Lev Tolstói. Relatos
Traducción de Víctor Gallego Ballestero
Alba. Barcelona, 2006
Entre la contención del microrrelato y la media distancia cómoda de la novela corta en la que brilló tanto oscilan los 67 Relatos de Tolstói escritos entre 1857 y 1909, que Alba Editorial acaba de publicar en una amplia selección preparada y traducida por Víctor Gallego Ballestero.
Está aquí el Tolstói no íntegro pero sí global, con los relatos más significativos que escribió a lo largo de una evolución de más de medio siglo.
Turguénev acompañaba un día al maestro en un paseo por Yásnaia Poliana, la posesión de Tolstói, que hizo unos comentarios tan detallados sobre los caballos que el discípulo le expresó su convicción de que entre sus antepasados hubiera algún caballo.
Se sabe que Tolstói estuvo a punto de batirse en duelo con Turguénev, pero no fue entonces ni por esa sospecha equina, que en el fondo era un elogio del detalle, de la técnica minuciosa y de la capacidad de asumir perspectivas distintas de la realidad, para ponerse en el lugar del personaje, sin que por eso deje de resonar al fondo su potente voz autobiográfica y moralista. La voz de un predicador que va subiendo de volumen y de tono a medida que se va haciendo viejo, a medida que se convence de la función mesiánica y redentora de su literatura.
De eso trata en resumen ese largo sermón de Tolstói que se titula ¿Qué es el arte?, un ensayo a ratos insufrible, que explica la fractura estética y moral entre sus dos épocas mucho tiempo después de que se produjera el cambio de actitud del escritor.
Allí fijaba su idea del arte en este párrafo:
Si un hombre, sin esfuerzo alguno de su parte, recibe, en presencia de la obra de otro hombre, una emoción que le une a él, y otros han recibido al mismo tiempo igual impresión, es que la obra, en presencia de la cual se encuentra, es una obra de arte. Y una obra que puede ser bella, poética, rica en efectos e interesante, no es obra de arte si no despierta en nosotros aquella emoción particular, la alegría de sentirnos en comunión artística con el autor y con los hombres en compañía de quienes leemos, vemos o escuchamos la obra en cuestión.
En la obra del ruso conviven esas dos voces, la del narrador y la del moralista. Mejor dicho, van tan unidas a partir de un determinado momento de su trayectoria que se convierten en una sola voz, sin cambio de tonalidad que permita distinguir entre la voluntad narrativa y la vocación pedagógica.
Obsesionado con esa alucinación mesiánica, dijo abundantes tonterías con mucha solemnidad. No fueron las menores la descalificación de Shakespeare como un mal escritor y de Homero como un artista inmoral.
Afortunadamente, escribió otras cosas. Y no cosas cualesquiera: Guerra y paz, Anna Karenina, Hadji Murat y estos cuentos, memorables en su mayoría, algunos de ellos prácticamente desconocidos en español.
Relatos portentosos como Jolstomer (Historia de un caballo) o Cuánta tierra necesita un hombre, del que decía Joyce que era el mejor cuento jamás escrito.
La recopilación más amplia que yo conocía de los relatos de Tolstói era la que tradujeron Irene y Laura Andresco para la vieja colección de Clásicos Aguilar. Eran casi exactamente la mitad que los que se editan ahora en esta traducción impecable de Víctor Gallego, que ha escrito también un iluminador prólogo para la ocasión.
Está aquí el Tolstói no íntegro pero sí global, con los relatos más significativos que escribió a lo largo de una evolución de más de medio siglo.
Turguénev acompañaba un día al maestro en un paseo por Yásnaia Poliana, la posesión de Tolstói, que hizo unos comentarios tan detallados sobre los caballos que el discípulo le expresó su convicción de que entre sus antepasados hubiera algún caballo.
Se sabe que Tolstói estuvo a punto de batirse en duelo con Turguénev, pero no fue entonces ni por esa sospecha equina, que en el fondo era un elogio del detalle, de la técnica minuciosa y de la capacidad de asumir perspectivas distintas de la realidad, para ponerse en el lugar del personaje, sin que por eso deje de resonar al fondo su potente voz autobiográfica y moralista. La voz de un predicador que va subiendo de volumen y de tono a medida que se va haciendo viejo, a medida que se convence de la función mesiánica y redentora de su literatura.
De eso trata en resumen ese largo sermón de Tolstói que se titula ¿Qué es el arte?, un ensayo a ratos insufrible, que explica la fractura estética y moral entre sus dos épocas mucho tiempo después de que se produjera el cambio de actitud del escritor.
Allí fijaba su idea del arte en este párrafo:
Si un hombre, sin esfuerzo alguno de su parte, recibe, en presencia de la obra de otro hombre, una emoción que le une a él, y otros han recibido al mismo tiempo igual impresión, es que la obra, en presencia de la cual se encuentra, es una obra de arte. Y una obra que puede ser bella, poética, rica en efectos e interesante, no es obra de arte si no despierta en nosotros aquella emoción particular, la alegría de sentirnos en comunión artística con el autor y con los hombres en compañía de quienes leemos, vemos o escuchamos la obra en cuestión.
En la obra del ruso conviven esas dos voces, la del narrador y la del moralista. Mejor dicho, van tan unidas a partir de un determinado momento de su trayectoria que se convierten en una sola voz, sin cambio de tonalidad que permita distinguir entre la voluntad narrativa y la vocación pedagógica.
Obsesionado con esa alucinación mesiánica, dijo abundantes tonterías con mucha solemnidad. No fueron las menores la descalificación de Shakespeare como un mal escritor y de Homero como un artista inmoral.
Afortunadamente, escribió otras cosas. Y no cosas cualesquiera: Guerra y paz, Anna Karenina, Hadji Murat y estos cuentos, memorables en su mayoría, algunos de ellos prácticamente desconocidos en español.
Relatos portentosos como Jolstomer (Historia de un caballo) o Cuánta tierra necesita un hombre, del que decía Joyce que era el mejor cuento jamás escrito.
La recopilación más amplia que yo conocía de los relatos de Tolstói era la que tradujeron Irene y Laura Andresco para la vieja colección de Clásicos Aguilar. Eran casi exactamente la mitad que los que se editan ahora en esta traducción impecable de Víctor Gallego, que ha escrito también un iluminador prólogo para la ocasión.
Santos Domínguez