4/11/20

David Copperfield

 

 Charles Dickens.
David Copperfield.
Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez.
Alianza Editorial. Madrid, 2020.

No me resulta fácil distanciarme lo suficiente de este libro, mientras experimento las primeras sensaciones de haberlo terminado, para referirme a él con la compostura que requeriría este encabezamiento formal. Mi interés en el mismo es tan fuerte y reciente, y mi mente está tan dividida entre la satisfacción y el pesar –satisfacción por haber culminado un proyecto tan largo, y pesar por separarme de tantos compañeros que en él quedan–, que corro el peligro de cansar al lector al que tanto estimo con confidencias personales y emociones íntimas.
Además de lo cual, todo lo que podría decir de la historia ya lo he intentado expresar en ella.
Tal vez no interese mucho al lector saber la tristeza con que se deja la pluma al terminar una tarea creativa de dos años de duración, o que un autor siente como si estuviera abandonando una parte de sí mismo en el mundo de las sombras cuando una multitud de las criaturas que pueblan su mente se separan de él para siempre. No obstante, no tengo nada más que decir, a menos que confiese (lo cual podría incluso ser de menos interés) que nadie podrá creer en esta narración al leerla más de lo que yo he creído en ella al escribirla.
Así pues, en lugar de mirar atrás, miraré hacia delante. No puedo cerrar este volumen con mayor agrado que el de desear que llegue el momento en que de nuevo publique mis dos entregas al mes, y con el fiel recuerdo del maravilloso sol y lluvias que han caído sobre estas páginas de David Copperfield y que tan feliz me han hecho.


Con ese prefacio, escrito en Londres en octubre de 1850, se abre la reedición de David Copperfield en El libro de bolsillo de Alianza Editorial con traducción de Miguel Ángel Pérez.

“De todos mis libros, este es el que prefiero. Nadie pondrá en duda que soy un padre afectuoso con todos los hijos de mi imaginación, y que ningún otro progenitor puede querer a su familia con tanta ternura. Pero, como muchos padres afectuosos, tengo un hijo favorito en el fondo de mi corazón. Y su nombre es David Copperfield”, escribía Dickens años después en el prólogo a la edición de 1867 de David Copperfield, la más autobiográfica de sus novelas y la obra que traza una clara línea divisoria en su producción narrativa.

Novela de formación y aprendizaje, narrada en primera persona por un protagonista en el que el autor proyectó algunos recuerdos de su infancia y juventud, plantea el choque entre la inocencia de quien pierde de golpe el paraíso de la infancia y un mundo inhóspito y adverso.

Su mirada al interior del personaje y no sólo a los acontecimientos externos la convierte en un modelo de novela de formación. Y precisamente esa relación entre la forja de la personalidad del joven Copperfield, que tiene que abrirse camino en la vida desde la adversidad, y la trama de los acontecimientos constituye una de las novedades más transcendentales en la forma de escribir novelas de Dickens. Pensando en eso señaló Harold Bloom que con David Copperfield Dickens trazó su retrato del artista adolescente que sirvió de modelo a Joyce y a otros novelistas.

Dickens, que siempre la consideró su novela favorita, la había ido publicando desde mayo de 1849 hasta noviembre de 1850 en diecinueve entregas mensuales ilustradas por "Phiz" que se reunieron revisadas en un volumen a finales de ese mismo 1850. Desde entonces se ha convertido en la obra más celebrada y difundida de Dickens, la más editada y traducida y la que más veces se ha adaptado para el cine y la televisión.

Están en esta novela torrencial todas las claves de la novelística de Dickens: el gusto por el claroscuro en la acción, los sentimientos y los personajes o el difícil y convincente equilibrio de humor y dramatismo. Y a lo largo de sus páginas, magistralmente trabada con episodios en los que se equilibra lo trágico y lo cómico, una galería de personajes inolvidables como la estrafalaria Betsey Trotwoood, la bondadosa Clara Peggoty, el cruel Murdstone y su opresora hermana, el imaginativo Mr. Micawber o la quejosa Mrs. Gummidge, el abogado Mr. Spenlow, el ingenioso y enigmático Steerforth  y su amiga Miss Mowcher o Uriah Heep, el abominable rival amoroso de Copperfield. Y, naturalmente, Agnes:  

Y ahora, al concluir mi tarea, mientras reprimo el deseo de continuar, esto rostros se difuminan. Pero hay otro, un rostro que desprende sobre mí una luz celestial, a través de la cual distingo todos los restantes objetos. Un rostro que está por encima de los demás y más allá de todos ellos. Y que permanece. Vuelvo el rostro y lo veo a mi lado con su belleza serena. La luz de mi lámpara comienza a extinguirse y he escrito hasta muy tarde esta noche, pero esa presencia querida, sin la que nada soy, me hace compañía. 
¡Agnes, alma mía! ¡Que tu rostro esté así a mi lado cuando llegue el verdadero final de mi vida! ¡Que cuando la realidad se desvanezca ante mis ojos, como esas sombras que ahora dejo a un lado, te encuentre todavía a mi lado señalándome el cielo!”

Quedaba abierta con David Copperfield una nueva vía narrativa que daría en los años siguientes obras tan importantes como Casa desolada, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas o Nuestro común amigo.

Así comienza su primer capítulo, Nazco:

El que yo resulte ser el héroe de mi propia historia, o ese puesto lo ocupe alguna otra persona, será algo que habrán de mostrar estas páginas. Para comenzar mi vida por el principio, diré que nací, tal y como me han informado y así creo, un viernes a las doce de la noche. Fue de destacar el hecho de que el reloj empezó a dar la hora al mismo tiempo que yo comencé a llorar.
A tenor del día y hora de mi nacimiento, la matrona, así como unas cuantas sabias mujeres del vecindario, que ya sentían un vivo interés por mí meses antes de que hubiese ninguna posibilidad de que llegáramos a conocernos personalmente, afirmaron, en primer lugar, que yo estaba destinado a ser desgraciado en la vida, y, en segundo, que tendría el privilegio de poder ver fantasmas y espíritus, pues creían que ambos dones iban inevitablemente unidos a todos los desdichados infantes de ambos géneros nacidos hacia altas horas de un viernes por la noche.

Releer sus mil doscientas páginas en la magnífica traducción de Miguel Ángel Pérez, que ha acreditado su excelencia como traductor con otras versiones de Dickens y de otros novelistas del XIX como Hardy, Hawthorne o Wilkie Collins, es tarea placentera cuando las noches empiezan a alargarse.

 Santos Domínguez