23 marzo 2012

Espacios en fuga


Alejandro Oliveros.
Espacios en fuga.
(Poesía reunida 1974-2010).
Edición de Antonio López Ortega.
Pre-Textos. Valencia, 2012.

En su último libro publicado hasta ahora, Poemas del cuerpo (2005), incluía Alejandro Oliveros (Valencia, Venezuela, 1948) este texto que delimita su concepto de la poesía, el último sentido de su mundo poético:

Sobre la poesía

Siempre he creído que la poesía
es un don mezquino. No hay mayores razones
para sentirse orgulloso. No se trata
de los estigmas de San Francisco,
esa prueba irrefutable de la condición
de elegidos. Deberíamos ser humildes
pero nuestro castigo es la vanidad.

Una vez escribí que nuestro oficio
era sólo aproximativo y nunca alcanzaríamos
la fijeza de las estrellas. Quería decir,
me parece, que no llegamos a lo que sentimos.
Lo que sentimos es un círculo y el poema
es otro, más pequeño y hambriento.
La distancia entre ellos es el naufragio.

Treinta años más tarde, sigo pensando
que no es la poesía el mayor de los dones.
Pero, después de tantas líneas y borrones,
y las resmas de papel que han alimentado
mis cestos de basura, puedo decir
que ha servido para registrar las noches
y los días, Constanza y mi paisaje. No más.

Coetáneo del malogrado José Barroeta y posterior a la brillante generación de poetas a la que pertenecen Rafael Cadenas y Eugenio Montejo, Oliveros es una isla en el mapa de la poesía venezolana actual.

Lo destaca Antonio López Ortega en el prólogo -Fragmentos de un discurso terrenal- a la edición que ha preparado de la poesía reunida de Alejandro Oliveros. Un prólogo que sitúa su obra poética en un contexto que resalta la excepcionalidad de su voz, tanto por la tendencia a la narratividad como por la asimilación explícita de una serie de influencias literarias –de la poesía clásica grecolatina de Tristia o Magna Grecia a la anglosajona de El sonido de la casa- inusuales en una tradición poética venezolana que bebió fundamentalmente en fuentes francesas.

Oliveros es en ese sentido un raro ajeno al canon, una voz personal que construye un mundo propio con el potente paisaje vegetal de Venezuela, con la ciudad evocada –Valencia- o vivida –Nueva York-, con la noche y la sonoridad del lenguaje poético, con el homenaje a los escritores que han marcado su escritura y con el paso del tiempo.

Porque la mirada de Oliveros no se queda en el paisaje ni en el acontecimiento, sino en su rastro, en la huella que dejan. Por eso, en su poesía, de profunda raíz elegiaca, los espacios –íntimos o públicos- contienen siempre una alusión al tiempo en que se contemplan o se evocan.

Eliot y Tibulo, Pound y Ausonio, H.D. y Virgilio, Esquilo y Robert Lowell, Ovidio y John Donne conviven y reviven en los textos de Espacios en fuga, el título que reúne toda la obra poética de Alejandro Oliveros escrita o publicada entre 1974 y 2010.

Dejo aquí un ejemplo, el poema Ars, que abría El sonido de la casa, un libro que está a punto de cumplir treinta años:

Con los mismos pronombres y adjetivos,
todos los poemas deben estar escritos
en alguna parte. Tal vez nuestra derrota
sea lo puramente aproximativo, la cercanía
máxima del ave a la rareza de los cuerpos fijos.

A menos que el círculo cuadre y se encierre
en el techo convexo de su doble, que la palabra
resista y se reconozca en el horizonte.
Reconocer los confines del canto, su extensión,
no frente a la muerte en la rama del árbol
sino ante el mismo centro que nos evade.

Esta edición de Espacios en fuga, revisada y autorizada por el autor, incorpora dos secciones, una de poemas dispersos y otra de textos inéditos. Desde Espacios hasta Poemas del cuerpo, pasando por dos libros centrales como Tristia y Magna Grecia, esta edición en Pre-Textos de la poesía de Oliveros, poco conocida en España, debería consolidar y difundir una obra de enorme calidad y de inusual fuerza expresiva.

Santos Domínguez

22 marzo 2012

El XIX en el XXI


Christopher Domínguez Michael.
El XIX en el XXI.
Universidad del Claustro de Sor Juana.
Sexto Piso. México, 2010.


El XIX en el XXI recopila treinta y cinco artículos de Christopher Domínguez Michael sobre algunos de los autores esenciales del ochocientos.

Escritos y publicados a lo largo de veinte años, el volumen que edita Sexto Piso los organiza en cuatro apartados cronológicos (Románticos, Reformadores, Decadentes y Casi contemporáneos) que en conjunto constituyen una mirada a la persistencia de lo decimonónico en la actualidad: desde autores representativos del pensamiento reaccionario como De Maistre o Chateaubriand hasta casi contemporáneos como Poe, pasando por Balzac y Chejov, por Sainte-Beuve y Dostoievski, o por Tolstói y Galdós.

Algunos de los artículos de este volumen aparecieron ya hace casi veinte años en el libro La utopía de la hospitalidad o fueron publicados originariamente en Letras Libres o en el suplemento de Reforma, como reseñas o notas de lectura, de manera que a veces son críticas directas de una obra como las Memorias de Ultratumba –“un vasto epígrafe” escrito desde la otra orilla- a propósito de una nueva traducción al español, pero en muchas otras el acercamiento al autor es indirecto.

Y así se habla de Víctor Hugo desde el ensayo que le dedicó Vargas Llosa; a Galdós se accede a través de la biografía de Ortiz Armengol; a Chejov, a partir de la biografía que escribió Irene Nemirovsky; a Rilke, desde la edición en Losada de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge; a Henry James, a través de dos novelistas -Tóibin y Lodge- que lo convirtieron en protagonista de sendas obras; o en relación con Poe se analiza su acogida crítica más que su mundo literario.

En todo caso, y pese a su indisimulado carácter circunstancial, estas páginas contienen abundantes iluminaciones, aunque su luz sea indirecta, y constituyen en conjunto un buen mapa para orientarse en la literatura del XIX.

No faltan aquí momentos brillantes como este, a propósito de De Quincey y su Memoria de los poetas de los lagos:

La adolorida delicadeza con la que Thomas de Quincey analizó sus sueños, sus alucinaciones y sus experiencias, dejan en el misterio si su vida entre los poetas de los lagos formó parte o no de ese infierno de donde Carlyle lo creyó fugado, como una chispa que salta del fuego.

Santos Domínguez

21 marzo 2012

Schwob. La cruzada de los niños


Marcel Schwob.
La cruzada de los niños.
Traducción de Luis Alberto de Cuenca.
Ilustraciones de Jean-Gabriel Daragnès.
Reino de Cordelia. Madrid, 2012.

Por aquel tiempo niños sin rector y sin guía alguno acudieron corriendo con ávidos pasos desde villas y ciudades de todas las regiones hasta lugares transmarinos, y cuando se les preguntaba que hacia dónde se dirigían con tanta prisa, respondían: hacia Jerusalén, a buscar Tierra Santa... No sabían hasta dónde tenían que llegar. Pero la mayor parte volvió, y cuando se les preguntaba por el motivo de su viaje, respondían que no lo sabían. También por aquel mismo tiempo mujeres desnudas que no hablaban corrieron por villas y ciudades...

Con esa cita de los Anales de Alberto Estadense se abre La cruzada de los niños, uno de los libros más intensos y conmovedores de la historia de la literatura contemporánea. José María Anguita Jaén la localizó, porque Schwob no declaró la fuente latina que ofrezco en la traducción de Francisco García Jurado de esa "cita inquietante" (Marcel Schwob, antiguos imaginarios).

