue entre nosotros tentativa fallida, como la de los neoclásicos, para hallar una visión y expresión poéticas en consonancia con la realidad de su tiempo”- y de su complacencia sentimental en el dolor, la angustia o la exaltación que se prolonga aún en Juan Ramón o en Miguel Hernández.

Cernuda ve en la rebeldía y la magia del superrealismo esa visión y expresión adecuadas al reflejo del mundo contemporáneo y a la necesidad de compromiso ideológico de la poesía. Pero a partir de esos planteamientos incurre en una serie de contradicciones que subraya Valender con estas palabras: 

“La contradicción que hemos detectado en los criterios críticos de Cernuda nos está hablando de algo mucho más profundo que su relación con Eliot: obedece a un desajuste mucho más general entre las esferas ética y estética de su pensamiento poético, un desajuste que es consustancial con su visión del mundo como poeta. Es decir, encontramos proyectada en su trabajo crítico esa misma contradicción que el propio Cernuda, en un famoso texto teórico escrito en 1935 (Palabras antes de una lectura), identificaba con el impulso mismo que lo llevaba a escribir
Estos son los poetas sobre los que escribe Cernuda en Estudios sobre poesía española contemporánea:

En la zona de orígenes, Campoamor, por su introducción de la subjetividad en la lírica y su eliminación del “lenguaje preconcebidamente poético” y por un prosaísmo que le hace parecer a veces “un poeta inglés de la época victoriana.” 

Además de la defensa de la línea nórdica de Bécquer frente a “la garrulería vaciedad y exageración meridionales de los románticos españoles” Rivas, Zorrilla o Espronceda, Bécquer -afirma Cernuda- “desempeña en nuestra poesía moderna en papel equivalente al de Garcilaso en nuestra poesía clásica: el de crear una nueva tradición, que lega a sus descendientes.
 Y si de Garcilaso se nutrieron dos siglos de poesía española, estando su sombra detrás de cualquiera de nuestros poetas de los siglos XVI y XVII, lo mismo se puede decir de Bécquer con respecto a su tiempo. Él es quien dota a la poesía moderna española de una tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros contemporáneos mejores.”

Mucho menor aprecio tiene por la obra de Rosalía de Castro, “desigual, informe en ocasiones, sentimental en otras muchas.”

La segunda sección, dedicada al 98, se abre con un ensayo demoledor que niega la importancia del modernismo en la poesía española contemporánea y en el que dice cosas como estas: 

Si el modernismo influye entre nosotros es sólo con respecto a lo menos importante de la poesía contemporánea. ¿Es justo entonces seguir hablando de la renovación que trajo a nuestra lírica? Su aportación en temas, metros, vocabularios, ha sido rechazada por las generaciones poéticas nuevas, como alimento que el organismo no digiere ni asimila.”

Aparecen en esa segunda parte tres ensayos más, en los que Cernuda expresa su aprecio por Unamuno -“ante todo un poeta”- y por el Machado de Soledades, un autor más cercano que Juan Ramón:

Hoy, cuando cualquier poeta trata de expresar su admiración hacia un poeta anterior, lo usual es que mencione el nombre de Antonio Machado. De pronto, en uno de esos virajes que marcan el tránsito de una generación a la otra, la obra de Machado se nos ofrece más cercana a la perspectiva que la de Jiménez. Y es que los jóvenes, y aun los que ya han dejado de serlo, encuentran ahora en la obra de Machado un eco de las preocupaciones del mundo que viven, eco que no suena en la obra de Jiménez.

Hay un derroche de sarcasmo en el capítulo dedicado a Juan Ramón Jiménez y a su vida de enclaustrado “replegado sobre sí mismo como un Buda sobre su ombligo”:

Claro que a quien ha podido esconder en su casa a la poesía, o cree haberla escondido, ¿qué le importa la vida? Sobre todo cuando ese quien estuvo siempre dispuesto a menospreciarla.

Un tercer apartado -Transición- aborda la figura de León Felipe -“poeta severo”, autor de “un verso gris, desarticulado más que flexible”-, de Moreno Villa –“poeta sincero y auténtico” y la importancia de las greguerías de Gómez de la Serna en la poesía del 27, que Cernuda prefiere llamar Generación de 1925 y a la que dedica el cuarto apartado del libro, que se abre con un capítulo sobre las fases iniciales del grupo, entre la vanguardia, el clasicismo, el gongorismo y el superrealismo.

Salinas y Guillén, “hermanos gemelos en poesía” quedan retratados como escritores burgueses. El primero tomó “el arte por juego” y Guillén aparece como autor de una poesía limitada a su “mundo poético estrecho, burguesamente personal” de poeta formalista.

La poesía de García Lorca es objeto de otro capítulo en el que Cernuda afirma: 

como la de Aleixandre, me parece a veces consecuencia de un impulso sexual sublimado, doloroso a fuerza de intensidad: y esa sensualidad dominante en ellos, aquel impulso amoroso que determina la existencia de su poesía, se enlaza para ambos con la presencia de la muerte en sus versos.

Y si de Gerardo Diego apreciaba el creacionismo de Imagen y Manual de espumas, de Alberti dice que “sus versos [...] carecen de interioridad”, son la poesía sin alma ni profundidad de un “virtuoso del verso.” 

Por el contrarioo, de Aleixandre, que convoca en su poesía el amor, la muerte y el vitalismo, dice que “es quizá el único poeta de su generación cuya obra ha ido creciendo y desarrollándose a través de los años, sin repetición, ni acabamiento. La edad no significó para él la pérdida del poder poético creador, sino todo lo contrario.”

En Altolaguirre, poeta desigual pero que da la “sensación de misterio penetrado, de contacto súbito con una realidad trascendente”, ve Cernuda “el ejemplo más evidente de poeta ‘inspirado’ que ofrece su generación, poeta que fuera de la inspiración poco tiene que decir y poco debe decir.”

La última sección del libro -Continuidad hasta el presente- se centra en el “estático” grupo del 36, que “acaso más que una novedad represente una variación” respecto al 98 y el 27. 
En ese apartado dedica Cernuda una atención especial a Miguel Hernández y su pasión contagiosa:

“La pasión avasalla sus versos, los inflama y contagia al lector, haciéndole olvidar o disculpar los defectos; [...] de todos modos había en Hernández, y hasta en exceso, todos los dones primarios que indican al poeta: le faltaban los que constituyen el artista, y no creemos que, de haber vivido, los hubiese adquirido. Porque era un tipo de poeta que suele darse en España: fogoso y de retórica pronta, el cual, en el entusiasmo inspirado que lo posee, concierta de instinto ambas cualidades, fogosidad y retórica, hallando así el camino franco hacia su auditorio, tan entusiasta como él.” 

Hacia la realidad y contra la realidad, los dos impulsos contradictorios que están en la base de la poesía de Cernuda, reaparecen en su obra crítica, de manera que estos ensayos, como subraya Valender, “son la obra, no de un crítico profesional, sino de un poeta, y tienen tanto las virtudes como los defectos que suelen caracterizar este tipo de crítica: más que alcanzar la objetividad, lo que el poeta propone (implícitamente, al menos) es defender el tipo de poesía que él escribe o que quisiera escribir. Y en esto consiste, finalmente, el gran atractivo de su libro: en la impresión que comunica al lector de estar presente en una discusión muy íntima que el autor entabla consigo mismo con respecto a lo que debería ser la función del poeta y de la poesía: una discusión que se desarrolla en forma paralela a los comentarios explícitos (a veces muy iluminadores) que el mismo autor hace, llevado ahora en un sentido, ahora en otro, sobre los distintos poetas que estudia.” 

Santos Domínguez

24 mayo 2019

Ada Salas. Descendimiento

Ada Salas. 
Descendimiento
Pre-Textos. Valencia, 2019.

