30/11/20

Pérez-Reverte. Línea de fuego



 Arturo Pérez-Reverte.
Línea de fuego.
Alfaguara. Barcelona, 2020. 
 
Son las 00:15 y no hay luna. 
Agachadas en la oscuridad, inmóviles y en silencio, las dieciocho mujeres de la sección de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se dirige a la orilla del río. 
No se oye ni una voz, ni un susurro. Sólo el sonido de los pasos, cientos de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el leve entrechocar metálico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y cantimploras. El discurrir de sombras parece interminable.
Hace más de una hora que la sección permanece en el mismo lugar, al resguardo de la tapia de una casa en ruinas, esperando su turno para ponerse en marcha. Obedientes a las órdenes recibidas, nadie fuma, nadie habla y apenas se mueven.
La soldado más joven tiene diecinueve años y la mayor, cuarenta y tres. Ninguna de ellas lleva fusil ni correaje como las milicianas que tanto gustan a los fotógrafos de la prensa extranjera y ya nunca pisan los frentes de verdad. A estas alturas de la guerra, eso es propaganda y folklore. Las dieciocho de transmisiones son gente seria: cargan una pistola reglamentaria al cinto y, a la espalda, pesadas mochilas con un emisor-receptor, palos de antena, dos heliógrafos, teléfonos de campaña y gruesas bobinas de cable. Todas son voluntarias en buena forma física, disciplinadas, comunistas de militancia y con carnet del Partido: operadoras y enlaces de élite formadas en Moscú o por instructores soviéticos en la escuela Vladimir Ilich de Madrid. También son las únicas de su sexo adscritas a la XI Brigada Mixta para cruzar el río. Su misión no es combatir directamente sino asegurar, bajo el fuego enemigo, las comunicaciones en la cabeza de puente que el ejército republicano pretende establecer en el sector de Castellets del Segre.
Dolorida por las cinchas del armazón que lleva a la espalda con una bobina de quinientos metros de cable telefónico, Patricia Monzón -sus compañeras la llaman Pato- cambia de postura para aliviar el peso en los hombros. Está sentada en el suelo, recostada en su propia carga, contemplando el discurrir de sombras que se dirigen al combate que aún no ha empezado. La humedad de la noche, intensificada por el río cercano, le moja la ropa. Como la bobina que lleva colgada a la espalda no le deja espacio para mochila ni macuto -se enviarán con el segundo escalón, han prometido-, viste un mono de sarga azul con grandes bolsillos llenos de lo imprescindible: paquete de cura individual, una tira cortada de neumático para detener hemorragias, un pañuelo, dos paquetes de Luquis y un chisquero de mecha, documentación personal, el croquis a ciclostil de la zona que les repartió el comisario de la brigada, un par de calcetines y unas bragas de repuesto, tres paños y algodón por si viene la regla, media pastilla de jabón, una lata de sardinas, un chusco de pan duro, el manual técnico de transmisiones de campaña, un cepillo de dientes, un palito para apretar en la boca durante los bombardeos y una navaja suiza con cachas de asta.
—Estad atentas… Nos vamos en seguida.

Con esas sombras en la orilla del Ebro comienza La línea de fuego,  la novela de Arturo Pérez-Reverte que publica Alfaguara en una espléndida edición ilustrada por Augusto Ferrer-Dalmau, “pintor de batallas”, a quien está dedicada la novela, que diseña este plano del campo de batalla:

No por casualidad ha elegido Pérez-Reverte para ese arranque la noche del 24 al 25 de julio de 1938, cuando casi tres mil miembros del ejército republicano -entre ellos dieciocho mujeres- cruzaron el Ebro. Comenzó así la batalla más larga, más intensa y más cruenta -veinte mil muertos y decenas de miles de heridos- de la guerra civil. Fue un “choque de carneros”, como indica el título de la parte central de las tres en que se organiza la estructura de la novela.

Esa incursión inicial que se describe al comienzo de la novela pretendía crear una cabeza de puente en la localidad imaginaria de Castellets del Segre. Además de los personajes y las situaciones, esa es una de las pocas licencias imaginativas que se toma Pérez-Reverte -que había utilizado ya la guerra civil como telón de fondo para ambientar El tango de la guardia vieja y la serie sobre Falcó- en esta novela, sólidamente afianzada en la documentación histórica, en aportaciones testimoniales de los combatientes y en su experiencia personal como reportero de guerra.

El resultado es un relato coral, potente y creíble, contado desde dentro, desde la perspectiva alternante de los soldados a un lado y otro del río, y escrito con el propósito de situar al lector en el campo de batalla, de introducirlo en la experiencia de las trincheras para que viva de cerca las sensaciones de los personajes.