Marcel Schwob compuso La cruzada de los niños, una de esas obras milagrosas que un autor excepcional escribe en un estado de gracia irrepetible, con un envidiable temple poético y una altura verbal y emocional que hacen que probablemente este breve texto, un poco anterior a sus Vidas imaginarias, sea la cima de Schwob, lo que es tanto como hablar de una altura literaria casi inaccesible.

Ahora se cumplen ochocientos años justos del episodio que inspiró esta obra: la cruzada que iniciaron, en 1212, 30.000 niños alemanes y franceses para conquistar Jerusalén. En un estado intermedio entre la alucinación y la histeria, entre el fanatismo y la manipulación irresponsable de quienes los azuzaron, aquellas desorientadas masas infantiles sin guía ni orden, aquellos pueri sine rectore probablemente desconocían que debían atravesar el mar.

No se sabe hasta dónde llegaron en aquella peregrinación ingenua y visionaria hacia la catástrofe. Muchos murieron, otros acabaron en manos de traficantes norteafricanos de esclavos, que los vendieron en mercados de Alejandría.

Como en el resto de su obra, Marcel Schwob presenta el mundo con una mezcla de terror y piedad, las dos pasiones extremas que debía equilibrar el alma humana. Se trata, una vez más, como dijo a propósito de su Corazón doble, de llevar, por los caminos del corazón y de la historia, del terror a la piedad.

Schwob sumó al potente patetismo de aquellos hechos terribles la fuerza añadida de una larga obsesión que le permitió coronar, con lenguaje de alto voltaje poético, un retablo de ocho cuerpos con ocho breves monólogos cuya técnica aprendió en Browning y con los que presenta aquel itinerario disparatado desde distintas perspectivas: el goliardo, el leproso, dos Papas, tres niños, un clérigo...

Escribió Borges en un prólogo memorable a esta obra memorable:

A fines del siglo XIX, Marcel Schwob -creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo.

Reino de Cordelia
acaba de reeditar La Cruzada de los niños con una espléndida traducción de Luis Alberto de Cuenca y con las bellísimas ilustraciones a dos tintas de Jean-Gabriel Daragnès, unos grabados que tienen la consistencia de las esculturas románicas de madera o de piedra.

O las de las pequeñas osamentas blancas devueltas por el mar, tendidas en la noche, con las que se cierra el último monólogo.

Santos Domínguez

20 marzo 2012

Bloom. Novelas y novelistas


Harold Bloom.
Novelas y novelistas.
El canon de la novela.
Traducción de Eduardo Berti
Páginas de Espuma. Madrid, 2012.

Novelas y novelistas, que forma parte de un proyecto más amplio en seis volúmenes de los que Páginas de Espuma ha publicado ya los dedicados al cuento y al ensayo, propone un canon desequilibrado, amplio y discutible, elaborado también por la mano sabia y caprichosa de Harold Bloom.

Discutible no sólo por los narradores elegidos, sino por la elección de sus títulos canónicos. Unas cien novelas y cincuenta y seis novelistas, casi todos de lengua inglesa, con algunos inevitables autores franceses o algún ruso del XIX, no sirven para evitar el excesivo sabor local de este panorama, algo que en principio contradice por su alcance limitado la misma esencia del canon.

Porque llama mucho la atención que a Cervantes Bloom le reconozca un papel central en la configuración de la novela y apenas le dedique página y media de ejercicio comparatista con Shakespeare –brillante, eso sí, como en el mejor Bloom-, mientras que se extiende en la obra de nombres decididamente menores como Kate Chopin o Upton Sinclair.

He dado esos dos nombres prescindibles para cualquier lector que no sea Bloom, pero podría haber dado catorce o quince más, hasta completar la tercera parte más discutible y arbitraria de la nómina.

En todo caso, es la propuesta personal de un lector menos dogmático y seguro de lo que aparenta. Porque Bloom es un lector sabio y magistral, pródigo en iluminaciones y en arbitrariedades, y es habitual que en sus ensayos nos conduzca a espacios luminosos o a callejones sin salida, a laberintos absurdos o a bosques numerosos.

Al ojear el superpoblado índice de este volumen choca en principio que sus casi novecientas páginas dejen fuera el Ulises de Joyce, el ciclo del tiempo perdido de Proust o Moby Dick. Para tranquilidad del lector, en el prólogo ya se le avisa de que esos textos se estudian en otro de los tomos de la serie, el dedicado a la épica. Aunque no se le menciona, supongo que es ese también el caso de Thomas Mann y La montaña mágica.

Y aunque es probable que la tercera parte de estos nombres sobren, la mayoría son imprescindibles en cualquier recorrido por la novela: desde Defoe y Swift, padres de la novela inglesa y practicantes de la distancia narrativa, o el subversivo sutil que fue Sterne, hasta Philip Roth, Cormac McCarthy, DeLillo o Pynchon.

Y en medio, Balzac –un inductor a la lectura-, Dickens –una fiesta interminable-, al que se dedica el mayor despliegue, con casi cuarenta páginas, Dostoievski y su horror visionario; Kafka –un gnóstico moderno-, Faulkner y su visión del abismo o García Márquez y sus Cien años de soledad como un milagro irrepetible porque es menos una novela que una Escritura.

Y en medio, también, un estupendo trabajo de traducción de Eduardo Berti, que ha contado con la ayuda de Salvador Biedma para localizar las mejores ediciones en español de las citas literales que usaba Bloom en el original.

En conjunto este es un estudio lleno de pasión y de lucidez, la propuesta de un sabio con sentido del humor y con una divertida inclinación a lo estrafalario que aprendió de su maestro, el excéntrico doctor Samuel Johnson, otro sabio que de vez en cuando hacía unas apuestas literarias estrambóticas.

Porque cuando un genio hace afirmaciones caprichosas o infantiles sigue siendo un genio, mientras que un tonto a la violeta, por más que se empine sobre los talones de su modestia y su pedantería, sólo conseguirá ser un tonto. Estupendo y a la violeta, pero un tonto.

Santos Domínguez

19 marzo 2012

Ritos de paso de Paul Auster



Paul Auster.
Diario de invierno.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Anagrama. Barcelona, 2012.




Paul Auster.
La invención de la soledad.
Traducción de Mª Eugenia Ciocchini.
Anagrama. Barcelona, 2012.

Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.

Treinta años justos, casi el tiempo exacto que separa a dos generaciones, han pasado también entre La invención de la soledad y el reciente Diario de invierno, dos obras de Paul Auster que acaba de publicar Anagrama.

Diario de invierno es una novedad absoluta que aparece en España con traducción de Benito Gómez Ibáñez casi a la vez que la edición original de Henry Holt and Company en Nueva York.

La invención de la soledad es una recuperación en la colección Otra vuelta de tuerca de una obra fundamental que Auster publicó en 1982.

En estas tres décadas Auster ha ido creando un potente mundo literario, desarrollando una literatura que él mismo ha definido como un espacio de colaboración entre el escritor y el lector, como “el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad.”

Y de eso se trata especialmente en estos dos libros: de revelar la intimidad más personal del escritor y sus fantasmas a través de un diálogo con el lector, pero sobre todo del diálogo de Auster consigo mismo, con su memoria y con ese lugar oculto y profundo del que, más allá de la segunda persona, surgen los recuerdos, los personajes y las palabras.

Hay en Diario de invierno una frase que justifica no solo esta obra, sino la totalidad de su literatura: Te gustaría saber quién eres.

Pero Diario de invierno es también, y quizá antes que otra cosa, un libro sobre el cuerpo en el espacio abierto de la ciudad o en los espacios cerrados de las casas; un inventario de los veintiún domicilios sucesivos de Auster, entre New Jersey y París, entre Manhattan y Brooklyn, con el Sena o el Hudson al fondo.

