22 abril 2008

Fiebre de guerra



J. G. Ballard.
Fiebre de guerra.
Traducción de
Javier Fernández y David Cruz.
Contemporáneos Berenice. Córdoba, 2008.


Casi a la vez que James Graham Ballard (1930) publica su autobiografía, la editorial Berenice ofrece la primera traducción al español de Fiebre de guerra, un libro de relatos del autor británico que está considerado como uno de los más renovadores e interesantes escritores de literatura fantástica.

Ha sido elogiado por Ray Bradbury, Susan Sontag o Martin Amis y cuenta con muchos lectores también en España, en donde se han editado traducciones de la mayor parte de su obra. Dos de sus mejores novelas (El imperio del sol y Crash) han sido adaptadas al cine con éxito y polémica.

La suya es una narrativa desolada y perturbadora, una exploración por el terreno de lo desconocido y lo inquietante que ha renovado el género de la ciencia ficción y le ha dado un sesgo crítico y testimonial. Profeta de las catástrofes ecológicas derivadas del calentamiento global, su mirada ácida se ha dirigido a revelar los peligros de la civilización con excelente prosa y relatos muy bien armados, naturalezas muertas creadas por un equipo de demolición, según las define el propio Ballard.

No es una casualidad ni un dato trivial que su vocación literaria surgiera en una sala de disección de cadáveres. Allí se moldeó su imaginación y se educó su mirada:

Sin duda, toda mi ficción es una disección de una grave patología que presencié en Shanghai y más tarde en el mundo de posguerra: desde la amenaza de la guerra nuclear hasta el asesinato del presidente Kennedy, desde la muerte de mi esposa hasta la violencia que subyace a la cultura del entretenimiento de las últimas dos décadas del siglo XX.

En la ciencia ficción halló un tipo de narrativa sobre el presente, y con frecuencia tan ambigua y elíptica como Kafka. Reconocía un mundo dominado por la publicidad y el consumo, de un gobierno democrático que mutaba en uno de relaciones públicas Este era un mundo de autos, oficinas, autopistas, aerolíneas y supermercados donde en realidad vivíamos, pero que estaba completamente ausente de casi toda la ficción seria Ningún personaje de las novelas de Virginia Woolf le cargaba nafta al auto. Nadie en las novelas de Sartre o Thomas Mann pagaba por un corte de pelo. Nadie en las novelas de posguerra de Hemingway se preocupaba por los efectos de una exposición prolongada a la amenaza de la guerra nuclear.

Una declaración como esa da las claves de las narraciones de J. G. Ballard, que van más allá de la pura corteza de lo fantástico y de sus límites para profundizar en las claves de la crueldad y en la crítica de las atrocidades del mundo:

Quería interiorizar la ciencia ficción, buscar la patología que yacía bajo la sociedad de consumo, el paisaje de la televisión y la carrera por las armas nucleares, un vasto y virgen continente de posibilidades ficcionales. O eso pensaba, mirando el silencioso campo de vuelo con sus pistas vacías que se extendían hacia una blanca inmensidad nevada.

Fiebre de guerra, el último libro de cuentos de Ballard, que permanecía inédito en español, es un conjunto espléndido de textos que se mueven entre la crítica social y la ficción, entre el Beirut bélico y caótico del relato que da título al libro y la historia secreta de la Tercera Guerra Mundial, que dura sólo cuatro minutos y pasa desapercibida.

Son sólo dos ejemplos. A lo largo del libro la variedad de estilos, de técnicas y de enfoques es una constante e intensa lección de narrativa que culmina en el último texto, El índice, un relato prodigioso que arma una historia exclusivamente con los datos de un índice imaginario. Ese índice es el único resto de la supuesta autobiografía inédita de Henry Rhodes Hamilton, un personaje fundamental en la historia del siglo XX cuya figura ha desaparecido sin dejar más huella que el índice onomástico y analítico.

El de ese relato es un ejercicio de virtuosismo técnico que está al alcance sólo de unos pocos privilegiados como Ballard. Un texto como El índice bastaría para reconocer en él la mano de uno de los escritores más importantes de la literatura inglesa contemporánea.

Sus adictos están de enhorabuena y los que no lo conozcan tienen en este libro una puerta de entrada a un altísimo edificio literario, lleno de imaginación y de talento.

La traducción que han preparado Javier Fernández y David Cruz está a la altura de las circunstancias y hace justicia a la excelente prosa del original.

Santos Domínguez

21 abril 2008

Bolaño salvaje



Bolaño salvaje.
Edición de
Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón.
Candaya. Barcelona, 2008.



Un Bolaño salvaje y cercano es el eje del segundo volumen de la colección Candaya Ensayo, dedicado a Roberto Bolaño (1953-2003), un acercamiento intenso y extenso al mundo personal y literario del último gran escritor latinoamericano.

Bolaño salvaje, el volumen preparado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón Patriau, recoge 25 ensayos sobre la vida y la obra de quien asumió su existencia y su literatura como riesgo y como inconformismo.

Bolaño cercano es el título del documental dirigido por Erik Haasnoot y recogido en el DVD que incorpora el libro con el testimonio de sus amigos escritores, de Carolina López, su viuda, y de su hijo Lautaro.

Enmarcados por dos capítulos que abren y cierran el libro con las palabras de Bolaño (el memorable discurso de Caracas cuando recogió el Rómulo Gallegos y una entrevista inédita hasta ahora), los artículos se ocupan de la visión del mundo de Bolaño, de su evolución y sus ideas políticas, de sus planteamientos estéticos y otras genealogías.

En ellos, diferentes críticos y escritores españoles, latinoamericanos y estadounidenses abordan las claves del universo vital y narrativo de Bolaño, de su escritura total, de su creciente influencia.

Las palabras del autor y las de sus lectores trazan en este medio millar de páginas un recorrido completo por su obra, un itinerario lleno de iluminaciones sobre su producción narrativa, su actividad poética o los planteamientos críticos de un Bolaño que practicó con intensidad la hibridación de distintos géneros, formas y enfoques de la realidad en los que se entrelazan también, como señala Enrique Vila-Matas, sueño profundo, muerte y caligrafía.

Entrañable y huraño, como en la última entrevista, su obra es una indagación en lo oscuro, un salto en el vacío que lo convierte en un autor fractal y extraterritorial, como explica Ignacio Echevarría.

Escribe Jorge Volpi en uno de los artículos del libro: Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Ese mismo día, cerca de la medianoche, se volvió inmortal.

Para los lectores de Bolaño esas palabras contienen una obviedad; para sus amigos, aunque de vez en cuando hablan de él en presente, es una dolorosa metáfora.

Su presencia y su recuerdo atraviesan el documental que acompaña al libro. En él, además de su mujer y su hijo, sus amigos escritores (Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Juan Villoro y Antoni García Porta) evocan su amistad y hablan de su geografía – Blanes, México, Barcelona- y su historia, de su vida de escritor, de sus aislamientos de francotirador y sus entusiasmos, de su biblioteca y de esas dos cimas de la literatura en castellano que se titulan Los detectives salvajes y 2666.

Tan imprescindibles como esta excepcional reunión de asedios y afectos.

Santos Domínguez

Manuel Longares. Romanticismo


Manuel Longares.
Romanticismo.
Cátedra Letras Hispánicas.
Madrid, 2008.


En una edición preparada por Juan Carlos Peinado, que ha realizado un minucioso análisis de la obra, Cátedra Letras Hispánicas incorpora a su catálogo a un clásico contemporáneo: Romanticismo, la monumental novela en la que Manuel Longares hace de la Transición española del franquismo a la democracia materia narrativa de alta calidad. 

Con el barrio de Salamanca, ámbito de la alta burguesía franquista, como eje espacial y sociológico, con la inconfundible brillantez estilística del excelente prosista que es Manuel Longares, en quien se actualizan la voz y la mirada de Quevedo, Galdós o Valle, Romanticismo es un análisis lúcido del posfranquismo y una novela fundamental en el panorama narrativo de los últimos cincuenta años.
Santos Domínguez


20 abril 2008

Castilla y otras islas


Jesús del Campo.
Castilla y otras islas.
Editorial Minúscula. Barcelona, 2008


Sus días se han perdido, pero los vio esta niebla.Vigilantes en el bosque que ahora cruzo se ocultaron bandoleros que acariciaban cuchillos sucios de musgo y de barro y de sangre. Y susurraban viejas canciones de burdel reclinados contra troncos de roble, o agazapados entre las frondas de los helechos. Y esquivaban las trochas de los jabalíes, los lobos y los osos con la prisa resuelta de quien tiene que ganarse la vida matando viajeros incautos que hace siglos, y con poca suerte, me precedieron en esta ruta cuando los silencios de la tierra eran un grito de caza, cuando aún no estaba claro si ya había terminado el descanso divino posterior a los ajetreos de la creación.

