21/9/20

Bajo el volcán


Malcolm Lowry.
Bajo el volcán.
Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz.
Prólogo de Julián Herbert.
Literatura Random House. Barcelona, 2020.

“Tres razones para volver a Bajo el volcán” titula Julián Herbert el magnífico prólogo que abre la nueva edición de Bajo el volcán en Literatura Random House con la traducción ya clásica que firmó en 1964 Raúl Ortiz y Ortiz y con el apéndice de la carta que Malcolm Lowry envió el 2 de enero de 1946 al editor Jonathan Cape, un largo texto de cuarenta páginas en letra menuda, donde defendió su  obra contra los cambios que le sugería el editor a partir de un informe de lectura negativo. Un texto iluminador para conocer el sentido de su escritura y algunas de las claves numerológicas y cabalísticas sobre las que se sustenta la estructura de una novela imprescindible.

“¿Qué significa -escribe Herbert- releer Bajo el volcán a estas alturas de la historia, a estas alturas de la vida?… Significa, para mí, volver a la habitación del monstruo original. Dejar para otro momento los alegatos autocompasivos en favor de la libertad de autodestrucción. Aceptar que la vida es una cárcel más horrenda y majestuosa que mi comprensión o mi voluntad. Aceptar que el arte, el arte profundo y verdadero, eso que llaman lo Sublime, todavía puede fulminarme. Aceptar que la banalización, la novedad, la levedad incluso -un valor estético que aprecio mucho- no siempre salvan.
Esta novela, verdadero vino de los bravos, me recuerda que lo oscuridad existe, que es hermosa, y que sólo sabe obsequiar quemaduras. Y que a veces tengo que besarla en la boca.” 

Concebida como primera parte de una trilogía frustrada, elaborada lentamente, con varias redacciones entre 1935 y 1944 a partir de un relato breve, y cuidadosamente construida con un sistema polifónico de cajas chinas, recuerdos y alucinaciones, cambios de perspectivas narrativas y juegos de espejos, desdoblamientos de escenas y superposiciones de diálogos, monólogos interiores y flujos de conciencia, repleta de referencias culturales e históricas, literarias, mitológicas o artísticas, Bajo el volcán es ya un clásico, una novela brillante pero exigente con el lector, pues su profunda complejidad la convierte en una obra inagotable que obliga a más de una lectura lenta de su complejo entramado simbólico.

Lowry lo explicaba en la carta a Cape con estas palabras: “El contenido espiritual del libro es más subjetivo que objetivo, más propio de cierto tipo de poetas que de un novelista. Por otra parte, del mismo modo que un sastre trata de disimular las deformidadesde su cliente, así he tratado yo, consciente de este defecto, de disimular en el Volcán, en la medida en que me ha sido posible, las deformidades de mi propio espíritu, animándome con la idea de que, como la concepción de la novela fue esencialmente poética, tal vez esas deformidades, aunque aparezcan, no importan tanto, después de todo. Pero, a menudo, los poemas deben leerse varias veces antes de que su significado se revele en su plenitud y antes de que estalle el espíritu, y es precisamente esa concepción poética del todo la que sugiero que ha sido, aunque comprensiblemente, olvidada.”

Y García Márquez lo resumió así: “Bajo el volcán es tal vez la novela que más veces he leído en mi vida. Quisiera no leerla más, pero sé que no será posible, porque no descansaré hasta descubrir dónde está su magia escondida”.

Organizada en doce capítulos que corresponden a las doce horas del último día de vida del Cónsul, su diseño responde a una estructura circular en la que el primer capítulo -explica Lowry- es “una respuesta al último capítulo, como un eco del mismo que se percibe a lo largo del puente que constituyen los capítulos intermedios.”

Ese primer capítulo se desarrolla en Cuernavaca, la ciudad bajo dos volcanes, el día de Difuntos de 1939 para remontarse desde el segundo de los once capítulos restantes al 2 de noviembre de 1938 en un sostenido flashback, a veces tan borroso como la mirada alcohólica y alucinada de los tres personajes principales, dos hombres y una mujer, en torno a los que se desarrolla una historia cruzada de fracasos amorosos y vidas complejas, una bajada a los infiernos del alcohol, una incursión en el fuego que tiene como protagonista al cónsul Geoffrey Firmin, un antihéroe lúcido que debe mucho a Joyce y a Eliot y que es además la proyección autobiográfica del autor en una fantasmagoría sobre la que se sustenta la narración a veces vacilante de la obra, que Lowry definía en su carta a Jonathan Cape: “Puede ser considerada como una especie de sinfonía, o en otro caso como una especie de ópera,  hasta como una novela del Oeste. Es música bailable, poema, canción, tragedia, comedia, farsa, etcétera. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida, a gusto del lector. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, un filme absurdo, un letrero en un muro.”

El determinante y significativo telón de fondo es México, del que dice Herbert en su prólogo: “El México que Malcolm Lowry consigue dibujar es verdadero no en un sentido histórico sino poético; porque su sentimiento de la realidad cotidiana está a la altura del mito y el misterio.”

Escrita con una tensión verbal más propia de la poesía que de la narrativa, con un lenguaje portentoso trasladado al español por la admirable traducción a la que Raúl Ruiz dedicó cuatro años, Bajo el volcán aborda el tema de la autodestrucción, la culpa y el remordimiento, la soledad y la conciencia, la identidad y el conocimiento, el desarraigo y el destino a través de unos personajes tan problemáticos y atormentados como el protagonista, su exmujer Yvonne, su hermano Hugh o el director de cine Jacques Laruelle, narrador del primer capítulo, cuyas vidas conflictivas transcurren al borde del abismo, de ese barranco al que al final arrojan el cuerpo del Cónsul. Así lo resumía el propio Lowry:

“Esta novela se refiere principalmente a ciertas fuerzas existentes en el interior del hombre que le producen terror de sí mismo. También se refiere a la culpa del hombre, al remordimiento, a su ascenso incesante hacia la luz bajo el peso del pasado, y a su destino último. La alegoría es la del Jardín del Edén, el jardín que representa al mundo, del que tal vez corramos ahora más peligro de ser expulsados que cuando escribí el libro. La ebriedad del Cónsul se emplea en cierto plano para simbolizar la ebriedad universal de la humanidad durante la guerra, o durante el periodo inmediatamente precedente, que es casi lo mismo. Y en la profundidad y el sentido final existente en su destino, podría advertirse también  su relación universal con el destino último de la humanidad.”

Hay más de esas tres razones a las que alude Herbert en su prólogo para volver a esta obra maestra, una de las mejores novelas del siglo XX, un texto fáustico y dantesco, tan alucinógeno como el mezcal y el alcohol que lo inundan, pero nada fácil para un lector apresurado o poco atento. No es la menor de ellas la exigencia de una novela inabarcable que pide varias lecturas y cuya complejidad no pudo reflejar John Huston en la adaptación cinematográfica de 1984. Para entendernos: si Lowry la escribió en tres dimensiones, Huston la rodó como una película bidimensional, lógicamente más simple y menos profunda que la novela, en la que se leen en cada página descripciones espléndidas y frases inolvidables como esta, imposible de llevar al cine:  Vacíos y dolientes están los trampolines.


Santos Domínguez