Ese inventario de domicilio, además de reflejar las distintas etapas y situaciones económicas del escritor o el estudiante, refleja un itinerario vital y sentimental por interiores con personajes triviales o extravagantes, por incidentes diversos evocados con la mirada maestra y aguda de un novelista experto.

La frecuencia de esos cambios de domicilio revela que Auster no ha permanecido quieto mucho tiempo seguido y da lugar a que este sea también un libro sobre el cuerpo en el pasado o en el presente:

así es como te ves a ti mismo siempre que te paras a pensar quién eres: un hombre que camina, un hombre que se ha pasado la vida andando por las calles de la ciudad.

La memoria personal y la conciencia del tiempo -a través de la muerte del padre, de la madre o con las primeras señales de la propia vejez- unen estos dos libros en que la escritura genera un vaivén constante entre el presente y el pasado o se convierte en motor del recuerdo para mirar a la infancia o para repasar un inventario de cicatrices que se superponen a la herida interior que el escritor sobrelleva como un pecado original, porque se siente un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo, ¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?

Para subrayar ese vínculo entre las dos obras se ha elegido como fotografía de portada de Diario de invierno la imagen de un Auster contemporáneo de La invención de la soledad.

La muerte del padre en 1979 conecta estas dos obras: provocó la escritura de La invención de la soledad, que no es una novela, pero contiene la semilla de toda su narrativa y abre la puerta a su ficción posterior, y se evoca intensamente en Diario de invierno, que Auster ha escrito cuando tiene casi la misma edad con la que murió su padre, con una perspectiva muy distinta de la que aparecía en La invención de la soledad:

Que ya no eres joven es un hecho indiscutible. Dentro de un mes cumplirás sesenta y cuatro años, y aunque eso no es ser demasiado viejo, no lo que todo el mundo consideraría una edad provecta, no puedes dejar de pensar en todos los que no han logrado llegar tan lejos.

Desde esa mirada ya cercana a la vejez, en un mes de enero pródigo en tormentas y en hielo, un Auster frágil y autobiográfico, seguramente previsible, pero emocionado y contundente, construye un autorretrato evocando sus ritos de paso y recuerda aquella noche de invierno mientras ve caer la nieve en Brooklyn treinta años después:

Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas: ¿Cuántas mañanas quedan?

Santos Domínguez

18 marzo 2012

Isabel González. Casi tan salvaje


Isabel González.
Casi tan salvaje.
Páginas de Espuma. Madrid, 2012.


Isabel González es una joven escritora que acaba de sacar a la luz su primer libro, Casi tan salvaje, en Páginas de Espuma. Se trata de un volumen que recoge veintiún relatos que narran diferentes situaciones cotidianas llevadas a un terreno adverso y hostil, y trazadas con pinceladas de surrealismo. Historias humanas que perturban, incomodan la conciencia y nos hacen mirar en derredor en busca de secretos disimulados.

Isabel González creció en un pueblo de Zaragoza, de ahí que lo agreste y montaraz esté tan presente en sus páginas. Los protagonistas de estos relatos son fuertes, endurecidos; se enfrentan a la realidad tomando las riendas y entrando en combate sin el miedo del que tiene algo que perder. A pesar de esa contienda diaria e íntima, los suyos son personajes que aman y sufren, que padecen por un poco de afecto, de ternura y de dignidad. Quizás sea este el hilo conductor de todos los cuentos, el de la lucha por alcanzar este sentimiento y así hacer más llevadera la supervivencia en esta selva llena de fieras que es la vida.

La mirada ácida de esta escritora, los toques de humor negro y la demora en las coloristas imágenes y detalles minuciosos, hacen muy recomendable la lectura de este libro.

NO TE AMO. Pero cómo puedo estar segura si vienes y te sientas a mi lado y acariciándome la mano dices: “ treinta años juntos”.

Alba Pavón

17 marzo 2012

Cabrera Infante. El cronista de cine


Guillermo Cabrera Infante.
Obras completas I.
El cronista de cine.
Edición y prólogo de Antoni Munné.
Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores.
Barcelona, 2012.

Un espléndido prólogo de Antoni Munné –Retrato del crítico como ente de ficción- presenta El cronista de cine, el volumen que abre la edición de las obras completas de Guillermo Cabrera Infante en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.

Es un impresionante volumen de más de mil quinientas páginas que recogen la ingente producción de Cabrera Infante como crítico de cine en un tomo que tiene como eje Un oficio del siglo XX, el libro que recopiló una selección de las críticas que firmó con su acrónimo G. Caín y organizó en seis secciones: desde el Retrato del crítico cuando Caín hasta el Requiem por un alter ego.

Acrónimo y alter ego en el que se desdobla el novelista cubano, que une en estos textos vida y ficción, cine y literatura en un juego de espejos que constituye uno de los momentos más altos de su creación literaria.

Unos textos que hablan de películas, actores y directores, pero además trazan la autobiografía vital, sentimental e intelectual de quien tuvo su primera experiencia del cine con menos de un mes, y dibujan el autorretrato estético y ético de quien empezó firmando sus críticas cinematográficas impersonales como el cronista, porque se sentía más cronista que crítico, y declaraba que entre los libros y la vida siempre he escogido el cine, al que dedicó libros como Un oficio del siglo XX, Cine o sardina y Arcadia todas las noches.

Críticas, reportajes, crónicas y entrevistas son las modalidades genéricas a las que responden los artículos de El cronista de cine. Varios centenares de ellos, escritos entre 1954 y 1960 para Carteles, no habían sido recogidos en libro y permanecían desperdigados e inencontrables. Son dos tercios del volumen, más de mil páginas que agrupan ahora –entre el blanco y negro y el technicolor- en la sección El cine según G. Caín reseñas brillantes como El día de Laughton, Kafka y Hitchcock o Freud y Wagner van al oeste; crónicas y reportajes sobre Hemingway, obituarios como el dedicado a Bogart (Un actor hace mutis) y entrevistas impagables como las que hizo a Brando, a Cantinflas o a Buñuel.

Dos utilísimos índices, uno de películas citadas y otro onomástico, completan con brillantez este inmejorable comienzo de la recuperación de quien es ya un clásico contemporáneo, un maestro de la lengua y un genio de la narrativa que nos prestó su mirada y nos dejó textos memorables sobre La Habana, la vida, la literatura y el cine.

Santos Domínguez

16 marzo 2012

William-Olsson. Una ciudad sin muros


Magnus William-Olsson.
Una ciudad sin muros.
Poesía escogida 1989-2011.
Traducción y prólogo de
Ángela Inés García.
Libros del Aire. Madrid, 2012.

En su colección Jardín Cerrado, Libros del Aire publica en edición bilingüe Una ciudad sin muros, una antología que recoge casi veinticinco años de escritura de Magnus William-Olsson (Estocolmo, 1960) con traducción y prólogo de Ángela García.

La muestra incluye una decena de poemas no recogidos en libro hasta ahora. En el primero de ellos se lee este verso, que da título a la antología:

Ante la muerte poblamos todos una ciudad sin muros, dice Epicuro.

Es la primera vez que se publica en español la poesía de Magnus William-Olsson, una poesía corporal que explora a la vez los límites de la expresión, los del placer y la temporalidad; una poesía que propone una imagen del mundo y se convierte en su espejo sonoro a través de un pensamiento analógico articulado en metáforas que traducen una experiencia del cuerpo, el verdadero escenario de la escritura de William-Olsson.

La lírica coral griega, los arquetipos clásicos o bíblicos, Píndaro y Calímaco, los iconos ortodoxos y el Louvre, Héctor y Antinoo, Platón y Heidegger son referentes de unos textos que alcanzan su expresión más intensa en un libro de 2006, El instante es para Píndaro un pequeño espacio en el tiempo, donde llaman mucho la atención las presencias de La niña de los peines y de Antonio Machado, de Granada o de María Zambrano.