Voy hacia Castilla con un mapa y un cuaderno y dos manzanas en la mochila que hoy no serían botín respetable para ningún salteador digno de tal nombre, y medito que hay un orden secreto en el arte de oír música mientras se recorre el mundo. Está, de un lado, la que se ajusta al paisaje y lo realza porque le pertenece; del otro, la que choca con él y le otorga una dimensión desconocida.


Con esa alusión a la música y al paisaje comienza Castilla y otras islas, de Jesús del Campo, que publica la Editorial Minúscula en su colección Paisajes narrados.

Los Rolling Stones y la guitarra barroca de Gaspar Sanz, Bruce Springsteen y una pavana de Luis de Milán subrayan o contrastan con el espíritu de lugares como Tordehumos o San Cebrián de Mazote igual que Pedro el Cruel con Falstaff en Ávila con las campanadas a media noche al fondo.

Entre las llanuras bélicas y los páramos de asceta, entre ruinas de torreones y claustros sombríos, Jesús del Campo ha escrito un libro de viajes poliédrico. No una guía turística, sino un itinerario caprichoso unido por la mirada del viajero y por su espléndida prosa, el relato de un recorrido que no sigue otra hoja de ruta que la que le marca el vagabundeo, la única forma digna de recorrer Castilla.

Con una mirada más narrativa que pictórica, Jesús del Campo se centra, más que en la mera descripción del paisaje, en la evocación de los personajes que lo habitaron. Reales o ficticios, mayores o menores, algunos de esos nombres, como Quevedo o Santa Teresa, funcionan como hilos conductores del viaje por un territorio que es el marco de la historia con mayúsculas oficiales y de la anécdota intrahistórica o apócrifa, tal vez más significativa y elocuente.

Andan por sus páginas Lázaro y Manrique, Casanova y Bocherini, Enrique V y Bob Dylan; Paredes de Nava y Escalona, Oña y Astudillo, Toro y Roa en una relación constante entre geografía e historia, entre el lugar y el recuerdo.

Convocados por esa mirada del narrador viajero, se reúnen en sus páginas nombres y paisajes, Castilla la Vieja y La Mancha, Puerto Lápice y Villacastín, Ávila y Toledo, épocas y músicas entre un ayer y un ahora que une la vihuela y el rock, evoca en otros desiertos al Che Guevara o a Janis Joplin o junta a Velázquez con Wellington, y al Empecinado con el conde duque de Olivares en una visión irrepetible de Castilla, por individual y subversiva, porque

Viajar es un acto subversivo, una llamada a las armas. A mi alrededor hay campos en los que hombres a caballo se inclinaron un día para recoger una flor, prenderla en su cota de malla y llevársela a un amor que, como la mujer de Tordehumos, les esperaba detrás de una ventana. Campos en los que reinas ojerosas pasearon maridos muertos. En los que segadores y marqueses y pastores y capitanes y mendigos se dejaron la piel un día, perpetuando ese misterio de la vida que inquieta más por su fin que por su principio. Para poblar el mundo con todos esos rostros que ahora son solo sombras hizo siempre faíta que se acoplaran una mujer y un hombre, de tal suerte que mencionar el nombre simple de un rey o de un verdugo incluye a los padres que se aplicaron a la tarea de engendrarlos. (...)
Somos lo que vemos, y al mismo tiempo lo transformamos con nuestra mirada.


El de Jesús del Campo es el primer nombre español en el catálogo de una colección que supera ya los veinte títulos. Ni la calidad indiscutible de su prosa ni la profundidad de su mirada desmerecen del resto de los paisajes narrados en Editorial Minúscula.


Santos Domínguez

19 abril 2008

Tomás Segovia. Siempre todavía


Tomás Segovia.
Siempre todavía.
Pre-Textos. Valencia, 2008.


Siempre todavía (Pre-Textos), la última entrega poética de Tomás Segovia, de título temporal y machadiano (Hoy es siempre todavía), es una celebración del presente y su persistencia.

Escritos a lo largo de diez meses, entre noviembre de 2006 y septiembre de 2007, los textos de sus tres partes (Fin del túnel, Hoy es siempre y Gestos de amor) son el diario de una resurrección, la crónica de un descubrimiento, el festejo de la luz al final del túnel, la conciencia vitalista del presente. Así, en El convaleciente:

El gladiolo se yergue bajo el viento frío
Nosotros aquí dentro protegidos
Nos inquietamos por su ornato
Su salud
Su precaria belleza amenazada

Y mientras
él prosigue en su lucha obstinada
ignorada y sombría
Su lucha a solas por sobrevivir

Y desde mi butaca
Todo lo entiende mi convalecencia.

Sus poemas hablan de la subida a la luz desde la penumbra, son una celebración del sol del invierno, muestran el deslumbramiento ante la hierba, los pájaros o los árboles, recuperan el asombro agradecido ante el sucederse de las estaciones. Estaciones que en la secuencia temporal del libro se organizan en torno a una luz creciente: desde la penumbra o la soledad del invierno al frío bueno, a la lluvia de primavera, al paraíso del verano, al ahora de Esta hora:

Esta hora tan pura tan sin mancha
Tan viva toda esta hora tan sana
Se la mire por donde se la mire

Donde hasta las rarezas

Toman su sitio y son brillo y encanto

Y la belleza misma es toda simpatía

Esta hora tampoco en sí se cumple

Ninguna hora está sola no hay plenitud cerrada
Tampoco esta preciosa hora

Quiere ser huérfana

También ella interroga su pasado

Quiere fundirse en un río de horas

Que viene de muy lejos y que arrastra su fuerza
No le basta ser ella

La verdad toda del ahora
No le basta reinar aquí — quisiera

Haber sido verdad toda mi vida.

En Siempre todavía, como en sus últimos libros, en los que la contemplación desaloja a la angustia y la sensorialidad es el motor de la reflexión, Tomás Segovia construye el poema como un diálogo jubiloso con la naturaleza humanizada en la que se proyecta la mirada afirmativa del poeta, sobre la flora o el viento insistente de la noche marítima, desde la Atalaya del verano:

El verano y el mar no han cesado un instante
De acometerse mutuamente

Absorto cada uno en sus propios embates

Y sordo a los del otro

Y han ido levantando entre los dos así

Una inmensa atalaya contra el tiempo

Construida a retumbos

Sostenida con ímpetus gigantes

Para que una marea de mansos chapoteos

La diluya al final obtusamente

Igual que los predestinados castillos en la arena.



Santos Domínguez

18 abril 2008

Fin de siglo en Palestina


Miguel-Anxo Murado.
Fin de siglo en Palestina.
Lengua de Trapo. Madrid, 2008.


Sí, había vivido allí, unos años atrás. Pero entonces el City Inn era algo muy distinto, no esta ruina a punto de caerse, esta anomalía en un paisaje lleno de ellas. También entonces había sido una metáfora y un símbolo, pero de otra cosa: de «Oslo», de la esperanza de paz. Pensé que no era extraño que el mismo edificio se hubiese convertido en metáfora de las dos cosas, de la paz y de la guerra. En Palestina ambas están tan enredadas que en el fondo han acabado por ser indistinguibles, como nudos en los cordones de los zapatos que no se pueden desatar. Puede que no sólo fuesen indistinguibles; quizá guerra y paz no eran sino la misma cosa con distinto nombre, las dos caras de una misma moneda. —¿Aquí? ¿Viviste aquí? Lourdes estaba asombrada. Aquel lugar, efectivamente, parecía ahora tan extraño como la cara oculta de la luna. Y entonces decidí recordar. Fue en ese momento cuando empecé a escribir este libro en mi cabeza. Es la nostalgia la que me ha hecho escribirlo, el simple deseo de no olvidar. Trata de los años finales de lo que se llamó la paz y no lo era, y de lo que luego se llamó la guerra y quizá no lo era tampoco. Trata de lugares, de algunas personas, de algunas cosas que no quería borrar tan pronto de la memoria. Habla sin duda de Palestina y de Israel, y del conflicto entre ambos; pero también del sabor de la menta en el té caliente, de los paisajes y los escombros de Cisjordania, de los sonidos y los ruidos. Algunos amigos me dicen que este mundo ya no existe, que ha cambiado en los últimos años. Razón de más para escribir sobre él. Empiezo, pues, por el principio...

Entre el diario de viaje, la crónica periodística y el retablo narrativo, Miguel-Anxo Murado, enviado en 1998 por las Naciones Unidas para colaborar con la Autoridad Palestina, ofrece en Fin de siglo en Palestina, que publica Lengua de Trapo en su colección Desórdenes, un vivo relato descriptivo de la situación que conoció en aquella tierra antigua, a la vez santa y maldita, elegida como cuna de religiones y víctima de todas las plagas bíblicas, lugar sagrado e infierno cotidiano.

