D.H. Lawrence.
El hombre que amaba las islas.
Traducción de Jordi Fibla.
Prólogo de Juan Villoro.
Atalanta. Gerona, 2007.
Arco de sangre titula Juan Villoro la excelente semblanza de D. H. Lawrence que ha preparado como prólogo de El hombre que amaba las islas, una colección de tres magníficos relatos de la última época de D. H. Lawrence que publica Ediciones Atalanta en su colección Ars brevis.
Juan Villoro explora en su prólogo el legado de Lawrence, un “promotor de escándalos” que, sin embargo, defendió siempre la ética de sus personajes y la condición moral de sus relatos.
Lawrence fue un profeta en un tiempo que no es el suyo. Y ese desajuste, imprescindible para quien aspire a ejercer el oficio de la profecía, lo proyectó en la reivindicación de lo natural y lo original, en la defensa del instinto y en la fuerza del erotismo como forma de conocimiento y de identificación con el cosmos.
Lawrence, que nunca admitió las medias tintas, ha generado posturas contrapuestas y viscerales, sin términos medios. Auden, que lo descalificó como analista del comportamiento, lo definió como el mejor poeta de la lengua inglesa cuando habla de las posibilidades simbólicas de los animales. Lawrence Durrell y Henry Miller lo tomaron como modelo de vida y escritura. Nabokov y Gore Vidal, que lo admiraron de adolescentes, lo repudiaron en su madurez.
Y es que hay algo de eterno adolescente inadaptado en Lawrence, en el que todo es intenso y exagerado, algo de boy scout del amor carnal, de apóstol falócrata de la libertad sexual, de ingenuo predicador de la pasión y el deseo.
En La mujer que se alejó a caballo, el primero de los relatos, una norteamericana intrépida abandona a su familia en busca de emociones fuertes, del misterio antiguo y salvaje de los indios chilchui, y asume el papel de víctima de un rito solar descrito con minuciosidad.
El gallo huido, escrito poco antes de su muerte, es un relato de asombroso parecido con Lázaro, uno de los mejores poemas de Luis Cernuda, la revisión que hace Lawrence de la resurrección de un Cristo que ya no está verdaderamente vivo porque carece de la fuerza ancestral del deseo. En este relato la fuerza simbólica del paisaje y del animal sirven para reivindicar el erotismo como manifestación de un estado original anterior a la civilización y a sus devastaciones.
El hombre que amaba las islas es un desasosegante relato planteado como un cuento de hadas, una alegoría de los peligros del aislamiento y la misantropía.
Ese texto es el que se ha utilizado para titular esta cuidada edición de tres relatos elípticos de un Lawrence poco conocido en las distancias narrativas cortas que se organizan en torno a lo que callan tanto como a lo que dicen.
La mujer que se alejó a caballo, El gallo huido y El hombre que amaba las islas son tres relatos que no olvidará quien los lea. Tres relatos firmados por quien escandalizó con sus novelas a una Inglaterra puritana e hipócrita, experta en disimulos, en virtudes públicas y vicios privados, que prohibió sus libros hasta 1960.
Juan Villoro explora en su prólogo el legado de Lawrence, un “promotor de escándalos” que, sin embargo, defendió siempre la ética de sus personajes y la condición moral de sus relatos.
Lawrence fue un profeta en un tiempo que no es el suyo. Y ese desajuste, imprescindible para quien aspire a ejercer el oficio de la profecía, lo proyectó en la reivindicación de lo natural y lo original, en la defensa del instinto y en la fuerza del erotismo como forma de conocimiento y de identificación con el cosmos.
Lawrence, que nunca admitió las medias tintas, ha generado posturas contrapuestas y viscerales, sin términos medios. Auden, que lo descalificó como analista del comportamiento, lo definió como el mejor poeta de la lengua inglesa cuando habla de las posibilidades simbólicas de los animales. Lawrence Durrell y Henry Miller lo tomaron como modelo de vida y escritura. Nabokov y Gore Vidal, que lo admiraron de adolescentes, lo repudiaron en su madurez.
Y es que hay algo de eterno adolescente inadaptado en Lawrence, en el que todo es intenso y exagerado, algo de boy scout del amor carnal, de apóstol falócrata de la libertad sexual, de ingenuo predicador de la pasión y el deseo.
En La mujer que se alejó a caballo, el primero de los relatos, una norteamericana intrépida abandona a su familia en busca de emociones fuertes, del misterio antiguo y salvaje de los indios chilchui, y asume el papel de víctima de un rito solar descrito con minuciosidad.
El gallo huido, escrito poco antes de su muerte, es un relato de asombroso parecido con Lázaro, uno de los mejores poemas de Luis Cernuda, la revisión que hace Lawrence de la resurrección de un Cristo que ya no está verdaderamente vivo porque carece de la fuerza ancestral del deseo. En este relato la fuerza simbólica del paisaje y del animal sirven para reivindicar el erotismo como manifestación de un estado original anterior a la civilización y a sus devastaciones.
El hombre que amaba las islas es un desasosegante relato planteado como un cuento de hadas, una alegoría de los peligros del aislamiento y la misantropía.
Ese texto es el que se ha utilizado para titular esta cuidada edición de tres relatos elípticos de un Lawrence poco conocido en las distancias narrativas cortas que se organizan en torno a lo que callan tanto como a lo que dicen.
Santos Domínguez