En ese libro, y probablemente en la poesía toda de William-Olsson, ocupa un lugar central el poema Analogía, al que pertenecen estos versos:

En la séptima oda nemeica de Píndaro la canción se iguala al espejo. El de la memoria.

El rostro. Un espejo sonoro. El poema. Un espejo de sonido. ¿Podemos llamar a esto una analogía?

No es, como en la Biblia, la palabra hecha carne. Es la carne hecha palabra. Igual de reveladora.


Santos Domínguez

15 marzo 2012

Vidas del Renacimiento


Robert Davis y Beth Lindsmith.
Vidas del Renacimiento.
Traducción de Ramón Sala Gili.
Lunwerg. Madrid, 2012.

Contar la vida, retratar la individualidad reivindicada, mirar al interior de la persona desde su fisonomía, su gesto o su indumentaria.

Esos fueron los intereses y las ambiciones de la pintura renacentista, en la que se proyectó ejemplarmente el vitalismo humanista, el redescubrimiento del cuerpo, el interés por el paisaje natural o urbano, la perspectiva civilizada del cortesano refinado y culto.

Para demostrarlo una vez más, vida y cultura, mirada y palabra, pintura e historia cultural, literatura y biografía se reúnen en Vidas del Renacimiento, un volumen espectacular que acaba de publicar Lunwerg.

A lo largo de las siete secuencias cronológicas en las que se organiza la obra se recorre un periodo crucial en la historia de Europa: desde el cruce prerrenacentista de las viejas tradiciones tardomedievales y las nuevas ideas del Humanismo –Nebrija, Boticelli, Leonardo, Aldo Manuccio- hasta la fundación de la modernidad que culmina en los ensayos de Montaigne, la pintura de Brueghel o la música de Palestrina.

Y en medio las cimas renacentistas que se llamaron Colón, Erasmo, Copérnico, Rafael, Tiziano, Rabelais o Carlos V, personajes que cambiaron el pensamiento occidental desde todos los ámbitos y en un proyecto global coherente aunque heterogéneo en los matices.

Entre 1400 y 1600, casi un centenar de retratos plásticos y literarios, noventa y cuatro semblanzas en primeros planos que se recortan sobre el fondo del paisaje histórico, de la mentalidad social y de la nueva sensibilidad individual.

Los espléndidos textos de Robert Davis y Beth Lindsmith sitúan en su contexto significativo a cada uno de los personajes que fundaron o iluminaron la Edad Moderna y resaltan cada vida con un conjunto de más de doscientas ilustraciones que refuerzan los textos o subrayan su sentido.

Porque nunca como en el Renacimiento vida y arte fueron tan equivalentes, nunca como entonces la representación de la vida interna y del mundo exterior se fundieron de una manera tan correlativa para cambiar la historia de la cultura y de las mentalidades, conviven en estas páginas artistas e inquisidores, arquitectos y precursoras del feminismo, reyes y maestros de coro, impresores y blasfemos, predicadores incendiarios y conquistadores, corsarios y papas, escritoras y bufones, relojeros y médicos, teóricos de la cortesanía y acróbatas palaciegos.

Un conjunto de nombres y rostros que reflejan que el Renacimiento fue, además de una época fundamental en la creación de la modernidad, una forma de vivir y un estado de ánimo.

Santos Domínguez

14 marzo 2012

El libro negro


Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg.
El libro negro.
Traducción de Jorge Ferrer.
Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores. Barcelona, 2011.


Mi padre fue sacado de casa a culatazos. Mientras mi hermana Roza se vestía apresuradamente alcanzó a ver que uno de los policías avanzaba hacia mi madre empuñando un puñal. Mi hermana hizo ademán de correr en socorro de nuestra madre, pero una lluvia de culatazos cayó sobre su cabeza y la empujó hacia la calle descalza y a medio vestir. Roza cayó al suelo; mi padre consiguió levantarla a duras penas y la ayudó a llegar hasta el punto de reunión, ubicado frente a la iglesia que se alza en la Plaza del mercado.

Así se iniciaba una macabra peregrinación a una muerte anunciada. Así se lo habían contado a él, oficial del ejército rojo que volvía a Bráilov, su pueblo, tras la liberación de la ocupación nazi.

Y así lo contaba en El libro negro, en el que Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg organizaban un ingente material con el que completaron un memorial de crímenes del ejército alemán en los territorios ocupados de la Unión Soviética y en los campos de concentración de Polonia.

Entre 1943 y 1946, Grossman y Ehrenburg, por encargo del Comité Judío Antifascista y a instancias de Albert Einstein, recogieron testimonios del genocidio en conversaciones con supervivientes, en diarios y cartas personales, en relatos de testigos directos del exterminio.

Todo ese material documental de primera mano, que ocupó casi treinta tomos y que fue utilizado parcialmente en el juicio de Nuremberg, se iba a publicar en 1947, aunque Stalin impidió su impresión a última hora y no se editó hasta 1988 en Jerusalén por el Museo de la Shoá.

Ahora acaba de aparecer en español en Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores con traducción de Jorge Ferrer y con introducciones de Irina Ehrenburg e Ilyá Altman.

Poco después de la invasión alemana en junio de 1941, un grupo de escritores soviéticos se alistó en el ejército rojo para luchar contra el nazismo y la ocupación extranjera. Uno de esos voluntarios era Vasili Grossman, que por problemas de salud tuvo que limitarse a acompañar a las tropas como corresponsal de guerra.

Y desde esa posición –privilegiada o desgraciada, según se mire- esos escritores fueron testigos de las masacres y portavoces de las víctimas de la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial, de una maquinaria destructiva y perfecta al servicio de un calculado plan de exterminio de la población judía de esos territorios.

De todas esas masacres que habían ido perpetrando las tropas alemanas ninguna impresionó tanto a Grossman como el holocausto de la población judía en Ucrania, Bielorrusia, Lituania o Polonia.

Cuando las tropas soviéticas liberaron Berdíchev, su ciudad natal, Grossman se enteró del asesinato de treinta mil judíos, entre ellos su madre. Poco después, en Odessa y en Kiev, comprobó que las matanzas habían sido sistemáticas y habían triplicado aquella cifra.

Y al avanzar por territorios polacos como Maidanek o Treblinka, conoció los campos de exterminio y fue el primero en entrevistar a los supervivientes. De esa experiencia y de aquellos testimonios surgió su informe El infierno de Treblinka, que se aportó como prueba documental en el juicio de Nuremberg.

El libro negro contiene, además de esas aportaciones testimoniales de las víctimas y los testigos de las masacres, las crónicas y los reportajes de los escritores soviéticos sobre aquella realidad diabólica y criminal y las confesiones de los verdugos y de sus instigadores ideológicos.

La brutalidad de los alemanes y los rumanos, los refugios y los huérfanos, los guetos y la resistencia, las complicidades colaboracionistas de parte de la población ucraniana, la clandestinidad, las muchachas y los ancianos, las imprentas y los bosques, las fugas y las ejecuciones masivas, los campos de concentración y de exterminio, Auschwitz y los médicos asesinos, los saqueos y el levantamiento del gueto de Varsovia, las declaraciones de los nazis... recorren las mil doscientas intensas páginas de una obra que refleja uno de los momentos más negros de la historia.

Santos Domínguez

13 marzo 2012

Schwob. El libro de Monelle


Marcel Schwob.
El libro de Monelle.
Traducción y prólogo de Luna Miguel.
Demipage. Madrid, 2012.


Se llama Marcel Schwob. Tiene veintitrés años.

Su vida ha sido plana hasta el día de hoy.
Pero el relieve acecha en forma de una puta
a la que lo conduce, una noche, el azar.

