Ilustraciones de Manuel Alcorlo.
Edición, prólogo y notas de Adrián J. Sáez.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.
Reino de Cordelia sigue ofreciendo estupendas ediciones ilustradas de algunos de los clásicos imprescindibles de la literatura española. Al Quijote, el Buscón, las Sonatas de Valle o Fortunata y Jacinta se suma ahora una cuidada edición del Lazarillo, el texto fundacional de la picaresca, una de las aportaciones de la literatura española a la literatura universal. Y más que eso, probablemente la primera novela moderna, en la que el personaje va evolucionando, aunque aquí sea para mal, en función de los acontecimientos.
Porque el Lazarillo es el relato autobiográfico en forma epistolar (“Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba...”) del proceso de degradación de un narrador-personaje que, más que dar “entera noticia de mi persona”, justifica en un alarde de cinismo cómo ha llegado a “la cumbre de toda buena fortuna” como pregonero en Toledo después de casarse con la mujer que estaba amancebada con el arcipreste de San Salvador.
Ese antihéroe degradado, que ha aprendido de sus amos que el motor del mundo es el engaño y la apariencia y ha salido alumno aventajado en esa materia, no era la única novedad que aportaba el Lazarillo al panorama narrativo de mediados del siglo XVI. Había allí también, para sorpresa de sus primeros lectores, una ruptura con el mundo idealizado de las narraciones pastoriles o caballerescas, un tiempo próximo y unos caminos cercanos por los que recordaba haber discurrido el narrador protagonista en su peculiar camino de perdición y de medro entre Salamanca y Toledo, había una visión amarga del mundo, una crítica indisimulada de ciertas formas de religiosidad y una denuncia de los comportamientos y usos sociales de la época.
Y lo más importante desde el punto de vista de la constitución de la novela moderna: había allí un personaje que, a diferencia de los héroes planos de las novelas de caballerías, tan planos como héroes que lo son casi desde antes de nacer, o de los pastores de las églogas, no está hecho al comienzo de su vida narrativa.
Más que su humilde origen o los dudosos antecedentes familiares de sus padres poco ejemplares, serán las circunstancias sobrevenidas y vividas las que moldeen el carácter de Lázaro y le conviertan en ese narrador que nada tiene que ver con el niño inocente que dio con su cabeza en el toro de piedra del puente sobre el Tormes y que ahora da explicaciones a un superior sobre los rumores deshonrosos que circulan en Toledo sobre su mujer.
Ese irse haciendo en las páginas del libro supone un cambio decisivo que
marca un antes y un después en la historia de la narrativa europea, el
comienzo de una nueva forma de concebir la novela. De ahí la importancia
y la transcendencia de esta novela a la que le sienta bien el
anonimato, casi una exigencia interna del modo autobiográfico que finge en su planteamiento narrativo.
Cerca de medio centenar de ilustraciones de Manuel Alcorlo iluminan algunos de los pasajes esenciales de esta novela imprescindible y corrosiva, que se publica con edición, prólogo y notas de Adrián J. Sáez, que escribe en su introducción.
“La cosa tiene mucho de autobiografía tempranera, Bildungsroman y relato divertido donde los haya, pero quizá una marca de fuego del Lazarillo sea que es una novelita repleta de problemas: el lío comienza con el baile de la autoría, se enreda con una serie de ambigüedades, y, por si fuera poco, se complica con las ediciones del texto, para romperse finalmente en mil pedazos con interpretaciones y lecturas para todos los gustos. Por de pronto, todas estas cuestiones —y muchas otras más— dan fe de la riqueza del mundo que se encierra en una historieta de apariencia tan ligera y simple que está en el origen del género picaresco y ha cautivado a lectores de todo pelo desde el siglo XVI hasta el siglo XXI: baste pensar en Eduardo Mendoza, pícaro por excelencia de la novela española contemporánea que salpimienta sus relatos con toques apicarados.”
Santos Domínguez