Un ejercicio de memoria, de análisis lúcido y de denuncia moral escrito por Miguel-Anxo Murado, que estuvo cinco años allí, fue jefe de comunicación de Belén 2000, participó en la organización de la visita de Juan Pablo II a Tierra Santa y fue testigo de la expectación de los acuerdos de Oslo y la segunda intifada, de una burocracia caótica, de episodios grotescos como la visita de Demis Roussos, que exigía trato protocolario de figura internacional en un Belén en ruinas o desituaciones trágicas como los bombardeos de población civil.

Narrada con mucha soltura y un estilo vivo, directo e irónico, sus capítulos abordan - a veces con distancia, a veces con indignación- las distintas estrategias de supervivencia en aquellos territorios desolados. Y lo hacen con una mezcla de compromiso y de precisión, de escepticismo y de rabia, tomando partido y dando voz a los que no la tienen y asumiendo el deber ético de contar lo que ha visto, al dictado moral de la memoria.


Luis E. Aldave

17 abril 2008

Fragmentos presocráticos


Fragmentos presocráticos.
De Tales a Demócrito.

Introducción, traducción y notas de
Alberto Bernabé.
Alianza Editorial. Madrid, 2008.

Tal vez porque el mundo estaba por descubrir y había que recurrir a la imagen intuitiva, a la conjetura y a la mirada religiosa o mítica más que a la interpretación científica del mundo y del hombre, los presocráticos desarrollaron su pensamiento con una actitud verbal exploratoria más propia de la poesía que de la filosofía que vino después.

No se trata solamente de que esos destellos interpretativos eligieran el verso como forma de expresión. Se trata de algo más profundo que une a través de la imagen a las cosmogonías con las cosmologías y a los líricos arcaicos con aquellos presocráticos de nombres esdrújulos que se llamaban Jenófanes, Heráclito, Diógenes, Parménides, Anaxímenes, Empédocles, Pitágoras, Demócrito o Anaxágoras.

Quizá en ningún otro momento la palabra haya tenido una importancia tan decisiva como herramienta de conocimiento. En dísticos o trímetros yámbicos, estos fragmentos expresan en Parménides el pensamiento revelado procedente de la inspiración, buscan deliberadamente en Heráclito la ambigüedad expresiva o manifiestan la influencia de la tradición homérica en Empédocles en su indagación de la naturaleza, desprecian la charlatanería con aquel Demócrito que fue de los primeros en decir que el hombre es un mundo en miniatura y se dedicó más a la ética que a la interpretación del universo.

Se conservan sólo en textos fragmentarios citados en fuentes secundarias que los recuerdan porque no habían sido pensados para la lectura, sino para la memoria y la recitación.

El respeto de su calidad literaria en la traducción de Alberto Bernabé para Alianza Editorial es uno de los valores añadidos a su selección textual y a sus introducciones sobre cada autor.

Santos Domínguez

15 abril 2008

Narciso Fin de Siglo


Manuel Segade.
Narciso Fin de Siglo.
Melusina. Barcelona, 2008.


El tema del Fin de Siglo es el de la voluntad de ser empecinada en este espacio del ya no. El dibujante decadente Aubrey Beardsley dijo en un banquete, después de atraer la atención general golpeando su copa con un cubierto: «Quiero hablar de un tema interesante: de mí mismo». Stéphane Mallarmé le explicaba en una carta a su amigo Aubanel: «Acabo de gestar el plan para toda mi obra, después de haber hallado la clave de mí mismo». Odilon Redon tituló su diario: À soi-même: journal (1867-1915). Hugo Von Hofmannsthal, en la Carta de Lord Chandos, pone en boca de su alter ego el deseo de escribir una obra inmensa en la que hablar de los mitos con el don de lenguas: «La obra entera se titularía Nosce te ipsum», el «conócete a ti mismo» del mandato délfico. Los creadores del Fin de Siglo asumieron la autoconciencia como requisito previo al acto creador. Todos se miraron dentro, como Narciso contemplaba su reflejo sobre la superficie del agua.

Las palabras son de Manuel Segade y pertenecen a su Narciso Fin de Siglo, que publica Melusina. Un ensayo de historia de la cultura que recorre con rigor y en profundidad la crisis finisecular en la que está la génesis del pensamiento posmoderno.

La literatura, el arte, la filosofía o el teatro fueron algunos de los campos en los que se manifestó esa crisis que cambiaría la cultura contemporánea; Walter Benjamin, Strindberg o Baudelaire son los nombres de sus mejores representantes y en París estuvo el epicentro de aquel profundo terremoto que – como todos los procesos culturales- afectó también a la vida cotidiana, desde la percepción de la autoconciencia en los diarios íntimos a la decoración o las modas indumentarias pasando por la sexualidad, lo esotérico o el consumo de estupefacientes.

La crisis de la razón objetiva y del método naturalista dejó la puerta abierta a un subjetivismo crítico que coincidía con una crisis de la conciencia del sujeto, cada vez más opaco. El irracionalismo, la ensoñación evasiva, la mirada ensimismada en el espejo, el sensorialismo y el yo exhibicionista de este segundo romanticismo son algunas de las actitudes cuyos antecedentes se rastrean en la tradición previa del movimiento romántico. Y sobre todo, aportan claves fundamentales para entender el presente, porque aquel fin de siglo es una parte esencial del discurso de la modernidad.

Entre un Baudelaire que revitalizó el Romanticismo y un Mallarmé que entendió la literatura como instrumento para una explicación órfica del mundo, el espacio cultural donde se produce esa explosión de subjetividad problemática contiene figuras como la de Sarah Bernhardt, Wilde o Alfred Jarry, los dibujos de Aubrey Beardsley o el diario de André Gide, que convierte al personaje mitológico de Narciso y su mirada en el agua en una metáfora del artista.

Subrayadas con un interesantísimo material gráfico que resume aquella sensibilidad, las páginas de este Narciso Fin de Siglo completan un excelente panorama de la cultura finisecular. En ese panorama, descrito con vigor y lucidez por Manuel Segade, los árboles dejan ver el bosque de aquella crisis que presagiaba ya el irracionalismo de entreguerras y los procesos de la posmodernidad.

Santos Domínguez

14 abril 2008

Ganas de hablar


Eduardo Mendicutti.
Ganas de hablar.
Tusquets. Barcelona, 2008.

En La Algaida, el pueblo gaditano de solera señorial tras el que apenas se disimula el Sanlúcar de Barrameda de la juventud del autor, el lugar en que se ambientaba El palomo cojo, Eduardo Mendicutti sitúa su última novela, Ganas de hablar, que publica Tusquets.

Cigala, el protagonista-narrador, es un mariquita de pueblo que a sus 76 años construye un vivísimo monólogo interior, una serie de soliloquios en los que habla incesantemente: con su hermana Antonia, su interlocutora imposible, inválida y senil; con la Fallon, el travesti que la cuida; con Pelayo, un cura moderno y tolerante; con el niño de la Batea, y sobre todo consigo mismo y con su pasado. El lenguaje se convierte de esa manera en un instrumento de supervivencia, en un refugio y en un ajuste de cuentas con el pasado y la realidad, con las persistencias de la agresividad homófoba, con la corrupción urbanística, con los inmigrantes y las pateras.

El factor desencadenante de esos monólogos es que el ayuntamiento de La Algaida quiere dar el nombre de Cigala, que lleva sesenta años años haciendo la manicura a lo mejor de la ciudad, a una calle. Rompiendo todo protocolo, le permiten elegir calle y Cigala se pide la calle Silencio:

Yo sé lo que quiero decir, no es lo mismo rajar un poco sin ton ni son, rajar porque a veces no hay otra manera de seguir adelante, de mantener el tipo, una cosa es eso y otra, hablar de verdad. Por eso he pedido la calle Silencio, ¿sabes? Por eso se me ha puesto en el pestiño que me la den, aunque Purita Mansero entre en alferecía crónica. Por eso. Para llenarla ahora de todo lo que no me han dejado decir, o de todo lo que no me he dado maña para decir. Por eso la elegí.

Esa es la raíz del escándalo, porque es la calle por la que procesiona los Miércoles Santos la Cofradía del Cristo del Silencio. El mariquita extrovertido y lenguaraz quiere ser una alternativa al silencio y a muchos años de disimulos y ocultaciones y se convierte en portavoz de otras víctimas de la historia que también han tenido que callar. Con su voz se expresan otras víctimas de un silencio impuesto que los condena a la marginalidad. De esa manera, Cigala hace en sus soliloquios una denuncia de la hipocresía y el clasismo de una sociedad en la que siempre ha habido homosexuales como él, aunque disfrazados de machirulos de catálogo, de señores de misa diaria, de eminencias reverendísimas, de respetadísimos padres de familia numerosa.