Se llama Louise. Es frágil, menuda y enfermiza,
silenciosa y abyecta. Casi no se la ve.
Sólo hay terror y angustia en los inmensos ojos
que le invaden la cara, dignos de Lillian Gish.

En sus brazos Marcel olvida que mañana
citó en la biblioteca a su amigo Villon.
Se olvida hasta de Stevenson, su escritor favorito,
de Shakespeare, de Moll Flanders y del Bien y del Mal.

Qué tres soberbios años de amor irresistible
aguardan al judío en la paz del burdel.
El cielo de París aún retiene sus vanas
promesas y las tiernas caricias de Louise.

Pero lo bueno acaba. Ella muere de tisis
y Marcel languidece, privado de su sol.
«No queda más remedio que volver a los libros»,
se dice, y da a las prensas El libro de Monelle.


En esos veinte versos de El hacha y la rosa resumía Luis Alberto de Cuenca la génesis, el sentido y el desenlace de una historia que Schwob vivió y escribió con la médula, con una intensidad verbal que está más cerca de la lírica que de la narrativa.

Marcel Schwob había conocido en 1890 a Louise, una niña prostituta de la que se enamoró y que murió de tuberculosis en 1893. Un desolado Schwob la acompañó hasta el final, hasta una muerte que dejó en él un poso definitivo de soledad y desconsuelo.

El libro de Monelle, que acaba de publicar Demipage con traducción y prólogo de Luna Miguel, fue su desahogo y su bálsamo insuficiente:

¿Cómo podría olvidarte amado mío? Tú estás en mi espera, sobre la cual duermo, y no puedo explicar. ¿Te acuerdas? Me gustaba mucho la tierra y arrancaba las flores del suelo para volverlas a plantar. ¿Te acuerdas? Solía decir que si yo fuera un pajarito, me meterías en el bolsillo al marcharte. Amado mío, estoy aquí, en la buena tierra, como una semilla negra, esperando convertirme en pajarillo.

Esa es la tonalidad sostenida de una colección de versículos, aforismos y relatos que van directamente al corazón o a lo más profundo de los lectores. O a lo más secreto, porque -sobre todo en la tercera parte- este es un libro onírico, como lo definió Francisco García Jurado, experto en Schwob, en su Antiguos imaginarios.

Y, junto con la recién aparecida La cruzada de los niños, con la que comparte un inquietante final con niños que vagan vestidos de blanco, queda como uno de los momentos de más hondura emocional de la escritura de Schwob, como uno de sus libros imprescindibles.

Santos Domínguez

12 marzo 2012

Apollinaire. El poeta asesinado



Guillaume Apollinaire.
El poeta asesinado.
Traducción de Manuel Hortoneda.
Barataria. Barcelona, 2012.


La broma ácida, la parodia, la irreverencia y la risa forman parte de la provocación característica de la vanguardia que alcanzó uno de sus momentos más brillantes y radicales en los años de la Primera Guerra Mundial y encontró en París su capitalidad cultural.

Esas son algunas de las claves con las que conviene adentrarse en la lectura de El poeta asesinado, de Guillaume Apollinaire que acaba de recuperar Barataria con traducción de Manuel Hortoneda.

Conocido como poeta, como crítico de arte o como autor de declaraciones teóricas que perfilaron las actitudes y las técnicas de la vanguardia, Apollinaire (Roma, 1880 - París, 1918) escribió en El poeta asesinado un texto inclasificable e irrespetuoso en el que conviven los rasgos característicos de las rupturas vanguardistas: la negación del canon académico y de la realidad como referente, de las normas sociales o la impugnación de los temas y los enfoques convencionales de la literatura clásica.

Frente a eso, la vanguardia fue, como aquí, destrucción y escapismo, imaginación desatada y burla, velocidad y sorpresa, sueño y libertad. Narrativo, poético, dramático, con una suma de géneros o una negación de fronteras, con una sucesión de prosa y verso, con una voluntad antinormativa que los vanguardistas comparten con los románticos, El poeta asesinado anticipa la estética irracionalista del absurdo, distorsiona la realidad, explora el territorio de lo onírico o de lo directamente delirante y mezcla tonos muy diversos en los que pasa de la ocurrencia trivial al alto voltaje poético.

Y así, si en la fábula de la ostra y el arenque Apollinaire anticipa la previsible simbología freudiana, en algún momento parece vaticinar a Lorca:

Son los instrumentos –dice de los cañones una comadre- del innoble amor de los pueblos. ¡Oh, Sodoma, Sodoma! ¡Oh, el estéril amor!

En la figura de Croniamantal proyectó Apollinaire una imaginativa recreación autobiográfica, su sólido proceso de formación literaria, su osadía y su admiración por Pîcasso –El pájaro de Benín al que se dedica todo un capítulo ambientado en el taller del pintor-, sus relaciones durante ocho días con la pintora Marie Laurencin, antes de morir asesinado, porque como Orfeo, todos los poetas estaban en peligro de tener una mala muerte.

Y a través de ese poeta y dramaturgo, Apollinaire criticó la poesía más anquilosada, el teatro más decadente y convencional de su época en esta novela en la que tiene una enorme importancia lo visual, porque esta es una obra escrita con los ojos tanto como con la imaginación y la inteligencia.

Santos Domínguez

09 marzo 2012

Vicente Gallego. Mundo dentro del claro


Vicente Gallego.
Mundo dentro del claro.
Tusquets. Barcelona, 2012.

¿QUIÉN ha visto este mundo,
que parece tan suyo, y tan antiguo,
sino a partir del claro, ese común
en que despierta el hombre a lo más puro
de su propio sentido en la mañana,
al alba de su ser, que es su entender,
donde se muestra luego
—y en qué otro emplazamiento se vería—
el derrame sin cuento de las cosas?

Así comienza Mundo dentro del claro, el poema que abre y da título al nuevo libro de Vicente Gallego que acaba de publicar Tusquets.

Ni ese carácter de pórtico ni ese título son una casualidad, porque ese texto define el tono y la actitud de unos poemas que se mueven entre el cántico y el homenaje, por decirlo en términos guillenianos.

Mundo dentro del claro mantiene un sostenido tono celebratorio a lo largo del medio centenar de textos en los que conviven armónicamente los poemas breves de versos cortos con otros de más largo aliento y más voluntad narrativa.

Porque la armonía es seguramente la clave central de este libro en el que Vicente Gallego da un paso más hacia el despojamiento expresivo y la búsqueda de la esencialidad poética: la plenitud del mediodía, la conmemoración de la amistad, la consonancia con los animales o los árboles plasman esa armonía amorosa, ese júbilo humano que es también armonía con los objetos y con la naturaleza bajo la luz estival:

Cantó un pájaro, oí
su decir claramente,
y en todo el universo sólo había
certeza y gratitud.

Armonía entre lo interior y lo exterior en la mirada del poeta, entre pensamiento y sentimiento, entre sensorialidad y meditación; armonía que es el resultado de una dialéctica de la antítesis y se perfila verbalmente como una poética del oxímoron de la que brota el canto.

De ese debate surge como resultado la celebración de la luz y la revelación del mundo a salvo en este claro del amor. Un mundo pleno en el que el poeta se abisma y se asoma a la realidad, se pierde y se halla cuando todo está lleno y vivo de su nada.

En ese mundo en claro del poema, hasta lo más oscuro se resuelve en presencias jubilares, en presente luminoso y triunfo de la vida:

donde junta la muerte turba oscura,
ha brotado la yema de la luz.

Santos Domínguez

08 marzo 2012

Camba. Mis páginas mejores


Julio Camba.
Mis páginas mejores.
Prólogo de Manuel Jabois.
Pepitas de calabaza. Logroño, 2012


Julio Camba (1884-1962) fue articulista ágil e ingenioso, humorista fino y errante y uno de los mejores prosistas de la primera mitad del siglo XX. Para conmemorar los cincuenta años de su muerte, Pepitas de Calabaza rescata, con prólogo de Manuel Jabois, su antología personal Mis páginas mejores, que resume su trayectoria literaria.