El tiempo es la raíz
del sufrimiento. 
Y es amarga y largo 
su sabor. Y siempre sobrevive a 
lo que se va. Una lámina 
roja un resto 
que hace lija la lengua. 
Y ahora preguntamos 
quién 
nos hizo personajes de este drama. Un poco 
de piedad. El canto de algún mirlo el sol 
de Galilea.

Con ese poema cierra Ada Salas su Descendimiento, que publica Pre-Textos.

Con el fondo iconográfico de la tabla flamenca de Rogier van der Weiden que se conserva en el Museo del Prado, Descendimiento es un espléndido conjunto en el que conviven la pintura, la poesía y la música.

Más allá del impulso descriptivo de la intensa écfrasis que constituye la primera parte y de la construcción musical de su segunda parte, un espléndido oratorio barroco que sigue el modelo de las cantatas de Bach y de la música coral de Haendel, Descendimiento convoca música, palabra e imagen para vestir un luto emocional, para llorar la pérdida y enterrar un cadáver: 

Ser yo ese cadáver.

Un descendimiento que acaba siendo un descenso personal y proyectando sus emociones en la tabla y en sus personajes dolientes y ensimismados: Nicodemo, la Virgen, María Magdalena, Jesús, José de Arimatea, María Salomé y María Cleofás.

Porque el cuadro es aquí motor y espejo, proyección sentimental e interlocución en los versos afligidos y aflictivos que construyen una poesía reflexiva y visionaria, un poema coral en el que hablan los personajes del cuadro y reflejan el desgarro existencial que está en la raíz de este libro:

Lo que pintó Van der Weyden 
es 
la verdad de la muerte. 
Y no el lamento. El acto. El acto 
de morir 
el acto 
de sufrir


Santos Domínguez

22 mayo 2019

Un calcetín de lana rojo



José Antonio Ramírez Lozano. 
Un calcetín de lana rojo.
Menoscuarto. Palencia, 2019.

Ignacio Andía no esperaba que un calcetín rojo de lana fuera a cambiar su vida ni que sus artes de pesca se volvieran de repente tan provechosas. Acababa de alquilar aquel pisito de estudiante en Triana y esa noche la fortuna le puso delante el mejor caladero de su vida, el del patio interior. Parece ser que se asomó a tender el dichoso calcetín y, con esa torpeza suya y el recelo de que lo vieran las vecinas, el calcetín se le fue al fondo del patinillo. Y el suyo era un tercero.

Con ese párrafo que proyecta la intriga sobre la trivialidad de un hecho cotidiano comienza el primero de los veinticuatro capítulos de Un calcetín de lana rojo, la novela con la que José Antonio Ramírez Lozano obtuvo en 2017 el Premio de Narrativa Camilo José Cela y que publica Menoscuarto en su colección Cuadrante nueve.

Un relato sobre la negra memoria de la hormiga a la que se alude en la fraternal dedicatoria de la novela que arranca con un comienzo intrigante y un hecho trivial como motor de la historia, porque de eso hace un mundo el protagonista Ignacio Andía, vizcaíno de Yurre, estudiante del último año de Traducción e Interpretación.

Un protagonista tímido, solitario y parco en palabras que vive en un pisito de estudiante en Triana para aprender de la extroversión sevillanas relaciones sociales, “espontaneidad y don de gentes” en ese barrio que es más que un barrio una ciudad en la otra orilla del Guadalquivir, lugar de residencia no sólo del protagonista, sino del propio autor, afincado allí desde hace cuatro décadas.

Un día se le cae un calcetín rojo de lana al patio del tendedero. Y, como en el resto de la literatura de Ramirez Lozano, lo cotidiano se convierte así en la base de la fabulación y la imaginación que sustenta el desarrollo argumental con una complicación progresiva de la trama a la que contribuyen por igual la torpeza social del protagonista y el azar, las señales mal interpretadas y las insuficiencias comunicativas. 

Una trama con un misterioso perro pequinés que repudia el mapa de España y un misterio chino en el se cumplirá la misión social y existencial del calcetín, porque “hay un momento en la vida de cada joven en que la fortuna se muestra complaciente y deja el cabo suelto de una señal para que el perdido la interprete y redima con ella su soledad. La de Ignacio había estado en ese calcetín. Con él había descubierto el hilo de esa madeja con que la vida se teje y de la que ahora tenía un cabo en su mano.”

Las sospechas ante la oscura trama china y su amenaza las comparte Ignacio con Sofía Malerba, antropóloga italiana doctoranda en Sevilla. Juntos descubrirán un poema chino cifrado y cosido a una media y proyectarán sus delirios paranoicos sobre las etiquetas chinas de las sopas de sobre, las bufandas y los electrodomésticos. En esas etiquetas irán descubriendo mensajes cifrados y modos de control que preparan una invasión devastadora con las hormigas como correos.

Porque con los chinos -dice un personaje- “ya no queda Europa. Yo creí que mi máquina de afeitar Philips estaba hecha en Holanda y el otro día me da por mirarle la chapa y veo que no, que ponía Made in China. Y lo mismo pasa con los espárragos de Navarra que, si se fija usted en las latas, pone Envasados en Navarra. Origen China.”

Y de San Jacinto a Pagés del Corro unos azares se irán encadenando con otros y los hechos fortuitos o las simples coincidencias se interpretarán como revelaciones para descubrir textos cambiantes escritos por hormigas chinas y mártires que toman las comunicaciones y llegan al Guadalquivir o para comprobar que la trama oriental está infiltrada hasta en las etiquetas de las túnicas de las cofradías. Porque Ignacio y Sofía, intrépidos luchadores contra la conjura amarilla en la Semana de Pasión, tendrán una de sus intervenciones más disparatadas en plena procesión de Lunes Santo con un plan peregrino para liquidarlos.

En medio de todo ese entramado de señales y conjuras, etiquetas y caracteres chinos, una luna de abril con ojeras y unas albóndigas de perro pequinés, doña Mima, viuda de un catedrático de Lengua que hace el elogio del subjuntivo, un afinador de ollas que silban con la pesa el Bolero de Ravel y la marcha nupcial, un sacristán y un comisario o el memorable Antoñito el de los números, que saluda así:

-Veinte más dos, paréntesis, raíz cuadrada de tres por siete, cierra paréntesis, más siete.

Pero no todo es aquí trama y peripecia, paisaje de patio de vecinos y personajes, ironía y humor. Hay fragmentos como este donde brilla el cuidado de la prosa: 

Hay tardes de domingo que hacen interminable la agonía de la semana. Son tardes lánguidas que se apagan en su propia tristeza, esa tristeza agria por ahíta, rayada por el llanto impaciente de algún niño o la cucharilla del café. La del de Ramos no. La del de Ramos es una tarde de domingo que aventura la Semana de Pasión y hay una lumbre en ella que no acaba de apagarse y queda como un horizonte, un lubricán de sangre y espinas.

Y hay también un hueco para reflexionar sobre la escritura, la vida y las palabras: 

El mundo estaba más allá de la escritura. Detrás de las palabras hay cientos de lecturas posibles que son, a la postre, la vida misma.

Santos Domínguez

20 mayo 2019

Memoria crítica de Virginia Woolf


Winifred Holtby.
Virginia Woolf.
Memoria crítica.
Traducción de Carlos Manzano.
Hermida Editores. Madrid, 2019.

“Burra amable”, “asna entusiasta”, “pobre y embobada” que “aprendió a leer mientras se ocupaba de los cerdos”, “escritora de organillo”, “una ventrílocua, no una creadora”...

Con lindezas como esas, tomadas de su diario y de las cartas a sus amigos, se refería Virginia Woolf a Winifred Holtby, autora del primer estudio crítico sobre la novelista y su obra. 

Lo empezó a escribir en la primavera de 1931 para abordar la biografía de Virginia Woolf y hacer un recorrido por su obra publicada hasta entonces, hasta Las olas. 

Las olas... ¿y después?” es precisamente el título del último capítulo de esta obra entusiasta y admirativa pero de una incuestionable sutileza crítica que constituye no sólo una estupenda aproximación de primera hora a la figura de Virginia Woolf, sino una apreciable guía de lectura para entrar en su obra.