Ganas de hablar tiene en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, y en Legionaria y Las mil noches de Hortensia Romero, de Fernando Quiñones, dos modelos de novelas levantadas sobre monólogos de nivel coloquial. Como en esas referencias magistrales, aquí también la palabra acaba convirtiéndose en protagonista de la novela y en el principal soporte de la historia.

La novela avanza con la fluidez de la lengua conversacional, captada por el buen oído de un Mendicutti que, como esos referentes cercanos que acabo de citar, reivindica la dignidad literaria y la expresividad del andaluz del coloquio, tan real y vivo como diferente del andaluz impostado y falso de los Quintero o de Pemán.

Como Juanita Narboni, como Hortensia Romero, el personaje es su estilo, está hecho de dentro hacia fuera como una creación que se individualiza y se perfila en su manera de vivir en el lenguaje, en la conversación o en el monólogo.

Eduardo Mendicutti reúne como en otras novelas suyas, humor y hondura, tragedia y comedia en el protagonista que practica en su hablar incesante una variante del silencio, otra forma más de esconder la realidad detrás de las palabras, hablando como una muda, como se ve a veces el propio Cigala:

Miles de veces, cuando me lío como ahora a hablar para mis adentros, se me ocurre que a lo mejor, de verdad, me he pasado la vida hablando como una muda, y yo me entiendo.

Con esa coexistencia de lo cómico y lo trágico, del calvario y la pascua florida, la novela se va ensombreciendo a medida que avanza. Y entonces se entiende que el título, Ganas de hablar, es además de un desquite, un desahogo contra ese silencio que se come el aire y sabe a sangre.

Pero es una expansión amarga, el monólogo de un ser solo, un soliloquio que no tiene repercusiones en la realidad y se reduce a esos desahogos verbales que son sólo eso: las ganas de hablar de Cigala, con las que Eduardo Mendicutti ha construido una de sus mejores novelas.

Santos Domínguez

12 abril 2008

Pulir huesos


Pulir huesos.
Veintitrés poetas latinoamericanos.

(1950-1965)
Selección y prólogo de Eduardo Milán.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2007.


1950 es un año clave en la poesía latinoamericana. En esa fecha, la publicación de los Poemas y antipoemas de Nicanor Parra marca una línea de separación, un antes y un después en su desarrollo. La segunda mitad del siglo XX está marcada en ese continente poético por la influencia transgresora de la antipoesía y el concretismo.

En Pulir huesos, la amplia antología que publica Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, el poeta y crítico uruguayo Eduardo Milán ha hecho una selección de veintitrés poetas latinoamericanos nacidos entre 1950 y 1965. Una selección que huye por igual de las simplificaciones reduccionistas y de los prejuicios sectarios y hace una propuesta personal que refleja la diversidad de tendencias estilísticas, la poesía radical en su ímpetu visionario o en la fuerza de su materia coloquial que estos autores empezaron a publicar a finales de los 70.

Tarea arriesgada y compleja porque explora un territorio literario muy extenso y heterogéneo, en el que hay dos rasgos unitarios: el criterio cronológico y la pertenencia a una tradición común fundada por Darío, una tradición que se decanta en las vanguardias con Vallejo, Huidobro, Neruda y Lezama para ascender a esas dos cimas que se llaman Nicanor Parra y Octavio Paz, de quien toma título esta antología ( Hablar/mientras otros trabajan/es pulir huesos).

Eduardo Milán ha recogido un muestrario poético de autores latinoamericanos unidos por la calidad con la que resuelven el conflicto radical entre lenguaje y mundo. Una radicalidad que afecta a la forma y al fondo, que además de estética es ética, porque como explicó Wittgenstein lo ético es arremeter contra los límites del lenguaje.

El prólogo que ha escrito para Pulir huesos va más allá de la presentación de los autores o la justificación del seleccionador. Es la declaración explícita de una apuesta por la variación, la introducción a una summa de textos que completan un mapa poético o el verdadero rostro de la poesía latinoamericana actual, con nombres y libros poco conocidos en España, pero que en todo caso reflejan un cambio de modelos y referencias literarias.

Lo ha explicado el propio Eduardo Milán:

Si uno se atreve a mirar el denso, tupido, no tan simpático rostro real de América Latina, puede encontrar –creciente, no precisamente intacto, tocado, para ser preciso– su rostro poético. De ese desafío, un botón de muestra, amplia y a la vez (dis)cernida, de su veracidad.

Ese rostro veraz une en una imagen compleja del presente talento y novedad, variedad técnica y temática, barroquismo y vanguardia, meditación y coloquio, ambición cosmológica y combatividad política.

La poesía fuera de lugar y del tiempo de Paulo de Jolly, el coloquialismo estricto de Roberto Appratto, Mario Arteca y Fabián Casas, la meditación visionaria de Jorge Fernández Granados, la resonancia de la vanguardia en Enrique Bacci y Hebert Benítez Pezzolano, la épica crítica de Diego Maquieira, las emergencias de lo órfico en Roger Santiváñez, la mezcla de delirio y realidad en Maurizio Medo, lo neobarroco en Laura Solórzano, el accionar poético de la lectura en la escritura de Reynaldo Jiménez, la insularidad de la poesía de Rolando Sánchez Mejías, la aventura exploratoria de la palabra en Mario Montalbetti o la vocación contemplativa de Magdalena Chocano, la batalla por la forma en Julio Eutiquio Sarabia que es construcción barroca en Roberto Rico, el dolorido sentir cósmico y temporal de Josu Landa, el encuentro de la intimidad y el mundo exterior en Edgardo Dobry, la experiencia doble de vida y lectura en Tedi López Mills, Silvia Eugenia Castillero y su exploración de los límites, la conversación transcendente y el tono religioso de Francisco Magaña, la poesía como alternativa al caos en Eduardo Hurtado...

Todo eso cabe en esta magnífica antología, generosa en páginas y abierta a la convivencia de distintas direcciones poéticas que dan cuenta de la vitalidad literaria de Latinoamérica.


Santos Domínguez

11 abril 2008

El infinito viajar


Claudio Magris.
El infinito viajar.
Traducción de Pilar García Colmenarejo.
Anagrama. Barcelona, 2008.


Veinte años después de que se publicara la traducción española de El Danubio, Claudio Magris reúne en El infinito viajar casi cuarenta crónicas de viaje que publicó en el Corriere della Sera entre 1981 y 2004.

Organizadas en libro según un criterio espacial y no cronológico, las edita Anagrama con traducción de Pilar García Colmenarejo y precedidas de un prefacio de 2005 en el que Magris elabora un lúcido ensayo sobre la materia y la forma de la literatura viajera, una teoría del viaje como forma de aprender a no ser nadie.

Y de la misma manera que el viaje es una travesía de fronteras físicas, políticas o culturales, el texto que refleja esa experiencia itinerante disuelve otras fronteras: las que separan los géneros literarios, de manera que relato, ensayo y libro de viajes se funden en una nueva forma mestiza en la que se suceden la descripción del itinerario y la reflexión moral, la digresión, la parada o el desvío que busca el centro del viajero.

Un viajero que huye en un infinito viajar hacia adelante. Y es que Magris contrapone el viaje clásico y circular de los héroes homéricos o de Don Quijote, que tienen como meta el regreso, al viaje nietzscheano, rectilíneo y siempre hacia adelante, como el viaje infinito de los personajes de Musil, un camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe haber un retorno. Un antiguo viajero árabe, Abul Qasim, lo dejó escrito hace muchos siglos: El viaje verdadero consiste en no volver.

Se trata de dos modalidades existenciales del que viaja: el que lo hace consigo mismo y su pasado y el que en su viaje hacia adelante se desprende de su historia y su identidad.

Literatura y viaje, pues, pero también geografía e historia, espacio y tiempo, porque -como explica Magris- el libro de viajes practica una arqueología del paisaje. Desde España hasta Irán, China o Vietnam, desde los apuntes del camino de Don Quijote (Argamasilla, El Toboso, Villanueva de los Infantes) a las habitaciones de San Petersburgo en las que Dostoievski escribió Crimen y castigo, la mirada de Magris retiene el Madrid de los Austrias y un Spoon River de personajes santanderinos pintorescos, ocupa los pupitres ingleses como discípulo de un curso intensivo, recuerda la literatura del archipiélago de las Scilly y evoca una primavera en Istria o unos autómatas musicales en Zagreb.

Literatura y viaje organizados por una mirada tan profunda como la que se puede esperar del autor de El Danubio, un viajero que camina hacia adelante y mira hacia dentro del paisaje y de sí mismo para conocerse:

A veces es como si el viajero resurgiera del agujero negro de su personalidad y se quedase casi sorprendido de la dirección en la que le llevan sus pasos, revelándole patrias del corazón antes desconocidas para él. Le voyage, dijo un loco parisino, pour connaître ma géographie.