En aquel tomo, que publicó Gredos en 1956 y que después de varias reediciones era ya inencontrable, Camba había seleccionado los textos que le parecían más representativos de su obra, los agrupó en diversos apartados temáticos y los presentó con un comentario inicial de cada capítulo y con una justificación del sentido de la antología:

No creo que sea tarea demasiado difícil para un escritor esta de seleccionar sus mejores páginas. En último término se seleccionan las peores y se descartan, se hace una segunda selección, que es descartada a su vez, y se continúa así hasta que, descartado ya todo lo descartable, no le queden a uno en la mano más páginas que las estrictamente necesarias para formar un volumen. Entonces se cogen estas páginas, se ordenan y se le presentan al público diciéndole:

—He aquí mis páginas mejores. Las otras son también bastante buenas, no se vayan ustedes a creer. Tienen forzosamente que ser buenas porque lo mejor solo puede salir de lo bueno, pero estas les dan ciento y raya a todas las demás, y yo me apresuro a ofrecérselas a ustedes ahora en este tomo para solaz y edificación de su espíritu.

La selección preparada por Camba combinaba lo cronológico y lo temático para hacer una antología sucesiva de sus libros más significativos.

El recorrido se inicia con los primeros artículos, escritos desde Galicia, los más autobiográficos de un Camba que luego se convierte en corresponsal viajero para echar una ojeada a un mundo habitado por franceses, ingleses, alemanes, italianos, portugueses, suizos o norteamericanos.

Con una misma mirada personal, irónica y distante, con una prosa que une la agilidad y la precisión del periodismo a una alta calidad estilística, está aquí plenamente representado un Camba dueño de un mundo propio en el que caben la seriedad y el humor, el campo y la ciudad, el pasado y el presente.

Con aquel cinismo cosmopolita y un punto canalla que siempre caracterizó su enfoque de la realidad, Camba hace una crítica de la brutalidad de las escuelas rurales, habla de la comida de los ingleses y el sol de Londres, de las camas francesas o los bulevares de París, del clima muniqués o la calvicie de los alemanes, de una Suiza sin suizos o de Nueva York, la ciudad teoría de los Estados Engomados, el país de las catástrofes, los negros y los judíos, los rascacielos y los trajes en serie, los crímenes en serie o las narices en serie, de la levadura napolitana y el robo a los turistas, de Lisboa y Coimbra.

O muestra una selección de sus textos gastronómicos de La casa de Lúculo, de sus artículos reaccionarios de Haciendo de República y de esos pequeños ensayos sobre distintos aspectos de la vida española que son algunos de los artículos más representativos de su madurez.

En todos ellos brilla, como señala Manuel Jabois en su prólogo a esta reedición de Mis páginas mejores, el rigor estilístico [de Camba], que en él es desnudez y la virtud de escribir frases llenas de palabras esenciales de forma que hasta las preposiciones adquieren un relieve casi histórico.

Santos Domínguez

07 marzo 2012

Tolstói. La felicidad conyugal


Lev Tolstói.
La felicidad conyugal.
Traducción de Selma Ancira.
Acantilado. Barcelona, 2012.

Estábamos de luto por mi madre, que había fallecido en otoño, y pasamos todo el invierno solas en la aldea, Katia, Sonia y yo.
Katia era una antigua amiga de la casa, una institutriz que nos había criado a todos, y de la que yo me acordaba y a la que quería desde que tengo memoria. Sonia era mi hermana menor. Pasamos un invierno triste y lúgubre en nuestra vieja casa de Pokróvskoe. El tiempo era frío, ventoso, y los montones de nieve eran más altos aún que las ventanas; éstas casi siempre estaban congeladas y empañadas, y el invierno transcurrió sin que apenas fuéramos a ningún lado. Rara vez llegaba alguien a visitarnos; y quien llegaba no aumentaba ni la alegría ni el contento en nuestra casa. Todos tenían una expresión triste, todos hablaban en voz baja, como si temieran despertar a alguien, no reían, suspiraban y con frecuencia lloraban al mirarme y, sobre todo, al mirar a la pequeña Sonia con su vestidito negro. Era como si en casa aún se percibiera la muerte; la tristeza y el horror de la muerte flotaban en el aire.

Con esa fuerza comienza La felicidad conyugal, la novela corta de Lev Tolstói que acaba de publicar Acantilado con una espléndida traducción de Selma Ancira.

Con un decisivo componente autobiográfico, sorprendentemente premonitorio, el novelista anticipó en La felicidad conyugal, una narración de 1859, sus propias circunstancias personales, porque, como ocurre en la novela, Tolstói se casaría en 1862, a los treinta y cuatro años, con una muchacha de dieciocho.

Pero eso no es lo esencial en una obra como esta, que mantiene su fuerza por encima del tiempo y de esas circunstancias que pueden explicar su intensidad, su paisaje o el ambiente de la casa familiar, pero no su vigencia.

Cuando Tolstói escribió La felicidad conyugal era ya un novelista poderoso que revela aquí su especial capacidad en la creación de atmósferas, su enorme sutileza para entrar en el interior de los personajes, para construir el relato desde dentro, para fundir ambientes y personajes desde esa mirada interior que presenta la realidad en la perspectiva subjetiva de Masha, la narradora-protagonista, con sus frustraciones, sus distorsiones, con su complejo de culpa y sus ensoñaciones.

Esta es la historia de una decepción, de un fracaso de las ilusiones en la rutina de la vida diaria de un matrimonio desigual, en los altibajos de una relación tensa y serena, con una historia dramática contenida, que seguramente por eso ha sido propicia a las adaptaciones teatrales. De hecho, la traductora, Selma Ancira, ha contado cómo se reencontró con este texto en Rusia, no a través de la lectura, sino en una representación en un escenario.

Anterior a las grandes obras de Tolstói, Guerra y paz, Anna Karénina y Resurrección, La felicidad conyugal las contiene en germen, en cierta medida es su semilla.

En 1860, poco tiempo después de publicar esta novela corta, esbozó un relato que sería treinta años más tarde La Sonata a Kreutzer, que es el reverso de La felicidad conyugal.

En cualquier caso, como casi todo lo que escribió su autor, esta novela corta, inicial en más de un sentido, es una experiencia lectora inolvidable sobre el conflicto entre la realidad y el deseo.


Santos Domínguez

06 marzo 2012

La familia del aire


Miguel Ángel Muñoz.
La familia del aire.
Entrevistas con cuentistas españoles.
Páginas de Espuma. Madrid, 2011.

Las quinientas páginas de La familia del aire, el volumen en el que Miguel Ángel Muñoz reúne treinta y seis conversaciones con cuentistas españoles, son mucho más que un libro de entrevistas.

Publicadas por Páginas de Espuma y agrupadas en seis secciones, estas entrevistas fueron apareciendo en el estupendo blog El síndrome Chéjov, un lugar de referencia en el estudio del relato corto en español.

En ellas hablan del cuento desde los decanos consagrados como José María Merino, Cristina Fernández Cubas o Enrique Vila-Matas hasta los autores más recientes -Iban Zaldua, Patricia Esteban Erlés o Andrés Neuman-, nadadores que atraviesan el río imaginario que describió Cheever en un cuento.

Y en medio, nombres mayores de hermanos mayores como Eloy Tizón o Juan Bonilla; miembros de la fecunda quinta del 61 como Hipólito G. Navarro, Fernando Iwasaki o Javier Sáez de Ibarra; narradores que habitan el cuarto fantástico como Ángel Olgoso o Muñoz Rengel, o escritores que transitan por la carretera de doble dirección en la que se hacen compatibles la novela y el cuento – Antonio Orejudo o Menéndez Salmón.