Este Virginia Woolf. Memoria crítica, que se publicó en 1932, permanecía inédito en español, lo publica Hermida Editores con traducción de Carlos Manzano y un esclarecedor prefacio que hace una brillante lectura de este ensayo que estudia los aspectos biográficos y las concepciones artísticas que se desprenden de los ensayos y de la narrativa de Virginia Woolf.

Estos son algunos de los aspectos que son objeto de su atención: la técnica cinematográfica de El cuarto de Jacob y la mezcla de crítica negativa y elogio en su análisis pormenorizado: “Ahora que podemos situarlo junto a la obra posterior de la Sra. Woolf, junto a La señora Dalloway, Al faro y Las olas, sabemos que no era lo mejor que podía hacer.”

O la línea experimental de La señora Dalloway, “la complejidad sutil de su orquestación”, su compleja arquitectura y su tratamiento del tiempo, su relación y sus diferencias con Al faro, su común temática de fondo, que Winifred Holtby resume así:

El tema de La señora Dalloway y el de Al faro son en gran medida los mismos que los de La travesía y El cuarto de Jacob. ¿Qué es la vida? ¿Qué es lo permanente, tangible, que queda cuando se han calmado la corriente y la agitación del tiempo?

El feminismo fantástico de Orlando, con su rompecabezas central, y la alegría de la escritura en Una habitación propia, “dos libros desconcertantes”, señala la ensayista; la poesía de Las olas y su vinculación con el resto de la narrativa de Virginia Woolf “en esa extraña unidad que es la mentalidad del artista” se estudian también en estas páginas que son el resultado de una explosiva mezcla de admiración y perplejidad, de desorientación crítica y lucidez lectora, de intuiciones iluminadoras y apasionamiento literario.

Winifred Holtby las escribió para despejar sus propias confusiones, pero -como señala el prefacio de esta edición- “sigue siendo una obra valiente y válida, precursora honorable de los innumerables estudios críticos sobre Woolf que se han sucedido desde 1932. No todo ha sido tan ecuánime, meditado y atinado ni tan audaz para el elogio o la condena. Llega hasta el fondo de la ‘confusión’ de Virginia Woolf sobre el objeto del arte.”

Se trata de un trabajo pionero y meticuloso sobre el que afirma la autora en la Nota inicial que puso al frente de la primera edición, con una chocante suma de modestia e ironía:

Me gustaría que quedara claro que no soy un especialista [...]  Pero respecto de los datos mismos, y más aún las deducciones que he obtenido de ellos, sólo yo soy responsable. La Sra. Woolf no ha leído el manuscrito ni ha autorizado afirmación alguna de las que en él figuran. Su único ruego fue el de que tratara su obra con la sinceridad e imparcialidad aplicadas por los críticos a los escritos de los fallecidos. Sí, al procurar cumplir con su encargo, he interpretado erróneamente su intención con demasiada frecuencia o demasiado inadecuadamente, me consuelo al saber que la autora sigue contando con los remedios de los vivos y puede defenderse.

Virginia Woolf lo acogió con desprecio e hipocresía. Esa fue su forma de defenderse

Santos Domínguez


17 mayo 2019

Sánchez Robayna. Por el gran mar



Andrés Sánchez Robayna.
Por el gran mar.
Galaxia Gutenberg. Barcerlona, 2019.


Y regresan también, como llevados 
por el viento que mueve las aguas del origen, 
el calor de tu cuerpo, una presencia pura, 
los pétalos, París, el resonante estaño, 
la mañana extendida de las fulguraciones 
y la noche del baile en el salón, a solas, 
tú yo, y el cementerio junto al mar, 
los pasos extraviados en la tarde, 
el fuego bajo el agua y la abubilla, 
el futuro que fluye hasta nosotros 
y poco a poco se hunde en el pasado 
y es el presente, dados en las manos 
de un niño, astros que giran en sus órbitas, 
oleaje sin fin, juego de olas del tiempo.

Con esa estrofa se cierra uno de los treinta y cinco poemas del espléndido Por el gran mar, que Andrés Sánchez Robayna publica en la nueva colección de poesía de bolsillo de Galaxia Gutenberg.

Treinta y cinco poemas atravesados por la memoria y el deseo: una “memoria de los rostros, los días y las noches” y un “deseo sin fin” que articulan este libro en el que el pasado vuelve en una ola desde el origen y “se desliza sin fin desde el mar de la infancia” para devolver la luz del tiempo y la presencia.

Luz del tiempo y presencias que regresan con la vibración del bronce en las campanas:

¿Cómo puede, ahora, el júbilo
de bronce en mí sonar, más interior 
que lo mío más íntimo? 
Habito la campana y el tañido 
igual que ellos me habitan, 
trozo de duración disipado en lo eterno.

Ese tañido de las campanas que suena en todo el libro, “más allá de los astros, / más allá de su oscura / rotación / en lo eterno” es el resorte que impulsa el recuerdo que “me lleva hasta un lugar al que regreso / no en el presente, sino en la presencia.”

Una función parecida cumple el ave que “volaba / en lo más hondo / del no saber”, una evocación sanjuanista que se convierte en símbolo de una poesía contemplativa en la que se unen la luz y la oscuridad, lo visible y lo invisible en el fuego que arde bajo el agua y en el don de la ignorancia previa a la revelación de lo invisible, porque “belleza e ignorancia se funden en nosotros”, “igual que en la ignorancia / sentimos allá arriba la luz, incomprensible.”

Poesía que “atraviesa lo visible /.../ y lo invisible, entonces, muestra su realidad”, indagación en lo oscuro con palabras que “en su solo latido, traspasan la materia del mundo” y son el instrumento de revelación de la armonía, la expresión de “una gota, solamente / de eternidad filtrada por el tiempo.”

Tañidos que “son un fuego en el aire” /..../ “ese fuego que alumbra la oscuridad del mundo” y que suenan insistentes y luminosos en Por el gran mar, sobre el telón de fondo insular y atlántico que cierra el libro:  

Miro el sol en las aguas que destellan, 
la espuma diluida en el azul extenso,
la circunvolución de las nubes de otoño, 
el mar del que venimos y al que regresaremos.

La gaviota solar cruza la tarde, 
hiende el aire errabundo, el cielo yerto.
Y la mirada va con ella, ciega, 
bajo el cielo combado, por el gran mar del tiempo.

Santos Domínguez

15 mayo 2019

Pepo Paz Saz. Las demás muertes


Pepo Paz Saz.
Las demás muertes.
Demipage. Madrid, 2018.

Dieciséis relatos reúne Pepo Paz Saz en su primer libro de ficción, Las demás muertes, que publica Demipage.

Entre la intensa brevedad desolada del cuento que lo abre, Dos pequeñas maletas, y la mirada emocionada al paisaje que rodea la vieja casa familiar y su ciruelo del final Ciruelas en julio, entre la nostalgia y la esperanza, entre el campo y la ciudad, Las demás muertes se construye como un conjunto de relatos atravesados por la memoria personal y familiar, por el sentimiento del tiempo, por viajes exteriores e interiores unidos por la continua emoción de la mirada y el recuerdo cruzados en la escritura de quien sabe que “las palabras construyen la vida.” 

O la reconstruyen literariamente en estos textos narrativos por los que alguna vez se pasean indiferentes los fantasmas y conviven la evocación proustiana, la melancolía y las ensoñaciones por los laberintos de la existencia.

Un conjunto construido como un mosaico unido por vínculos temáticos como la infancia, la nostalgia, las luces y las sombras de la vida, el desengaño y las pérdidas, el amor y el desamor, el olvido y el misterio, el desencanto y hasta la desolación con una fuerte carga e indisimulada carga autobiográfica, por un estilo preciso y directo, limpio y sugestivo, y de acusada eficiencia narrativa.