Santos Domínguez

10 abril 2008

Antología rota de León Felipe


León Felipe.
Antología rota.
Edición de Miguel Galindo.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2008.



Distante por igual, no equidistante, del Modernismo y las vanguardias, León Felipe (1884-1968) tuvo mucho de francotirador en su vida y en su obra.

Antes de convertirse en español del éxodo y el llanto, en uno de los símbolos de la España peregrina, desorientó a críticos como Luis Cernuda, que apreciaba su poesía y lo situó, junto con Moreno Villa y Gómez de la Serna –tan diferentes- en un momento de transición no se sabe muy bien hacia qué ni desde dónde.

La tragedia del poeta zamorano – escribe Miguel Galindo en su espléndida introducción- fue vivir como Jonás dos mundos: el de las aguas amargas del exilio y el dulce reposo del orden instituido; la cárcel y la restitución de su honor; la farmacia y la poesía; España y América.

Ese desgarro existencial de León Felipe es también uno de los ejes esenciales de su Antología rota, que apareció en Buenos Aires en 1947 y se recupera en esta edición de Cátedra Letras Hispánicas con las adiciones de 1957 (la sección Nuevos poemas) y de 1974, en que se tituló ya Nueva antología rota.

La Antología rota se publicó en Pleamar en la colección Mirto que dirigía Alberti y llevaba un epílogo de Guillermo de Torre que se reproduce también en esta edición anotada. En ese texto (Itinerario poético-vital de León Felipe), De Torre destacaba como clave del autor la equivalencia, enraizada en Whitman, entre biografía, poesía y destino.

Notario de la realidad y profeta visionario, poeta áspero y emocionado, afincado en la materia terrosa del camino y con voluntad prometeica, errante y solitario, entre el canto y la blasfemia, entre la desolación y la esperanza, de oralidad y cercanía, de tono destemplado o amargo:

Yo no puedo tener un verso dulce
que anestesie el llanto de los niños
y mueva suavemente las hamacas como una brisa esclava.
Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie.

A la infrecuente mezcla de farmacia y poesía, León Felipe sumó la determinación de un camino propio, con idas y venidas, atajos y rodeos en sus peregrinaciones por territorios temáticos y tendencias estilísticas.

Felipe, claridad, y León, fuerte, decía Aleixandre de este poeta severo y esta poesía desdeñosa del adorno.

Como en Whitman, quien pasa las páginas de este libro toca a un hombre, porque en León Felipe es crucial la identificación de la poesía con el hombre y la dialéctica poética del mundo, interpretado en una clave simbólica, la del gusano transformado en mariposa:

Éste es el milagro, el brinco prodigioso que a mí me ha sostenido sobre la tierra..., esto es lo que más me ha maravillado de todo cuanto he visto en el mundo... Éste es el asombro mayor que ha presenciado mi consciencia... Y yo digo que un gusano transformado en mariposa es mucho más asombroso que la rotación matemática y musical de las esferas siderales. Todo el mundo se mueve con un rodar de noria dentro de un circulo cerrado... la serpiente se chupa el caramelo de la cola... la Tierra rueda y se repite... la historia es siempre "el dulce y egoísta cuento de la rosquilla"... Todo marcha y vuelve en una dialéctica cerrada y fatal... Pero el gusano tiene una dialéctica poética... el gusano se convierte en mariposa.

Cuando preparó esta Antología rota, que llevaba unas ilustraciones que desaparecieron en la edición de Losada de 1957 y se recuperan ahora en el mismo lugar del original, León Felipe miraba más hacia el futuro que hacia el pasado, buscaba la luz desde las tinieblas, con la esperanza de que ganaría la luz, aunque sabía que cada poema es un testamento:

Un poema es un testamento sin compromisos con nadie y donde no hay disputas ni con el canónigo ni con el regidor. Donde no hay política. A la hora de la muerte, no hay política. Ni polémica tampoco. Polémica, ¿contra quién? Como no sea contra Dios... Porque delante del poeta no están más que el misterio, la Tragedia y Dios. Detrás quedan los obispos y los comisarios. Y para tener polémica con ellos tendrían que dar un paso hacia adelante y tirar la mitra y los galones. El poeta va descubierto y sin adjetivos. Es el hombre desnudo que habla y pregunta en la montaña, sin que le espere ya nadie en la ciudad. Habla siempre dentro del círculo de la muerte y lo que dice, lo dice como si fuese la última palabra que tuviera que pronunciar. La muerte está tumbada a sus pies cuando escribe, esperando a que concluya. Y cuando ya no tenga nada que decir, nada que confesar, la muerte se pondrá de pie y le dirá, cogiéndole del brazo: ¡Vámonos!


Santos Domínguez

09 abril 2008

El Viaje a Rusia de Joseph Roth




Joseph Roth.
Viaje a Rusia.
Traducción de Pedro Madrigal.
Edición y posfacio de Klaus Westermann.
Minúscula. Barcelona, 2008.



Es una suerte que haya emprendido este viaje, de otra forma no me habría conocido jamás, escribía Joseph Roth en una carta a su amigo Brentano a propósito del viaje que hizo a Rusia en los últimos meses de 1926 para llevar a cabo una serie de reportajes por encargo del Frankfurter Zeitung.

Del relato de esa experiencia proceden las dieciocho crónicas que integran este Viaje a Rusia que publica Minúscula en su colección Paisajes narrados con traducción de Pedro Madrigal y postfacio de Klaus Westermann.

El primer reportaje – Los emigrados zaristas- lo publicó el 14 de septiembre; el último, más largo, sobre la escuela y la juventud, apareció el 18 y el 19 de enero de 1927.

Como Gide, Benjamin, Grosz o Zweig, Roth fue uno de los muchos intelectuales y artistas que peregrinaron a aquella meca de la revolución en los años 20 y 30. Llegó allí arrastrando una crisis personal y se encontró una Rusia posrevolucionaria, agitada por las luchas entre facciones, con un decidido empuje cultural y educativo y un importante desarrollo económico.

La situación de los judíos en la Rusia soviética, la nueva moral sexual y el papel de la mujer, la opinión pública, la literatura o la educación son algunos de los temas que aparecen sometidos al análisis de un Roth cada vez más desencantado que mostraba su preocupación desorientada cuando anotaba en su diario:

¿Qué es lo que vendrá? ¿Hacia dónde vamos nosotros mismos?¿Es aún posible el marxismo? ¿Es América el futuro? ¿Es todavía necesaria y concebible una revolución?


Además de las crónicas, el volumen recoge una conferencia de Roth, Sobre el aburguesamiento de la revolución rusa, y unos apuntes, cada vez más telegráficos, del diario de su viaje a Rusia. En una de aquellas anotaciones, escrita el 10 de diciembre en Kiev, se lee:

Si escribiera un libro sobre Rusia, este tendría que describir una revolución ya apagada, una llama que se consume, restos de brasas y mucho fuego artificial.

Fue saludado a su llegada como un escritor revolucionario, amigo de la nueva Rusia, y despedido como enemigo burgués de los soviets. El contraste es paralelo al que se produjo en el mismo Roth, que pasó en pocas semanas de la euforia a la decepción. A Walter Benjamin le confesó que había llegado a Rusia como un bolchevique convencido y que se iba de allí como un monárquico.

Estas crónicas del viaje a Rusia de Joseph Roth son, como el relato de otros viajes, la descripción del viajero, la crónica de su viaje ideológico y de su desengaño.


Santos Domínguez

07 abril 2008

París, Zola


Émile Zola.
París.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2008.

París es un estudio humano y social de la gran ciudad. En el marco dramático de una conmovedora historia de ayer y de hoy, se agitan la inmensa muchedumbre, los dichosos y los hambrientos, todos los mundos: el mundo del trabajo manual, el mundo del trabajo intelectual, el mundo de la política, el mundo de las finanzas, el mundo de los ociosos y del placer. Todo ello en un París, centro de los pueblos, ciudad civilizadora, iniciadora y liberadora.

En esos términos resumía Émile Zola, en un anuncio promocional, una de sus últimas novelas, París, que cerraba en 1898 la serie Las tres ciudades. Las otras eran Lourdes y Roma y el hilo conductor que conecta la trilogía y los distintos ambientes y espacios urbanos es la figura del abate Pierre Froment, uno de los más acabados caracteres de la novelística de Zola.

París apareció, primero por entregas, luego en un volumen, en un momento crucial de la historia social, política y cultural de Europa y el abate Froment es un reflejo de las contradicciones de aquel fin de siglo en crisis de creencias, de políticos corruptos y convulsiones sociales.

Aunque técnicamente responde a las características del Naturalismo, por su voluntad totalizadora, su preferencia por el mosaico colectivo o el ímpetu documental sobre la realidad inmediata, Zola ha abandonado a estas alturas el pesimismo naturalista y descartado la caridad cristiana y la rabia anarquista para convertirse en un apóstol de la utopía socialista y defender la justicia social a través de esta trilogía esperanzada, reivindicativa y contemporánea de su Yo acuso sobre el affaire Dreyfus.

