Jesús Carrasco.
Intemperie.
Seix Barral. Barcelona, 2013.
Pocas veces una primera novela suscita una unanimidad en el elogio – algo parecido al entusiasmo que celebró Juegos de la edad tardía- como la que ha provocado Intemperie, de Jesús Carrasco, que publica Seix Barral.
La clave hay que buscarla en la calidad de una prosa que no es la de un principiante, sino la de alguien que ha adiestrado su oficio en el relato breve.
Una prosa solo enturbiada por algunos llamativos descuidos y un error insistente –la confusión de una olla con una hoya dos veces en la misma página- que resultan más chocantes precisamente por aparecer en una narración en la que el esmero estilístico es casi constante y consigue mantener un tono intenso y duro a lo largo de sus doscientas páginas.
Y es posible que haya otra clave aún más determinante para explicar por qué una novela itinerante y de aprendizaje como esta absorbe al lector y lo mantiene en esa tensión sostenida sobre un fondo de relatos tradicionales desde este comienzo inquietante:
Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas. Tumbado sobre un costado, su cuerpo en forma de zeta se encajaba en el hoyo sin dejarle apenas espacio para moverse. Los brazos envolviendo las rodillas o sirviendo de almohada, y tan sólo una mínima hornacina para el morral de las provisiones.
Intemperie es una novela intensa construida a base de una serie de rasgos narrativos que forman parte de una tradición ancestral: la de los arquetipos inconscientes que llaman a lo más hondo de la memoria colectiva y convocan las pulsiones y los miedos primarios.
Propp en su Morfología del cuento y Campbell en su análisis del monomito exploraron ese fondo tradicional que regula los mecanismos narrativos, atraviesa la mitología y la literatura desde su origen y fecunda géneros cinematográficos como el western. Algunas de esas funciones se actualizan también en esta obra: el padre brutal, la función de salida, la huida del antagonista, la ayuda de un donante, la persecución, las pruebas que hay que superar, el cruce del umbral exterior en el que empieza otra realidad, el objeto mágico, los ritos de paso…
Quizá por eso el lector se siente desde la primera línea atrapado por la oculta razón de la huida, por un secreto que sólo emerge al final, en un territorio inhóspito y sin nombre, pero conocido; en un tiempo sin tiempo de estructuras cíclicas y frente a unos personajes confundidos con el paisaje agreste y desolado por la maldición de una naturaleza agresiva.
El niño, el cabrero, el alguacil, el tullido, las cabras, los perros soportan entre ruinas, muladares y llanuras desérticas una sequía bíblica que cala en la podredumbre apestosa de los cuerpos sin nombre. Es la costra de la miseria que se fosiliza sobre una pestilencia atávica y confunde en el mismo hedor a los personajes con los animales y con el aire.
Abundante en sangre y en materia fecal, atravesada por un secreto violento y situada en un yermo paisaje atormentado e irredento, esa intemperie hostil que es el eje de la novela acaba convirtiéndose en una metáfora de la vida humana y de su desvalimiento en un mundo tan descarnado como la naturaleza y los cuerpos dolientes de la obra.
Santos Domínguez