Y por la muerte de los otros, porque las demás muertes que se nombran en el título de alguna manera son también la muerte propia.  

Santos Domínguez

13 mayo 2019

Luis Landero. Lluvia fina


Luis Landero.
Lluvia fina.
Tusquets. Barcelona, 2019.

Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. 

En esas frases, marcadas por la prevención y la desconfianza, están las claves fundamentales de Lluvia fina, la nueva novela de Luis Landero que acaba de publicar Tusquets Editores.

Desde otra perspectiva, en otra situación y con otro significado por tanto, esas frases se retoman en el capítulo final que comienza así:

Así que también Aurora tiene una historia que contar. Una historia que ha permanecido como aletargada hasta hoy. Esperando un estímulo, una súbita brisa que avive las brasas hasta convertirlas en hoguera. Y ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes y que no es verdad que a las palabras se las lleve tan fácilmente el viento. No es verdad.

Lo que era un aviso y un oscuro presagio se convierte ya en una certeza del desastre, porque entre esos dos párrafos se desarrolla un constante cruce de historias y de personajes, de frustraciones, mentiras y secretos, de palabras y miradas que componen el complejo mosaico familiar y el cambiante caleidoscopio humano de versiones que sostiene la estructura de Lluvia fina y de su perspectiva narrativa, articulada en torno a la figura de Aurora, mujer de Gabriel y confidente sentimental del resto de personajes.

Desde el fondo turbio del pasado emergen las historias cruzadas en torno a tres hermanos -Gabriel, Sonia y Andrea- que se reúnen junto con sus parejas para celebrar los ochenta años de su madre. 

Aurora, situada en una posición privilegiada, a la vez cercana y distante, porque no pertenece al problemático pasado familiar que envuelve a los hermanos y a la madre, es el eje en el que confluyen las confesiones y los relatos de las otras vidas y la más consciente de los peligros de remover el fondo de la memoria:

Y como cada cual, además de lo suyo, le cuenta también lo que dicen los otros, todas las versiones de todas las historias terminan confluyendo en Aurora. Ella es en realidad la única dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, porque solo a ella le confían y le cuentan, con todo tipo de detalles, y sin vergüenza ni reparos, todos y cada uno de los implicados en esta historia que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha acabado en ruina y en desastre, como ya intuyó ella desde el primer momento.

Aurora había advertido a Gabriel de que es mejor no remover el pasado, pero en todo caso su perspectiva ajena se proyecta sobre la oscura historia familiar y sobre las distintas versiones de la realidad, sobre la alegría del padre soñador e imaginativo heredada por el hijo, sobre la historia de postergamientos, soledad y abandono de Sonia y Andrea, que repiten la infelicidad y la dureza tenebrosa de la madre, “pesimista, agria y dominante”.

Porque ella era la única que conocía los secretos de todos y cada uno de ellos, y sabía que los pequeños y viejos rencores, por viejos y pequeños que fuesen, estaban latentes en la memoria, al acecho, esperando la ocasión de volver al presente, renovados y recrecidos, rescoldos aún tibios que el menor viento podía avivar en llama, o como esas historias en cuyo planteamiento, inocente o cómico en apariencia, está ya la semilla de un final desdichado. Y también sabía o intuía que, si los rencores y agravios habían permanecido aletargados hasta entonces, es porque apenas hablaban entre ellos, solo de tarde en tarde y por teléfono para felicitarse los aniversarios y las Pascuas, o contarse alguna novedad. Y estaba bien que fuese así, pensaba Aurora, para que el viento no desatase la furia de las brasas, para que la historia no se pusiera en marcha y se precipitase ciega hacia su desenlace.

Historias y secretos que remueven los rencores, odios y heridas abiertas de unas problemáticas relaciones que irán preparando meticulosamente el trágico desenlace de esta Lluvia fina, quizá el libro más sombrío y amargo de Luis Landero.

Porque las palabras nunca son inocentes, como saben Aurora y los lectores de esta novela.

Santos Domínguez

10 mayo 2019

Whitman. Canto de mí mismo


Walt Whitman.
Canto de mí mismo y otros poemas.
Traducción y selección de Eduardo Moga.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.

Yo me celebro y me canto, 
y cuanto hago mío será tuyo también 
porque no hay átomo en mí que no te pertenezca.

Escribía Walt Whitman al comienzo del Canto de mí mismo, el núcleo duro de sus Hojas de hierba, su obra más ambiciosa y fecunda.

La primera de las nueve ediciones con las que ese libro fue creciendo como un organismo vivo que se abría al mundo apareció en 1855, casi a la vez que Baudelaire exploraba en Las flores del mal los límites de su territorio expresivo.

De aquella primera edición escribe Eduardo Moga en la Presentación de su traducción de Canto de mí mismo y otros poemas, la selección de Hojas de hierba que publica Galaxia Gutenberg en su espléndida colección de bolsillo de poesía:

Cuando en 1855 apareció Nueva York un opúsculo de apenas doce poemas y un prólogo, sin el nombre del autor en la cubierta ni indicación del editor, botánicamente titulado Hojas de hierba, casi nadie dio un duro por él. Antes bien, los pocos críticos que lo evaluaron emitieron veredictos inclementes: "Whitman", decía un anónimo reseñista londinense, "conoce tanto el arte como un puerco las matemáticas. Sus poemas -convengamos en llamarlos así- (...) desconocen la rima, y a nada se parecen tanto como a los gritos de guerra de los pieles rojas."

Ese reseñista no llegó a comprender que esa voz que desde la otra orilla del Atlántico se cantaba a sí misma y consigo al resto de los hombres inauguraba un nuevo mundo poético, que la poesía auroral y profética de Whitman traía un soplo de brisa fresca que acabó convirtiéndose en un maremoto que llegó a Europa para dejar su huella en poetas españoles como León Felipe, Lorca o Cernuda. 

Whitman es uno de esos pocos poetas que mantienen una juventud perenne. Poderosa y auténtica, transparente y dulce, como él mismo decía de su alma y del mundo, su voz puso la semilla de la que surgen el verso libre y la materia poética americana de Pound a Eliot o de Williams a Neruda y a Ashbery.

En el poema 24 del Canto de mí mismo, que no podía faltar en esta selección, se perfila definitivamente ese yo poético: 

Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, 
turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, 
ni sentimental, ni superior a hombres y mujeres, ni alejado de ellos, 
tan modesto como inmodesto.

Respira en estos textos la inagotable voz lírica de Whitman, sutil y llena de matices, la voz de la inocencia joven e instintiva de un poeta que no envejece porque, como dijo Nietzsche de Emerson, “no sabe lo viejo que es ni lo joven que será.” Y es que en los poemas del Canto de mí mismo habla un personaje poético dueño de una voz que nos viene de mañana, no de hace siglo y medio. 

No me cansaré de repetirlo -escribía Whitman sobre su obra-: Hojas de hierba ha sido, en esencia, el aflorar de mi naturaleza emocional y de otros aspectos de mi personalidad: un intento, de principio a fin, de dejar constancia de una Persona, un ser humano, yo, en la segunda mitad del siglo XIX, en América, y de hacerlo con libertad, completa y fidedignamente. 

Ecléctica y ambigua, proteica y visionaria, luminosa y hermética, fruto de la rara mezcla de delicadeza emocional y potencia física, la de Whitman es una poesía que habla –como todas- de la vida y de la muerte. Pero con su celebración del presente, que superpuso a la angustia ante el futuro e impuso sobre la melancolía por el pasado, trazó una frontera indeleble con la poesía vieja y dibujó su autorretrato literario, más cerca del deseo que de la realidad, con la compleja cartografía psíquica de la que habló Harold Bloom.

Místico y masturbador, religioso y pagano, extrovertido e introvertido, culto y coloquial, íntimo y patriótico, Whitman es más que un poeta, es un universo completo cuyas hojas de hierba siguen tan verdes y tan frescas como el primer día de la creación de este libro y del mundo.