Esa voluntad de reflejar la totalidad de lo real da lugar a una visión del París finisecular como un lugar de enormes contrastes, en donde coexisten la miseria de los bajos fondos y el lujo de los salones aristocráticos o los ambientes selectos del placer y el consumo:

Aquella mañana, hacia finales de enero, el abate Pierre Froment, que tenía que decir una misa en el Sacré-Coeur, de Montmartre, se hallaba desde las ocho en la Butte, frente a la basílica. Y antes de entrar contempló un instante París, cuyo inmenso océano se extendía a sus pies. Después de dos meses de un frío terrible, de nieves y heladas, la ciudad aparecía anegada en un deshielo triste y tembloroso. Del vasto firmamento color de plomo caía la tristeza de una espesa niebla. Toda la parte este de la ciudad, los barrios de miseria y de trabajo, parecían sumergidos en rojizas humaredas, en las que se adivinaba el hálito de los talleres y las fábricas, mientras que hacia el oeste, hacia los barrios de riqueza y bienestar, la abrumadora niebla se aclaraba y no era ya más que un velo de vapor fino e inmóvil. Se adivinaba apenas la línea curva del horizonte; el campo ilimitado de las casas aparecía como un caos de piedras, sembrado de charcas, que llenaban los huecos de un vaho descolorido, y sobre las que se destacaban las crestas de los edificios y de las calles altas, de un negro de hollín. Un París de misterio, velado por nubarrones, como sepultado en las cenizas de alguna catástrofe, medio enterrado ya en el sufrimiento y en la vergüenza de lo que su inmensidad ocultaba.

(...)

Había terminado la dura jornada, el París del placer se iluminaba, empezaba la noche de fiesta. Los cafés, los restaurantes, los bares, centelleaban, mostraban detrás de las lunas sus mostradores de metal claro, sus mesitas blancas, la tentación de las bellas frutas y de las cestas de ostras, en sus puertas. Y aquel París que se despertaba así, con los primeros faroles de gas, estaba sobrecogido ya por una alegría de goce, cediendo al apetito desencadenado de todo lo que se compra.

Una ciudad de luces y sombras en donde conviven en el terreno individual la solidaridad y el egoísmo, la crueldad y el idealismo como el del abate Froment, que al lector español le parecerá, además de un personaje admirable, un antecedente del San Manuel Bueno unamuniano, una figura que a la vista de las siguientes líneas quizá le deba más a Zola que a Kierkegaard:

Sacerdote sin creencias, velando por las creencias de los demás, sirviendo casta y honradamente su profesión, con la tristeza altiva de no haber podido renunciar a su inteligencia como había renunciado a su carne de enamorado y a su ensueño de salvador de los pueblos, permanecía al menos en pie, con una grandeza solitaria y arisca. Y aquel negador desesperado, que había tocado el fondo de la nada, conservaba una actitud tan elevada y tan grave, aromada de una bondad tan pura, que en su parroquia de Neuilly tenía fama de ser un santo amado de Dios, cuyas oraciones conseguían milagros. Era el modelo; sólo tenía el gesto del sacerdote, sin el alma inmortal, como un sepulcro vacío en el que no quedase ni siquiera la ceniza de la esperanza; y mujeres dolorosas, parisienses que derramaban lágrimas, lo adoraban, besaban su sotana; y una madre torturada, que tenía a su hijo en la cuna en peligro de muerte, suplicaba que pidiese su curación a Jesús, segura de que Jesús se la concedería, en aquel santuario de Montmartre, donde llameaba el prodigio de su corazón encendido de amor.

La primera traducción fiable al español (hubo otra anterior que dejaba mucho que desear), que es la que recupera ahora Cabaret Voltaire, con una introducción de Juan Bravo Castillo, apareció en 1933 en la vieja colección de Clásicos Aguilar, firmada por Julio Gómez de la Serna. Una traducción espléndida que, excepto en una reedición mutilada de 1975, no se había vuelto a poner al alcance de los lectores, de modo que la versión íntegra de este París tiene tanto de recuperación de la novela como de rehabilitación de la traducción.

En todo caso, una labor imprescindible esta de recuperar una novela que representa una clara inflexión en el tono de Zola, que cierra la novela con esta otra visión, final y tan distinta, de París por parte del protagonista:

Pierre se quedó muy impresionado y le vino nuevamente a la memoria la idea de la cuba gigantesca, abierta, de una a otra punta del horizonte, donde iba a nacer el siglo futuro, de la extraordinaria mezcla de lo bueno y de lo malo. Pero ahora, por encima de las pasiones, de los vicios, de las ambiciones, de los residuos, veía el colosal trabajo realizado, el heroico esfuerzo manual, en el fondo de los talleres y de las fábricas, el glorioso recogimiento de la juventud intelectual, que él sabía en plena labor, estudiando en silencio sin perder ninguna conquista de sus antecesores, deseando ampliar su dominio. Y era la exaltación de París, todo el porvenir que se elaboraba en su enormidad y que se difundiría en un resplandor de amanecer. Si el pueblo antiguo había tenido Roma, ahora agonizante, París reinaba soberanamente sobre los tiempos modernos; era actualmente el centro de los pueblos, en ese movimiento continuo que los lleva de civilización en civilización, con el sol, de oriente a occidente. Era el cerebro; todo un pasado de grandezas le había preparado para ser entre las ciudades la iniciadora, la civilizadora y la libertadora. Ayer lanzaba a las otras naciones el grito de libertad; mañana las aportaría la religión de la ciencia, la justicia, la nueva fe esperada por las democracias. Era también la bondad, la alegría y la dulzura, el ansia de saberlo todo y la generosidad de darlo todo. En París, entre los obreros de sus barrios, los aldeanos de sus campos, había recursos infinitos, reservas de hombres, de las que el porvenir podría disponer inagotablemente. Y el siglo acababa en él y empezaría otro que se desarrollaría por él, y todo el rumor de su prodigiosa labor, todo su resplandor de faro dominando la tierra, todo cuanto salía de sus entrañas entre truenos, borrascas, claridades triunfales, no brillaría sino con la luz final de la que estaría hecha la felicidad humana.

Y en contraste con la niebla y el frío del principio, esta explosión de luz de un París luminoso, sobre el que cae

el sol oblicuo inundando la inmensidad de París con un polvillo de oro. Pero, esta vez, no era ya la siembra, el caos de techumbres y monumentos como una oscura tierra de labor roturada por algún arado gigantesco, y el divino sol, arrojando a puñados sus rayos, semejantes a granos de oro, cuyo vuelo caía desde todas partes. Y tampoco era ya la ciudad con sus barrios diferentes, al Este los barrios trabajadores, nublados de grises humaredas; al Sur los barrios estudiosos, de una serenidad lejana; al Oeste los barrios ricos, amplios y claros, y en el centro los del comercio, con sus calles sombrías. Parecía que un mismo impulso vital, que una misma primavera había cubierto la ciudad entera, armonizándola, convirtiéndola en un mismo campo sin límites, rebosante de la misma fecundidad. Trigo, trigo por todas partes, todo un infinito de trigo cuya oleada de oro se movía de un extremo a otro del horizonte y el sol oblicuo bañaba así París entero, con idéntico esplendor. Y era realmente la cosecha después de la siembra.
(...)
París flameaba, sembrado de luz por el divino sol, acarreando en su gloria la cosecha futura de verdad y de justicia.


Santos Domínguez

05 abril 2008

Cien poemas japoneses



Kenneth Rexroth.
Cien poemas japoneses.
Traducción de Carlos Manzano.
Gadir. Madrid, 2007.

En su colección La voz de las cosas, la editorial Gadir continúa publicando lo mejor de la obra del poeta, ensayista y orientalista Kenneth Rexroth. Estos Cien poemas-que son más de cien porque Rexroth no quería quedarse corto y porque esa inexactitud da buena suerte- ofrecen una delicada y excelente selección de la poesía clásica japonesa en la lectura creativa del norteamericano. Porque está aquí la voz de los poetas orientales, pero también la voz del poeta que los traduce, que aspiraba a que en estas versiones sonara la voz de un contemporáneo occidental que en las magníficas anotaciones finales expresa esa superposición de tiempos, voces y miradas.

La imprecisión como virtud poética, la intensificación de la experiencia y la concentración expresiva de lo complejo (sentimiento, naturaleza o recuerdo) en estos textos, su aparente sencillez o la honda percepción de la naturaleza líquida y nocturna en la que se refleja el poeta son algunos de los rasgos del original y de la versión.

