25/9/20

La sílaba de ónice


José Antonio Ramírez Lozano.
La sílaba de ónice.
Junta de Castilla y León. Valladolid, 2019.


ROSA DEL LABERINTO 

En mitad de las sombras
hay una rosa blanca en la que está
cifrado el laberinto.

Bajas al atrio aquel de los denarios,
donde los publicanos,
y te encuentras de pronto en el museo
de los telegrafistas
en el que dos clarisas ensartan con su aguja
las minúsculas muertas de los abecedarios.

Las monjas te señalan la puerta de salida
y al abrirla te das
con los desolladeros de Estrasburgo
donde matan un buey para Mitrídates. 

Escapas entonces del horror
por el ojo del buey que descuartizan
y vienes a parar a la oficina
de patentes de Roma en que registran
un candado de hielo,
las palabras de los agonizantes,
la corambre del mártir san Anilio.

Y el mártir te señala con el dedo
el portón que da al Tíber, pero da
a una alcoba de Praga
donde un hombre de negro que aborrece sus élitros
se suicida con un insecticida.

Y al verlo desesperas y vuelves a intentarlo
porque sabes que en mitad de las sombras
hay una rosa blanca en la que está
cifrado el laberinto y quien la corta
regresará al origen
deshojando sus pétalos, escalones arriba,
hasta dar con el cáliz algún día,
esa copa sagrada de las revelaciones.

Es uno de los poemas de La sílaba de ónice, el libro con el que José Antonio Ramírez Lozano obtuvo el premio de poesía Fray Luis de León.

Como en el resto de su obra, hay en ese poema un sostenido despliegue de potencia imaginativa y voluntad fabuladora, de intensidad lírica y narratividad, de creatividad verbal y mirada plástica, de ironía y juegos de ingenio que no son sólo manifestaciones de una escritura lúdica, porque se sostienen sobre un fondo meditativo que se enfrenta a la desolación y a la sombra con la iluminación de su palabra creadora, como ese Fabián Duclés del poema inicial,  que busca “el filo de una sílaba de ónice / con la que abrirse paso en las tinieblas.”

Porque, como en cada uno de sus libros, Ramírez Lozano funda en La sílaba de ónice una cosmogonía poética propia, propone la creación de un mundo literario característico a partir de una serie de vínculos secretos que vertebran el conjunto en torno a la unidad temática y de tono que unen los poemas. Un mundo de oscuros perfumes de olvido y de dolor habitado por criaturas que se levantan sobre un tiempo sin tiempo en el que coinciden tetrarcas de Judea y tigres de Ceilán, las arañas suicidas y una novia de nata, caravanas de Adén y cofres en Esmirna, el rey Salmanasar y un barrio de Munara.

En esa mirada de demiurgo dueño de las palabras y dotado de una imaginación desbordante, en la actitud del escritor que sabe que en el principio fue el verbo, y en la tonalidad poética que lo expresa conviven lo grave y lo agudo, la gravedad de la reflexión existencial y la agudeza verbal, el juego y la seriedad, la levedad y la hondura, lo cotidiano y lo exótico, la ensoñación y la pesadilla, la normalidad y la extravagancia, el detalle realista y la incursión de lo fantástico, Mitrídates y Kafka, lo visionario y lo onírico para construir un inconfundible mundo literario expresionista y potente, un mundo laberíntico habitado por unas vidas imaginarias, unas vidas nocturnas que ejercen en la sombra “para arrojarse, ciegas, / en ese mar de fiebre, espejo de la nada.” 

Criaturas como “el hombre que guarda un dominó bajo las sábanas / para escuchar sus huesos” o “los niños veniales del hospicio, / que juegan a la taba / y duermen de costado bajo las parihuelas”; como el viejo guardagujas que sigue escuchando en sueños el silbido terrible de los trenes, como el cartero analfabeto de Namibia o el obispo de Bari, que quiso doblar la voz de Dios “y le salió tres veces el gallo de san Pedro”, 

Criaturas que vienen del sueño, como las arañas suicidas o como una novia de nata. O como esa Vaca sola que cierra el libro con su oscuro mugido:

Hay una vaca enorme aquí en mi sueño
que pasta entre las tumbas.
Una vaca que ignora el himno de los mártires,
el ciclo de las témporas
y que apedrean los deudos cuando acuden
con su hebra de luto y sus flores de plástico.

Sobre su piel dibuja el mundo
los negros continentes, los océanos blancos.
Y ella ignora su peso, la deuda de los días,
el signo que el destino ha escrito en su testuz
y que sólo los hombres logran interpretarlo.

Su mugido es oscuro, como el turbio
acecho de la ira, la cuerna del hondero.
Y convoca en agosto las tormentas de azufre,
los tábanos de fuego que pregonan
el lubricán del juicio, ese arrecife último
de las generaciones.                          

Ella ignora la promesa de Dios,
pero se deja, mansa,
ordeñar por el ángel de la desolación
mientras camina lenta,
arrastrando sus ubres, el hilo de su leche
sobre las matas verdes de ortiga y achicoria,
sobre las tumbas negras que aguardan todavía
el vano despertar, el alba de la carne.


Santos Domínguez