Lo dejó reflejado inmejorablemente en estas estrofas del tercer poema del Canto de mí mismo:

Nunca ha habido más principio que ahora, 
ni más juventud o vejez que ahora, 
y nunca habrá más perfección que ahora,
ni más cielo o infierno que ahora.

Impulso, impulso, impulso:
siempre el impulso procreador del mundo. 

De la penumbra surge lo opuesto e igual, siempre la sustancia y la multiplicación, siempre el sexo, 
siempre una identidad entretejida, siempre lo que difiere, siempre el brotar de la vida. 

De nada sirve trabajar con esmero: lo saben tanto los ignorantes como los instruidos. 

Santos Domínguez

08 mayo 2019

Sor Juana Inés de la Cruz. La resistencia del deseo


Francisco Ramírez Santacruz.
Sor Juana Inés de la Cruz.
La resistencia del deseo.
Cátedra  Biografías. Madrid, 2019.

La resistencia del deseo es el significativo subtítulo de la espléndida biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja jerónima que vivió y escribió en la Nueva España de la segunda mitad del XVII, que publica en Cátedra el hispanista mexicano y profesor en la Universidad Autónoma de Puebla Francisco Ramírez Santacruz.

Sor Juana, autora del memorable Primero sueño, uno de los poemas imprescindibles del Barroco en español, o de la Respuesta a sor Filotea, en la que defendía su determinación de escribir poesía ante las presiones de sus superiores, “después de convertirse en la autora más afamada del Imperio español, abandonó las letras y se dedicó a la mortificación”, explica Ramírez Santacruz.

A ella le dedicó Octavio Paz su monumental Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Y esta nueva biografía “propone una exégesis lo más objetiva posible de todos los datos que se conocen de sor Juana hasta el día de hoy” para completar una imagen compleja de la escritora y la persona. 

Compaginando lo biográfico con lo literario, Francisco Ramírez Santacruz ofrece un documentado recorrido por la vida de sor Juana, desde las circunstancias familiares hasta los días previos a su muerte en 1695; pero también por su temperamento y su obra.

Hija ilegítima, demostró desde muy joven un enorme autocontrol y una disciplina que proyectó en su curiosidad, en su ímpetu perfeccionista y en una asombrosa capacidad para el estudio y la elocuencia. 

Antes de ingresar en el convento tuvo una relación privilegiada con la corte virreinal, donde asombró su potencia intelectual, propia de una persona superdotada con una dedicación constante al estudio. Sor Juana vivió intensamente no sólo una admirable libertad de criterio, sino una escisión emocional entre su condición de monja y de escritora, a la vez censurada y celebrada, aplaudida y calumniada.

Dos pasiones, el estudio y la poesía, marcaron la vida de sor Juana y la conflictiva compaginación entre su actividad literaria e intelectual y la vida conventual. Su atractivo físico e intelectual, la fragilidad de su salud, la vida en el convento, la amplia biblioteca privada que reunió en su celda, el aislamiento y la dedicación al estudio en un ambiente poco propicio y muy limitado, las reuniones literarias en el locutorio, la relación decisiva con la virreina María Luisa, que le dio protección y ejerció sobre ella un generoso mecenazgo o su relación conflictiva con el confesor son algunos de los asuntos más significativos de esta biografía que aborda también la importancia de sus obras maestras, El divino Narciso y el Primero sueño, una de las cimas del Barroco español, la polémica por su valiente Carta atenagórica, la ironía de la Respuesta a sor Filotea de la Cruz o la crisis poética del final de su vida.

Así resume el sentido de la obra el biógrafo en el prólogo:

Mi sor Juana es un personaje paradójico; se suele hablar de la poetisa como si durante toda su vida ella hubiese defendido siempre la misma idea, o como si la mujer que ingresó al convento de dieciséis o diecinueve años fuese la misma que murió veintisiete años después. Esto no fue así: a lo largo de tres décadas dentro de San Jerónimo, sor Juana cambió, evolucionó y buscó con desesperación una solución a su conflicto existencial, a saber, cómo conjugar su personalidad de letrada con su vida monjil. En suma, esta biografía pretende mostrar el complejo y diversificado contexto cultural que hizo posible que sor Juana fuese, por una parte, censurada, pero, por otra, ampliamente celebrada. Hay que decir que ella no fue monja y poetisa profana pese a su época, sino precisamente gracias a las circunstancias de dicha época, en la que prevaleció una excesiva porosidad entre corte y convento.

Santos Domínguez

06 mayo 2019

Un viaje al jardín



Byung-Chul Han.
Loa a la tierra.
Un viaje al jardín.
Ilustraciones de Isabella Gresser.
Traducción de Alberto Ciria.
Herder. Barcelona, 2019.

“Un día sentí una profunda añoranza, e incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra. Así que tomé la resolución de practicar a diario la jardinería. Durante tres primaveras, veranos, otoños e inviernos, es decir, durante tres años, estuve trabajando en un jardín, que bauticé con el nombre de Bi-Won, que en coreano significa Jardín secreto, escribe Byung-Chul Han (Seúl, 1959) en el prólogo a su Loa a la tierra. Un viaje al jardín, que publica Herder con traducción de Alberto Ciria y espléndidas lustraciones de Isabella Gresser.

Es una delicada meditación, una incursión en el silencio y la lentitud a través del contacto con la tierra y los ciclos naturales de la vida lo que refleja este libro hecho de “plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y a la naturaleza.

Loa de la tierra empieza con un viaje de invierno en el jardín berlinés del autor para trazar una metafísica del jardín en el que se convocan la poesía y la filosofía, la música y la meditación en el ánimo templado del autor.

La vivencia intensa de los ritmos estacionales, la percepción del tiempo lento y distinto del jardín tienen su proyección musical, filosófica o poética en Schubert, Hölderlin, Lao Tsé, Novalis o Heidegger y su resumen en palabras como estas:

Hoy hemos perdido toda sensibilidad para la tierra. Ya no sabemos qué es. Solo la concebimos como una fuente de recursos que, en el mejor de los casos, hay que tratar sosteniblemente. /.../ Desde que trabajo en el jardín me acompaña una extraña sensación, una sensación que antes no conocía y que también siento corporalmente con mucha fuerza. Es una sensación de la tierra, que me hace dichoso. Quizá la tierra sea un sinónimo de la dicha que hoy se aleja cada vez más de nosotros. Regresar a la tierra significa, por tanto, regresar a la dicha. La tierra es fuente de dicha. Hoy la abandonamos, sobre todo como consecuencia de la digitalización del mundo. Ya no recibimos esa fuerza vivificante de la tierra que nos hace dichosos. La tierra es reducida al tamaño de una pantalla de ordenador.

Jardín invernal, lugar romántico en floración con las flores azules del heliotropo, las blancas del cerezo de invierno o las amarillas del jazmín de invierno en el silencio y la mirada a los colores de las margaritas silvestres,  el acónito o las forsitias que engendran “una pequeña primavera en pleno invierno.” 

Schumann, Nietzsche, Rilke o Basho y la explosión verde de la primavera, la morera y el ciruelo como proyección de la dicha del jardinero, una de las palabras fundamentales de este libro, porque “cada día que paso en mi jardín es un día de dicha. Este libro podría haberse titulado también Ensayo sobre el día logrado que me hizo feliz. A menudo anhelo trabajar en el jardín. Hasta ahora desconocía esa sensación de dicha. También es algo bastante corporal. Jamás fui tan activo corporalmente. Jamás toqué la tierra con tanta intensidad. Me parece que la tierra es una fuente de dicha. A menudo me ha asombrado su extrañeza, su alteridad, su vida propia. Solo gracias a este trabajo corporal he llegado a conocerla con intensidad. Regar las flores mientras las contemplamos nos colma de una dicha silenciosa y nos llena de calma.”

Y así también el verano berlinés en el jardín con insectos y pájaros y las flores otoñales, como los narcisos de otoño.