En Línea de fuego Pérez-Reverte concentra el tiempo en diez días de batalla y el espacio en ese pequeño pueblo imaginario, lo que produce un efecto de enorme intensidad que se refuerza con su carácter polifónico, con una alternancia de voces y de perspectivas que evita el maniqueísmo y las banderías y dota a la novela de un ritmo y una verosimilitud admirables.

Contribuye también a esa intensidad la organización de la materia narrativa en secuencias breves que le dan a la acción un dinamismo casi cinematográfico. Un dinamismo compatible con descripciones detalladas que reflejan la labor previa de documentación sobre armamento y estrategia militar.

Con todos esos materiales se organiza una novela que pone su objetivo en el factor humano, en el sufrimiento, el heroísmo o la resistencia de un centenar de personajes en los que se proyectan diversas perspectivas personales, no sólo ideológicas, sino también de carácter.

En ese friso de personajes hay algunos que sobresalen del conjunto: la miliciana Pato Monzón y el coronel republicano Bascuñana, el soldado nacional Ginés Gorguel y el cabo marroquí Selimán al-Barudi, el alférez provisional Santiago Pardeiro Tojo y el dinamitero Julián Panizo, Saturiano Bescós, el pastor enrolado en la XIV Bandera de Falange de Aragón y el mayor de milicias Emilio Gamboa Laguna o los corresponsales extranjeros Vivian Szerman, Philip Tabb y Chim Langer.

Junto con el desorden de los milicianos que les lleva a la derrota en un final de la novela que presagia el desenlace real muchos meses después, junto con los crímenes de ambas retaguardias, cada personaje es un mundo marcado por el idealismo o la cobardía, por la valentía o el fanatismo, por la crueldad o la compasión, como en la estupenda secuencia que cierra la novela, en la que dos falangistas renuncian a matar a dos fugitivos:

Saturiano Bescós y el cabo Avellanas se asoman a la linde del bosquecillo, allí donde el terreno desciende en pendiente hasta la orilla del Ebro. El sol ya está bajo y tiñe de tonos naranjas las ramas de los pinos y las cañas. Han apoyado los fusiles en un árbol tras ponerles el seguro y se disponen a liar un cigarrillo. En las dos márgenes del río reina un extraño silencio. Ni siquiera se oyen disparos o explosiones lejanas.
—Fíjate en eso —dice Avellanas.
Señala dos puntitos oscuros que se mueven en el agua junto a algo semihundido, que parece derivar con la corriente hacia una pequeña lengua arenosa que emerge entre las dos orillas.
—Hay dos tíos ahí, Satu.
Saca Bescós los gemelos del brigadista muerto, ajusta la ruedecilla y echa un vistazo. Se trata, comprueba, de un flotador de corcho que lo más seguro es que proceda de una pasarela o un puente de barcas de los tendidos por los rojos río arriba. Y hay dos hombres que se agarran a él, intentando alcanzar la isleta en mitad del cauce. Sólo emergen sus cabezas, y a veces se ve la espuma que levantan las piernas cuando baten el agua para avanzar. Luchan con la corriente, que es fuerte y parece querer arrastrarlos.
—Trae que vea —dice Avellanas.
Le coge los gemelos y echa un vistazo.
—Jodó —comenta.
Se los devuelve a Bescós y los dos falangistas se miran.
—La orden es disparar contra los que se largan —recuerda Avellanas.
—Sí.
—Habrá que obedecerla, ¿no?
—Tú verás… Eres el cabo.
—Pues sí, cagüenlá. Habrá que.
Todavía se miran el uno al otro un momento. Después alzan los fusiles casi al mismo tiempo. Mete Bescós un dedo en el guardamonte y apunta la mira del arma hacia los dos hombres, que al fin han llegado a la isleta, salen del agua y se arrastran sobre ella empujando el flotador para llevarlo más allá. Se mueven muy despacio y uno tira del otro, ayudándolo. Parecen indefensos y cansados, y todavía deben atravesar la otra mitad del río para ponerse a salvo.
Con el Mauser encarado, Bescós comprueba de reojo que la lengüeta del seguro está levantada. Entonces oprime el gatillo. Clic, hace, pero no sale ningún disparo.
—No sé qué le pasa a este chopo —dice, bajando el arma.
Avellanas hace lo mismo.
—Se te habrá encasquillado, como a mí.
Los dos jóvenes apoyan otra vez los fusiles en el árbol, se sientan a la sombra y terminan de liar los cigarrillos. Zumban los mosquitos y suena el chirriar confiado de las cigarras.

Santos Domínguez