Las hojas del otoño, la nieve, los juncos y el bambú, la luna sobre las montañas o la niebla en el río, los caminos nocturnos se convierten en frágiles espejos en los que se mira el poeta fundido con el mundo:

Las flores se arremolinan
con el viento como
nieve. Lo que cae
y se aleja soy yo mismo.

Rexroth ha hecho con estas versiones, como en las que han ido apareciendo en esta misma editorial, una obra personal desde ese lugar en donde la poesía une en una misma sensibilidad de la mirada y la palabra distintas épocas y tradiciones: lo oriental y lo occidental, lo clásico y lo contemporáneo, la percepción y la expresión.

Y sobre todo, al lector y el escritor que coindicen ejemplarmente en la figura de Rexroth.


Santos Domínguez

04 abril 2008

Crónicas, invenciones, paseatas de García Hortelano


Juan García Hortelano
Crónicas, invenciones, paseatas.
Prólogo de Lluís Izquierdo.
Edición de Lluís Izquierdo y Manolo Martín Soriano.
Lumen. Barcelona, 2008.


La Biblioteca Juan García Hortelano que está publicando Lumen recoge en un tomo la práctica totalidad de sus artículos de prensa. Crónicas, invenciones, paseatas se titula esta recopilación de textos dispersos en periódicos o revistas, prólogos o contraportadas como la que escribió en 1975 para la primera edición de Apólogos y milesios:

En 1928 el autor de estas narraciones vio su luz primera y la supuestamente velazqueña de Madrid, fea ciudad en la que a partir de aquel año habita con una tenacidad cerril. (...) Medianamente dotado para semejante invento [la literatura] y aquejado de una imaginación crónica, ha restringido su grafomanía a la publicación de tres novelas, de las que gustó con moderación el público en general y de un libro de relatos que no le gustó ni a la propia madre del autor. Reincide ahora, sin embargo, por ser muy dado al cultivo de sus obsesiones y perplejidades, a los niños y al tabaco de pipa, a que le presenten actrices y a contar cuentos.

En su prólogo, Lluís Izquierdo destaca cuatro rasgos que hacen de estos artículos, crónicas o comentarios una obra original: la amenidad, la intensidad, el rigor y el humor.

Habría que añadir otros rasgos que los caracterizan y les dan homogeneidad: la soltura de su prosa directa y fluida, casi oral, propia del excelente conversador que fue García Hortelano y de su buen oído; el asedio a unos temas que apuntan a los mismos centros de interés de sus novelas y sus relatos cortos: el reflejo crítico de la realidad social, los amigos, la literatura, la ciudad. Y, además, un tono inconfundible, una voz propia.

El tono conversacional que tienen casi todos estos textos admite una gran cantidad de matices que van de lo testimonial a lo afectivo, de la provocación al enfado, de la broma a la evocación o a la compasión.

Escritos entre los primeros sesenta y los primeros noventa (García Hortelano murió en abril del 92) a menudo emerge en estos textos, como un rasgo frecuente de estilo, pero sobre todo como una forma de mirar, la ironía con la que García Hortelano habla de la realidad. Una ironía que es más defensiva que hiriente y que por eso es compatible casi siempre con la solidaridad o el compromiso.

Paralelos a su tarea novelística entre Nuevas amistades o Tormenta de verano y Gramática parda o Mucho cuento, el que se expresa en estos artículos es el escritor que se compromete desde lo ético, lo civil y lo literario con su tiempo, consigo mismo y con su obra. Y el resultado es el análisis crítico de la realidad y el compromiso riguroso del ciudadano con su oficio de escritor, con un arte que, como señala en uno de ellos, puede ser ineficaz, pero no puede dejar de ser subversivo.

La actividad de García Hortelano como articulista abarca algo más de treinta años en los que recuerda su infancia de niño de la guerra, publica crónicas estupendas de Barcelona, Madrid y Roma, reflexiona sobre el realismo en la novela y en el cine, reseña a Beckett, a Onetti o a Boris Vian, escribe sobre libros de Guelbenzu, Mendoza, Carpentier o Walser y se revela como un excelente lector de los poetas de su generación, de Carlos Barral a Ángel González, de Claudio Rodríguez a Gil de Biedma, con alguna incursión en Gabriel Celaya.

Uno de los momentos más memorables de estas Crónicas, invenciones, paseatas es la transcripción de una conversación entre Hortelano y Benet. Se titula El valor del singular (una tarde), apareció en El Urogallo en marzo de 1989 y es una de las mejores aproximaciones a la narrativa benetiana y al mundo de Región.

Otros artículos, como Ante todo, imparcialidad, Las lechugas de Diocleciano o Lapidario, podrían figurar en cualquier antología del género. A este último artículo, que se publicó en El País el 12 de enero de 1989, pertenecen estos párrafos, los dos que lo abren y el final:

Si la vanidad del escritor es inconmensurable, también es variada, como indica el espectrograma que va desde la megalomanía retumbante al silencio estruendoso de la modestia. Quizá lo da el oficio, que poco más da. En el repertorio de los honores, aunque no tan bobo como el nombramiento de hijo adoptivo de la localidad, uno de los más simplones consiste en la colocación de una lápida en la fachada de la casa donde el literato nació, vivió o murió. Peor son las lápidas horizontales, aunque la lápida vertical y callejera sólo supla al honor municipalmente excelso del bautizo de una calle con el nombre del literato. Por su utilidad y uso cotidianos, ningún otro es parangonable, ninguno tan permanentemente propagador.
Entre entrar en la Academia o entrar en el callejero, la mayoría elegiría el rótulo en detrimento del sillón, ya que en ambos trabajos no hay que desriñonarse, pero el de calle proporciona más inmortalidad.

(...)

Por todo lo cual, y como ya se habrá adivinado, confieso que me haría una ilusión enorme que por lo menos colocaran una lápida conmemorativa en mi casa natal del barrio de Lavapiés. Con independencia de que mi celebridad traspasaría por fin las fronteras del barrio de Argüelles, resultaría, hasta sin maceros ni banda municipal, un acto emotivo, muy humano y propincuo a la capitalidad cultural que nos acecha. Tampoco somos tantos los vecinos, aun contando con los del cine, en comparación con las fachadas que todavía siguen desnudas de gloria. Me conozco y sé que iría todas las tardes, que me quedaría mirando durante horas la lápida, hasta que me lapidificase, hasta que se me pusiese cara de fachada. Un siglo después ya me importaría menos, estoy seguro, que unos listos derribaran el edificio y, con él, mi fama, para remodelar la zona y mejorar la calidad de vida y de literatura.

Y eso, justamente eso, es lo que ofrecen en grandes cantidades estos artículos: vida, literatura y calidad.


Santos Domínguez

03 abril 2008

Te echo de menos


Inês Pedrosa.
Te echo de menos.
Traducción de Roser Vilagrassa.
Elipsis ediciones. Barcelona, 2008.


Una mujer y un hombre. Ella, joven, creyente y activista social y política. Él, mayor, ateo y desengañado.

Entre ellos, una relación puramente intelectual y sentimental de discrepancias y desencuentros. Entre los dos la muerte, que dará lugar a la complicidad y al desahogo emocional, al intercambio de ideas y visiones a través, no del diálogo ya imposible, sino de los sucesivos monólogos entre quien muere y quien sobrevive. Más allá de la muerte, la conversación que sustentan las voces alternantes de los dos personajes es la más intensa, la más sincera:

1. No basta morir para conocer la sonrisa de Dios aunque, como en mi caso, una haya vivido abismada en él toda una vida.

1. Estoy solo. Solo, con el corazón roto en pedazos esparcidos sobre tus imágenes.

Con esa sucesión de monólogos alternos, de gran intensidad emocional y gran altura literaria, con esas cincuenta secuencias dedicadas a cada interlocutor, Inés Pedrosa (1962) ha escrito en Te echo de menos (Elipsis Ediciones) una novela espléndida que la confirma como una de las escritoras portuguesas más interesantes de la actualidad.

Esa conversación profunda y emocionada, libre y pausada, esos cien monólogos alternos, vivos o póstumos en su vaivén, que forman la novela, son el sueño de un muerto o la alucinación del vivo, pero sobre todo un nuevo ejemplo de que la literatura es en muchas ocasiones un diálogo entre las dos orillas, la de la vida y la de la muerte con el bálsamo de la palabra y el recuerdo:

Lo que entre nosotros existía, existe, es una ciencia de la desaparición. Empecé a desaparecer el día que mis ojos se ahondaron en los tuyos. Ahora que tus ojos se han cerrado, sé que no regresarás para devolverme los míos.

Esa suma de ausencias que es la vida se evoca desde un espacio sin espacio en donde confluyen pasado, presente y futuro. Se traza así la autobiografía vital y sentimental de dos personajes unidos por acuerdos y discrepancias, por diversas referencias como los Rolling y Amalia Rodrigues, Win Wenders y Annie Hall, Chejov y Vergílio Ferreira.