Cierra el volumen un amplio e intenso diario del jardinero que entre el 31 de julio de 2016 y el 20 de noviembre de 2017 refleja los ciclos del jardín y celebra el instante vegetal en fragmentos como este:

Me embriaga la visión de las hortensias que florecen con exuberancia. Amas la lluvia. Las llamas de la hortensia sargentiana tienen primero una forma protuberante. Luego se abren con un soberbio esplendor. Parecen explotar realmente, como fuegos artificiales a cámara lenta. Su belleza es indescriptible.

Santos Domínguez


03 mayo 2019

Mario Campaña. Poesía reunida


Mario Campaña.
Poesía reunida
1988-2018.
Editorial Festina Lente. Quito, 2018.

EN EL PRÓXIMO MUNDO

En el próximo mundo podremos más. 
También ahora podemos más,
Pero las huellas del desastre 
Y la falta de sueño
Nos impiden creer que podemos más.

En el próximo mundo no será tarde
Para poder más. Nunca será tarde
En el otro mundo. 
Y por eso podremos más.

Cuando hagamos otro mundo 
Las piezas que hoy no encajan 
Encajarán sin falta.

Música y mundo, por ejemplo, 
Irreconciliables ahora,
Volverán a armonizarse. 

Tendrá derecho a existir el delirante.
El que cree y el que no cree.
El que vive de la esperanza 
Y quien se despoja de toda ilusión 
Para seguir vivo al día siguiente.

En el próximo mundo lo viejo será joven y lo joven 
Primero existirá en su pura belleza,
Luego madurará y será aún más joven.

Sólo el vencedor se quedará sin sitio
En las galerías de nuestro próximo mundo.
Sólo la reina de la fiesta se quedará sin bailar.
Y sólo el que duerme, sin soñar.
Pero a la casa del próximo mundo 
Entraremos todos. 

Porque en el próximo mundo los puentes 
Serán más largos y no unirán sólo orillas
Sino islas que flotan en nosotros,
Y más allá de nosotros. 

Ni la fuerza ni la astucia 
(Del escorpión que esconde su ponzoña) 
Tendrán espacio allí:
Todos mostraremos nuestros males, cada uno
Sabrá en dónde está cada veneno 
Y conocerá el antídoto.
El próximo mundo estará lejos de éste,
Y hasta allí llegaremos vagueando,
Girando y girando sobre nuestras cabezas,
Porque el próximo mundo cambiará siempre de lugar:
Ni el amigo ni el enemigo serán nunca estables.

En ese tiempo nuestro pobre mundo
Ya habrá aprendido a vivir con la penumbra.
No nos engañará la luz, artificiosa, 
Como a los peces,
Cazados por lamparillas que ocultan 
La sabiduría de la noche.

De ese poema que lo cerraba tomaba su título En el próximo mundo, uno de los cinco libros de Mario Campaña (Ecuador, 1959) que se recogen en su Poesía reunida (1988-2018), publicada por la editorial ecuatoriana Festina Lente. 

A propósito de la obra de Mario Campaña, desde los Cuadernos de Godric (1984-1988) hasta el reciente Pájaro de nunca volver (2013-2018), pasando por Días largos (1992-1994), Aires de Ellicott City (2000-2005) y el ya mencionado En el próximo mundo (2007-2010), habría que hablar de ciclos poemáticos más que de libros propiamente dichos, que en todo caso configuran lo que Américo Ferrari definió como “una poesía fuerte y dolorosa”. 

Ciclos poéticos que tienen como hilo conductor el personaje de Godric que aparece en el título inicial y en quien Mario Campaña proyecta y resume “las diversas experiencias del viaje, el ir, el volver, la mera errancia, el simple estar, hasta descubrir o conquistar la inmovilidad: el medievo, la modernidad temprana, nuestro siglo XXI.”

Es la poesía como viaje interminable a los límites del mundo y del conocimiento en un barco de palabras con unos instrumentos de navegación que le han prestado los simbolistas con los que Mario Campaña ha conversado tanto en los viejos puertos nocturnos de la literatura.

La potencia de la iluminación verbal que nos enseñaron los simbolistas es la brújula más exacta del poeta en esta travesía llena de paronomasias e imágenes visionarias que convocan las relaciones secretas que tienen las palabras, sus revelaciones.

Con el astrolabio de ese lenguaje que fluye libre y levanta su entidad a base de asociaciones y relámpagos, se emprende un viaje que es el de la palabra, el del conocimiento mediante la poesía, esa travesía nocturna con el lenguaje nocturno de la imagen irracional que ilumina el periplo, como la voz del nigromante que sonaba en los Cuadernos de Godric.

Es este un viaje a una frontera extremada de la que no se vuelve. Se habla del espacio para hablar del tiempo, que es el verdadero sentido del viaje que desarrolla Mario Campaña en sus distintos libros. 

Un viaje por las pérdidas y las esperanzas en el que se confunden la ida y el regreso y dialogan la mirada y el sueño, lo individual y lo colectivo, el yo y el nosotros, las presencias y los vacíos.

Como los muertos antiguos se ha iniciado el viaje con una moneda en la boca, y si se vuelve se vuelve siendo otro. O es otro el que vuelve después de haber estado al otro lado, como Ulises en el infierno:

He venido aquí a perfeccionar la muerte, se leía en Aires de Ellicott City.

La voz del poeta asume en los poemas de Mario Campaña la potencia oracular del visionario que habla más allá de la noche y la convoca con imágenes secretas y turbias, trabadas en un tono de conjuro precolombino o con el ritmo de un recitativo barroco en una ceremonia verbal en la que el poeta se convierte en oficiante y en el intermediario que comunica los dos lados de la frontera. 

Y el medio de expresión de ese proceso es una poesía construida sobre potentes imágenes en las que se funden el pasado y el presente, la historia y el mito, los tiempos y los espacios, lo mediterráneo y lo americano.

Entre la reconstrucción del pasado, la representación del presente y la propuesta de expectativas, hay en la poesía de Mario Campaña un movimiento circular que permite que la esperanza se levante sobre los cimientos firmes de la memoria, como en estos versos que cerraban su Pájaro de nunca volver:

ardan ya casa y ciudad 
cielo 
corazón y memoria 
todo puede cambiar 

Santos Domínguez


01 mayo 2019

El laberinto de la soledad



Octavio Paz.
El laberinto de la soledad.
Postdata.
Vuelta a “El laberinto de la soledad”.
Fondo de Cultura Económica. México, 2018.

“La crítica es, para mí, una forma libre del compromiso. El escritor debe ser un francotirador, debe soportar la soledad, saberse un ser marginal. Que los escritores seamos marginales es más una condenación que una bendición. Ser marginales puede dar validez a nuestra escritura. Y debo decir algo más sobre la crítica: para mí la crítica es creadora”, explicaba Octavio Paz en la conversación con Claude Fell que con el título Vuelta a 'El laberinto de la soledad' se publicó en la revista Plural en noviembre de 1975.

Ese diálogo completa la edición de este libro emblemático del Octavio Paz ensayista, junto con Posdata, que apareció en 1969 como consecuencia de la reflexión que en Paz suscitaron los sucesos del año anterior. Así lo justificaba en la Nota introductoria a la primera edición del libro:

Su tema es una reflexión sobre lo que ha ocurrido en México desde que escribí El laberinto de la soledad y de ahí que haya llamado a este ensayo Posdata. Es una prolongación de ese libro pero, apenas si es necesario advertirlo, una prolongación crítica y autocrítica; Posdata no solamente por continuarlo y ponerlo al día sino por ser una nueva tentativa por descifrar la realidad.

En esa misma nota, fechada en Austin en diciembre de 1969, Paz explicaba también el sentido último de El laberinto de la soledad:

Tal vez valga la pena aclarar (una vez más) que El laberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación critica: una visión y, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o a una búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología. A mí me intrigaba (me intriga) no tanto el “carácter nacional” como lo que oculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara. Desde esta perspectiva el carácter de los mexicanos no cumple una función distinta a la de los otros pueblos y sociedades: por una parte es un escudo, un muro. Y, por la otra, un haz de signos, un jeroglífico.