El volumen, decía al principio, contiene más que las treinta y seis entrevistas que arman su estructura, más que los útiles apéndices con índices onomásticos y de obras; más que la bibliografía fundamental, rigurosa y actualizada, sobre los autores, sobre el género y su técnica.

La familia del aire ofrece, además, una reunión de poéticas del cuento; sugiere un canon abierto de autores de referencia; traza una historia reciente del género y de su evolución a través de varios grupos generacionales y de diversas estéticas; resume la historia de la literatura a través de uno de sus géneros fundamentales y de las lecturas que orientaron la vocación y la escritura de estos narradores; establece un diálogo fructífero no sólo del autor de las entrevistas con el entrevistado, sino un cruce de opiniones contrastadas entre los distintos cuentistas; y es, en fin, una lección intensa y completa para el lector, que encontrará en estos textos un mapa del relato breve en español y un itinerario de lectura de cuentos memorables, o para el aprendiz de narrador, que podrá rastrear aquí el material que suelen proporcionar los talleres literarios.

Para que no falte de nada, el libro se cierra con la entrevista minuciosa que preparó Miguel Ángel Muñoz para Eduardo Zúñiga, el maestro silencioso que no contestó a las preguntas del entrevistador.


Santos Domínguez

05 marzo 2012

Teoría literaria y Literatura comparada


Jordi Llovet.
Robert Caner. Nora Catelli.
Antoni Martí Monterde. David Viñas Piquer.
Teoría literaria y literatura comparada.
Ariel Letras. Barcelona, 2012.

Publicado por primera vez en 2005 y coordinado por Jordi Llovet, Teoría literaria y literatura comparada se ha convertido ya en una referencia ineludible en los estudios de Teoría de la literatura y de Literatura comparada.

Superados ya los tiempos en que el historicismo positivista o el nacionalismo neorromántico dominaban los estudios literarios y confundían interesadamente historia, filología y literatura o circunscribían las manifestaciones estéticas a las fronteras de los mapas políticos, cada vez parece más evidente que la complejidad de la obra literaria exige otro tipo de planteamientos menos mecanicistas y más atentos a los componentes esenciales de la obra literaria que a su marco local o a sus afueras.

La estilística, el comparatismo, la pragmática o la hermenéutica son algunas de esas direcciones que enfocan el texto literario en su núcleo estético y de sentido y no en la insuficiencia reduccionista de colocar el objeto de estudio en sus márgenes o en la sustitución fraudulenta del texto por el contexto.

Porque, como afirma Jordi Llovet en el prólogo, “los métodos de la historia no siempre (y en muchas ocasiones en absoluto) permiten al estudioso agotar el sentido que encierra una determinada obra literaria. La historia es una disciplina que puede ser usada, sin duda, en el estudio de la literatura, pero que jamás, o muy raramente, agotará lo que es característico de un producto literario.”

Con ese planteamiento este volumen es el resultado de un trabajo en equipo de cinco profesores de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. Un trabajo cuyo resultado se articula en cinco capítulos - Literatura y literariedad (Nora Catelli), La periodización literaria (Jordi Llovet), La interpretación de la obra literaria (Robert Caner), Géneros literarios (David Viñas) y Literatura comparada (Antoni Martí)- en los que se abordan el concepto de literariedad y la función poética, los enfoques del formalismo ruso, la estilística, el new criticism o el estructuralismo, el canon cambiante de los distintos periodos literarios, los métodos de la hermenéutica y la estética de la recepción, las distintas funciones de los géneros literarios o la institucionalización académica, la metodología y la crisis de la literatura comparada.

Si no fuera porque uno conoce demasiado cómo sestean en la rutina algunas facultades de Letras, se asombraría de que un volumen como este, que acaba de reeditar Ariel Letras, no sea un manual imprescindible al menos en los repertorios bibliográficos que se recomiendan a los estudiantes de Literatura Comparada.

Por cierto, a más de uno de esos que sestean en sus cátedras le convendría leer -aunque sólo fuera eso- el espléndido epílogo de Jordi Llovet sobre Las enseñanzas de la literatura. Si les parece mucho, que alguien les resuma al menos las diez tesis que resumen el sentido de esa reflexión y del conjunto de la obra.

Santos Domínguez

03 marzo 2012

Los papeles póstumos del Club Pickwick


Charles Dickens.
Los papeles póstumos del Club Pickwick.
Edición y prólogo de Jordi Llovet.
Traducción y notas de José María Valverde.
Debolsillo. Barcelona, 2012.

Lo que empezó siendo un trabajo alimenticio para narrar veinticuatro ilustraciones sobre un club de torpes cazadores acabó siendo la primera novela de Charles Dickens.

Publicada en veinte entregas mensuales entre abril de 1836 y noviembre de 1837, Los papeles póstumos del Club Pickwick tuvo un éxito inmediato y le dio a Dickens una fama que le acompañaría hasta su muerte y que le permitió abandonar el periodismo para dedicarse a la literatura.

Dickens combinó la imaginación y la acción trepidante, la extravagancia y el humor, la diversión en estado puro y la ironía en un inolvidable relato itinerante que se convirtió no sólo en un éxito editorial, sino en un fenómeno social que sobrepasó los límites de la literatura y sirvió para bautizar comercialmente puros o sombreros.

Samuel Pickwick, Sam Weller, Winkle, Snodgrass, Tupman... De entre todos los erráticos personajes que habitan esa novela, quizá ninguno tan inolvidable como Alfred Jingle, un entrañable caradura entregado al parloteo compulsivo y telegráfico, al atropellado análisis de la realidad reducida a su esqueleto esencial por medio de una especie de taquigrafía oral.

De sus “discursos espasmódicos” hablaba Cortázar en Reencuentros con Samuel Pickwick, el prólogo celebratorio que escribió para la edición de Círculo de Lectores.

Un prólogo que remataba con una carta de agradecimiento al protagonista de “una de esas obras que vuelven el mundo más soportable y divertido”, porque “forma parte de esa literatura que no se menciona casi nunca en las discusiones trascendentales pero que ocupa un lugar inamovible en la biblioteca del recuerdo.”

Para conmemorar el bicentenario de Dickens, Debolsillo recupera, bajo la supervisión de Jordi Llovet, la traducción y las notas de la edición de Los papeles póstumos del Club Pickwick que José María Valverde preparó para Clásicos Planeta.

Aunque transformó radicalmente la idea de la novela popular, no es la mejor novela de Dickens, tiene los defectos propios del principiante, se resiente de algunas improvisaciones y de la comercialidad con que fue planeada y sostenida entrega a entrega durante más de año y medio, pero hay en sus páginas un derroche constante de humor, amabilidad e imaginación y una poderosa fuerza narrativa que hace volver a esa obra al lector que la ha visitado alguna vez.

Porque, como señala Jordi Llovet en el prólogo de esta reedición en bolsillo, la narrativa de Dickens pertenece a una estirpe de obras que aspiran a "educar a los lectores haciéndoles pasar, al mismo tiempo, un largo rato lleno de una serena, tierna y desbordada felicidad."

Chesterton, que escamoteó la palmaria influencia cervantina en el trazado de Pickwick y Weller, dos variantes victorianas de Don Quijote y Sancho, hizo este elogio del novelista y de su talento para conectar con el gusto de los lectores:

Dickens no pretendió mostrar los efectos del tiempo y de las circunstancias sobre los personajes, ni tampoco la influencia de estos sobre aquellas. Su meta fue retratar caracteres en una especie de vacío feliz, en un mundo situado mucho más allá del tiempo.

