En Línea de fuego Pérez-Reverte concentra el tiempo en diez días de batalla y el espacio en ese pequeño pueblo imaginario, lo que produce un efecto de enorme intensidad que se refuerza con su carácter polifónico, con una alternancia de voces y de perspectivas que evita el maniqueísmo y las banderías y dota a la novela de un ritmo y una verosimilitud admirables.
Contribuye también a esa intensidad la organización de la materia narrativa en secuencias breves que le dan a la acción un dinamismo casi cinematográfico. Un dinamismo compatible con descripciones detalladas que reflejan la labor previa de documentación sobre armamento y estrategia militar.
Junto con el desorden de los milicianos que les lleva a la derrota en un final de la novela que presagia el desenlace real muchos meses después, junto con los crímenes de ambas retaguardias, cada personaje es un mundo marcado por el idealismo o la cobardía, por la valentía o el fanatismo, por la crueldad o la compasión, como en la estupenda secuencia que cierra la novela, en la que dos falangistas renuncian a matar a dos fugitivos:
—Fíjate en eso —dice Avellanas.
Señala dos puntitos oscuros que se mueven en el agua junto a algo semihundido, que parece derivar con la corriente hacia una pequeña lengua arenosa que emerge entre las dos orillas.
—Hay dos tíos ahí, Satu.
Saca Bescós los gemelos del brigadista muerto, ajusta la ruedecilla y echa un vistazo. Se trata, comprueba, de un flotador de corcho que lo más seguro es que proceda de una pasarela o un puente de barcas de los tendidos por los rojos río arriba. Y hay dos hombres que se agarran a él, intentando alcanzar la isleta en mitad del cauce. Sólo emergen sus cabezas, y a veces se ve la espuma que levantan las piernas cuando baten el agua para avanzar. Luchan con la corriente, que es fuerte y parece querer arrastrarlos.
—Trae que vea —dice Avellanas.
Le coge los gemelos y echa un vistazo.
—Jodó —comenta.
Se los devuelve a Bescós y los dos falangistas se miran.
—La orden es disparar contra los que se largan —recuerda Avellanas.
—Sí.
—Habrá que obedecerla, ¿no?
—Tú verás… Eres el cabo.
—Pues sí, cagüenlá. Habrá que.
Todavía se miran el uno al otro un momento. Después alzan los fusiles casi al mismo tiempo. Mete Bescós un dedo en el guardamonte y apunta la mira del arma hacia los dos hombres, que al fin han llegado a la isleta, salen del agua y se arrastran sobre ella empujando el flotador para llevarlo más allá. Se mueven muy despacio y uno tira del otro, ayudándolo. Parecen indefensos y cansados, y todavía deben atravesar la otra mitad del río para ponerse a salvo.
Con el Mauser encarado, Bescós comprueba de reojo que la lengüeta del seguro está levantada. Entonces oprime el gatillo. Clic, hace, pero no sale ningún disparo.
—No sé qué le pasa a este chopo —dice, bajando el arma.
Avellanas hace lo mismo.
—Se te habrá encasquillado, como a mí.
Los dos jóvenes apoyan otra vez los fusiles en el árbol, se sientan a la sombra y terminan de liar los cigarrillos. Zumban los mosquitos y suena el chirriar confiado de las cigarras.