Y a descifrar ese jeroglífico de lo mexicano, a explicar “qué somos y cómo realizamos eso que somos” se orientan capítulos imprescindibles de El laberinto de la soledad: Máscaras mexicanas; Todos Santos, Día de Muertos o La ‘inteligencia’ mexicana son ya textos clásicos del ensayo en español y son parte sustancial de un libro que con esta alcanza la decimocuarta reimpresión de su cuarta edición en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica, con una tirada de 25.000 ejemplares.

Antes de integrarse orgánicamente en el libro, los ocho ensayos de El laberinto de la soledad se fueron publicando en la revista Cuadernos Americanos hasta formar un conjunto de reflexiones sobre el pasado y el presente o la psicología del pueblo  mexicano: de la Nueva España a México, de la conquista a la independencia y a la revolución. 

Está en El laberinto de la soledad, el libro más difundido de Octavio Paz, la semilla de libros futuros que de alguna manera se prefiguran o se esbozan en esta colección de ensayos que remataba en apéndice una meditación final sobre la dialéctica de la soledad que termina con este párrafo: 

El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados.

Santos Domínguez



29 abril 2019

Andrés Trapiello. Diligencias

Andrés Trapiello.
Diligencias.
Pre-Textos. Valencia, 2019.

“Nos trajo la asistenta el periódico con la reseña de X publicada hace días, tan puntual como todas las suyas. Si ese hombre tuviera que juzgar a ciegas la Ilíada o Hamlet también les pondría pegas. Tal vez sea la misma que la del año pasado. Nada que objetar: también mi libro es el mismo que el del año anterior, y yo soy el mismo que el que tenía diez años, y el que tenía diez años, el que soy ahora. Vuelve a repetir que este libro es una miscelánea de la que el lector ha de leer lo que le apetezca, saltándose el resto, cosa que por lo demás no afecta a la calidad del libro, ya que no se trata de ninguna novela. En esto insiste mucho, parece que le importa el nombre que se le dé”, escribe Andrés Trapiello en Diligencias, la nueva entrega de su Salón de pasos perdidos, una novela en marcha que es, como la vida que refleja, siempre igual y siempre distinta, y que naturalmente plantea una dificultad a quien cada año reseña sus nuevos capítulos.

Entre la lechuza de Hegel que levanta el vuelo en Nochevieja en el olivar oscuro de Las Viñas y las primeras violetas del final de año sobre la repisa de la chimenea, estas páginas que reflejan el transcurso imparable de la vida se refieren al año 2008 y en ellas, escritas diez años después, como el resto de las entregas, la distancia emocional que pone el tiempo suaviza las aristas del pasado o las resalta con la cercanía afectiva. 

Conviven aquí los retratos al minuto, el ámbito doméstico y el público, la vida social del escritor, el campo y la ciudad, la intrahistoria y lo insignificante, los temas de siempre de esta obra en marcha: los libros viejos y los descubrimientos en el Rastro, los análisis clínicos y el mundillo literario, con el morbo añadido de las iniciales descifrables y episodios que hacen una propuesta de complicidad al lector, convertido en espectador privilegiado de un carnavalesco baile de máscaras al que le invita cada año Andrés Trapiello, que huye de la literatura con una afirmación de la vida que pasa:

Yo no quiero hacer literatura. La literatura es sólo para los que no creen en la vida y sí, en cambio, en los suplementos literarios.

O intercala meditaciones y aforismos como estos dos, de tono muy distinto:

Por años que haya cumplido uno y se haga viejo, la nieve cae siempre en el corazón del niño.
Desgraciadamente, quien hace un aforismo hace ciento.

Esa diversidad tonal recorre las páginas de este libro, en las que la melancolía convive con un refinado sarcasmo para evocar episodios tan esperpénticos como este : 

No les convencía, porque se veía que tenían todos ellos ya formada una idea en la cabeza. Y si me atrevo con alguien, añadí, suele ser con alguien que puede más que yo. “No es verdad”, me refutó JR. Se hizo un gran silencio. Me recordó que en cierta ocasión había hecho el retrato de un amigo suyo, un buen hombre que se ganaba la vida ocupándose, a cargo de una mancomunidad de pueblos cordobeses, de organizar las actividades literarias de la comarca; temió que si los políticos que lo contrataban leían aquello, le quitarían las sinecura. Me acordaba. No siempre se acuerda uno de la gente a la que ha retratado. Al parecer, aquel retrato, bastante humorístico, le sumió en pesares y aflicciones. Vaya, lo siento..., me disculpé? ¿Pero perdió el trabajo?, pregunté. Ahora el apesarado y afligido era yo. No, me respondió JR., lo ascendieron, ha ganado premios y goza de la mayor consideración literaria y humana en aquella alegre región cordobesa. Respiré tranquilo, porque no es plato de gusto llevar la desgracia y el hambre a una familia. 
(...)
Siguió contando JR: aquel día, en el coloquio, como nadie se atrevía a romper el hielo, aquel hombre del que yo había hecho al parecer un retrato algo cruel, se decidió, para justificar al menos su sueldo:
- Sr. A., usted es seguramente el mejor guionista que ha dado el cine español...
A. aceptó el elogio con una somera cabezada, pero sin entrar en el regateo. 
-...y ahora una pregunta: el guión de Los santos inocentes...
A. dio un pequeño respingo. Había escrito unos quinientos guiones de cine, pero no ese. 
-... es probablemente uno de sus mejores guiones de la historia del cine español. ¿Cómo se sintió al adaptarlo de una gran novela? ¿Le representó especiales dificultades? 
A., que al parecer era un hombre tímido y educado, dijo en un murmullo apenas audible:
-Los santos inocentes es una gran película, me gusta muchísimo el guión, pero he de decir que no es mío, no lo escribí yo. 
La expresión de sorpresa y contrariedad del preguntante fue grandísima. Carraspeó un poco, se azaró algo, se puso un poco colorado, temió sin duda que si llegaba a oídos de las autoridades mancomunadas le quitaran, esa vez sí, aquel trabajo y se cerniera sobre su hogar la desgracia, el hambre, pero investido de la autoridad que le daba el haberle pagado el viaje y los emolumentos al entrevistado, encontró fuerzas para contraatacar:
- ¿Está usted seguro?

Santos Domínguez


26 abril 2019

Fragmentos de un libro futuro


José Ángel Valente. 
Fragmentos de un libro futuro.
Galaxia Gutenberg.
Barcelona, 2019.

Cima del canto.
El ruiseñor y tú
ya sois lo mismo.

Ese haiku, fechado el 25 de mayo de 2000, menos de dos meses antes de la muerte de José Ángel Valente, es el último poema de Fragmentos de un libro futuro, el libro póstumo que cierra la trayectoria poética de un escritor total, de trayectoria tan personal como decisiva para la poesía española contemporánea.

Con ese libro crucial, culminación de la trayectoria de Valente y su testamento poético, inaugura Galaxia Gutenberg su espléndida colección de poesía en formato de bolsillo. 

Descenso al limo originario o ascensión mística a la ingravidez aérea del pájaro, ese poema es también la cima del canto del poeta, el reflejo de la destilación extrema de una obra en la que el poeta se funde con la naturaleza en la figura del pájaro solitario del que habló San Juan de la Cruz y al que volvió Valente para explicar sus virtudes.

En ese ruiseñor que remonta su vuelo hasta Keats se proyecta el tema central de este libro: el vacío del yo y la fusión con el mundo a través de la poesía descarnada y otoñal de un poeta disuelto en la palabra y resuelto en la desmaterialización y el desasimiento, en una serena mirada crepuscular al acabamiento y la disolución “en el dorado reino de las sombras.”