Eso justamente es lo que tienen los clásicos, que están mucho más allá del tiempo.

Santos Domínguez

02 marzo 2012

Claudio Rodríguez. Alianza y condena



Claudio Rodríguez.
Alianza y condena.
Prólogo de Luis García Jambrina.
Cálamo Poesía. Palencia, 2009.

Alianza y condena, celebración y llanto, exaltación y abatimiento, certezas y dudas, iluminaciones y caídas, revelación y sombra.

Era el libro que Claudio Rodríguez prefería de entre los suyos, un libro que plantea un debate –como gran parte de su poesía- en la lucha de contrarios, en la antítesis y el oxímoron.

Alianza y condena es además un libro central en su trayectoria poética, no sólo porque es el tercero de los cinco que escribió, sino porque tras sus dos libros iniciales -Don de la ebriedad y Conjuros-, llenos de la luminosidad de la alianza, a partir de este empieza a imponerse la condena que ensombrece El vuelo de la celebración y Casi una leyenda.

Los textos de Alianza y condena, que publica Cálamo Poesía, exploran la contradicción entre la luz y la sombra, entre la celebración y la elegía, entre un presente negativo y un pasado de plenitud. De ahí la intensidad de este libro, la tensión que lo sostiene desde el primero de sus poemas, Brujas a mediodía, hasta el último, Oda a la hospitalidad.

Y en medio, organizados en cuatro secciones asimétricas, algunos de los poemas y los versos más memorables de toda la obra de Claudio Rodríguez, como destaca en su prólogo, El misterio de la claridad, Luis García Jambrina.

Ejemplos como estos están en la memoria de los lectores de su poesía:

Tal vez, valiendo lo que vale un día, / sea mejor que el de hoy acabe pronto.

Hoy necesito el cielo más que nunca. / No que me salve, sí que me acompañe

Largo se le hace el día a quien no ama / y él lo sabe.

Déjame que te hable, en esta hora / de dolor, con alegres/ palabras. Ya se sabe / que el escorpión, la sanguijuela, el piojo, / curan a veces.

Escrito en los siete años de estancia en Inglaterra como lector, Alianza y condena resume en su intensidad el doble carácter contemplativo y meditativo de la poesía de Claudio Rodríguez, que presenta una realidad dual y paradójica y ahonda en las limitaciones del lenguaje e insiste en un concepto de poesía como aventura entre la intimidad y el mundo y en la imagen de la ciudad como escenario de la alianza y la condena.

Una condena que –como explicó Claudio Rodríguez- está dentro de la alianza, igual que dentro de la condena existe la alianza.

La extrañeza del cuerpo y la extrañeza del lenguaje son el eje de los poemas más significativos de este libro, en el que las palabras están sometidas a una tensión emocional y conceptual que acaba reflejando su insuficiencia de “palabras muertas” ante el vacío y la pérdida.

La fuerza de esa condena está presente en Cáscaras, Brujas a mediodía o Ciudad de meseta, pero quizá ningún poema la refleje con tanta intensidad como Ajeno, uno de los preferidos por su autor:

Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea en seguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.


Santos Domínguez

01 marzo 2012

Life. Los grandes fotógrafos

Life.
Los grandes fotógrafos.
Lunwerg. Madrid, 2011.

Desde su fundación en 1936 la revista Life promovió el ensayo fotográfico, un nuevo tipo de periodismo que tenía como eje la imagen. Con esa fórmula editorial se daba un extenso e intenso tratamiento visual a los temas que abordaba cada entrega: además de la de portada, una imagen para la apertura de cada reportaje, otra para el cierre, y en medio una secuencia fotográfica que centraba el tema, lo enfocaba y lo presentaba de modo panorámico.

De esa manera, Life se ha convertido no sólo en un referente del periodismo del siglo XX, sino en un imprescindible repertorio de imágenes que resumen casi un siglo de historia a través de una selecta y muy restringida nómina de fotógrafos que nos han dejado su mirada sobre la realidad en todos sus matices, en toda su diversidad temática, geográfica, en toda su variedad de enfoques.

En la diversidad de sus matices, estas imágenes trazan no solo la historia, también la intrahistoria del siglo XX. Algunas de ellas son ya iconos que componen una representación sustancial de lo contemporáneo, de sus contrastes y sus contradicciones.

Para conmemorar el 75 aniversario de Life, la editorial Lunwerg publica un espléndido volumen antológico que reúne varios centenares de las fotografías más significativas aparecidas en la revista. Y lo hace en un álbum organizado alrededor de los noventa y nueve autores de las fotografías y de setecientas imágenes de enorme calidad y pluralidad.

Crudas o sutiles, explícitas o alegóricas, impactantes o plácidas, en ellas aparecen personajes famosos en distintos campos junto a seres anónimos tan significativos como ellos.

Urbanas o rurales, en blanco y negro o en color, en medio de un espectáculo o en la intimidad, en interiores o exteriores tan extremos como el de un feto en un útero o el espacio, estas imágenes explican por qué gran parte de la cultura del siglo XX es visual.

De Robert Capa a John Zimmerman, de Arthur Griffin a Marc Kauffman pasando por Margaret Bourke-White, los fotógrafos que nos dejaron ese legado forman parte de un club muy exclusivo al que han accedido menos de cien estilistas, de cien artistas que firmaron un fotoperiodismo creativo.

El volumen lleva como introducción un texto de John Loengard, un veterano fotógrafo de Life, que presenta así esta recopilación:

A los fotógrafos que trabajan para LIFE les gusta retratar el mundo que los rodea, especialmente a las personas que hay en él y lo que esas personas hacen. Cada uno de nosotros cree que lo hacemos mejor que nadie (...). Desde épocas pretéritas, la tarea del escritor ha consistido en describir la forma en que se comportan las personas. Con la invención de la fotografía, esa tarea también se convirtió en la propia del fotógrafo. Pero mientras que los escritores pueden reunir material simplemente hablando con las personas, aunque sea por teléfono, a los fotógrafos les resulta imposible. Ellos y los sujetos a los que retratan deben interactuar. El sujeto ha de hacer algo de interés, enfrente mismo de la cámara… o no hay imagen. La suerte es importante, desde luego, pero para los fotógrafos no lo es menos saber lo que hay que extraer de un sujeto. Para saberlo, deben tener un punto de vista propio.

Muchos de esos fotógrafos, estuvieron en la primera línea de los abundantes conflictos del siglo XX, fueron testigos cercanos de las tragedias, aventureros solitarios que arriesgaron la vida y a veces la perdieron en el intento de fotografiar lo que serían sus últimos minutos.

Fotografiaron -siempre en tercera persona, como señala Loengard- la guerra y la paz, el amor y el odio, la música y el silencio, la furia y la tranquilidad, la alegría y la tristeza, la opulencia y la miseria.

Y lo hicieron fundiendo su misión testimonial con una innegable voluntad artística y la función documental de la imagen con su creatividad en fotografías elocuentes o sugestivas, directas o simbólicas en las que se mezclan la vida, la verdad y el conocimiento, como señala en su rememoración inicial -Haber sido fotógrafo de LIFE- Gordon Parks, uno de los primeros y mejores fotógrafos de la revista y de la historia.

La infancia y la vejez, el metro de Nueva York o las calles italianas de la posguerra, las selvas de Vietnam, los campos de concentración y las playas llenas de veraneantes, Sinatra y Dashiell Hammett, son el centro de algunas de estas fotografías que van más allá del mero concepto de ilustración para elevarse a la categoría de obras de arte por el genio creativo de estos noventa fotógrafos.

De todos ellos se traza una breve pero brillante caracterización y unos pocos, recuerda Loengard, permanecen en la memoria y se convierten en clásicos. ¿Por qué? Supongo que porque mantienen su capacidad para sorprender.”

Santos Domínguez