En la sucesión de monólogos quedan construidas las vidas de dos personajes discordantes en casi todo y unidos por una separación dolorosa que permite que a los dos se les pueda atribuir la frase que da título al libro, ese Te echo de menos que los vincula en un diálogo imposible lleno de evocaciones y preguntas que no tendrán respuesta.

En esa época me entregaba a la gente; me entregaba lo mejor que podía, por eso reaccionaba tan mal a los signos de desconfianza, malevolencia y suspicacia. Me entregué a otras personas por ti, para deslumbrarte, sí. Cuando admirabas a un hombre, yo tenía que seducirlo. Cuando buscabas la soledad, tenía que estar contigo. Inventé un grupo de amigos a tu medida, fui dejando atrás a todos aquellos con los que, según creía, no simpatizarías. Me entregué a todo lo que te gustaba y fingí que era inocente o, por lo menos, perversa, para no perderte. Después me entregué al resentimiento de no tenerte, a difamarte por no saber ser indiferente. Ahora también te entrego mi muerte, para que al fin permanezcas a mi lado.


Escrita con inteligencia y emoción, con sensibilidad verbal y depurado estilo, y muy bien traducida por Roser Vilagrassa, Te echo de menos acredita la perspicacia y el buen gusto de Elipsis Ediciones, que con esta obra suma un nuevo acierto a su catálogo.

Santos Domínguez

02 abril 2008

La fórmula preferida del profesor


Yoko Ogawa.
La fórmula preferida del profesor.
Traducción de
Yoshiko Sugiyama y Héctor Jiménez Ferrer.
Postfacio de León González Sotos.
Funambulista. Madrid, 2008.



Mi hijo y yo le llamábamos profesor. Y el profesor llamaba a mi hijo «Root», porque su coronilla era tan plana como el signo de la raíz cuadrada. —Vaya, vaya. Parece que aquí debajo hay un corazón bastante inteligente —había dicho el profesor mientras le acariciaba la cabeza sin preocuparse de que se le despeinara. Mi hijo, que llevaba siempre una gorra para que sus amigos no se burlasen de él, metió la cabeza entre los hombros, a la defensiva. —Utilizándolo, se puede dar una verdadera identidad a los números infinitos, así como a los imaginarios. Y dibujó el signo de la raíz cuadrada con el dedo índice en el borde de su escritorio, sobre el polvo acumulado.

Yoko Ogawa (1962) es la escritora más famosa y de más éxito en el Japón actual. Funambulista, la misma editorial que publicó recientemente la traducción de El embarazo de mi hermana, edita en la misma colección, Literadura, La fórmula preferida del profesor, que se ha convertido en un fenómeno social en Japón con sus dos millones de ejemplares vendidos.

Además del éxito que refleja la pura estadística editorial y de la obtención del Premio Librerías Japonesas o el de la Sociedad Nacional de Matemáticas “por haber mostrado la belleza de esta disciplina”, de esta obra se han realizado adaptaciones al cine, al cómic y al formato digital del CD.

Yoko Ogawa ha desplegado altas dosis de talento literario, inteligencia y sensibilidad para escribir la hostoria de una humilde madre soltera, la narradora anónima de la novela, que trabaja como asistenta de un viejo profesor de matemáticas que pierde la autonomía de su memoria en un accidente de coche, de tal manera que sólo le dura 80 minutos.

Entre el profesor, la asistenta y su hijo de 10 años se establece una honda relación humana en la que, como señala en el postfacio el profesor León González Sotos, asistimos al emocionado ajetreo, de venerable filiación platónica, entre la anónima doméstica, el también —¿innombrable?— Profesor y el pupilo Root. Entre idas y venidas, tareas caseras y cuidados piadosos a su muy especial cliente, éste va desvelando las arcanas relaciones numéricas que los datos cotidianos más anodinos pueden encerrar.

Una novela de formación, una celebración de la amistad, la inteligencia y la sensibilidad que tiene uno de sus mejores momentos en este pasaje que reúne a los tres personajes para demostrar, entre otras cosas, que la sabiduría deductiva y la inteligencia especulativa es patrimonio de todas las personas:

—Ejem, los deberes que nos puso eran: cuál es la suma de todos los números naturales del 1 al 10...
Root se puso más serio que nunca. Carraspeó una vez y escribió en el bloc de dibujo que yo sujetaba, en un renglón horizontal, los números del 1 al 9, antes de escribir el 10 un poco apartado, tal y como habíamos ensayado la noche anterior.

—Sabemos cuál es la solución. Es 55. La conseguí sumando todas las cifras, pero no te ha convencido la respuesta.
Con los brazos cruzados, el profesor prestaba oídos muy atentamente, para no perder ni una sola palabra.

—En primer lugar sólo tendremos en cuenta hasta el 9. De momento nos olvidaremos del 10. La mitad, entre el 1 y el 9 está en el 5. Es decir, el 5 es el... eh...

—El promedio —le soplé.
—Ah, sí. Es el promedio. Como en el colegio todavía no me han enseñado a encontrar el promedio, mamá me lo ha explicado. Si sumamos los números del 1 al 9 y dividimos entre 9, tenemos 5, y ... 5 × 9 = 45, y ésta es la suma de las cifras de 1 a 9. Y ahora recordemos el 10, que habíamos dejado de lado.

Root volvió a agarrar el rotulador y escribió la fórmula.

5 × 9 + 10 = 55
El profesor se quedó inmóvil durante un rato. Contemplaba la fórmula con los brazos cruzados, sin pronunciar palabra.

Mayra Vela

01 abril 2008

India, vagón 14-24


Ignacio Carrión.
India, vagón 14-24.
Ilustraciones de Alfredo.
Rey Lear. Madrid, 2008.


Yo tenía muchas ganas de recorrer la India en tren. Había leído a los grandes viajeros ingleses. Había visto documentales sobre aquélla ex colonia británica. Había estudiado la personalidad de Gandhi. Y antes incluso de hacer el viaje en un vagón de ferrocarril tal como relato en este libro, había visitado en otras ocasiones algunas ciudades indias para familiarizarme, hasta donde fuera posible, con un pueblo que no se parece a ningún otro.

Se publicó originalmente en 1977, aunque una serie de problemas editoriales y de distribución impidieron que este India, vagón 14-24 de Ignacio Carrión circulara entonces adecuadamente. Ahora lo recupera Rey Lear en una cuidada edición ilustrada por Alfredo.

Su calidad narrativa se sobrepone, como en los mejores libros de viaje, a la mera reseña de un itinerario para transmitir una imagen de la realidad y del viajero. Porque no sólo lo mirado, sino quien mira, se convierte en eje del libro.

Y es que, como señala el propio Ignacio Carrión en el prólogo que ha escrito para esta reedición, lo más placentero de un viaje es contarlo /.../ Pero un libro de viajes es siempre parcial y subjetivo, pues tal como yo lo entiendo es ante todo un libro del viaje interior que escribes al recorrer el mundo exterior.

Nueva Delhi, el Ganges, Benarés, Madrás, Bombay o Calcuta son algunas de las etapas por una India inmutable llena de mendigos, vacas y excrementos, con ciudades ruidosas de tráfico caótico, con el calor y la humedad como compañeros de viaje.

Y ahora recuerdo cómo ha surgido este viaje. De casualidad. Por un anuncio muy pequeño que vi en un periódico de Londres. Decía, vuelta a la India en tren por ochenta libras. Menos de diez mil pesetas. Una risa. Mes y medio. Y entonces llamé al teléfono y una señorita me dijo que no había error. Hay un tipo que se llama Jim Glossop, un tipo de Yorkshire, que ha alquilado un vagón de ferrocarril y lo tiene en la estación de Delhi. Espera reunir doce o catorce viajeros. Y en seguida engancharán el vagón a los trenes ordinarios indios para dar la vuelta al país. Despacio, como hay que hacerlo todo en la India. Locomotoras a vapor. En contacto siempre con el pueblo. Nada de autocares refrigerados con guía intérprete que hace chistes. De lujos nada. A dormir en el suelo. Y a comer lo que se encuentre. El vagón lleva retrete y cocina.Y barrotes en las ventanillas. Lo indispensable.

Pero no hay aquí sólo nombres de ciudades. De ese paisaje también forman parte nombres de personas como Indira Gandhi o Teresa de Calcuta, el organizador del viaje Glossop, los viajeros ingleses que le acompañan (Bill, Eroll, Katty) o un jesuita que vive en Bombay enloquecido, apocalíptico y milagrero.

Con ese material aportado por un país en el que todo es excesivo, desde la población a la pobreza pasando por los dos mil templos de Benarés, Ignacio Carrión hace de India, vagón 14-24 mucho más que un libro de viajes: una reunión de historias y de vidas en un espacio mágico por el que no parece pasar el tiempo.

Santos Domínguez