La melancolía y la contención expresiva, la sobriedad verbal, la desnudez y la depuración del canto atraviesan estos poemas que Valente compuso entre 1991 y 2000. En ellos lo tenue y lo sutil son las tonalidades elegidas sobre un fondo elegíaco para hablar del amor y del tiempo, del dolor y la muerte con la serenidad de la luz agonizante y la plenitud del silencio y de la sombra.

Fragmentos de un libro futuro tiene su raíz en el último de los Treinta y siete fragmentos que Valente había publicado en 1972:

Supo, 
después de mucho tiempo en la espera metódica 
de quien aguarda un día 
el seco golpe del azar,
que sólo en su omisión o en su vacío 
el último fragmento llegaría a existir. 

La inminencia de la muerte y la memoria, la entrada en lo no visible y la intensidad verbal ante “el ritual aciago del adiós” recorren un libro barrido por el viento de otoño que arrastra las hojas doradas y secas del tiempo hacia el vacío, la disolución y la ausencia y nos deja versos como estos en los que se funden la luz y la sombra, la existencia y la nada:

Entrar ahora en el poniente, 
ser absorbido en luz 
con vocación de sombra.

y la naturaleza madre me reduce, 
me asume en sí, me devuelve a la nada. 

Un libro escrito con la conciencia de los límites, en el aún frágil y luminoso de versos como estos:

Sombra.
Pero tú aún ardes luminoso.

Santos Domínguez

24 abril 2019

Ednodio Quintero. Cuentos salvajes


Ednodio Quintero.
Cuentos salvajes.
Atalanta. Gerona, 2019.

“¿Debo confesarles que para mí vida es sinónimo de escritura? O viceversa. Ah, también debo decirles que los vientos que me sostienen en el aire, o enraizado a la memoria agreste donde nací, no son otros que la memoria y el deseo”, escribe Ednodio Quintero (Trujillo, Venezuela, 1947) en uno de los textos que abren la recopilación de sus cuentos completos en un espléndido volumen titulado Cuentos salvajes que publica Atalanta en su colección Ars brevis. 

La abre a manera de prólogo un artículo de Enrique Vila-Matas que publicó El País el 24 de julio de 2017 al que pertenecen estas líneas:

Quintero es uno de esos “escritores de antes”, y es posible que, a la larga, haber estado tan alejado de los focos mediáticos le haya beneficiado, porque le ha permitido acceder al ideal de ciertos narradores de raza: ser puro texto, ser estrictamente una literatura.

Cuentos salvajes recoge todos sus cuentos, desde los brevísimos de La muerte viaja a caballo hasta los que ha incluido en la última sección, Lazos de familia, en los que se funden ficción y autobiografía. Cierra el volumen el cuento Viajes con mi madre, “el más reciente, extenso y mi predilecto por su carácter lírico, sugestivo, íntimo y personal.”

“Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi rostro verdadero”, explica en Autorretrato, un relato personal, “un fotomatón de 1992”, según sus propias palabras.

Ese es uno de los dos pórticos narrativos que abren esta edición. El otro es Kaikousé, “un intento de ars narrativa, de 1993, donde en un apartado que se titula La noche boca arriba en homenaje a Cortázar, escribe: “en un plazo breve, y como si se hubieran puesto de acuerdo para vapulearme, cayeron en mis manos, y de ahí pasaron a mis ojos y a mi cerebro enfebrecido, textos de Borges, Marcel Schwob, Ambrose Bierce, Kafka y Cortázar”, autores que orientarán su narrativa junto con Beckett y con varios narradores japoneses, de Mishima a Kawabata o Murakami.

Alimentados de la sustancia de los sueños, delirantes y enigmáticos, magistrales y opacos, estos cuentos proponen al lector un viaje asombroso en el que se difumina la realidad en la ficción, en una narrativa levantada sobre una prosa intensa, sutil y llena de matices y calidades poéticas que brillan en fragmentos como este, el final de El combate:

Escuchaba la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella risa endemoniada era preferible al silencio pues opacaba su irritante respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía nítida una figura familiar –cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud–. Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de aquel odioso contrapunto se filtraba, débil –e inconfundible–, un sollozo. Yo había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.

En dos recopilaciones cronológicas previas -Ceremonias y Combates- publicadas por Candaya se había podido acceder a los cuentos de Ednodio Quintero, situados al margen de lo cotidiano para instalarse en una actitud experimental y en una mirada alucinada a lo insólito, lo abismático y lo desconcertante. 

Un ejemplo de esa escritura, el cuento Tatuaje:

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 

Como ese puñal tatuado, los cuentos de Ednodio Quintero son hermosos, enigmáticos y afilados. Construyen un mundo narrativo propio e inconfunduble y están elaborados desde la poética del vértigo con que la crítica ha calificado la esencia narrativa de esta escritura sólida y exigente, imaginativa y perturbadora de la que dejo aquí otra muestra, La muerte viaja a caballo:

 Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

Santos Domínguez

22 abril 2019

Chantal Maillard. La compasión difícil



Chantal Maillard.
La compasión difícil.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.

Lejos de mí el hipócrita que dice amar la vida y rechaza la violencia. Lejos de mí el lírico, el ingenuo, el hacedor de bienes, el complaciente, el de las melodías fáciles, el mercader de espíritus, el ecológico, el bueno. Porque la vida es todo menos eso, la vida es la dentellada, las fauces cerrándose en la llaga, la sangre que alimenta, la necesaria astucia del predador. Venga a mí no el doméstico animal de cuna y cama sino la bestia indomada orgullosa y fiera, la que duerme a la escucha, la que habita a la intemperie y conoce el ciclo de la savia. Venga a mí, en la hora de mi muerte, la que pueda enseñarme, por última vez, la inocencia que sin juicio consagra la rueda. Venga a mí la fiera, la sin doblez, la inocente. Venga a mí la que fui, el animal-en- mí.

Con fragmentos tan intensos como este compone Chantal Maillard La compasión difícil, que aparece en la colección de ensayo de Galaxia Gutenberg.

Organizado en tres libros -El hambre, Mérmeros o la compasión y las Conversaciones con Medea en tres actos-, en sus páginas se dan cita la poesía y la filosofía, el desgarro afectivo y la interrogación existencial, la hondura reflexiva y la intensidad de la palabra.

Y desde el comienzo, desde el primer fragmento (Dioses), todo lo preside la ausencia de la divinidad y la orfandad del hombre:

Huyeron. Ante el gran despropósito, huyeron los dioses llevándose consigo al niño que, jugando a ser como ellos, dejó escapar de entre sus dedos el universo.

Todo lo que vives se sostiene sobre el hambre.

Y a partir de ahí empieza a crecer el tema vertebral del libro, la compasión, “la parte que heredamos de los ángeles caídos” y la culpa, “la parte que heredamos de los dioses.” 

La rebeldía, el desamparo, el sentido de la vida y de la muerte, la radical voluntad de conocimiento, la vinculación con lo animal, el dolor, la conciencia existencial, el cuerpo y el suicidio, el relato y la imaginación, el daño y el miedo se van sucediendo en las páginas de La compasión difícil y se convierten en objeto de la mirada lúcida e implacable de Chantal Maillard. 

Leer y contar, pensar y escribir articulan una reflexión radical sobre el sentido de la vida y la ética de la compasión que acaba centrándose en el personaje de Medea y en el gesto de su hijo Mérmeros. En ese gesto, con la mano sobre el hombro de su madre en la versión cinematográfica de Lars von Trier, ve Chantal Maillard el más acabado símbolo de la compasión:

La mano de Mérmeros en el hombro de Medea. 
La mano del hijo. La mano del inocente. 
Mérmeros. El hijo sacrificial. 
El que comprende. 
El que comparece. 
                           El que accede. 

Porque, escribe en otro fragmento, “la compasión que busco no se apiada. Acompaña.”  Y “el gesto de Mérmeros nos conduce al lugar donde la compasión es posible.”

Santos Domínguez